La Parábola del Sembrador (Mt.13:1-23)
Durante el ministerio de Cristo su número de discípulos fue muy reducido, a pesar de que él es el perfecto y más grande predicador. Cabe preguntarse, ¿por qué un ministerio tan poderoso tuvo aparentemente tan pocos resultados? Si el éxito de la predicación fuese el número de seguidores, entonces, el ministerio de Cristo sería catalogado como fracasado.
Esta parábola nos ayuda a entender esta aparente contradicción, pues describe como la gente reacciona a la predicación del Evangelio y nos da una perspectiva realista, pero al mismo tiempo alentadora sobre sus efectos en los corazones. La palabra parábola viene del griego parabolé que significa “colocar una cosa al lado de otra”, es una herramienta literaria que nos ayuda a comparar. Cristo usa imágenes de la vida cotidiana para enseñar verdades espirituales en una forma fácil de entender. Las parábolas son como pequeñas pruebas para la fe, que nos invitan a ver, creer y obedecer la verdad. Jesús señala que por medio de ellas el pueblo de Dios recibe los misterios del reino de los cielos (v.11). Pero, las parábolas, también son una señal de juicio para los incrédulos, Cristo las establece como un obstáculo para aquellos que premeditadamente rechazan la verdad (Rom.1:18), como un medio para endurecer más sus corazones a la manera de Faraón “para que viendo no vean ni oyendo entiendan” (v.13) a pesar de la abrumadora evidencia del Evangelio. En los vv.34-35 observamos que Jesús uso las parábolas para dialogar con las multitudes cumpliendo lo profetizado en el Sal.78:2: “En parábolas abriré mi boca; hablaré enigmas de la antigüedad”. Esto lo hizo con el propósito de colocar un vallado y distinguir entre los verdaderos y falsos discípulos.
La parábola del sembrador es la primera dentro de una serie de parábolas relacionadas al reino de los cielos. El Señor presenta a un sembrador de Palestina quien sale a esparcir la semilla en la tierra. Notemos el carácter sencillo y anónimo del sembrador. No se nos dice casi nada acerca de él, solo el simple hecho de que él dejó caer la semilla. El énfasis de la parábola no está en el sembrador ni en la semilla, que sin duda son indispensables en la proclamación del reino, la centralidad de la parábola está los distintos tipos de suelo, los obstáculos y las condiciones para dar fruto. ¿Por qué es esto así? Porque la personalidad del sembrador y el método de siembra son, en este caso, de una importancia secundaria. ¡Un niño pequeño puede dejar caer una semilla tan eficazmente como un hombre; el viento puede llevársela, y conseguir tanto como el más experto agrónomo la hubiera plantado! Y esto se debe al potencial de la semilla.
El texto complementario en Lc.8:11 dice que la semilla es "la Palabra de Dios" y 1 Pe.1:23 la describe a la Palabra como una “semilla incorruptible”. Es increíble que algo tan poderoso como la Palabra de Dios, que es descrita en otras partes de las Escrituras como una espada, martillo o fuego, se compare a algo tan pequeño e insignificante como una semilla. Pero, sin duda, nos muestra el potencial de la Palabra, porque de una pequeña semilla puede venir un árbol y sus respectivos frutos. Esta semilla se deja caer, esto es el acto de predicar, pero la predicación no es el tema. El tema es el oír o el escuchar, pues es la palabra que domina el texto. Esta parábola nos advierte que hay algunas personas que tienen oídos pero no "oídos para oír" (v.13). Escuchar, entonces, no es una acción pasiva, sino totalmente activa. Y es que este tema está en el núcleo de la obra redentora. Rom.10:17 dice: “La fe viene del oír, el oir, la Palabra de Dios”; Gal.3:2 pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el oír con fe?”. La raíz que nutre el “oír fructífero” es la raíz de la fe.
