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Domingo 8 de mayo de 2022

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Texto base: Mt. 5:1-12 (v. 6).

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El hambre y la sed deben ser de las sensaciones más comunes a la experiencia humana. No tenemos que hacer nada para sentirlas, simplemente dejar de comer o beber, y pronto experimentaremos incómodas sensaciones físicas. Un bebé no tiene uso de razón ni sabe hablar, pero sin duda se encargará de hacer saber cuando sienta hambre y sed.

Por si alguno quiere una definición, el Diccionario de la Real Academia Española define ‘hambre’ como “Gana y necesidad de comer”, y ‘sed’ como “Gana y necesidad de beber”. No necesitamos mayor explicación para saber en qué consisten, pero por un lado tenemos una carencia o necesidad; y por otra parte tenemos las ganas y las ansias de aquello que nos falta. Y claro, el hambre y la sed se refieren a necesidades vitales.

En esta cuarta bienaventuranza, el Señor Jesús aplica esta hambre y sed a la justicia. Para entender a qué se refiere, i) Analizaremos nuestra tendencia natural, opuesta a la bienaventuranza, ii) examinaremos en qué consiste el deseo de la justicia y su bendición, y iii) exaltaremos a Cristo como el bienaventurado en Su Justicia perfecta.

Para comprender adecuadamente el significado de las bienaventuranzas, debemos realizar previamente algunas aclaraciones:

i.Este es un retrato de todos los cristianos y no de un grupo especial entre ellos. Aunque expone ocho bienaventuranzas, no se refiere a ocho grupos de personas, sino a un solo grupo: los discípulos.
ii.Todos los cristianos deben manifestar todas estas características. Las bienaventuranzas no son como los dones espirituales, en donde se puede tener uno o algunos de los dones, sino que toda esta sección debe leerse como una unidad que nos da un retrato del discípulo.
iii.Ninguna de estas bienaventuranzas es una tendencia natural en nosotros. Por ello, no se deben confundir estás bienaventuranzas con algunos aspectos del carácter de ciertas personas que se pueden encontrar incluso en los no creyentes.
iv.Esto es así porque las bienaventuranzas distinguen a un discípulo de quien no lo es, pues viven para reinos diferentes y opuestos.
v.Las bienaventuranzas siguen un orden lógico, y la bendición está asociada a la condición. Así, por ej. el pobre hereda el reino y el misericordioso recibe misericordia.

Las bienaventuranzas responden a una pregunta esencial: quiénes son realmente los benditos, y dónde se encuentra la verdadera felicidad.

I.Nuestra disposición natural

Debemos hacer un esfuerzo al considerar las palabras de nuestro Señor. Lo más probable es que estamos familiarizados con las bienaventuranzas, lo que disminuye el impacto que pueden causar en nosotros. Sin embargo, debemos pensar en lo confrontador de esta bienaventuranza en los oyentes de Jesús.

Recordemos que entre su audiencia había escribas y fariseos, y también quienes habían sido influenciados por ellos. Estos promovían una visión de justicia propia, que pretendía lograr la aprobación de Dios por los méritos propios. Esto era contrario a tener hambre y sed de la justicia que sólo Dios puede dar.

Hoy, muchos pueden estar de acuerdo en principio con esta bienaventuranza, lo cierto es que si explicamos lo que Jesús quiso decir con ella, encontraremos que se oponen a la enseñanza de Jesús, pues nuestra tendencia natural y aquello que valoramos es muy distinto de la voluntad del Señor. Esta inclinación de nuestro pecado implica:

i.Autojusticia y autosatisfacción: tendemos a tener una idea deformada de nosotros mismos. Huimos del espejo de la Escritura, que nos muestra tal cual somos, y preferimos hacer un autorretrato, exagerando nuestras virtudes y maquillando nuestros defectos. Esa es la imagen que queremos mostrar a los demás, una verdadera máscara. Pero, aunque podemos engañar a algunos por algún tiempo (¡y a veces ni siquiera eso!), no podemos engañar al Señor, pues Él no puede ser burlado (Gá. 6:7).

