El arresto del Libertador

Domingo 16 de diciembre de 2018

Texto base: Juan 18.12-14, 19-24.

El Señor Jesús ha compartido su última cena pascual con sus discípulos. Allí les entregó una de sus enseñanzas más sublimes, estableció lo que hoy conocemos como la Cena del Señor, y terminó todo con una hermosa oración al Padre, en la que rogó por su propia glorificación, y encomendó a los discípulos al Padre para que los guarde, los santifique, los haga perfectos en unidad y, finalmente, los lleve a la gloria junto con Él.

Luego de este precioso momento con sus discípulos, Cristo entró en la recta final de su ministerio terrenal. Llegó la hora en que sería entregado en manos de los líderes religiosos para ser juzgado injustamente y luego colgado en el madero, y esto ocurrió a través de la traición de Judas, quien fue uno de sus doce discípulos.

En esta oportunidad, veremos la terrible dureza de corazón de aquellos que están en tinieblas. Pese a estar ante la luz del mundo, sus ojos no fueron capaces de reconocerla. Ataron al libertador del mundo, y maltrataron al dador de la vida y de todo bien. Juzgaron injustamente al Juez de todo el universo, y con ello sellaron su propia condenación. Pero en medio de todo esto, el plan de salvación de Dios también estaba llegando a su consumación, lo que traería vida e inmortalidad a quienes reciben el testimonio que da el Padre por medio del Hijo.

     I.        La terrible dureza de la incredulidad

Luego de la vil traición de Judas, sellada con un beso hipócrita, finalmente el Salvador había caído en manos de los líderes religiosos, tal como estaba escrito de Él. Como si fuera un delincuente, fueron a buscarlo de noche, con antorchas, palos y armas, llevando soldados para arrestarlo. Con esto, “Quedó atado aquel que había venido al mundo para traer libertad” (Hendriksen).

Pero aun en medio de este arresto, el poder y el carácter de Jesucristo se manifestaron con claridad, de modo que incluso quienes fueron a arrestarlo recibieron testimonio de que era el Mesías enviado por Dios, y pudieron haberse detenido si hubiesen atendido a lo que presenciaron:

Algunos de ellos muy probablemente eran soldados romanos, y otros eran sirvientes judíos de los sacerdotes y fariseos. Pero en un aspecto eran todos parecidos. Ambos grupos vieron expuesto el divino poder de nuestro Señor, cuando ellos “retrocedieron, y cayeron a tierra”. Ambos grupos vieron un milagro, de acuerdo con el Evangelio de Lucas, cuando Jesús tocó la oreja de Malco y la sanó. Pero ambos grupos permanecieron incólumes, fríos, indiferentes e insensibles, como si no hubieran visto nada fuera de lo común. Prosiguieron fríamente con su odiosa tarea: “prendieron a Jesús y le ataron, y le llevaron” (J.C. Ryle).

Todo esto, sin duda, agravó su condenación. Cuando existe dureza de corazón y un alma está petrificada en incredulidad, ni siquiera los milagros hacen efecto. La Palabra y el poder de Dios produce en ellos el mismo asombro que una puesta de sol produciría en un ciego, sus corazones están en densas tinieblas y sus ojos están cubiertos de escamas, simplemente no pueden ver, pero sí pueden dar rienda suelta a su pecado y actuar conforme a las tinieblas que cubren su alma.

Nunca en la historia del hombre se ha visto insolencia mayor que el proceso que se inició contra Jesús con este arresto. De aquí en adelante, hasta la crucifixión, se desató la hora de las tinieblas, donde el pecado del hombre llegó hasta el colmo, pero de forma paralela, la misericordia de Dios se manifestó con la mayor intensidad.

