Por Álex Figueroa F.

Texto base: Juan 1:1-18.

Este libro es un testimonio del nacimiento, vida, muerte y resurrección de Cristo, así como de las conversaciones que este sostuvo con sus discípulos y las enseñanzas que entregó tanto en público como en privado. Corresponde, entonces, a uno de los cuatro evangelios, escrito por el Apóstol Juan.

Según testimonios externos al libro y por conclusiones a partir de su contenido, fue escrito aprox. entre el año 80 y el 98 en la ciudad de Éfeso, donde el Apóstol Juan fue anciano en una iglesia.

Hay abundante testimonio externo que da más evidencia sobre que Juan es el autor de este libro. Entre los que afirman la autoría de Juan están padres de la Iglesia como Eusebio de Cesarea, Orígenes, Clemente de Alejandría, Tertuliano e Ireneo, todos ellos de los primeros siglos desde la resurrección de Cristo. Uno de ellos, Ireneo, era de la segunda generación de discípulos del Apóstol Juan. Él escribió: “Entonces Juan, el discípulo del Señor, quien se había recostado sobre su pecho, él mismo también dio el Evangelio, mientras vivía en la ciudad de Éfeso en Asia” (Historia eclesiástica, V, viii, 4).

Juan era uno de los doce, y más específicamente, uno de los tres más cercanos a Jesús. Esto significa que, al ser del grupo más íntimo, compartió con Jesús momentos que ningún otro hombre ha compartido, y tuvo oportunidad para conocer a Jesús como nadie más. Fue quien comió reclinado en el pecho de Cristo en la última cena. Fue uno de los que Cristo llamó para que lo acompañaran a orar en sus horas de angustia en Getsemaní. Fue quien estuvo a los pies de la cruz, y a quien el Señor encargó que cuidara de su madre. Fue de los pocos que entraron al sepulcro abierto luego de que Cristo resucitara.

En nuestro caso ocurre que mientras más conocemos a una persona, podemos verla en su fragilidad y conocer aquellos pecados que nadie más conoce. En el caso de Juan, tuvo este conocimiento íntimo de Cristo, pero afirma con seguridad que es el Hijo de Dios y Dios mismo, que es antes que todo y el Creador de todo.

Esto es importante porque está dentro de los propósitos del libro. Ya al final, el Apóstol Juan afirma: “Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. 31 Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:30-31). En los días de Juan había muchos falsos maestros enseñando herejías acerca de Cristo, negando que Él es Dios, y negando que había venido al mundo como hombre, en cuerpo humano. Entre ellos estaba uno llamado Cerinto.

Entonces, guiado por el Espíritu Santo, Juan escribe este evangelio que no pretende ser una compilación de hechos de la vida de Cristo, sino que es una selección precisa de material que no se encuentra en los otros 3 evangelios, y que exalta a Cristo como Señor y Creador de todo, como Dios eterno, como Mesías Salvador y también es preciso en cuanto a su venida al mundo como hombre. Podemos ver esta presentación clara del Señor Jesucristo como Dios y hombre a lo largo de todo el libro, estando lleno de pasajes que lo exaltan en su gloria, y que muestran nuestra total dependencia de Él.

En este libro encontramos títulos que se dan a Cristo, como el Pan de Vida, la Puerta de las ovejas, el camino, la verdad y la vida, la resurrección y la vida, el Buen Pastor, el Verbo (Palabra) de Dios, el Unigénito Hijo de Dios, la Luz de los hombres. Además, encontramos 7 “Yo Soy” dichos por Cristo, que es una forma en la que sólo Dios se presenta en la Escritura (6:35; 8:12; 10:9,11; 11:25; 14:6, 15:5. Esta presentación gloriosa de Cristo, entonces, es algo que debemos tener en cuenta a lo largo de toda la enseñanza del libro.

Hoy nos concentraremos en la venida del Verbo de Dios al mundo, y en cómo éste es recibido por los hombres.