La actitud más común en los no creyentes es sentirse lo suficientemente buenos como para no merecer ninguna condenación. Están tranquilos consigo mismos, creen ser buenos porque según ellos no hacen mal a nadie, y por lo mismo, no ven la realidad de su condenación ni su necesidad de Cristo como Salvador. El Evangelio “les resbala”, porque son ciegos a su verdadera condición. Piensan que Dios es como ellos, y no se molestará ante una “cantidad razonable de pecado”, pues a fin de cuentas, nadie es perfecto.

Un triste representante de esta autosatisfacción, es el fariseo de la parábola. En su oración, Él no se centraba en Dios y su gloria, sino en sí mismo y sus supuestos méritos:

Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. 12 Yo ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano” (Lc. 18:11-12).

Este fariseo pensaba que era una clase distinta de ser humano, superior y libre de los pecados en los que otros caían. Su fundamento para presentarse ante el Señor no era la misericordia que Él nos muestra, sino su propio desempeño. Comparado con otros, a sus propios ojos él sí merecía estar delante de Dios, pues se lo había ganado: era muy riguroso en sus ayunos y en su diezmo.

A la luz de otros dichos de Jesús, esto lo hacían jactándose de sus obras: cuando ayunaban no se lavaban la cara y aparecían demacrados, para hacer notar que estaban ayunando. Cuando daban sus diezmos, lo hacían visiblemente, para que todos se dieran cuenta de que estaban diezmando. Por tanto, estas obras que el fariseo usaba para jactarse ante Dios, también le permitían enorgullecerse ante los hombres.

Pero cuidado con distanciarte muy pronto de este fariseo: ¿Has pensado cuánto de lo que haces, incluso en la iglesia, es para ser visto y admirado por otros? ¿Cuántas cosas en tu vida te hacen sentir mejor que otros y más digno de ser aceptado por Dios? ¿De verdad tu relación con Dios se basa en Su misericordia, o crees que es tu buen comportamiento el que te permite entrar a Su presencia?

Considera que tu inclinación natural es tener a un fariseo en tu corazón, que intenta arrastrarte hacia a la autojusticia y la autosatisfacción. Esta no es simplemente una forma más en que puedes ser cristiano, sino que es un error que te deja fuera de la salvación:

los gentiles, que no iban tras la justicia, alcanzaron justicia, es decir, la justicia que es por fe; 31 pero Israel, que iba tras una ley de justicia, no alcanzó esa ley. 32 ¿Por qué? Porque no iban tras ella por fe, sino como por obras” (Ro. 9:30-32).

ii.Concupiscencia y codicia: La codicia es el hambre por las cosas de este mundo, mientras que su hermana la concupiscencia son aquellos deseos desordenados, esos pecados secretos e internos que son la base de nuestras faltas externas. “Es una violenta propensión e inclinación hacia lo que es malo, hacia lo que es contrario a la santa voluntad y el mandamiento de Dios”.[1] Es la sed de pecar.

Esta concupiscencia no debe confundirse con la tentación, ya que ser tentado (ser invitado a pecar) no es pecar. Nuestro Señor Jesús fue tentado en todo, pero nunca pecó. La concupiscencia es distinta: es ese deseo del pecado, ese apetito de lo malo que ya es en sí misma pecado, y que a su vez mueve a cometer otros pecados.

Esta es la maldad que estuvo tras el primer pecado: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Gn. 3:6). Todo el mal en la tierra comenzó cuando la mujer deseó lo que estaba fuera de la voluntad de Dios para la vida del hombre. Esa es la raíz de todo pecado.

 

Así, el hombre sin Cristo ambiciona cosas que son prohibidas por Dios, e incluso cosas que no son malas en sí mismas, pero que al ponerlas en el lugar de Dios se vuelven pecado para quien las desea desordenadamente.