Nuestros padres Adán y Eva se rebelaron contra Dios, desobedeciendo su voluntad. Pero el Señor los trató con misericordia, dejándolos bajo maldición pero sin borrarlos de la faz de la tierra. Lejos de eso, se determinó a salvar a la humanidad a través de un nacido de mujer que aplastaría a la serpiente bajo sus pies, y formó un pueblo de entre los descendientes de Adán, para que le honrara y manifestara su gloria ante el mundo. Pese a esta gran misericordia, ese pueblo constantemente cayó en pecado y le fue infiel adorando a otros dioses y siguiendo las costumbres de sus pueblos vecinos. El Señor les envió profetas una y otra vez, a los cuales rechazaron y a algunos de ellos los mataron. El Señor los disciplinó por su pecado, y aun así los restauró una y otra vez, hasta que cumplió su promesa de enviar el Mesías, el Hijo de David, a través de este pueblo porfiado y rebelde.

Sin embargo, ahora que tenían al Mesías ante ellos, no lo recibieron, sino que lo repudiaron, hasta que mediante una traición y un soborno lograron arrestarlo para darle muerte. Con esto, la medida de su pecado llegaba hasta lo sumo, y la mano de los sacerdotes, los escribas y los ancianos fue la primera en levantarse con suprema insolencia, manchándose con la preciosa sangre del Cristo de Dios. Aquellos que estaban llamados a guiar al pueblo hacia Dios, enseñándoles la ley y liderándolos en obediencia, en lugar de eso los conducían al despeñadero, al rebelarse contra el Redentor.

Aquellos que ordenaron la infame captura del Libertador, hace mucho tiempo que venían buscando la oportunidad de matarlo.

  • Desde muy temprano en este Evangelio, cuando Jesús sanó al paralítico del estanque de Betesda, la Escritura dice “Por esto los judíos aun más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios” (Jn. 5:18).
  • En el cap. 8, intentaron apedrearlo cuando Jesús los acusó de ser hijos del diablo, y cuando afirmó que Él existía desde antes que Abraham.
  • En el cap. 9, cuando Jesús sanó a un ciego de nacimiento, los líderes religiosos ya tenían amenazados a quienes asistían a la sinagoga, que cualquiera que creyera en Jesús sería expulsado de ella (lo que implicaba una verdadera muerte civil),
  • y luego, en la fiesta de la dedicación relatada en el cap. 10, intentaron arrestarlo pero no pudieron, porque aún no era su hora.
  • En el cap. 11, cuando Jesús y sus discípulos fueron informados de que Lázaro estaba gravemente enfermo, los discípulos trataron de detener a Jesús de ir a Judea, ya que los judíos querían apedrearlo (11:8).
  • Este odio hacia Jesús se acrecentó aun más cuando supieron que había resucitado a Lázaro, y ahora no sólo querían matarlo a Él, sino que también al mismo Lázaro, al ser una prueba viviente de poder de Jesús.

Con todo este horrible historial, los líderes religiosos demostraron que no les importaba la verdad, sino sólo conservar su posición de poder. Jesucristo les había dado pruebas de sobra de que era enviado de Dios, había hecho milagros gloriosos ante sus ojos y les había declarado las Palabras que escuchó del Padre, hablando con una autoridad con que nadie habló jamás. Esto fue reconocido por Nicodemo, quien dijo a Jesús: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Jn. 3:2).

Sin embargo, estando en conocimiento de todas estas cosas, y viendo que Jesús tenía incluso poder sobre la vida y la muerte al resucitar a Lázaro, lo rechazaron y se lanzaron a cometer el crimen más horrible, la insolencia más atroz, y la empresa más estúpida y perversa que ha pasado por la mente humana: matar al Autor de la vida. “El objetivo era ejecutar a Jesús como un transgresor de la ley, mientras que, si hubieran entendido la ley correctamente, se habrían convertido en seguidores de Jesús” (Donald Carson).

    II.        El Juez Justo bajo un juicio viciado [Mt. 26:57-66]

En esta hora de las tinieblas, Jesús tuvo que pasar por dos juicios, uno religioso y uno civil. El juicio religioso, a su vez, tuvo tres partes: la primera ante Anás, poco después de la medianoche, luego ante Caifás, con el Sanedrín reunido (este juicio debió terminar cerca de las 3 de la madrugada), y luego poco antes del amanecer, nuevamente ante Caifás y el Sanedrín (Lc. 22:66).