     I.        El Verbo de Dios (1-5)

El Evangelio de Juan comienza en la eternidad. “En el principio era el Verbo”, nos está diciendo que antes de todo lo creado, Cristo ya existía, que al momento en que todo fue hecho Él ya tenía vida en sí mismo. Por eso otras versiones traducen “En el principio ya existía el Verbo”.

Ahora, ¿Qué significa “Verbo”? Aquí debemos comenzar con un “Ud. no lo diga”. Cuando estudiamos gramática, se nos enseña que las acciones se llaman “verbos”. O sea: correr, reír, llorar, estudiar, vivir y morir, son todos verbos. Basados en esto, muchos dicen que como a Cristo se le llama “El Verbo”, esto significa que Él es acción, y no solo palabras. UD. NO LO DIGA, esta es una muy mala interpretación y no tiene nada que ver con lo que quiere decir el Señor en este pasaje.

¿Qué significa entonces “Verbo” en este pasaje? Debemos tener en cuenta que las versiones en español tuvieron muy en cuenta a la versión en latín, y ella en este pasaje usa el término “Verbum”, que significa “palabra”. En la lengua original, que es el griego, se usa el término “logos”, que significa también “palabra”, aunque significa también “pensamiento”, o “mente”. Entonces, Cristo es la Palabra, la Palabra que era desde la eternidad y con la que todas las cosas fueron hechas.

La Palabra (era) estaba con Dios, es decir, estaba delante de Dios, cara a cara con Dios. Esto quiere decir que había una comunión perfecta entre el Padre y su Hijo, es la comunión más estrecha que puede haber entre dos personas, no hay ninguna comunión como esta entre los seres creados, sólo puede encontrarse una comunión así en Dios mismo.

Sabemos que esta comunión era gloriosa, ya que Cristo cuando ora en el cap. 17, dice: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (v. 5). Es decir, Cristo mientras estuvo en la tierra anhelaba fervientemente volver a esa comunión gloriosa que tenía cuando “el verbo era con Dios”. También sabemos que esa comunión estaba llena de amor, ya que en la misma oración de Juan cap. 17, Cristo dice al Padre: “me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24).

Esto nos debe hacer pensar en la gran misericordia y el amor sacrificial que hubo en Cristo, quien quiso despojarse temporalmente de esa gloria y esa comunión directa, perfecta y estrecha con el Padre, vistiéndose de humanidad para salvarnos de nuestros pecados.

Luego Juan afirma categóricamente: “y el verbo era Dios”. La Palabra, Cristo, era Dios también. Juan no quiere dejar lugar a dudas, Cristo es Dios y eso debe quedar claro desde un comienzo, desde el principio de este libro. Y aquí nuestra cabeza hace cortocircuito. ¿Cómo es posible que la Palabra estaba en el principio con Dios, pero también que era Dios? Es como decir Cristóbal estaba con Esteban, y Cristóbal era Esteban. Cómo así, ¿Son 2 o 1?

La verdad es que Dios es un solo Ser, pero en ese Ser hay 3 personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aquí se nos está hablando de la relación entre el Padre y el Hijo, ya que se está enseñando sobre la venida de Cristo al mundo. Entonces, el Padre y el Hijo son dos personas, pero son en el mismo y único Ser. Alguien puede decir: “Pero no conozco nada así”. Exacto, y es porque la Escritura dice: “«¿Con quién, entonces, me compararán ustedes? ¿Quién es igual a mí?», dice el Santo” (Is. 40:25).

El Señor es incomparable, nadie es como Él. Ningún otro ser es uno y trino. Si yo tomo un querubín, es un ser, una persona. Si tomo un ángel, es un ser, una persona. Si tomo un ser humano, es un ser, una persona. Pero el Señor es un Ser y tres personas. Nadie es como Él, su Ser es único, no se puede comparar a nada, por eso Ud. por más que se esfuerce por toda la eternidad buscando ejemplos en la creación de seres que sean como Dios, nunca encontrará tal cosa.

Entonces, el Apóstol Juan nos está dejando claro de entrada que Cristo es eterno, que Cristo es Dios, que Cristo es desde la eternidad y en el principio de la creación Él ya existía.