El puritano Ezequiel Hopkins distingue cuatro grados de la concupiscencia:

1.Las primeras imaginaciones y deseos de aquello que es pecado. Aquí es donde todo comienza.
2.La entretención que hacemos de esos deseos e imaginaciones, abrazándolos en nuestros pensamientos y complaciéndonos en ellos. Lutero dijo: “no puedo evitar que los pájaros vuelen sobre mi cabeza, pero puedo evitar que se posen sobre ella”. Esta segunda es dejar que esos pájaros inmundos aniden sobre nuestra cabeza.
3.La aprobación del pecado en nuestra mente. Esto ocurre cuando se rechaza el testimonio de la Ley de Dios y de la propia consciencia, y en su lugar se escuchan los impulsos de nuestra carne y nuestros deseos desordenados. En esta etapa, el pecado no se ve como un crimen de castigo eterno, sino como una necesidad que debe ser satisfecha.
4.La decisión de cometer el pecado. El pecador decide satisfacer el deseo y busca cometer el pecado.

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Esto vemos en la Escritura: “cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. 15 Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Stg. 1:14-15 RV60).

Esta es nuestra tendencia natural.

II.El deseo de la justicia y su bendición

La palabra traducida como ‘bienaventurados’ es el gr. Μακάριος (makários). Bendito, feliz.[2] Si bien es cierto la palabra ‘bienaventurado’ envuelve la idea de ‘feliz’, “… no puede reducirse a la felicidad... Ser «bendecido» quiere decir, fundamentalmente, ser aprobado, hallar aprobación… Ya que este es el universo de Dios, no puede haber mayor «bendición» que la de ser aprobados por él”.[3] Son aquellos que pertenecen al Señor y son bendecidos por Él, y como consecuencia de eso, disfrutan de la mayor felicidad, esa para la que fuimos creados al disfrutar de Dios.

En este caso, la bienaventuranza se aplica a quienes tienen hambre y sed de justicia. Es triste pensar aquí que la misma iglesia parece haberse dado por vencida en buscar la justicia. Se buscan consejos o principios prácticos para la soltería, el matrimonio o el noviazgo, los cinco pasos para ser líderes eficaces o el secreto para enfrentar las pruebas, y aun otros buscan experiencias espirituales que les recarguen las baterías, pero pareciera que la búsqueda de justicia es algo tan ideal, que no está en las conversaciones ni en el vocabulario de la generalidad de los evangélicos. Por ello, es necesario que meditemos sobre esto.

A.El deseo bienaventurado

.Notamos aquí un cambio de enfoque respecto de las bienaventuranzas anteriores: esta tiene un énfasis positivo. El discípulo ya no se está mirando a sí mismo para negarse, sino que mira a Dios buscando ser como Él: “hay un anhelo por la justicia que necesito urgentemente pero sé que no poseo” (Pink). Este deseo brota de las bienaventuranzas anteriores: quien reconoce su bancarrota espiritual y llora por su pecado en humildad, ansía la justicia que sólo puede venir de Dios. Es decir, el quebrantamiento y la confesión de pecado desde un corazón manso, deben llevar a pedir por justicia.

Nuestra reacción ante esta bienaventuranza revelará cuál es nuestro estado espiritual. Y es que “tal hambre espiritual es característica del pueblo de Dios, cuya suprema ambición no es material sino espiritual”.[4]

a)El objeto deseado: la justicia

La pregunta es a qué justicia se refiere el Señor. En la Biblia, encontramos una justicia legal y otra moral. La legal se refiere a ser declarados y considerados judicialmente como justos ante Dios, y se conoce como ‘justificación’. Ella es únicamente por gracia, por medio de la fe (Ro. 3:22,28).

La justicia moral, en tanto, “… es aquella rectitud de carácter y conducta que agrada a Dios[5], lo que se denomina santificación, y también es por fe, pero incluye un crecimiento y progreso en buenas obras delante de Dios, como agradecimiento por la salvación que Él ha derramado sobre nosotros. Es una justicia que impacta el corazón, con sus pensamientos, deseos, motivaciones y voluntad.

En este sentido, la justicia de esta bienaventuranza no describe sólo la justificación, sino también la santificación. Se refiere al “deseo de liberarse del pecado en todas sus formas y manifestaciones” (Ro. 7) y de conformarse así a la voluntad de Dios.[6] Es el anhelo de ser libres de siquiera desear el pecado.

