Jesús es acusado ante Pilato

Domingo 3 de febrero de 2019

Texto base: Juan 18:28-38a.

En el mensaje anterior, a través de la negación de Pedro, vimos hasta dónde puede llegar la debilidad de un discípulo de Cristo, pero aun más, hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios sobreponiéndose a nuestra maldad.

En la predicación de hoy, veremos que los líderes religiosos judíos, con sorprendente hipocresía, dan los pasos finales para concretar su terrible crimen: el magnicidio del Mesías. Ante Pilato, Jesús da testimonio de sí mismo como Rey de un reino que no es de este mundo, y como enviado del Padre a hablar toda verdad. ¿En qué sentido Cristo es Rey? ¿Qué significa que su reino no es de este mundo? Veamos…

     I.        La perversión hipócrita de los líderes religiosos

Habiendo ya juzgado a Jesús en la casa de Anás y de Caifás, los líderes religiosos judíos se aprestan a concretar su crimen. Aquí aparecen acercándose de mañana al pretorio, que era donde se ejercía su cargo como gobernador un hombre llamado Pilato. Él había sido nombrado gobernador por Tiberio en el año 26 d.C. y ejerció hasta el 37 d.C. Por su aparición en la Biblia y en otras fuentes externas, vemos que Pilato es un hombre cruel y despiadado, que aplicó castigos brutales que terminaron con su destitución. En la misma Biblia, se nos dice que derramó sangre de judíos mientras ellos presentaban sus sacrificios (Lc. 13). Sin embargo, también aparece como supersticioso y vacilante, y probablemente intentaba cubrir esa debilidad de carácter siendo implacable.

Es a él a quien acuden los líderes religiosos, y dejan ver su tremenda hipocresía: pese a que habían juzgado de la manera más injusta a Jesús, arrestándolo y enjuiciándolo de noche, usando testigos falsos para acusarlo, impidiéndole presentar debida defensa y golpeándolo sin razón alguna; ahora salen a relucir sus escrúpulos religiosos, ya que no quieren “contaminarse” entrando al pretorio (lugar de gentiles), para así poder seguir celebrando la pascua. Debido a esta hipocresía, el pasaje se desarrolla en dos escenarios: dentro del pretorio, donde está Jesús, y fuera de él, donde están los judíos. Pilato transita entre estos dos lugares.

Esta hipocresía es más notoria cuando vemos que la indicación de no entrar a la casa de un gentil para no contaminarse, no se encuentra en la ley de Moisés sino en la Mishná, que era una serie de comentarios posteriores a la ley, elaborados por rabinos. Es decir, ellos para juzgar a Jesús desobedecieron abiertamente la ley dada por Dios, pero no se atrevieron a traspasar un mandato establecido por los hombres, que se refería a un tema meramente externo.

Debemos entender bien lo que hicieron estos líderes religiosos: no sólo violaron la ley, sino atentaron contra quien es el corazón de la ley: el Mesías, Aquel que es la misma Palabra de Dios hecha hombre. No querían contaminarse para poder comer la pascua, pero agredieron y menospreciaron a Aquel que es llamado “nuestra pascua” (1 Co. 5:7), es de quien se trata realmente la pascua. Ellos estaban envueltos en el acto más perverso jamás cometido, pero estaban preocupados de una pureza fingida y externa.

“[La consciencia de los inconversos], mientras que en algunos casos se vuelve dura, cauterizada y muerta al punto de ser insensible; en otros casos se vuelve escrupulosa a un nivel mórbido sobre los asuntos menos importantes de la religión. No es extraño encontrar a personas excesivamente meticulosas acerca de la observancia de formas insignificantes y ceremonias externas, mientras son esclavos de pecados degradantes e inmoralidades detestables… Hombres que están muy desviados en una dirección, a menudo luchan por hacer las cosas correctas con un celo excesivo en otra dirección. Ese mismo celo es su condenación” (J.C. Ryle).

