Domingo 6 de agosto de 2023
Texto base: Mt. 6:9-13 (v. 10).
La letra de la conocida canción “My way” (“A mi manera”), de Frank Sinatra, dice lo siguiente:
Porque, ¿Qué es el hombre y qué es lo que tiene?
Si no se tiene a sí mismo, no tiene nada
Para decir las cosas que realmente siente
Y no las palabras de alguien que se arrodilla
Que la historia diga que tomé todos los golpes, y que lo hice a mi manera
Sí, a mi manera.
Esta conocida canción, resume en buena manera el espíritu de nuestro tiempo, y que encontramos por todas partes predicando su mensaje en las películas, canciones, publicidad y discursos. Hasta en lugares que se hacen llamar iglesias, está lleno de discursos motivadores que te llaman a perseguir lo que tú quieres hasta el fin. Pero esto es lo que nace de un corazón bajo el pecado.
Lejos de eso, el Señor nos llama a desear y a rogar que sea hecha Su voluntad. Esto va en línea con lo que ya hemos venido aprendiendo de esta oración:
“La primera petición: “Santificado sea tu nombre”, se refiere a la gloria de Dios, mientras que la segunda y la tercera se refieren a los medios mediante los cuales su gloria se debe manifestar y promover en la tierra. El nombre de Dios se glorifica aquí de manera manifiesta solo en la proporción en que su reino venga a nosotros y su voluntad sea hecha por nosotros”.[1]
Para entender esta segunda petición, revisaremos: i) nuestra tendencia natural a la rebelión, ii) el significado de esta tercera petición, y iii) viviendo a la luz de esta petición.
Tristemente, la inclinación natural del corazón bajo el pecado va en el sentido opuesto de lo que Jesús nos ordena pedir en oración. Lejos de desear que la voluntad de Dios sea hecha, lo que desea el pecador es hacer su propia voluntad.
Esta tendencia se aprecia desde el pecado cometido en Edén, cuando nuestros padres Adán y Eva decidieron oír a la serpiente en lugar de obedecer al Señor. Todo comenzó con un cuestionamiento de la voluntad de Dios: “¿Conque Dios les ha dicho…?” (Gn. 3:1). Luego, abrazaron en sus mentes la idea de usurpar el gobierno y la gloria de Dios, deseando ellos mismos ser dioses (v. 4). Con esto, lo que Dios había prohibido, les pareció bueno, agradable a los ojos y deseable (v. 6). Por último, comieron del fruto que Dios les prohibió, traspasando así su voluntad y consumando su desobediencia (v. 6).
Detrás de todo pecado, se encuentra la misma raíz: hay un rechazo de la voluntad de Dios, un deseo contrario a Su Ley y una búsqueda de ser dioses usurpando el trono que corresponde sólo al único Dios verdadero, para así decidir por nuestra cuenta lo bueno y lo malo. En otras palabras, el deseo del pecador rebelde es ser su propia ley (autónomo), rechazando el derecho que pertenece únicamente a Dios de ser el legislador universal.
En nuestros días, esta autonomía del pecador es considerada la mayor virtud, el ideal de lo que significa ser humano, lo que es una evidencia de la decadencia y la locura de nuestra época. Este deseo de ser su propia ley, ha llevado al ser humano a extremos delirantes, como el hecho de pensar que tienen el sexo contrario del que manifiestan sus cuerpos, o incluso a convencerse de que son animales. Les ha llevado a redefinir el significado del matrimonio, la familia y el gobierno civil. Todo esto lo han hecho supuestamente buscando la libertad y el bien común, pero sólo se han vuelto mucho más endurecidos en su maldad y esclavos de su propio pecado.
Sin duda, la manera más abierta de oponerse a la voluntad de Dios es la rebelión directa contra Su Ley, pero hay otras maneras sutiles de desobedecer, que se disfrazan de obediencia:
“Pero Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y lo mejor de las ovejas, de los bueyes, de los animales engordados, de los corderos y de todo lo bueno. No lo quisieron destruir por completo; pero todo lo despreciable y sin valor lo destruyeron totalmente” (1 S. 15:9).
Saúl recibió el mandato de Dios y pero lo tomó como una simple sugerencia que estaba abierta a cambios que al mismo Saúl se le pudieran ocurrir. Este rey no entendió que debía ser un simple instrumento en manos de Dios para juzgar a una nación, y en lugar de eso tomó esta guerra como una causa para su beneficio personal. Destruyó sólo lo que habría desechado de todas formas, pero al igual que Eva, consideró bueno y deseable aquello que Dios le había prohibido.