Pero también nos dice que la creación fue hecha por medio de Él (v. 3). Esto lo vemos expuesto ya en el Antiguo Testamento:

Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, Y todo su ejército por el aliento de Su boca” Sal. 33:6.

En un pasaje del libro de Proverbios en que está hablando la sabiduría, confirmamos que Cristo es la Palabra, la mente, la sabiduría de Dios:

Cuando estableció los cielos, allí estaba yo; Cuando trazó un círculo sobre la superficie del abismo, 28 Cuando arriba afirmó los cielos, Cuando las fuentes del abismo se afianzaron, 29 Cuando al mar puso sus límites Para que las aguas no transgredieran Su mandato, Cuando señaló los cimientos de la tierra, 30 Yo estaba entonces junto a Él, como arquitecto; Yo era Su delicia de día en día, Regocijándome en todo tiempo en Su presencia” Pr. 8.27-30

Entonces, Cristo es Creador, algo que sólo puede decirse de Dios. El Apóstol Pablo explica esta verdad muy claramente. Hablando de Cristo, dice: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. 16 Porque en El fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para El. 17 Y Él es (ha existido) antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen” Col. 1:15-17).

Esto es muy importante, ya que en los tiempos de Juan muchos decían que Cristo era un ser creado. Era algo así como un súper hombre, un hombre muy excepcional y lleno de virtudes o poderes sobrenaturales, pero decían que era un ser creado. Juan aclara que no es así. Él no está dentro de las cosas que fueron hechas, sino que Él fue quien hizo todo.

Otra cosa que sólo se puede decir de Dios, es que tiene vida en sí mismo. Todo ser creado toma su vida del Creador, pero el Creador tiene vida en Él mismo. Y eso es lo que se dice también de Cristo: “En él estaba la vida” (v. 4). Antes que todas las cosas existieran, la “vida completa y bendita de Dios ha estado presente en el Verbo desde la eternidad…” (Hendriksen).

Cristo es la causa, la fuente, el principio de toda vida. Todo el universo le debe su existencia. Tú y yo existimos porque Él nos dio vida, Él nos dio existencia y Él sostiene la vida en nosotros. Si hay aliento de vida en ti, si en este momento estás respirando y tu corazón está latiendo, es porque el Señor la sostiene. Por lo mismo, nuestras vidas deben honrarlo y glorificarlo a Él como nuestro Creador y el Dador de la vida. Cada vez que nos demos cuenta que estamos respirando, cada vez que pongamos una mano en nuestro pecho y sintamos latir nuestro corazón, recordemos que es el Señor quien nos dio la vida y la sostiene en nosotros.

Cristo es vida verdadera en todo sentido, Él es la vida misma, la fuente de toda vida. Cuando esa vida viene a un mundo en el que el pecado y la muerte reinan, es luz que resplandece en las tinieblas. Es luz para la humanidad perdida, muerta en sus delitos y pecados. Por eso el Evangelio, el anuncio de la obra de Cristo, es luz para el mundo, y la Iglesia sólo será luz del mundo mientras sostenga la antorcha encendida y brillante del Evangelio.

Muchos hoy dicen por ahí que son “seres de luz”. Otros buscan su “luz interior”, y se preocupan de ser luminosos. Otros buscan que los alumbre la luz de su razón, y creen que la humanidad puede iluminarse con esa luz universal de la razón. Varios otros se van tras pseudo iluminados que supuestamente traen un nuevo camino hacia un mundo mejor. Pero de acuerdo a la Palabra somos tinieblas, si nos ponemos a buscar luces interiores sólo encontraremos oscuridad tras oscuridad, y se engaña quien quiera encontrar luz en sí mismo, en otros seres humanos o en la razón humana. Sólo podemos recibir luz y tener luz cuando tenemos a Cristo, cuando morimos a nosotros para tener vida en Él, cuando su Espíritu nos transforma y nos hace pasar de muerte a vida.

Esta luz verdadera, la vida, la salvación que sólo se encuentra en Cristo, brilla en las tinieblas. Es una luz que centellea en la oscuridad del pecado y de la muerte, anunciando que pronto la luz lo llenará todo. Las tinieblas no podrán apagar ni absorber a la luz, sino que seguirá resplandeciendo más y más hasta llenarlo todo.

