Domingo 16 de enero de 2022

 

Texto base: Ef. 6:10-20.

 

El 1 de septiembre de 1939, el ejército nazi invadió Polonia por sorpresa. Usando la táctica de la “guerra relámpago” (blitzkrieg) sometió rápidamente a los desprevenidos polacos, quienes se rindieron poco más de un mes después del ataque. Con este hecho se inició la 2ª Guerra Mundial, probablemente el enfrentamiento bélico más terrible que ha presenciado la humanidad.

Con todo lo terrible que fue esta guerra, como creyentes estamos inmersos en un conflicto mucho más fiero, pues se trata de una guerra permanente, de alcance universal, y donde los derrotados resultan condenados por toda la eternidad.

Una lección que nos deja el caso de Polonia, es que enfrentar a un enemigo sin estar preparado y sin las armas adecuadas, es derrota es segura. Por lo mismo, hoy nos entregaremos a ver i) la naturaleza de nuestra lucha, ii) nuestras armas para la batalla y iii) nuestra necesidad de depender permanentemente del poder de Dios.

 
I.Nuestra lucha

Para comprender este pasaje, debemos considerar que anteriormente en esta epístola, explicó que fuimos predestinados en Cristo para salvación desde antes de la fundación del mundo, expuso la salvación por gracia por medio de la fe y el llamado a los gentiles a la salvación en un mismo pueblo con los judíos creyentes, siendo este el misterio de Cristo revelado en los últimos tiempos.

Luego de eso, aplicó estas verdades a la vida de los Efesios llamándolos a la unidad en la fe, a revestirse del nuevo hombre creado en Cristo y a despojarse del viejo que está corrompido por el pecado. Exhortó a los Efesios a andar en el amor que recibieron en Cristo, siendo santos y sometiéndose unos a otros en ese amor, impactando con el Evangelio todas nuestras relaciones en este mundo.

Así, en este pasaje llega al clímax de la carta, su exhortación final y conclusión, que resume todas las demás. Por eso dice: “Por lo demás” (Τοῦ λοιποῦ, tou loipou v. 10), que puede traducirse ‘finalmente’, ‘en conclusión’. Así, exhorta a fortalecernos (ἐνδυναμόω, endynamoo, “empoderarnos”) en el Señor y en el poder de su fuerza, porque enfrentamos un conflicto en este mundo en el que todos estamos inmersos y en que no hay descansos, sino una ardua batalla en todo momento.

Este poder es el Espíritu Santo, no a una fuerza impersonal. Así, no podemos enfrentar esta batalla espiritual por nuestros medios ni en nuestras fuerzas, pues nuestra derrota sería inmediata, segura y aplastante. Pero si nos fortalecemos en el poder de Dios y peleamos con sus armas, es la única manera en que, no solo podemos vencer sino que ciertamente venceremos.

En consecuencia, debemos vestirnos de toda la armadura de Dios para estar firmes. Este concepto se repite constantemente en este pasaje: “para que podáis estar firmes contra las insidias del diablo” (v. 11); “para que podáis resistir en el día malo, y habiéndolo hecho todo, estar firmes” (v. 13); “Estad, pues, firmes...” (v. 14).

Luego, explica contra quién es nuestra lucha y por qué ella es única: no es contra seres humanos (“sangre y carne”, v. 12), sino contra poderes espirituales de maldad.

Es decir, debemos ver más allá de la dimensión física. Tras los incrédulos que se oponen a nuestro caminar en Cristo, hay poderes espirituales invisibles, y a los que no podemos enfrentar ni vencer con medios humanos ni terrenales, pues se trata de una lucha espiritual. Por tanto, debemos tomar la armadura de Dios.

Esta potestad de las tinieblas se mencionó en el cap. 2, refiriéndose al diablo como "el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia" (v. 2). Es decir, estos poderes diabólicos dominan la forma de pensar y de vivir de los inconversos.