Cada terreno descrito en la parábola es un tipo diferente de “escucha”. En el v. 19 se describe “un oír” donde Satanás arrebata la Palabra; en el v. 20 habla de “un oír” donde la prueba destruye la Palabra que no tiene raíz; en el v.22 se narra sobre “un oír” donde las preocupaciones, riquezas y placeres ahogan la Palabra. Y finalmente, en el v.23 se describe “un oír” con un corazón bueno y sincero donde la Palabra produce fruto en perseverancia. El asunto entonces es oír, ese es el corazón de la parábola. La pregunta que hoy te hace esta parábola es: ¿Cómo oyes la predicación de la Palabra de Dios? En el v.18 Jesús pide a su audiencia: “escuchen la parábola del sembrador”. Es decir: “escuchen sobre cómo se debe oír la Palabra de Dios, si desean conocer los misterios del reino de Dios, necesitan escuchar con el corazón”. Entonces, la parábola del sembrador es como una columna vertebral dentro del cuerpo de parábolas bíblicas que nos permite comprender las demás. La figura del sembrador era muy cotidiana en el medio oriente, por lo que existía el peligro de que los oyentes consideraran la parábola como de poca importancia. El enfático “¡oíd!” que constantemente repite el Señor nos exige reflexionar cuidadosamente lo que estamos a punto de escuchar. Los cuatro terrenos, son cuatro tipos de corazones: el insensible, el superficial, el afanado y el corazón recto. Analicemos cada terreno, cada corazón y cada forma de oír la Palabra.
Aquí el corazón que recibe la semilla no es receptivo, es insensible a la Palabra. El texto dice que la Palabra es “sembrada en su corazón” (v.19), pero ésta no encuentra un alojamiento real en él. Este tipo de corazón está espiritualmente encostrado, es irreflexivo y voluble. La tierra junto al camino esta endurecida por el pasar de los transeúntes, difícilmente crece algo en ese terreno, es como la tierra muerta, aún el agua más rica no penetra en ella. La semilla queda tan a la vista que son escamoteadas por las aves. Es decir, estos corazones son vigilados por Satanás, quien envía sus cuervos en formato de tentaciones para que la semilla no sea retenida. Este tipo de terreno no solo apunta a los corazones incrédulos, sino también a los que no creen, pero dicen creer, aquellos cristianos nominales que dicen abrazar las verdades de la Palabra, aparentan una vida de piedad, pero niegan la eficacia de la misma (2 Tim.3:5).
Este tipo de corazón “oye la palabra del reino, pero no la entiende” (v.19). Es decir, la parábola nos muestra que aquellos que oyen la Palabra son responsables de “entenderla”. Es cierto que el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios (1 Co.2:14), pero debería; para ellos este mensaje es “locura”, pero no debe ser así, el evangelio es sabiduría y poder de Dios. Es verdad que la comprensión de la Palabra sólo se obtiene de parte de Dios, pero también es verdad que es responsabilidad de todos los que la escuchen clamar a él: “Enséñame tú lo que yo no veo” (Job 34:32); “enséñame tus estatutos” (Sal.119:64,68).
Según Stg.1:21 la palabra implantada debe ser “recibida con mansedumbre” y para ello debe hacerse a un lado “toda inmundicia y malicia”. Esto es responsabilidad de aquel que escucha. Si no hay humildad en el corazón, ni búsqueda de la sabiduría de lo alto, entonces no habrá ninguna “comprensión” de la Palabra y el diablo “arrebatará” lo que hemos oído o leído, ¡pero sólo nosotros tendremos la culpa!
Este tipo de suelo es aquel en donde la base es rocosa, con sólo una fina capa de tierra encima. El crecimiento de la semilla es superficial. En tierras palestinas era común que una porción considerable de su suelo cultivable esté en la parte superior repleta de estratos rocosos. Este suelo representa a los oyentes que al principio prometen mucho, pero terminan desertando. Hay falta de profundidad. Las emociones han sido movidas, hay un supuesto avivamiento, pareciera que la vida de piedad ha crecido rápidamente, pero no hay una fe que persevera. Ni la conciencia ni la voluntad han sido transformadas; hay un “gozo” natural, pero este gozo no es sinónimo de conversión. Es un “cristianismo” que solo creció hacia arriba, pero no hacia abajo, hacia la vida de entrega, sacrificio y servicio. Cuando hay conversión, los primeros efectos de la Palabra no son producir paz y gozo, sino contrición, tristeza según Dios y arrepentimiento por haber pecado contra el Creador y Redentor. La llamada del evangelio no es gócense y crean en el evangelio, es: arrepentíos y crean en el evangelio (Mr.1:15). Sin duda, que en la conversión se manifiesta el gozo de la salvación, pero ese gozo está precedido de un profundo arrepentimiento.