Bien los exhortó Cristo cuando les dijo, citando al profeta Isaías: “Este pueblo de labios me honra; Mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, Enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mt. 15:8-9). ¡Estos eran los pastores del pueblo, los llamados a enseñar la ley de Dios! En vez de eso se habían corrompido, velando sólo por su propio poder y posición. Por eso el Señor también les dijo a través del profeta:

No me sigan trayendo vanas ofrendas; el incienso es para mí una abominación. Luna nueva, día de reposo, asambleas convocadas; ¡no soporto que con su adoración me ofendan! Yo aborrezco sus lunas nuevas y festividades; se me han vuelto una carga que estoy cansado de soportar. Cuando levantan sus manos, yo aparto de ustedes mis ojos; aunque multipliquen sus oraciones, no las escucharé, pues tienen las manos llenas de sangre” (Is. 1:13-15).

En palabras de Juan Calvino, “ellos pierden de vista que llevan más contaminación en sus corazones, que la que pueden contraer al entrar a cualquier lugar, aunque sea profano… ellos solo se asustan de las contaminaciones externas… Es usual que los hipócritas consideren un crimen mayor el matar a una mosca que matar a un hombre”.

El Señor nos libre de esta religiosidad deformada, vacía del Espíritu, pero llena de hipocresía putrefacta, atenta a los resquicios y a detalles sin importancia pero indiferente a la piedad; sin amor, sin devoción, sin fervor, sin obediencia, pero llena de orgullo y apariencias. Esta religiosidad de plástico podrá tener mucha estima ante los hombres, pero no tiene valor ante los ojos de Dios, es más, Él la aborrece. Lo más triste, es que esta misma falsedad la vemos en muchas iglesias, donde se exigen ciertas prendas de vestir, ciertos peinados, se usan pasajes bíblicos fuera de contexto para prohibir cosas que Dios nunca prohibió, o para mandar cosas que Él nunca mandó, mientras se permiten los más groseros pecados y se menosprecia abiertamente la Palabra de Dios.

Debemos orar para que sea verdad en nosotros lo que dice el salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8), y “Por eso estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, Y aborrecí todo camino de mentira” Sal. 119:128.

Esta maldad del Sanedrín se refleja en su diálogo con Pilato. Los judíos rechazaron a su Mesías y lo llevaron ante este pagano para que lo matara. Ellos juzgaron a Jesús internamente en las reuniones impías que montaron durante la madrugada, y llegaron a Pilato esperando que él, como si fuera un simple trámite, lo condenara a muerte por la sola petición de ellos. Esto es algo abiertamente injusto. Sin embargo, Pilato no estaba dispuesto a consentir en sus caprichos, y exige lo más básico que puede haber en un juicio: una acusación concreta. Ellos sólo pudieron responder con falsedades: “A éste hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey” (Lc. 23:2).

Por lo mismo, ya que estaban tan empecinados en salirse con la suya, Pilato los invita entonces a juzgarlo según su ley y a no molestarlo con sus problemas. Para vergüenza de estos “piadosos” líderes judíos, Pilato demostró aquí un sentido de justicia más fino que el de ellos.

Es allí donde ellos revelan claramente sus verdaderas intenciones: no quieren juzgarlo oficialmente bajo la ley judía, porque ellos no pueden condenarlo a muerte. Cuando el Imperio Romano ocupó el territorio judío, les quitaron la potestad de condenar a muerte, una práctica usual en los territorios que ellos conquistaban. Los judíos trataron de apedrear a Jesús en varias ocasiones, pero esos fueron arrebatos de una turba enfurecida. Esta vez querían hacerlo oficial, y querían que Jesús fuera condenado formalmente como un agitador y rebelde por las autoridades romanas.

Llevaron, entonces, a su Mesías ante los gentiles que ellos tanto despreciaban, a los que consideraban perros, porque su odio por Cristo era aun mayor que su odio al Imperio. Si hubiera caído en manos de los judíos, habría muerto apedreado, pero al caer en manos de los romanos, moriría crucificado, en la forma más humillante y dolorosa de ejecución, una que era propia de ellos, y que se aplicaba a los criminales más bajos y despreciables.