El pecado es lo que nos separa de Dios: “Pero las iniquidades de ustedes han hecho separación entre ustedes y su Dios, Y los pecados le han hecho esconder Su rostro para no escucharlos” (Is. 59:2). Por tanto, desear la justicia implica ansiar volver a una comunión plena con Dios, sin estorbo ni separación, estando ante Su presencia limpios y sin mancha.

Es el anhelo de ser santos, de tener el fruto del Espíritu, de andar según las bienaventuranzas, de estar vestido del hombre nuevo, creado en Cristo Jesús. Es el deseo de andar en la luz, de ser como Cristo, de andar como Él anduvo. Son las ansias del salmista:

¡Ojalá mis caminos sean afirmados Para guardar Tus estatutos! Entonces no seré avergonzado, Al considerar todos Tus mandamientos” (Sal. 119:5-6).

Se refiere, entonces, no sólo a nuestra situación legal ante Dios, sino a nuestro andar en la vida nueva que hemos recibido. Esto porque, “Aunque es imposible que las buenas obras justifiquen a alguien, es igualmente imposible que una persona justificada pueda vivir sin hacer buenas obras… aquellos por quienes Cristo murió son santificados por el Espíritu Santo”.[7]

b)La naturaleza del deseo

El Señor usa el hambre y la sed para ejemplificar este anhelo. Estos son deseos vitales, apremiantes, que urgen por ser saciados. Apunta “no a actos ocasionales, sino a una búsqueda apasionada de la justicia”.[8] En otras palabras, describe a alguien que “No puede vivir sin justicia; para él es tan importante como el alimento o la bebida”.[9]

El bienaventurado no es aquel que pide: “Señor, hazme santo, pero no hoy”. Sino que ruega: “jOh, Señor, hazme tan santo como pueda ser un pecador perdonado!”, como una vez rogó Robert Murray McCheyne.

Va más allá de un simple querer: es una necesidad, que nace de conocer nuestra profunda carencia, y que hace agonizar y sufrir (“morir de hambre”). Cuando el hijo pródigo tuvo hambre fue a alimentarse de las algarrobas de los cerdos, pero cuando moría de hambre, pensó en volver a su padre. Es el deseo del salmista:

Como el ciervo anhela las corrientes de agua, Así suspira por Ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente; ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?” Sal. 42:1-2

Son las ansias ardientes del Apóstol, cuando dijo: “una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14).

c)Cómo saber que tenemos hambre y sed de justicia

Podemos tener algunas evidencias de si este deseo santo está en nosotros:

i.Consciencia de nuestra justicia falsa: es imposible tener hambre y sed de justicia, si estamos convencidos de que somos lo suficientemente buenos como para ser aceptados por Dios en nuestros méritos. El Apóstol dijo: “y ser hallado en [Cristo], no teniendo mi propia justicia derivada de la ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios sobre la base de la fe” (Fil. 3:9).
ii.Consciencia de necesidad del Salvador: El verdadero discípulo sabe que la justicia está únicamente en Cristo, y sólo es Él quien puede dárnosla, porque Él es la justicia de Dios revelada a la humanidad (Ro. 3:21-23).
iii.Odio contra el pecado: Nadie puede decir que tiene hambre y sed de justicia, si ama y abraza el pecado. Es cierto que luchamos con diversos malos deseos en nosotros, pero no podemos perseverar en amor al pecado y decirnos discípulos de Cristo.
iv.Anhelo de ser como los santos de Dios y andar junto con ellos: al ver los ejemplos de santos en la Escritura, el discípulo no se excusa diciendo que ellos son ideales inalcanzables, sino que anhela tener la misma fe y devoción que ellos. Igualmente, busca la comunión de los santos, de aquellos que también están persiguiendo la justicia.
v.Escape de aquello que se opone a la justicia: Quien ansía la justicia de Dios, no andará al mismo tiempo en los basurales de este mundo ni en la feria de la vanidad. No se dedicará a “vitrinear” la maldad. Por el contrario, evitará esto como una plaga. Esto implica también dejar las sanguijuelas de nuestro tiempo y fuerzas, aquellas cosas a las que dedicamos demasiado tiempo y que apagan nuestra devoción.
vi.Disciplina de piedad: el que persigue la justicia sabrá vivir según las prioridades que Dios impone. No vive según su propia agenda ni por gustos personales, sino por la voluntad de Dios. Se ejercita y disciplina para ser santo. Persigue crecer y madurar en la fe, no para sentirse mejor que otros, sino para agradar a Su Señor y Salvador, y dispone toda su vida para esto.
vii.Uso de los medios de gracia: el ciego Bartimeo y Zaqueo, a pesar de sus limitaciones, se ubicaron allí donde sabían que pasaría Jesús. El discípulo busca estar allí donde podrá encontrarse con Su Señor, oír su voz y crecer en santidad. Lee la Biblia, ora, ayuna con cierta regularidad, tiene una santa desesperación de perseguir la justicia. Así fue como Jacob luchó con Dios y como la viuda insistió al juez injusto. Si buscas al Señor de esta forma, Él se dejará encontrar: “El Señor está cerca de todos los que lo invocan, De todos los que lo invocan en verdad” (Sal. 145:18).