Esa es la Palabra de Dios que viene al mundo, este es el glorioso comienzo del libro de Juan, en donde desde entrada se nos deja claro quién es nuestro Señor Jesucristo: Dios y Creador de todo.

FRASE NIÑOS: JESÚS ES DIOS, CREADOR, VIDA Y LUZ.

   II.        La venida del Verbo (6-9, 14-18)

Al parecer algunos falsos maestros estaban difundiendo ideas equivocadas sobre Juan el Bautista, dando la idea de que era igual o superior a Jesús. Sin embargo, Juan se preocupa de aclarar desde un comienzo que Juan es sólo un testigo que predica de esta luz verdadera que viene al mundo, y que él mismo es sólo un hombre, no es la luz, aunque fue alumbrado grandemente por esa luz verdadera de Jesucristo.

Él era un enviado de Dios, a quien se le encargó preparar el camino para la venida de Cristo, predicar el arrepentimiento de corazón en el pueblo de Israel para que pudieran recibir al Mesías prometido. Era la voz que clamaba en el desierto, exhortando a volverse de los malos caminos y humillarse delante de Dios porque el Hijo de David había venido al mundo.

Y aunque Juan el Bautista comenzó su ministerio antes que Cristo, Cristo era antes que Él era antes que todo.

Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (v. 9). Ya hemos leído que por el pecado de nuestros padres Adán y Eva, nacemos en maldad y nos encontramos en la potestad de las tinieblas. Si la Palabra de Dios no venía, estábamos condenados al más completo silencio de la muerte. Si la luz verdadera no venía, estábamos condenados a la más completa oscuridad. Si Aquél que tiene vida en sí mismo no venía, estábamos abandonados a la muerte en nuestros delitos y pecados.

Pero de tal manera amó Dios al mundo que la Palabra, la luz y la vida vinieron en Jesucristo. Dios mismo se hizo hombre, se hizo uno de nosotros y vivió entre nosotros. Se despojó a sí mismo de este estado de gloria, de esa comunión perfecta con su Padre, y vino en humillación para cargar sobre sí nuestras culpas, nuestro dolor y nuestra muerte; para ser el Cordero que sería inmolado en nuestro lugar.

Este Dios glorioso, esta Luz Eterna, esta Vida verdadera, esta Palabra de Dios se hizo hombre, tomó sobre sí la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Entró en la historia de la humanidad, en este escenario de guerras, muerte, hambre y dolor, en este valle de lágrimas lleno de pecados y de maldad, vino a ser uno de nosotros, vino a tener un día a día, a soportar nuestras debilidades y nuestra bajeza.

El Rey del universo se vistió de siervo para salvar a sus enemigos, a quienes se rebelaron contra su voluntad. Este Dios eterno y glorioso que existía en el principio y que hizo todas las cosas, entró al tiempo para obedecer a su Padre hasta la muerte, y dar su vida voluntariamente por quienes le desobedecieron. El Justo y Santo Dios vino a este mundo bajo maldición, para deshacer las obras del enemigo y liberar a la creación de su esclavitud del pecado.

Y aun en este estado de humillación, vestido de humanidad, en Cristo se podía ver algo único, en Él se podía ver su gloria, la gloria del unigénito del Padre, su autoridad, sus palabras, sus obras, todo su Ser era como ningún otro, y a pesar de que fue hombre en el pleno sentido de la Palabra, ningún hombre fue, es ni será como Él, porque Él es el hombre perfecto y el unigénito Hijo de Dios. Aunque tomó la naturaleza humana y podía cansarse, herirse y morir; Él podía sujetar los vientos y los mares, podía tener dominio completo sobre la creación, sanar enfermos, echar fuera demonios, dar vida a los muertos y libertad a los cautivos, podía hablar palabras llenas de autoridad y verdad; y podía hacer lo que ningún hombre que no fuera Dios podía hacer: llevar sobre si el castigo de nuestra maldad, soportar la ira eterna de Dios en nuestro lugar y resucitar al tercer día.