Anás significa ‘Jehová da gracia’ (derivado de Ananías). Aunque fue depuesto por el gobernador romano Valerius Gratus, quien fue antecesor de Pilato, siguió siendo el que ejercía influencia desde las sombras. Además de Caifás, quien era su yerno, cinco de sus hijos le sucedieron en el cargo de sumo sacerdote. Es decir, antes, durante y después del ministerio terrenal de Cristo, Anás fue el verdadero responsable de las decisiones del Sanedrín (consejo de ancianos) judío.

Y es que, en tiempos de Anás, el sumo sacerdocio estaba tan caído en desgracia y sumergido en decadencia, que más que un oficio religioso era una posición política, y para poder estar en ese lugar se debía ser astuto, ambicioso e implacable. Por eso, en este caso Anás era el poder detrás de Caifás. Tristemente, los sumo sacerdotes, quienes debían ser pastores del pueblo de Dios, se habían transformado en lobos rapaces que no tenían compasión del rebaño.

Según se da testimonio en textos externos a la Biblia, como en las obras del historiador judío Flavio Josefo y el Talmud, Anás y su familia se caracterizaban por gran riqueza, avaricia y ambición. A él se puede responsabilizar por haber convertido el templo en una cueva de ladrones, con sus mercaderes usureros que se aprovechaban de quienes venían a presentar sus sacrificios. Es muy probable que de allí viniera su riqueza. El Talmud dice: “‘¡Ay de la familia de Anás! ¡Ay de los silbidos de serpiente!’ (probablemente los susurros de Anás y de los miembros de su familia, que trataban de sobornar e influir a los jueces)” (citado en Hendriksen).

Fue esta raza de víboras la que lideró el juicio a Jesús, y bien sabemos que estaban bajo la influencia directa del príncipe de las tinieblas. Por lo mismo, el juicio a Jesús no podía sino ser injusto e ilegal, por varias razones (teniendo como base: ley de Moisés, Mishnah, Talmud):

  • No se permitía juzgar de noche a nadie que pudiera ser sentenciado a muerte, sin embargo, la sentencia sobre Jesús se determinó a las 3 de la madrugada del viernes.
  • El arresto de Jesús se realizó como resultado de un soborno.
  • Se pidió a Jesús que se acusara a sí mismo, cuando en realidad el juicio debía basarse en el testimonio de testigos.
  • Se usaron testigos falsos.
  • Se golpeó a Jesús sin ninguna constancia de su culpabilidad.
  • En casos de pena de muerte, la ley judía no permitía que la sentencia se pronunciara sino hasta el día siguiente de haber sido encontrado culpable el acusado.

Las infracciones a la ley terminan evidenciando que, en el fondo, estos jueces perversos y torcidos tenían la decisión tomada desde antes de iniciar el juicio, lo que viola todo criterio de justicia. Ellos desde mucho antes querían matar a Jesús, y sólo estaban buscando un pretexto para poder salirse con la suya. No les interesaba la ley ni la justicia, sino mantener su poder y su posición corrompida.

Esto queda particularmente claro con el uso de testigos falsos. Como buenos conocedores de la ley, ellos debían saber que dentro de los 10 mandamientos está: “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio” (Éx. 20:16), y que la Escritura también declara: “Seis cosas aborrece Jehová, Y aun siete abomina su alma: … El testigo falso que habla mentiras” (Pr. 6:16,19) Ver Dt. 19. Y esto era así de grave porque el testimonio de dos testigos podía condenar a muerte a un hermano del mismo pueblo, y ese testimonio se daba en presencia de Dios y de sus hermanos. Usar un falso testimonio equivalía a no tener temor de Dios en absoluto, a ser un impío.