Entre ellos estábamos nosotros. Es decir, nuestra lucha espiritual comenzó una vez que llegamos a Cristo por obra del Espíritu. Desde allí vivimos una tensión con nuestro propio pecado, con el mundo incrédulo que nos rodea y con los poderes de maldad que se encuentran detrás de todo esto y que constantemente nos atacan.

Por ello, quienes dicen ser cristianos pero viven y piensan según la corriente del mundo, no son realmente discípulos de Cristo, sino que todavía están bajo condenación, pues no están luchando contra los poderes oscuros, sino que están de su lado y son gobernados por su perversión.

Aunque la única unidad verdadera se encuentra en la Iglesia de Cristo, los incrédulos se oponen unánimes a Dios y a Su Iglesia. Notemos este ejemplo: "Y se hicieron amigos Pilato y Herodes aquel día; porque antes estaban enemistados entre sí" (Lc. 23:12). Estos dos políticos codiciosos y ambiciosos se amistaron porque estaban juzgando a Jesucristo. Así ocurre también con los incrédulos. Pueden tener muchos desacuerdos entre sí, pero cuando se trata de odiar a Dios, a su Palabra y a su Iglesia unen sus esfuerzos.

Sobre la manera en que somos atacados, el diablo nos pone asechanzas (μεθοδεία, methodeía), incluso nos lanza dardos encendidos. Es un enemigo que nos agrede furiosamente: “Vuestro adversario, el diablo, anda al acecho como león rugiente, buscando a quien devorar” (1 P. 5:8). Sus métodos engañosos incluyen citar maliciosamente la Escritura (Mt. 4:6); mezclar la verdad con el error (Gn. 3:4); disfrazarse de ángel de luz (2 Co. 11:14) e incitar a falsos maestros para que simulen ser maestros de la verdad (2 Co. 11:13). Por eso el Apóstol dice acerca de satanás: “no ignoramos sus maquinaciones” (2 Co. 2:11 RV60).

Junto al diablo hay todo un mundo de las tinieblas organizado en jerarquías: principados (gr. ἀρχή, arché), potestades (gr. ἐξουσία, exousía) y poderes de este mundo de tinieblas (gr. kοσμοκράτωρ, kosmokrátor, gobernantes mundiales)[1], y ejércitos espirituales de maldad en las regiones celestiales. Estas regiones claramente no se refieren al Cielo en que se manifiesta la gloria de Dios, sino a la “potestad del aire” (2:2), una dimensión espiritual distinta de la creación material.

Muchos yerran al pensar morbosamente sobre esto, viendo demonios hasta debajo de las piedras, pero eso no significa que debemos ignorar esta tremenda realidad espiritual a la que nos enfrentamos cotidianamente: Hay poderes malignos organizados que nos atacan constantemente como Iglesia, que no podemos enfrentar solos y en nuestras propias fuerzas.

Se nos habla asimismo de un 'día malo' (τῇ ἡμέρᾳ τῇ πονηρᾷ[2]). Es “… el día de las duras pruebas, los momentos críticos de vuestra vida en que el diablo y sus subordinados os asaltarán con gran intensidad (cf. Sal. 41:2; 49:5). Y siendo que nunca se sabe el momento en que estas crisis ocurren, la implicación clara es: estad preparados siempre.[3]

Muchos piensan hoy que el verdadero creyente irá siempre de victoria en victoria y que si algo malo pasa en su vida se debe a que le ha faltado fe. Tengamos cuidado con esta visión triunfalista y falsa de la vida cristiana, ya que mientras vivamos en este mundo bajo el pecado enfrentaremos esta lucha: tendremos días malos por delante, pero debemos permanecer firmes en ellos, fortalecidos en el poder de Dios. Solo así es como podemos vencer.

No debemos pensar aquí en una resistencia pasiva, como si ante el ataque del diablo sólo pudiéramos aguantar en los muros de una fortaleza. El término implica avanzar y mantener lo ganado. Dios nos manda a la ofensiva, nos hace partícipes de su reconquista de aquello que el diablo usurpó. Es así como el Apóstol consideraba sus viajes misioneros, y así también debemos ver nosotros la evangelización.