Estaba lleno de gracia y de verdad. Lleno de gracia porque su misma venida fue un acto de amor inmerecido como ningún otro, dejando su gloria y la comunión perfecta con el Padre para salvar a criminales rebeldes. En todo su ministerio podemos ver este amor tierno, este favor inmerecido hacia los culpables, teniendo compasión de las masas sin pastor, de los desvalidos, de las viudas, de los extranjeros, de los niños, de los enfermos, así como de todos aquellos que reconocían su miseria y venían a Él en arrepentimiento y fe.

También estaba lleno de verdad, no sólo porque todo lo que decía era verdadero, no sólo porque sus Palabras tenían autoridad divina, sino porque Él mismo es la verdad (Jn. 14:6), y porque viene a revelar la realidad definitiva de todas las cosas. Él es el cumplimiento de todos los símbolos, las sombras y las promesas que se habían dado en el Antiguo Testamento. Él es la revelación suprema de Dios, es Dios mismo manifestado a los hombres, es Emanuel, Dios con nosotros.

Cristo está lleno de gracia y verdad, y de esa llenura, de esa plenitud tomamos todos, es una fuente inagotable de vida que sacia la sed de los que vienen a Él sedientos, sabiendo que sólo esa agua es la que salta para vida eterna. De su llenura tomamos todos, gracia sobre gracia, como las olas que vienen sobre la playa una y otra vez, así su gracia nos inunda y abunda en nosotros cada día, de forma permanente.

Por todas estas cosas Cristo tiene un valor eterno para nuestras vidas. La ley nos condenaba, nunca podríamos cumplir su estándar, una y otra vez la triste realidad de nuestro pecado e imperfección choca con la perfección que la ley exige para agradara  Dios. La ley no es mala, sino buena, pero para nosotros se vuelve amarga por la realidad de nuestro pecado que nos impide cumplirla. Tanto así que ningún ser humano puede hacerse justo cumpliendo los mandamientos de la ley, ya que su estándar es el estándar del hombre perfecto.

Pero en Cristo se revela la gracia y la verdad, ya que sólo Él puede cumplir el estándar de la ley. “Había dos cosas que la ley como tal no podía suministrar: gracia para perdonar a los pecadores y ayudarlos en los momentos de necesidad, y verdad, esto es, la realidad a la cual señalaban todos los tipos… Cristo, con su obra expiatoria, proveyó ambas. Él mereció la gracia y cumplió lo que los tipos anunciaban. Téngase también en cuenta que mientras la ley “fue dada”, la gracia y la verdad “vinieron” por la Persona y obra de… Jesucristo” (Hendriksen).

Por todo esto, sólo Cristo puede dar a conocer a Dios. Sólo Dios podía darse a conocer a sí mismo. Debido a nuestro pecado, ningún hombre podría ir hasta Dios para poder conocerlo, ni para poder darlo a conocer. Necesitamos que Él mismo se revele, de otra forma no podemos conocerlo. Y Él se ha revelado, se ha manifestado en Jesucristo, y se ha dado a conocer a la humanidad.

Por eso el Apóstol Pablo puede decir que Cristo “… es la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15). Quien lo haya visto a Él ha visto al Padre, quien lo escuche a Él escucha al Padre, quien lo recibe a Él recibe al Padre que lo envió, quien lo conoce a Él, conoce al Padre y tiene vida eterna.

FRASE NIÑOS: JESÚS VIVIÓ ENTRE NOSOTROS.

  III.        La reacción de los hombres ante el Verbo

Dado que se trata del Rey del universo, del Creador de todo, de la Palabra de Dios hecha hombre, de la Luz Eterna y la Vida Verdadera, esperaríamos que su venida al mundo fuera tenida como lo más sagrado por la humanidad. Esperaríamos que fuera recibido con la mayor solemnidad, el mayor respeto y reverencia que puede mostrarse a alguien, con una humanidad llena de alegría y esperanza por su llegada.