Al ser confrontado por Samuel, Saúl se justificó diciendo que él había obedecido a Dios, y que había reservado lo mejor del ganado para ofrecerlo en sacrificio a Dios, culpando indirectamente al pueblo (v. 21). Esta es la actitud típica de quienes se rebelan contra Dios de esta forma. Piensan que podrán salirse con la suya, y que así como se engañan a sí mismos, podrán engañar a Dios y a los demás. Pero así como el ganado delató a Saúl con sus balidos y mugidos, así habrá señales en la vida del rebelde que expondrán su pecado.
Quien piensa que puede obedecer sólo parte de la voluntad de Dios mientras se permite desobedecer otra, en realidad está poniéndose en el lugar de Dios, y busca su propia conveniencia. Sólo “obedece” lo que considera que le traerá beneficio, mientras que desobedece en lo que piensa que le significará una pérdida. El Señor respondió con juicio a Saúl, y así también lo hará con todo aquel que tenga este corazón rebelde ante Él.
Quienes viven con este corazón dividido son como la mujer de Lot, que salió de Sodoma, pero Sodoma no salió de ella. Finalmente, unos pasos más allá se manifestó el deseo de su corazón y murió junto con la ciudad del pecado, a la que tanto amó. Por eso dijo Jesús: “Acuérdense de la mujer de Lot. 33 Todo el que procure preservar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la conservará” (Lc. 17:32-33).
Y es que la obediencia que se pospone, en realidad es desobediencia. Quien se demora en obedecer, está diciendo al Señor: “voy a desobedecer todo el tiempo que me parezca necesario”. Por eso, Jesús nunca tranquilizó la conciencia de quienes le pidieron esperar. Cuando un hombre se negó a seguirlo de inmediato, porque primero quería esperar a que muriera su padre, el Señor le contestó: “Ven tras Mí, y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8:22).
Ten cuidado con creer que la obediencia es sólo saber que debes hacer lo correcto, pero sin decidirte nunca a hacerlo. Jesús fue claro en su exhortación: “¿Por qué ustedes me llaman: “Señor, Señor”, y no hacen lo que Yo digo?” (Lc. 6:46).
A esta tendencia natural del corazón pecador, se opone la justicia y la verdad, que claman diciendo: “Hágase Tu voluntad, Así en la tierra como en el cielo”. Para que un pecador pueda orar esta petición, debe haber nacido de arriba, por una obra sobrenatural del Dios Todopoderoso. Mientras el corazón en tinieblas busca lo suyo y quiere hacer su propia voluntad perversa, el corazón que ha sido transformado por Dios sabe que no puede haber nada más alto ni más excelente que rogar a Dios diciendo: “hágase tu voluntad”.
Aquí puede surgir la pregunta: ¿Acaso no se hace siempre la voluntad de Dios? Esto porque hay pasajes que afirman un dominio total del Señor, en el que siempre hace lo que se ha determinado: “Nuestro Dios está en los cielos; Él hace lo que le place” (Sal. 115:3). Por otro lado, el mismo pecado es una evidencia de que la voluntad de Dios no sólo es cuestionada, sino que se hace lo opuesto de lo que ella ordena.
Entonces, ¿Cómo se resuelve esta tensión? Debemos hacer una distinción: una cosa es el decreto de Dios, que siempre se cumple, y que expresa la soberanía indiscutida de Dios sobre todas las cosas. Sobre esta soberanía de Dios, Nabucodonosor declaró: “Mas Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo Y entre los habitantes de la tierra. Nadie puede detener Su mano, Ni decirle: “¿Qué has hecho?” (Dn. 4:35).
Por otro lado, está la voluntad de Dios revelada en su Ley, que nos dice cómo debemos vivir de manera agradable a Su voluntad, reflejando su carácter justo y santo. Esta voluntad de Dios es desobedecida por los pecadores, y esa rebelión es la que ha traído muerte y la más profunda miseria a la creación.
Estas dos dimensiones de la voluntad de Dios se aprecian en las palabras de Moisés: “Las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios, pero las cosas reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre, a fin de que guardemos todas las palabras de esta ley” (Dt. 29:29).
Esta voluntad que Dios nos ha revelado en Su Palabra es la mencionada en esta petición: por ella rogamos que la Ley de Dios sea obedecida, que la justicia de Dios se refleje en sus criaturas y toda su creación.
El Catecismo Mayor de Westminster, describe positivamente esta petición diciendo: “… pedimos que Dios por su Espíritu quite de nosotros y de los demás toda ceguedad, maldad, indisposición, y perversidad de corazón; y por su gracia nos haga capaces y voluntarios para conocer, hacer, y someterse a su voluntad en todas las cosas, con la misma humildad, alegría, fidelidad, diligencia, celo, sinceridad, y constancia, de los ángeles en el cielo” (P. 192).