Por tanto, no sólo debemos ser conscientes de la lucha en la que nos encontramos, sino además saber que somos un ejército que avanza triunfante hacia una victoria segura: “En el mundo tenéis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). La lucha es fiera, pero no es entre fuerzas iguales; sino que es entre el Señor Todopoderoso y siempre vencedor, y los rebeldes que seguramente caerán derrotados.

 
II.Nuestras armas

Se nos llama a enfrentar esta batalla en el poder del Señor, pero también usando su armadura. Realmente es la armadura de Dios:

Pues de justicia se vistió como de una coraza, con yelmo de salvación en su cabeza; tomó ropas de venganza por vestidura, y se cubrió de celo como de manto, 18 como para vindicación, como para retribuir con ira a sus enemigos, y dar el pago a sus adversarios” (Is. 59:17-18).

Es decir, el Apóstol toma esta figura del profeta Isaías, pero allí se menciona en relación con Dios, quien viste esta armadura para hacer justicia y derrotar a sus enemigos.

También se mencionan piezas de esta armadura en relación con el Mesías, en su misión de traer justicia a la tierra y juzgar a los enemigos de Dios:

herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura” (Is. 11:4-5).

Sin embargo, ahora el texto la aplica a los creyentes. Por tanto, debe maravillarnos que el Señor nos vista con Su armadura, como Él se viste para la lucha espiritual. Es decir, el Señor nos hace participar de Su victoria sobre el mal, de Su misión de traer justicia al mundo, lo que nos ayuda a entender nuestra misión como Iglesia de Cristo: peleamos la batalla del reino de Dios, no con nuestras fuerzas ni con nuestras armas, sino con Su poder y con Su armadura.

El creyente es llamado a ponerse esta armadura y usarla, pero es la armadura de Dios: Él la da al hombre, y sólo puede usarse en Su poder. Así, “… la gracia divina y la responsabilidad humana se han combinado muy maravillosamente en esta sección final[4].

Considerando ahora las piezas de la armadura en particular, el Apóstol reitera el llamado a estar firmes, nombrando las siguientes partes:

i.Cinturón: el soldado usaba una túnica corta que quedaba suelta respecto del cuerpo, así que debía ser ceñida para el trabajo y la lucha, para permitir el movimiento. Para eso se usaba el cinturón, al que se afirmaba también la coraza y la espada. Simboliza a la verdad, que permite el movimiento y fija la armadura espiritual como conjunto a nuestra alma. Se refiere a la verdad de Dios en Su Palabra, pero no sólo como información, sino a su impacto en nuestro carácter, produciendo sinceridad, integridad y un corazón veraz, no hipócrita ni de doble ánimo.
ii.Coraza: era una defensa de cuero, bronce y/o hierro que cubría el cuerpo desde el cuello hasta los muslos. Protegía los órganos vitales del soldado, de manera que luchar sin ella era como andar desnudo. Representa a la justicia de una vida devota y santa, que permite al cristiano ser llamado ‘justo’. Es el andar en la luz y la verdad, en una obediencia piadosa a la Palabra de Dios. Así, es muy similar a la verdad, e incluso algunas traducciones las presentan juntas (p. ej. TLA). Si un cristiano se permite perseverar en ciertos pecados, está yendo a la batalla con una coraza agujereada y una túnica suelta, lo que le impedirá luchar ágilmente y le dejará expuesto a sufrir grandes daños. Algunos se dan tantas licencias que irían más protegidos si lucharan envueltos en cartón que si se ponen su coraza, pues su integridad está severamente dañada por su falta de consagración y su relajo ante el pecado. Sé consciente de esto: una vida íntegra, santa, piadosa y sincera es como un cinturón que afirma tu armadura y una coraza que te protege de heridas mortales. No te permitas pecados secretos ni seas ligero ante el mal. No pienses que la salvación por gracia significa que te puedes ensuciar cuanto quieras y que luego serás perdonado. Muchas derrotas espirituales en tu vida se han debido a que no has sido íntegro allí cuando sólo Dios te ve, y has entrado en la batalla con una cinturón suelto y una coraza perforada.
iii.Calzado: los soldados romanos usaban un calzado tachonado con clavos en la suela, lo que les permitía firmeza y rapidez en sus movimientos. Se dice que esta ventaja resultó clave para varias de sus victorias militares. Simboliza el apresto del Evangelio de la paz. La palabra griega para apresto (ἑτοιμασία, etoimasía) sólo se usa aquí, y significa una actitud dispuesta, pronta y solícita para realizar algo. Ese Evangelio de la paz es lo que debe mover nuestros pies a predicar al mundo que todavía está en oscuridad, pero también se refiere a la convicción y seguridad de haber sido salvos mediante la sangre de Cristo, lo que nos da el valor para pelear la buena batalla cada día y nos permite avanzar ágilmente en la vida cristiana, ya que es nuestra motivación para todo lo que hacemos. El creyente que constantemente duda de su salvación vive en angustia y amargura, siendo tardo y sin motivación para avanzar.
iv.Escudo: los soldados romanos usaban un escudo que medía 1,25x075 m, con una forma rectangular como una puerta, hecho de dos capas de madera y recubierto de tela y cuero. Como los enemigos untaban sus flechas en brea y las encendían con fuego para causar graves daños, el el escudo debía empaparse en agua antes de la batalla, para así apagar las flechas que lo impactaran. Simboliza a la fe, que neutraliza los dardos encendidos del maligno. Estas flechas de fuego son muy variadas: sus mentiras sobre Dios que nos hacen dudar de su existencia y su carácter, los pensamientos engañosos sobre nosotros mismos que nos desaniman y apartan, las calumnias sobre nuestros hermanos que nos hacen dudar de ellos y generan divisiones, los falsos maestros y sus doctrinas, la oposición y persecución que incita hacia nosotros en los incrédulos, sus tentaciones y distracciones, y un largo etcétera. Debemos responder a estos dardos con una fe que confía sinceramente en Jesucristo como Salvador y en las promesas de Dios en Su Palabra. Sin esta fe, sólo se puede esperar ser incendiados por las flechas del maligno. Debemos cultivar esta fe cada día por la lectura de la Palabra, la oración y la comunión con los santos, que son los medios que Dios ha establecido para que crezcamos en la fe y perseveremos en ella.
v.Yelmo: se trataba de un casco rígido que protegía la cabeza del soldado. Una vez que se ponía las piezas anteriores de la armadura, recibía el yelmo de parte del oficial a cargo del regimiento. Por eso, la palabra traducida como ‘tomad’, se refiere a recibir de otro. Este yelmo refleja la salvación (“la esperanza de salvación”, 1 Tes. 5:8). La salvación que el Señor nos ha dado en Cristo y la seguridad de tener esa vida eterna es como un casco que guarda nuestros pensamientos en la perfecta paz del Señor, protegiéndonos de heridas letales. Nos ayuda a perseverar ante las pruebas, tentaciones y persecución. Para todo ejército, la convicción de que alcanzarán la victoria es vital en la batalla. La angustia y el terror de que serán derrotados, produce espantosas retiradas que desarman las tropas y las exponen a la muerte mientras huyen. El Apóstol ya expuso en esta carta la convicción de nuestra victoria: “Cristo ya venció a los enemigos y reina sobre todos ellos (1.20-23) y nos ha hecho, por su gracia, partícipes de su victoria (2.4-7)”.[5] Con esa seguridad podemos perseverar hasta el fin en la lucha: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Is. 26:3 RV60).
vi.Espada: Los soldados romanos usaban una espada corta (μάχαιρα, máchaira) para la lucha cuerpo a cuerpo. Simboliza la Palabra (ῥῆμα, rhema) de Dios, que se describe como la espada del Espíritu, “… porque fue dada por el Espíritu (2 Ti. 3:16; 2 P. 1:21) y posiblemente también porque el Espíritu es quien la aplica al corazón[6]. Dice también que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos; penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y es poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón”  (He. 4:12). Jamás la palabra humana, ni siquiera la de los ángeles, podrá llamarse viva y eficaz. Sólo la Palabra de Dios tiene estas excelencias y el poder de Dios para hacer la obra que Él ordenó. Sólo Él puede decir “hágase la luz” y “Lázaro, sal fuera”, y obrar la creación y la resurrección por su sola Palabra. Por eso, es nuestra arma ofensiva más importante. Es también el ejemplo de Jesús: ante cada tentación del diablo en el desierto, respondió diciendo escrito está (Mt. 4:1-11). Es también nuestro llamado: blandir hábilmente la Palabra de Dios como una espada, para derribar todas las artimañas del maligno. Recordemos que él también cita la Escritura, pero la saca de contexto para sus fines torcidos. Así también lo hacen muchos creyentes, lamentablemente, para justificar su pecado. Pero esta Palabra sólo será la espada del Espíritu cuando la usemos correctamente, y para ello debemos conocerla con diligencia, exponernos a ella diariamente y someternos a todo lo que ella dice.