Tampoco podemos pasar por alto el hecho de que nuestro Salvador, el Creador y Señor de todo, fue golpeado por un sucio pecador. Mientras Jesús usó sus manos para sanar y para lavar los pies de sus discípulos, estos alguaciles usaron sus manos para maltratar al Hijo de Dios. Y es muy probable que estos mismos alguaciles del templo que ahora golpeaban a Jesús, hayan sido los que quedaron impactados por sus Palabras en el cap. 7: “Los alguaciles vinieron a los principales sacerdotes y a los fariseos; y éstos les dijeron: ¿Por qué no le habéis traído? Los alguaciles respondieron: ¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Jn. 7:45-46). Esto también agravó su pecado y su condenación.

En realidad, todo el juicio fue una farsa. Fue un falso juicio… En los anales de la jurisprudencia no ha habido nunca una parodia de justicia más escandalosa que esta… esto no es en realidad un juicio. ¡Es un homicidio!” (Hendriksen). Esto no fue un juicio, sino un asesinato cometido por una mafia, una pandilla de perversos vestidos de sacerdotes. Ese fue el trato que se dio al Mesías prometido, al Autor de la vida, a aquél por quien fueron hechas todas las cosas, al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Si rechazaron al Mesías prometido, el cual es el corazón de la ley, no es de extrañar que estuvieran dispuestos también a tirar toda la ley a la basura, en su codicia de poder y en su temor ante la amenaza que significada Jesús para su sistema corrupto.

   III.        La templanza de Jesús

Debemos intentar dimensionar la humillación que toda esta horrible parodia de juicio debió significar para nuestro Señor. Aquel que fue designado por Dios para juzgar todas las cosas (Jn. 5:22), aquel que no solo es el Justo sino que es la Justicia misma, se sometió a esta farsa de juicio, en obediencia a su Padre, para comprar nuestra salvación.

Para él que es absolutamente sin pecado, el verse sometido a un juicio realizado por hombres pecadores fue en sí mismo una profunda humillación. Ser juzgado por tales hombres, bajo tales circunstancias hizo que la humillación fuera infinitamente peor. El avaricioso, mañoso, vengativo Anás… el brusco, astuto, hipócrita Caifás… el hábil, supersticioso, egoísta Pilato… y el inmoral, ambicioso, superficial Herodes Antipas; ¡Esos fueron sus jueces!” (Hendriksen).

En esta oportunidad, el Gran Sumo Sacerdote, el definitivo y eterno, se presentó ante los sumos sacerdotes terrenales Anás y Caifás. Así el antiguo pacto dio paso al nuevo, y se despidió tristemente con estos dos vergonzosos representantes, demostrando que el hombre corrupto jamás podría haber sido salvo por el sistema ceremonial del antiguo pacto, que no era más que la sombra de la realidad espiritual y celestial que se manifestó en Cristo.

Esto, a su vez, nos muestra el dominio propio de Jesús. A Él le bastaba desear que fueran consumidos todos los insolentes que lo arrestaron y lo maltrataron, y que osaron ponerlo bajo juicio, y habrían perecido al instante. Podría haberlos confundido, como a los habitantes de Sodoma y Gomorra, o a los constructores de Babel. Podría haber hecho que la tierra los tragara, como a Coré y sus rebeldes. Podría haberlos cubierto de lepra, como a Miriam. Sin embargo, soportó la afrenta, se sumergió en la humillación, sabiendo que esta era la voluntad de su Padre, y que le esperaba la gloria.

Él también sabía que Anás, Caifás, todo el Sanedrín, los alguaciles y guardias que estaban en esta parodia de juicio, aun el que le dio la bofetada; todos ellos un día comparecerían ante su Santo Tribunal, al juicio del gran trono blanco, para recibir una sentencia eterna. Sabiendo que todo estaba bajo su control y que todo esto era lo que su Padre había decretado, Cristo fue como cordero al matadero, y soportó esta terrible degradación.