Así, esta petición implica un ruego por:
Este es el paso de la necedad a la sabiduría. No hay punto neutral, o estamos perdidos en nuestra necedad o somos alumbrados con el conocimiento de la voluntad de Dios. Por eso la Escritura nos exhorta: “no sean necios, sino entiendan cuál es la voluntad del Señor” (Ef. 5:17).
Además, rogamos a Dios por la fuerza espiritual para llevar a cabo su mandato: “Vivifícame según tu palabra… fortaléceme conforme a tu palabra” (Sal. 119:25; 119:28). Es decir, cuando oramos “hágase tu voluntad” estamos dependiendo de Dios, reconociendo que nosotros no somos capaces de vivir como debemos vivir, pero no debemos quedarnos ahí, sino acercarnos a Dios con la fe de que Él sí puede obrar en nosotros para que vivamos según Su voluntad.
Este punto es central, ya que no sólo importa una conducta o una acción. Eso sería moralismo, y justamente Jesús está rechazando ese enfoque de la religión hipócrita, la falsa justicia de los escribas y fariseos que se centra sólo en el hacer. La Ley de Dios va mucho más allá de esto, porque implica una entrega de todo corazón a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. 6 Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón” (Dt. 6:5-6). Este es el gran mandamiento, del cual dependen toda la Ley y los profetas.
En otras palabras, Dios no quiere sólo que hagas rituales o ciertas buenas acciones, sino que demanda la entrega de todo tu ser, desde lo más íntimo y profundo del corazón, y esto no en un temor servil como se le tendría a un tirano implacable, sino en amor, como a nuestro Padre que está en los cielos. Esto se relaciona con la siguiente dimensión de esta petición.
Esto implica que la obediencia que debemos ansiar es la misma que existe en la gloria eterna. Esta petición expresa un deseo de que ya no exista más pecado, que ya no haya separación entre el Cielo y la tierra, sino que la misma bienaventuranza, justicia y santidad que llenan el Cielo, puedan también colmar la tierra.
Otra implicancia hermosa del texto es que los justos que pusieron su fe en Cristo durante sus vidas y luego murieron, se encuentran ahora reinando con Cristo en el Cielo y ya no sufren más la corrupción del pecado, sino que han sido completamente purificados. Por eso la Escritura les llama “los espíritus de los justos hechos ya perfectos” (He. 12:23).
Apocalipsis es rico en visiones sobre lo que ocurre en el Cielo, y en distintos pasajes muestra a ángeles ejecutando la voluntad de Dios con prontitud y decisión. Nos habla de una alabanza continua ante el Trono de Dios, donde los seres celestiales cantan sin cesar: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir” (Ap. 4:8). Todos en el Cielo declaran llenos de gozo y en un mismo sentir: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos” (Ap. 5:13).
Este es el modelo que el mismo Jesús señala que debemos tener en cuenta al pedir a Dios que se haga Su voluntad. No es una exageración, Jesús jamás dijo algo que no correspondiera a la realidad, ni habló palabras infladas. Lejos de eso, está diciendo que esta disposición celestial es la que debemos rogar para nuestras vidas y para toda la tierra.
Por eso, esta petición va en línea con la primera: “santificado sea Tu Nombre”, porque es imposible que esa petición se haga realidad si la voluntad de Dios no es hecha en la tierra así como es obedecida en el Cielo. También es una consecuencia lógica de la petición “venga Tu reino”, ya que la única manera en que esto ocurra es si se obedece de corazón la voluntad del Rey de reyes, y se le reconoce como el único soberano y digno.
Como hemos venido diciendo en los mensajes anteriores, la oración que enseña Jesús y que es conocida como “Padrenuestro” es una muy buena manera de examinar nuestra fe ante Dios, para ver si ella es genuina. Si podemos orar sincera e intencionalmente desde la invocación “Padre nuestro que estás en los cielos”, hasta la conclusión “porque tuyo es el reino, el poder y la gloria…”, pasando por cada una de las peticiones, podemos alegrarnos de que nuestra fe es conforme a la Palabra de Dios. Por otro lado, si nuestro corazón levanta una resistencia a alguna de las peticiones, es señal de que hay un problema en nuestra salud espiritual.