En este tipo de oyentes hay una roca inquebrantable en sus corazones que “nunca cede a la Palabra ni le da alojamiento”. Son como esas hojas muertas pegadas a un árbol lleno de vida que no ha tenido ninguna sacudida brusca, aparentan estar en el árbol, pero no tienen la vida que tiene el árbol. A la primera sacudida, al experimentar un vierto fuerte muestran que nunca fueron parte del árbol de la salvación. La presión y la persecución cazan, tropiezan y hacen caer a este tipo de oyentes. Las dificultades matrimoniales, laborales o la enfermedad inmediatamente les hacen cuestionar ¿Dónde está Dios? Demostrando que no había consistencia en su fe. Su ejemplo nos recuerda que el verdadero discipulado significa entrega personal, negación de sí mismo, sacrificio, servicio y sufrimiento, pues solo el camino que pasa por la Cruz es el que conduce a la gloria. La verdadera Fe se prueba en el crisol de la aflicción y se fortalece al pasar por el río de la prueba.
Tristemente, en muchas congregaciones, el esfuerzo evangélico se basa en producir a este tipo de oyentes. Se enfatiza el canto alegre, el sentimentalismo, las apelaciones a las emociones y la demanda de “resultados” visibles y rápidos. Se insta a los pecadores a tomar precipitadamente una “decisión” y luego se les da la seguridad de que todo está bien con ellos. Este tipo de congregaciones buscan el Iglecrecimiento en lugar del Cristocrecimiento. Sus cultos son una parodia que deshonra a Cristo; ignoran que el verdadero problema está en el corazón de los oyentes y no en la semilla incorruptible del Evangelio. En esta parábola el sembrador es caracterizado como alguien mandado, a quien se le ha dado y delegado la semilla. Nosotros hemos recibido el mensaje completo del Evangelio, 2 Pe.1:3 se nos dice: que se “nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad”, por lo tanto procuremos como Pablo entregar lo mismo que hemos recibido (1 Co.15:3), el incorruptible evangelio, el cual es poder de Dios para salvación (Rom.1:16).
Es un terreno donde hay otras semillas que no dan cabida a la semilla de la Palabra. La vida de estos oyentes está atada a este mundo. Son corazones que viven entre las espinas de las preocupaciones del mundo y el engaño de las riquezas, y ellas quitan los nutrientes para que la Palabra crezca. Recordemos que las espinas y los cardos son consecuencia de la caída, la tierra fue maldita con su presencia impidiendo el trabajo de labrar la tierra (Gn.3:18). Ellas brotan naturalmente de la tierra, de la misma forma siempre habrá cosas en este mundo que quieren ahogar el poder de la Palabra. El engaño de las riquezas y el amor al dinero es un problema del mundo caído. Este amor crece en un lugar donde la tentación reina. Y la tentación a la cual hace propaganda el amor al dinero es que lo creado efectivamente puede reemplazar lo único que puede dar el Creador: vida verdadera. El engaño de las riquezas está ligado a la adoración. Nos conecta al mal de todos los males: ofrecer amor, devoción y servicio a un ídolo creado en nuestros corruptos corazones. El amor a las riquezas desplaza el amor de Dios como el motor del corazón.