Sufrir por aquellos que amamos y que son en algún sentido merecedores de nuestro afecto, es un sufrimiento que podemos entender. Someterse pasivamente a un maltrato cuando no tenemos poder para resistir, es una sumisión tanto sabia como digna. Pero sufrir voluntariamente, cuando tenemos el poder para prevenirlo, y sufrir por un mundo de pecadores incrédulos e impíos, ingratos e indispuestos, esa es una forma de conducirse que sobrepasa el entendimiento del hombre. No olvidemos que esta es la belleza particular de los sufrimientos de Cristo” J.C. Ryle.

Pero no debemos malentender la mansedumbre y el dominio propio de Jesús. Él no calló lo que era justo. Les hizo ver que su procedimiento era viciado, y los exhortó a juzgarlo con justicia. Según las normas judías que regulaban el procedimiento judicial, se debía interrogar a los testigos, no al acusado, e incluso los testigos en favor del acusado debían hablar antes que aquellos que estaban en su contra. Por eso, cuando Anás lo interroga, Jesús pide escuchar a quienes recibieron sus enseñanzas. Les está diciendo en otras palabras: “Uds. deberían haber buscado testigos para su caso”.

Además, al ser golpeado por el alguacil con insolencia, no reaccionó ejecutando una venganza rápida, aunque tenía poder para infligir los peores males a quien lo golpeó. Más bien, en pleno dominio de sí mismo, respondió haciendo ver la injusticia. Si fuera culpable y si hubiese faltado el respeto a Anás, podría haberse merecido la bofetada, pero lo que hizo fue hablar conforme a la verdad, no había razón alguna para golpearlo.

La paciencia cristiana no siempre implica el deber de quien ha sido golpeado, de tolerar el daño recibido sin decir una palabra, sino que primero, envuelve soportarlo con paciencia, y segundo, renunciar a todo pensamiento de venganza, esforzándose por vencer al mal con el bien. Cada uno de nosotros debería estar más dispuesto a soportar un segundo insulto antes que a tomar venganza por el primero, así que no hay nada que impida a un cristiano levantar su voz cuando ha sido tratado injustamente, siempre que su mente esté libre de rencor, y su mano esté libre de venganza” (Juan Calvino). “Dar la otra mejilla sin dar testimonio de la verdad no es el fruto de una resolución moral, sino de la cobardía aterrorizada del debilucho” (Donald Carson).

Y vemos que aun en este contexto adverso y en medio de este río de putrefacción moral, el Señor siguió dando testimonio de la verdad. Pese a que los líderes religiosos habían escuchado varias veces y con mucha claridad a Jesús decir que era el Hijo de Dios, ahora Caifás vuelve a preguntarle. Vemos en el relato paralelo de Mateo que Caifás dice a Jesús: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mt. 26:63-64).

Nuestro Señor afirmó esto con valentía y autoridad, demostrando que el estar atado no le impedía ser Señor de todas las cosas, y lo hizo consciente de que esa afirmación desencadenaría su ejecución. Efectivamente, después de que dijo esto, Caifás rasgó sus vestiduras, y el Sanedrín lo declaró reo de muerte. Fue entregado a los alguaciles para ser golpeado, escupido, y para recibir sus burlas.

Jesús dio a Anás, Caifás y los líderes religiosos judíos una última oportunidad de arrepentirse y reconocer que tenían delante de sí al glorioso Mesías. Sin embargo, se internaron en las tinieblas y decidieron consumar el crimen más grotesco y terrible jamás cometido. Y Cristo fue voluntariamente a la cruz, atado y maltratado en esta farsa de juicio. “Él fue un prisionero voluntario, para que nosotros pudiéramos ser liberados. Fue voluntariamente procesado y condenado, para que nosotros pudiéramos ser absueltos y declarados inocentes” (J.C. Ryle).

CONCLUSIÓN

Ante esto, debes hacerte la pregunta más importante de tu vida: ¿QUÉ HARÁS ANTE ESTE CRISTO? No puedes eludir esta pregunta. No puedes mirar hacia otro lado. Tu respuesta determinará no sólo lo que queda de tu vida aquí en la tierra, sino toda tu eternidad.