Al orar “hágase Tu voluntad…”, eres confrontado a ordenar tu vida bajo esta petición. Pudiera ser que te engañaras a ti mismo al pedir “santificado sea Tu Nombre” y “venga tu reino”, pensando en esto de manera muy general y vaga, como si se tratara de que otros lo hagan. Pero esta petición, “hágase Tu voluntad”, aterriza estas otras peticiones para que las entendamos correctamente. Nadie puede mirar para el lado, al pedir que se haga la voluntad de Dios en la tierra así como es obedecida en el Cielo, nos estamos incluyendo en el ruego y nuestras vidas se ven directamente confrontadas.
¿Realmente quieres que se haga la voluntad de Dios en tu vida y en todas las cosas? Piensa seriamente en esto: si esta petición se hiciera realidad de manera completa, ¿Cuántas cosas tendrían que cambiar radicalmente en tu vida? ¿Cuántos hábitos tendrían que esfumarse inmediatamente? ¿Cuántas relaciones ya no podrían sostenerse? ¿Qué cosas ya no podrías hacer? ¿Qué pensamientos recurrentes en tu corazón ya no podrían ser admitidos? Si tu vida tuviera que ser hecha prácticamente toda de nuevo, entonces estás viviendo en rebelión al Señor y debes venir a Él quebrantado en arrepentimiento. Aunque nunca llegaremos a la perfección en esta vida, se trata de que nuestras vidas vayan en línea con esta petición, y que reflejen que la estamos orando sinceramente.
La salvación no se logra por realizar buenas obras, pero si has sido impactado por el amor de Dios en Cristo, como consecuencia vivirás buscando que se haga la voluntad de Dios, porque sabes que no hay nada más alto ni mejor, así como declaró el salmista: “Yo dije al Señor: «Tú eres mi Señor; Ningún bien tengo fuera de Ti»” (Sal. 16:2). La obediencia a Dios refleja que somos sus hijos, que Él ha obrado en nosotros pasándonos de muerte a vida. En el mismo Sermón del Monte, Jesús exhortó a obedecer diciendo: “para que ustedes sean hijos de su Padre que está en los cielos” (5:45) Esa vida de obediencia refleja nuestra unión espiritual con Cristo, quien es el Justo.
La obediencia que va en línea con la petición “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”, es:
Jesús enseñó esta petición en su oración modelo, porque ninguna oración es aceptable si quien ora no desea de corazón “hágase tu voluntad”. Compare estos dos pasajes:
“No tienen, porque no piden. 3 Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en sus placeres” (Stg. 4:2-3).
“Esta es la confianza que tenemos delante de Él, que si pedimos cualquier cosa conforme a Su voluntad, Él nos oye. 15 Y si sabemos que Él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hemos hecho” (1 Jn. 5:14-15).
Más que repetir una fórmula, se trata de un corazón para Dios, que está convencido de que la voluntad de Dios es lo más excelente, porque ella es buena, agradable y perfecta. Es esa voluntad la que debe ser hecha.
Cuidado con malentender “Hágase tu voluntad”, como si anulara la necesidad de nuestras peticiones delante de Dios. No se trata de callar nuestra petición, pues si fuera así la oración terminaría con “hágase tu voluntad, amén”. El mismo Señor, en su oración modelo, está diciendo que debemos pedir a Dios en oración lo necesario para nuestra vida en la tierra. Más bien, se trata de que no queremos imponer a toda costa lo que queremos, sino que nuestro corazón se somete finalmente a lo que Dios quiera, así como un niño confiado se sujeta a lo que decida su padre que lo ama.
Al examinar nuestro corazón frente a esta petición, es necesario identificar excusas comunes y desecharlas. Algunas de esas parecen piadosas:
Hay muchas otras, pero todas revelan que aquel que las dice, no tiene un deseo sincero de honrar a Dios, sino que desea hacer su propia voluntad mientras que quiere tener la conciencia tranquila, así que se autoengaña con frases falsamente espirituales. Esto está muy lejos de lo que significa orar “Hágase tu voluntad”.
Nuestro ejemplo supremo es Cristo, quien dijo: “Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo Su obra” (Jn. 4:34). Antes de ir al calvario, oró diciendo “no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras” (Mt. 26:39), aunque esto significó humillarse hasta lo sumo en muerte de cruz.
Pero no sólo es un ejemplo, es nuestra unión con Él y el poder de su resurrección lo que permite que podamos obedecer (Ro. 6). Sólo por esa unión con Cristo y la obra del Espíritu en nosotros es que podemos vivir a la luz de esta petición.
Es una petición por su segunda venida, que traerá la gloria que lo llenará todo.
“Y no se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable y perfecto” (Ro. 12:2)
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Arthur W. Pink, La oración del Señor: Padrenuestro, ed. Juan Terranova y Guillermo Powell, trad. Cynthia Canales (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2015). ↑