Aunque los judíos eran plenamente responsables de su crimen aberrante, lo que estaban haciendo era cumplir la Palabra de Cristo cuando dijo: “Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo. Con esto daba Jesús a entender de qué manera iba a morir” (Jn. 12:32-33). Y no daba lo mismo la forma en que Él iba a morir. Debía cumplirse la profecía: “me han traspasado las manos y los pies” (Sal. 22:16), y lo dicho en la ley: “Maldito todo el que es colgado de un madero” (Gá. 3:13).

Jesús, incluso amarrado y aparentemente anulado por los poderes humanos, sigue en control de todo, y va camino a la consumación de su obra en la tierra, obedeciendo al Padre hasta la muerte.

    II.        Jesús y su Reino

Viendo las intenciones de los judíos, Pilato vuelve a entrar hacia donde está Jesús, y ahora se centra en el tema más importante: la autoridad de Jesús, y le pregunta: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. Pongámonos en los zapatos de Pilato: ve allí a un hombre golpeado, disminuido por el cansancio de haber estado toda la noche bajo arresto y juicio, a una persona de quien probablemente escuchó una que otra cosa antes, pero nada muy serio. ¿Este miserable, este aparecido sería el rey de los judíos? Él era gobernador de Judea hace años, ¿y no iba a saber quién era el rey de ese pueblo? Por eso su pregunta hace énfasis en el “tú”. Le está diciendo “¿De verdad eres el rey? ¿Realmente crees serlo?”.

Esto revela que la acusación de los judíos se centra en esto. Jesús responde con una pregunta. Le interesa saber si simplemente está repitiendo la acusación que el Sanedrín presentó en su contra, o si realmente Pilato tiene una curiosidad personal. De eso depende si la respuesta es un sí o un no. Si Pilato está simplemente repitiendo lo que dice el Sanedrín, entonces “no” es el rey de los judíos como ellos lo presentan. Pero si Pilato realmente quiere saber si Jesús es Rey, la respuesta es sí, pero en otro sentido del que dicen los judíos.

Pilato responde luego con una afirmación terrible: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí”. Esto confirma lo dicho al inicio de este Evangelio: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:11). Su propia nación, la que debía recibirlo con ansias y reconocerlo como Rey, era la que lo entregaba a los paganos para ser ejecutado. Los sacerdotes, que eran los primeros que debían reconocerlo y guiar al pueblo para que lo recibiera, fueron en realidad los primeros en levantar su mano contra Él. Por eso Jesús les dijo durante su ministerio terrenal: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mt. 21:43).

Por eso Jesús retoma el tema de su Reino, y realiza una impactante declaración (v. 36). Al decir “mi reino”, reconoce que ejerce un reinado, y que por tanto es Rey.

Y es que el Mesías es la esperanza de Israel. La venida del Mesías, el Hijo del Hombre, el Hijo de David, es inseparable de la venida del Reino de Dios a la tierra, un reino que según los profetas sería de justicia, de paz y de restauración de su pueblo. La creación completa sería impactada por su reino, todas las cosas serían hechas nuevas. Cuando viniera el Mesías prometido, todo esto se cumpliría. Por eso cuando Jesús inicia su ministerio, exhorta diciendo: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mr. 1:15); y declaró luego: “ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt. 12:28).

Por eso también, cuando Juan el Bautista pidió a Jesús que le confirmara que Él era el Mesías prometido, Él respondió: “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Lc. 7:22). Todas estas eran señales de que Él venía a restaurar lo que el pecado había estropeado, Él estaba haciendo nuevas todas las cosas, y aquel que estuviera esperando en las promesas de Dios, sabría reconocer que Jesús era el cumplimiento de ellas.

¿Por qué, entonces, no lo recibieron? El episodio de la entrada triunfal es muy revelador: ellos estaban esperando otro tipo de reino, y otro tipo de Mesías. Esperaban un reino según este mundo, un Mesías que hiciera campañas militares como Josué o el Rey David. Lo que no se daban cuenta era de que las conquistas de Josué y David eran tipos que anticipaban el establecimiento del verdadero reino de Dios, que es espiritual, que viene desde lo alto.