Al venir al mundo, Cristo no sólo dividió la historia de la humanidad en lo que ocurrió antes de su venida y lo que ocurre después, sino que también divide a toda la humanidad en dos grupos: sus discípulos, y aquellos que están contra Él. Él lo dijo claramente: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” Mt. 12:30.

Si dices “todavía no estoy listo para decidir, prefiero esperar y resolver esto después”, lo que estás haciendo es rechazar a Cristo, estás en su contra. Toda respuesta que no sea un sí inmediato y sin condiciones, es un no. Todo aquel que no reconozca a Cristo como Señor y Dios, está en el mismo bando que Anás, Caifás, Judas y todos sus cómplices perversos.

Desde el arresto de Jesús, judíos y gentiles están unidos en su odio al Salvador del mundo, dando testimonio de lo que dice la Escritura: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19). Estos judíos y gentiles representan a todo el mundo bajo pecado, rechazando y dando muerte a Cristo.

Debes pensar esto: Nosotros mismos, sin la gracia de Dios, habríamos estado de buena gana entre esa pandilla que puso bajo arresto al Libertador, lo habríamos golpeado junto con los alguaciles, lo habríamos condenado junto con el Sanedrín, habríamos gritado junto con la multitud “¡crucifícale!”, habríamos clavado sus manos y sus pies, y nos habríamos burlado de Él mientras colgaba de ese madero para quitar el pecado del mundo. Todo este momento, más que tratarse de pecadores particulares que actuaron perversamente, se trata de la humanidad bajo el pecado, rechazando al Salvador que vino para darles vida.

Reitero la pregunta: ¿QUÉ HARÁS ANTE CRISTO? ¡Huye de la incredulidad! La incredulidad es como un parásito que se aferra a tu alma y absorbe toda la vida que encuentra. Es una venda que se pone sobre tus ojos y te impide ver la gloria de Cristo. Es una varilla que rompe tus tímpanos y te impide escuchar las Palabras de la vida. Es un baño de concreto que cae sobre tu corazón y lo endurece como una piedra.

Sólo mira lo que la incredulidad hizo a estos hombres. ¿Te das cuenta de lo absurdo y de lo trágico que ocurrió con ellos? Estuvieron ante el Señor de todo, ante la Luz del mundo, ante el Cordero de Dios, ante el Mesías prometido, y no supieron reconocerlo. Los escribas y los sacerdotes se dedicaban toda su vida a estudiar la ley, y no pudieron reconocer a Cristo, que es justamente de quien se trata toda la ley. Es el peor de los fracasos y el más grande de los absurdos.

Imagina si ellos, que estuvieron ante el mismo Cristo en persona lo rechazaron, ¿En cuánto más peligro te encuentras tú, que nunca lo has visto? Por eso dice la Escritura con mucha urgencia: “Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado” He. 3:12-13. ¡Cuídate de la incredulidad como te cuidarías de la peor peste!

Pero si has creído en Cristo, ¡Alégrate en el Señor! Pon tus ojos en aquél que tuvo en poco la humillación y el oprobio, para comprar tu salvación. Si estando amarrado y golpeado, soportó el sufrimiento hasta el fin para darte salvación, ¿Cuánta mayor seguridad tienes hoy, sabiendo que Cristo resucitó y está sentado a la diestra del Padre, reinando hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies? Si estando en humillación fue hasta la muerte para salvarte, ¿Cuánto más segura será su fidelidad y su propósito de salvarte ahora que está en la gloria?

Puedes confiar en su Palabra cuando dice: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6), y puedes estar seguro cuando afirma: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Ro. 8:35). La prueba de que Dios te ama y quiere tu bien, la evidencia más grande de su infinita misericordia es que soportó esta humillación y fue a la cruz, para darte vida eterna. ¿Cómo no alabarlo? ¿Cómo no agradecerle? ¿Cómo no vivir para Él en gratitud y amor?

Rechaza las acusaciones de satanás y dispón tus pies para correr a la meta, estima todo por basura para alcanzar a Cristo, como dice la Escritura: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar” (He. 12:1-3).