Esta es toda la armadura de Dios. No puedes escoger solo algunas piezas y prescindir de otras, sino que debes vestirte de toda ella, por eso el énfasis cuando dice “tomad toda la armadura de Dios” (vv. 11,13). La palabra griega para toda la armadura es una sola (πανοπλία, panoplia), así que no podemos separar lo que Dios unió. Esta carta nos llamó anteriormente a “vestirnos” del nuevo hombre y despojarnos del viejo (Ef. 4.22-24); y ahora exhorta a que nos vistamos de la completa armadura de Dios, pues necesitamos cada pieza para la victoria espiritual.

En consecuencia, nuestras armas no son humanas ni según nuestra naturaleza de pecado. No batallamos como el mundo ni como el diablo lo hacen: “aunque andamos en la carne, no luchamos según la carne; porque las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:3-5). Sólo podemos tener victoria con las armas de Dios.

 
III.Nuestra dependencia

En esta lucha, la oración tiene una importancia insustituible (v. 18). Es algo así como el brillo de esta armadura, aunque no se menciona como una pieza de ella, pero es lo que le da consistencia y eficacia, manteniéndola unida.

Sin esta perseverancia en súplica, la armadura de Dios descrita aquí será como una pieza de museo, que podremos mirar pero no usar. La oración es el nexo entre nosotros y la armadura. Es lo que nos permite apropiarnos de ella espiritualmente y usarla eficazmente. No podemos esperar victoria espiritual sin oración.

Nota el énfasis del texto: i) con toda oración y súplica, ii) orad en todo tiempo (καιρός) en el Espíritu, iii) velad con toda perseverancia y súplica, iv) por todos los santos.

“… con toda oración y súplica” indica que debemos pedir a Dios que nos ayude en la batalla, pero no sólo eso. Se envuelve aquí toda la gama de oraciones que podemos elevar a Dios: gratitud, alabanza, intercesión, ruego, confesión de pecado, petición de auxilio, etc. Procura que tu oración sea integral, que sea rica en todas estas expresiones.

No veas la oración como un simple trámite por cumplir, ni como una tarea que haces en un momento y después dejas por completo, sino como la actitud constante de tu corazón en el día a día. Además del tiempo que apartas para orar cada día, ruega a Dios tus nuestros pensamientos sean una oración permanente. Sólo así será real en ti la Escritura: “orad sin cesar” (1 Tes. 5:17).

La oración no sólo es una preparación para la batalla, sino que es en sí misma una batalla fundamental de largo aliento, en la que debes esforzarte por perseverar.