Notemos que en este tipo de corazones la semilla de la Palabra sí crece, pero al mismo tiempo crecen las espinas, la vida de piedad crece, al mismo tiempo que crece el afán por el trabajo, los negocios, los placeres de la vida y los deseos de la carne. Son personas que saben de la Palabra, pero tienen una vida oculta, ofrendan generosamente, pero quieren ser ricos, tratan bien a sus esposas, pero codician a su vecina, compañera de trabajo o están amarrados a la pornografía. El ejemplo emblemático de esto es Judas Iscariote. Él escuchaba la Palabra, hizo milagros, pero el amor a la riquezas crecía juntamente y con más poder en su corazón. Esto nos enseña que jamás podemos tener la excusa de estar estancados, como dice el Pr. Sugel Michelén: “En la vida cristiana nadie se estanca, o se camina para adelante, o se camina para atrás”. Es verdad que Dios nos hizo con deseos legítimos, pero cuando esos deseos son nuestros ídolos, cuando transformamos las cosas de este mundo en nuestra fuente primaria de alegría, bienestar, propósito, identidad y seguridad la Palabra quedara aplastada por los ídolos que se han entronizado en nuestro corazón.
Este corazón “oye, entiende la palabra, y da fruto” (v.23). Notemos que Jesús no dijo: “este es aquel que ha sido predestinado”. Esta parábola no es un tratado sobre la predestinación, sino de cómo debemos oír la Palabra. El texto complementario de Lc 8:15 nos dice que la Palabra debe ser recibida con “corazón bueno y recto”, debe ser “retenida/atesorada” y “dar fruto con perseverancia”. Resumiendo, dar fruto implica un corazón dispuesto; la comprensión de la Palabra recibida, perseverancia y aferrarnos firmemente a la semilla de la Palabra (*). Aquí es donde surge el problema que nos presenta la parábola. Todos tenemos “de fábrica” un corazón insensible, superficial y afanado. Nadie tiene un corazón predispuesto hacia la Palabra, nadie de su propia voluntad busca a Dios (Sal.10:4). Nuestra naturaleza caída ha formado corazones engañosos (Jer.17:9), duros (Ef.4:18) y malos llenos de incredulidad (Heb.3:12).
Si Cristo ha descrito un escenario tan árido sobre los corazones de los hombres ¿Cómo es posible que diga: “el que tiene oídos, que oiga” (v.9)? Es como pedirle a un sordo que escuche. Es verdad que no escuchara, pero si Jesús es quien lo pide la situación cambia. Cuando Jesús exclamó ante la tumba de Lázaro: ¡Lázaro ven fuera! Inmediatamente el muerto cobro vida y salió de la tumba. De la misma forma cuando él dice: “El que tenga oídos para oír oiga”, nos mueve a autovaciarnos de todas nuestras capacidades y confiarnos plenamente en la obra que Cristo hace en nuestro favor. Esa es la esencia del evangelio, dirige toda nuestra atención a la fe en Cristo y su gracia. La ley exigía una imposibilidad para los hombres, pero el evangelio nos da los recursos necesarios para hacer lo que Dios demanda poniendo nuestra fe en Jesucristo el Justo. Así que, comprendiendo esto, es que podemos concluir que el corazón recto es una obra exclusiva del Espíritu de Dios, él es quien ha preparado y trabajado la tierra para que la semilla de fruto: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y haré que andéis en mis estatutos, y que cumpláis cuidadosamente mis ordenanzas” (Ez.36:26-27). Jer. 24:7 declara: “les daré un corazón para que me conozcan". El único que puede darle vida a un corazón muerto en delitos y pecados es Dios. Así que, pídeselo a él, porque en él hay misericordia y abundante redención (Sal.130:7). Mientras escuchas la Palabra ruega de todo corazón: “Señor, dame un corazón para ti. Dame un corazón bueno y honesto. Dame un corazón sensible, receptivo, humilde y fructífero".
Si notamos durante la enseñanza de la parábola hay múltiples obstáculos para que la Palabra de Dios dé fruto en nuestras vidas, por lo que es preciso que realicemos algunas consideraciones sobre el cuidado en “el cómo oímos” la Palabra y cuidar la semilla que hemos recibido.
Concluimos leyendo Col.2:6-7: “Por tanto, de la manera que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en El; firmemente arraigados y edificados en El y confirmados en vuestra fe, tal como fuisteis instruidos, rebosando de gratitud”.