Nota que los felices no son los que buscan la felicidad en primer lugar. “Según la Biblia la felicidad nunca es algo es algo que habría que buscarse directamente; es siempre algo que resulta como consecuencia de buscar otra cosa… [Las personas] tratan de encontrar la felicidad, la colocan como su meta y objetivo únicos pero no la hallan porque siempre que se pone a la felicidad delante de la justicia, se condena uno a la desgracia Sólo son verdaderamente felices los que buscan ser justos. Pongan la felicidad en lugar de la justicia y nunca la alcanzarán”.[10]

B.La Bendición

El Señor declara benditos a los que tienen hambre y sed de justicia, “pues ellos serán saciados”. Es decir, tendrán aquello que buscaron. Dios saciará su necesidad, los vestirá con su justicia. Por tanto, no es una justicia que conseguimos con grandes esfuerzos humanos, sino Dios es quien nos satisface dándonos esa justicia que deseamos y que no podemos lograr.

Esto significa también que Dios no da esta justicia indiscriminadamente, sino sólo a quienes la buscan de todo corazón.

Sin duda, la plenitud de esta bendición de ser saciados, se cumplirá cuando seamos transformados y glorificados (1 Jn. 3:2). Pero ya podemos tener consciencia del perdón y la gracia que Dios derrama en nuestra vida. Podemos disfrutar de la justicia de Cristo imputada a nuestra vida y de la obra santificadora del Espíritu Santo. Es así porque ser saciados conforme a esta bienaventuranza, implica ser llenos del Espíritu Santo, llamado también “Espíritu de Cristo”, que realiza una obra transformadora en nuestro corazón.

Aquí nos encontramos con una feliz paradoja: mientras más somos saciados, más hambre y sed tenemos de ser como Cristo. Pero, curiosamente, no es un ansia que nos daña, sino que nos hace crecer y nos fortalece, pues nos lleva a buscar la vida y salud espiritual que se encuentran sólo en Cristo.

Como todas las bienaventuranzas, esta hambre y sed es una característica perpetua de los discípulos de Cristo. Sin este apetito santo, no puede haber progreso alguno en la vida cristiana, y por lo mismo, no puede haber bendición alguna. Por lo mismo, el verdadero discípulo no sólo se lamenta por sus pecados pasados, sino que ansía ser justo en el presente y el futuro. La Escritura lo dice: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14).

Dios llama bienaventurados a quienes tienen este deseo ardiente de justicia, no sólo porque Él puede saciarlos, sino porque además quiere hacerlo, y ciertamente lo hará: “Cuando al pobre pecador se le hace sentir su necesidad de Cristo, es con el fin de que pueda ser atraído a Cristo y llevado a abrazarlo como su única justicia delante de un Dios santo” (Pink).

Pon tu delicia en el Señor, Y Él te dará las peticiones de tu corazón” (Sal. 37:4).