La oración debe ser “en el Espíritu. Por más que te propongas orar sin parar durante días o semanas, no conseguirás nada si no es en el Espíritu. Incluso los paganos e idólatras oran: los musulmanes, los hinduistas, los romanistas y judíos. Sin embargo, sólo son escuchados por Dios quienes han recibido el Espíritu de Dios, quien ora a través de nosotros:

habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!... Y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles; 27 y aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios” (Ro. 8:15, 26-27).

Incluso nuestras mejores oraciones están llenas de pecado. Nuestras palabras son torpes y la disposición de nuestro corazón imperfecta. Por ello, necesitamos que el Espíritu transforme nuestra oración deficiente en un incienso grato ante la presencia del Padre. Él transforma nuestra ofrenda deforme en una súplica aceptable por Dios.

Y no sólo debes orar por ti mismo, sino “velad con toda perseverancia y súplica por todos los santos”. El Señor quiso que nos sostengamos unos a otros en oración, y esto debemos hacerlo velando, estando alertas. Parte esencial de amar a tus hermanos es que ores por ellos. Para ello debes conocerlos, saber sus nombres y estar al tanto de sus dolores y necesidades. No se trata de orar por una masa sin rostro, sino de sostener a tus hermanos en oración. La Escritura dice que si tenemos cómo ayudar a nuestro hermano en necesidad y no lo hacemos, en realidad no lo amamos. Igualmente, si no oramos por nuestros hermanos, ¿Podemos decir que los amamos realmente?

Los incrédulos también “oran” por ellos mismos e incluso por sus familiares y seres queridos. Pero se requiere un corazón transformado por el Espíritu, para orar sinceramente por los hermanos en la fe. Por eso el Apóstol decía con tristeza, refiriéndose a Timoteo: “Pues a nadie más tengo del mismo sentir mío y que esté sinceramente interesado en vuestro bienestar. 21 Porque todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús” (Fil. 2:20-21).

Nadie puede decir que no necesita de esta oración de sus hermanos. Algunos podrían pensar que un Apóstol como Pablo, con toda la revelación que recibió, estaría por sobre los problemas que tenemos los otros pecadores. Sin embargo, él ruega la oración de sus hermanos, pues uno de los mayores bienes que podemos hacer por pastores y líderes, también por todo el resto de nuestros hermanos es orar por ellos. La oración que hacemos por otros también necesitamos recibirla en nuestro favor de parte de ellos.

Ora especialmente por quienes predican la Palabra, para que lo hagan como deben hacerlo, con fidelidad y llenos del Espíritu. En el cap. 4 dice que los predicadores de la Palabra fueron establecidos por Dios “a fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (v. 12). Pero a su vez, esos ministros necesitan de las oraciones de quienes reciben su predicación. Así, los miembros del Cuerpo de Cristo nos servimos y bendecimos unos a otros. No dejes de orar por tus pastores y maestros y recuerda a tus hermanos en oración.

En esto, reflejamos el ministerio de Cristo en nuestro favor: “… es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos” (He. 7:25). Esto debe maravillarnos, porque no sólo nos permite vestir su armadura, sino también reflejar su ministerio como el Gran Sumo Sacerdote, intercediendo en favor de nuestros hermanos junto con Él.

En consecuencia, sé consciente de la lucha en la que nos encontramos, fortalécete en el poder del Señor, revístete de su armadura y resiste mientras avanzas hacia la victoria, siempre dependiendo del Señor en oración por ti, por todos tus hermanos y por los ministros de la Palabra, para que Dios sea exaltado en todo.

  1. Coincide con los términos usados para las más altas autoridades imperiales romanas. En Éfeso se rendía culto al emperador.

  2. Connotación de mal moral. Misma palabra usada para el que lanza los dardos de fuego en v. 16.

  3. William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: Efesios (Grand Rapids, MI: Libros Desafio, 1984), 298.

  4. Hendriksen, Efesios, 294.

  5. Ávila Arteaga, Mariano. Carta a los Efesios (MIA: Sociedades Bíblicas Unidas, 2008), 249.

  6. Hendriksen, Efesios, 304.