Sin embargo, no ocurrió así. A pesar de que el mundo fue hecho por Él y que Él es quien da vida y la sostiene en cada ser humano, vino a lo suyo y los suyos no lo conocieron ni lo recibieron. Ni siquiera los judíos, que habían recibido la ley de Dios y eran el pueblo del pacto, que habían visto las grandes misericordias de Dios en su historia como nación. Ellos tampoco reconocieron a su Rey y Mesías, ni lo recibieron, sino todo lo contrario: lo tuvieron por falso y complotaron contra Él hasta que consiguieron matarlo.

¿Puede haber un mayor insulto que este? El Señor extendió su mano llena de misericordia enviando a su Hijo, pero como humanos rebeldes la escupimos y la rechazamos, siendo que era nuestra vida y nuestro bien, nuestra única esperanza en este mundo caído y bajo maldición.

Rechazar a Cristo significa amar más el silencio de muerte que la Palabra de Dios, implica amar más la mentira que Aquél que es la verdad, significa amar más las tinieblas que la luz. El mismo Señor Jesucristo dijo: “El que cree en Él no es condenado (juzgado); pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito (único) Hijo de Dios. 19 Y éste es el juicio: que la Luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, pues sus acciones eran malas. 20 Porque todo el que hace lo malo odia la Luz, y no viene a la Luz para que sus acciones no sean expuestas” (Jn. 3:18-20).

El pecado que habita en nosotros hace que naturalmente rechacemos a Jesucristo, a pesar de que es nuestro único bien y la única esperanza de redención. Pero a quienes le recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio la potestad de ser hechos sus hijos.

Sabemos que hoy se abusa mucho del concepto “recibir a Cristo”. Se le entiende simplemente como una oración prefabricada que se repite para ser salvo, como una especie de conjuro mágico que si repetimos, nos concede la gracia de Dios. Pero aquí habla de recibir verdaderamente al Señor, de creer en su nombre, de recibir a esta Palabra de Dios, a este Dios hecho hombre que viene de lo alto.

E increíblemente, siendo rebeldes por su naturaleza, seres muertos en delitos y pecados, podemos llamarnos sus hijos si creemos en Él. Podemos ser contados como parte de su familia, hijos del Padre, recibiendo la vida en nosotros mismos por el Espíritu Santo que obra en nosotros. Por eso el Apóstol Pablo dice: “… han recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo…” (Ro. 8:15-17).

Y este ser hijos de Dios es un acto sobrenatural de parte del Señor, lleno de gracia y misericordia. No hay causa humana, que pueda llevarnos a esto. No es porque nosotros lo determinemos, no es por ascendencia sanguínea, no es por pertenecer a tal o cual país, o por llevar un apellido, ni tampoco se puede heredar. Es sólo por la fe, a quienes el Señor se agrade en conceder gracia. Es imposible ganarse el favor de Dios, es imposible comprar la calidad de hijo o hacer méritos para ella. Es sólo para quienes hayan puesto su fe en el Hijo de Dios.

¿Qué harás tú ahora? La Palabra de Dios vino, se hizo hombre, habitó entre nosotros. ¿Cómo reaccionarás ante eso? ¿Qué dice tu día a día, eres de los que no conoció ni recibió al Dios hecho hombre, o eres de aquellos que lo recibieron y son llamados sus hijos?

Tu día a día refleja en qué grupo estás. Si la Palabra de Dios es simplemente una sugerencia para ti, si ella no es tu alimento, si no es tus lentes para ver y analizar la realidad, si no está en la base de tus pensamientos, decisiones y acciones, si no es vida para ti; aunque estés aquí cada domingo sentado, aunque te llenes de actividades en la iglesia, tu corazón sigue siendo rebelde al Señor, sigues siendo de aquellos que no conocen a Cristo ni lo reconocen como Rey y Señor.

Reconoce a este Señor que ha creado todo, recibe su testimonio hoy, ríndete a su voluntad y cree en este Hijo Unigénito de Dios que ha venido al mundo. Deposita tu fe en Aquél que es la vida, que es la luz eterna que puede despejar tus tinieblas. Que sepamos reconocer y recibir a la Palabra de Dios hecha hombre. Amén.