III.Jesucristo, Bienaventurado en Su Justicia

Las bienaventuranzas nos dan un retrato de los discípulos, pero ante todo, reflejan la imagen del Maestro, quien es el varón bienaventurado por excelencia. Como verdadero hombre, Jesucristo es el bendito, de quien el Padre dijo: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt. 3:17). Esa declaración del Padre muestra la suprema bienaventuranza de Cristo, quien es llamado “el varón perfecto” (Ef. 4:13 RV60).

Es en Cristo en quien somos benditos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Es decir, Jesucristo es ‘el Bendito’, quien está lleno de toda bendición, y es en unión con Él que somos bendecidos.

Esta bendición de Cristo incluye la justicia de la que hablamos hoy. “Las cualidades que el Señor exige de los demás, las posee él en grado infinito”.[11]

El Señor Jesús, durante los días de Su ministerio, ciertamente Su más ferviente deseo fue agradar a Su Padre y vivir en obediencia a Su Ley. El Salmo 40, que el autor de Hebreos aplica a Cristo, dice: “Me deleito en hacer Tu voluntad, Dios mío; Tu ley está dentro de mi corazón” (v. 8). Esta es la descripción misma del corazón del que ansía la justicia.

Dijo a sus discípulos “Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo Su obra” (Jn. 4:34). Es decir, Jesús se alimentaba de obedecer a Su Padre, pues su hambre más profunda no era la del estómago, sino la de un corazón que quería obedecer la Ley de Dios perfectamente.

Pero Jesús no sólo ansiaba permanecer en justicia perfecta, sino que Él mismo es personalmente la justicia: “Pero ahora, aparte de la ley, la justicia de Dios ha sido manifestada, confirmada por la ley y los profetas. 22 Esta justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo es para todos los que creen” (Ro. 3:21-22). En ese pasaje, el Apóstol menciona en tres ocasiones que la justicia de Dios fue demostrada, manifestada, revelada por Dios al hombre en Cristo (vv. 21,25-26). Así, Jesucristo en Persona es la revelación de la justicia de Dios al mundo.

Mientras del hombre se dice “no hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:10); a Jesús se le llama “Jesucristo el Justo” (1 Jn. 2:1). Él es el Renuevo Justo de David quien es llamado “El Señor, justicia nuestra” (Jer. 23:6). Es “el Justo” en quien somos hechos justos (justificados) por medio de la fe, “a fin de que Él sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús” (Ro. 3:26). Por eso puede ser nuestro Buen Pastor, que nos guía por sendas de justicia por amor de Su Nombre (Sal. 23:3).

De hecho, una de las principales profecías mesiánicas es “Él juzgará al mundo con justicia, Y a los pueblos con equidad” (Sal. 98:9). Esto implica no sólo se trata de una santidad obrada en nosotros, sino en toda la creación. Y si la entendemos bien, el hambre y sed de justicia implica pedir como nos enseñó el mismo Jesucristo: “Venga Tu reino. Hágase Tu voluntad, Así en la tierra como en el cielo” (Mt. 6:10). Es decir, que la voluntad de Dios se haga en todo lugar, comenzando por nosotros mismos.

En consecuencia, la “Justicia en última instancia significa ser como el Señor Jesucristo[12], y eso es lo que debemos ansiar con esta hambre y sed santa que mueve nuestro ser a buscarle de todo corazón. No es sólo ansiar algo bueno: es ansiar a Cristo. No es sólo querer estar bien, sino querer ser encontrados en Él, cubiertos por su manto de justicia, saciados de su misericordia, alumbrados por su perdón. No es sólo querer paz, es querer SU paz, la paz que Él vino a traer, la reconciliación con el Señor.

Quienes carecen de esta justicia que se obtiene y se vive por fe en Cristo, están bajo la justa ira de Dios y serán condenados. Justicia mayor que la de los escribas y fariseos. El Señor dijo a Sus discípulos: “si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt. 5:20). Ellos eran celosos, pero buscaban su justicia fuera de Cristo. Y tú, ¿Ya viniste a Cristo por fe para ser hecho justo en Él? ¿Estás creciendo y madurando en esa justicia por el poder del Espíritu?

Si hoy te has convencido de que eres injusto y tienes hambre y sed de esa justicia que está en Cristo, hay esperanza para ti: “Porque también Cristo murió por los pecados una sola vez, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, muerto en la carne pero vivificado en el espíritu” (1 P. 3:18). Aunque el pecado hizo separación entre nosotros y Dios, Aquel que es perfecto en justicia vino para ser el camino que nos lleve de vuelta a Dios. Precisamente porque Él es el Justo que murió por los injustos, es que puede también justificarnos ante el Padre.

¿Dónde está el hambre y la sed de justicia en nuestros días? Aun en medio de la iglesia, muchos quieren saciarse con otras cosas. Abundan los que se conforman con un poquito de justicia, lo suficiente como para tranquilizar sus consciencias, mientras llenan su alma de cosas vanas, se intentan saciar con la chatarra de este mundo. Les parece demasiado trabajo estudiar la Escritura, siempre están cansados cuando se trata de Dios, pero conocen de memoria todos los nombres de los personajes de farándula, o los discos de su artista favorito, o son capaces de explicar la saga películas sin problemas. Es demasiado pedir algún desvelo por causa del Señor, pero cuando se trata de maratones de series o películas, o quizá de una reunión con amigos, pueden hasta amanecerse sin chistar.

Como dijo el predicador Leonard Ravenhill, bastarán “cinco minutos en la eternidad... y creo que cada uno de nosotros habrá deseado que nos hubiésemos sacrificado más, orado más, amado más, sudado más, entristecido más, llorado más”.

No me digas que buscas a Dios pero Él no te responde, si tienes tu Biblia llena de polvo, si no tienes hambre de encontrarte con Él a través de su Palabra. No me digas que estás decaído espiritualmente, que Dios parece no escucharte, si no le buscas en oración, si no puedes decir como el salmista: “Oh Jehová, Dios de mi salvación, Día y noche clamo delante de ti” (Sal. 88:1)

La sed corporal es molesta y nos hace perder la calma y el dominio propio; la sed carnal del alma es destructiva, ansía diversas cosas con una pasión desordenada, y nunca puede ser saciada. Pero la sed de justicia es beneficiosa, nos lleva a Cristo, la fuente de agua viva, cada vez que bebemos de Él quedamos saciados, es una fuente que no se agota, sino que fluye eternamente, y al beber de ella sabemos que no debemos ir a ningún otro lugar para beber, ninguna fuente puede saciar verdaderamente, sino Él.

Todos los sedientos, vengan a las aguas; Y los que no tengan dinero, vengan, compren y coman. Vengan, compren vino y leche Sin dinero y sin costo alguno. ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, Y su salario en lo que no sacia? Escúchenme atentamente, y coman lo que es bueno, Y se deleitará su alma en la abundancia. Inclinen su oído y vengan a Mí, Escuchen y vivirá su alma. Y haré con ustedes un pacto eterno, Conforme a las fieles misericordias mostradas a David … Busquen al Señor mientras puede ser hallado, Llámenlo en tanto que está cerca. Abandone el impío su camino, Y el hombre malvado sus pensamientos, Y vuélvase al Señor, Que tendrá de él compasión, Al Dios nuestro, Que será amplio en perdonar ” (Is. 55:1-3,6-7).

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  1. Pink, Los Diez Mandamientos, 88.

  2. Henry George Liddell et al., A Greek-English lexicon (Oxford: Clarendon Press, 1996), 1073.

  3. Carson, El Sermón del Monte, 20.

  4. Stott, Sermon on the Mount, 44.

  5. Stott, Sermon on the Mount, 45.

  6. Lloyd-Jones, El Sermón del Monte, 102.

  7. Hendriksen, Comentario a Mateo, 286-287.

  8. Morris, Matthew, 99.

  9. Carson, El Sermón del Monte, 27.

  10. Lloyd-Jones, El Sermón del Monte, 99-100.

  11. Hendriksen, Comentario a Mateo, 279.

  12. Lloyd-Jones, El Sermón del Monte, 114.