Por eso Jesús dice que su reino “no es de este mundo” (kosmos), no pertenece al sistema humano de maldad que está bajo el poder del pecado, no es uno más de los reinos mundanos, no se rige por sus lógicas, no se establece ni se defiende ni ejerce dominio por medios humanos. Jesús no vino a establecer un poder temporal que fuera un rival de Roma, protegido por ejércitos y sustentado por impuestos. Su dominio es primero sobre los corazones de los hombres y sus armas son espirituales (Ryle); no pretende una revolución o una insurrección armada, y por lo mismo “no hay desacuerdo entre su reino y la existencia de un orden o gobierno político” (Calvino).

Ahora, debemos tener mucho cuidado, porque algunos malinterpretan estas palabras, las superespiritualizan, como si diera lo mismo entonces quién gobierna, o qué cree quien gobierna. Incluso algunos dicen que aquí está la base para separar la religión del Estado, ya que el reino de Cristo no es de este mundo. El hecho de que no sea de este mundo no significa que no está activo en el mundo, o que no impacta el mundo, ni menos aún que las naciones no le deban obediencia. Sólo significa que no tiene su fuente en este mundo, y que no sigue sus principios, ya que no viene de la tierra sino que desciende desde el Cielo, de Dios.

Todos los reinos de la tierra deben reconocer que están bajo el reino de Dios, y de no hacerlo están en terrible pecado y rebelión. La Escritura los exhorta: “Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; Admitid amonestación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con temor, Y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; Pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían” (Sal. 2:10-12). Por tanto, el hecho de que el reino de Cristo no es de este mundo no es una razón para que los gobiernos sean indiferentes a Él, todo lo contrario, es la razón por la que deben someterse a Cristo, ya que su reino no es de este mundo, viene del Cielo y está sobre todos los reinos de la tierra.

Jesús no es un Rey que se sienta en su trono resignado, viendo como las naciones de la tierra desconocen su potestad, conformándose solo con que los cristianos lo acepten en sus corazones. No, Él demanda dominio sobre todas las cosas. Él dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28:18-20a); y dice también la Escritura: “porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Co. 15:25).

Por tanto, su reino, aunque no es de este mundo, impactó, impacta e impactará al mundo entero, tanto así que lo transformará todo, hará nuevas todas las cosas. Y eso comenzó a apreciarse en el tiempo de los Apóstoles, cuando los opositores del cristianismo afirmaron: “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hch. 17:6). Una forma de saber que Cristo vendrá a establecer su Reino por completo, es que hay un pueblo en medio del mundo que lo reconoce como Rey y se ha sometido a su gobierno con gozo y gratitud, y ese pueblo es la Iglesia de Cristo.

El reino no debe entenderse meramente como la salvación de ciertos individuos, ni siquiera sólo como el reinado de Dios en el corazón de su pueblo; significa nada más que el reinado de Dios sobre la totalidad del universo creado” (Anthony Hoekema). “El reino de Dios significa que Dios es Rey y que actúa en la historia para llevarle a una meta determinada por Él mismo” (George Ladd).

Y eso es precisamente lo que está haciendo Cristo aquí: está en dominio de los hechos para llevarlos al cumplimiento de su plan. Por eso Pilato, habiendo escuchado a Cristo, le pregunta entonces si es Rey, y Cristo lo afirma, y ahora declara el propósito de su ministerio: dar testimonio de la verdad.  Nació para esto, para ser Rey por voluntad eterna del Padre Celestial, y ese reino es el reino de la verdad, no se impone por la espada sino por el poder de la verdad.

Su reino es el reino de la verdad, o más precisamente, el ejercicio de su reinado de salvación es inseparable de su testimonio de la verdad” (Donald Carson). Esto no es de extrañar, pues Él mismo declaró ser la verdad en persona (Jn. 14:6), por tanto su reino refleja su carácter: es el reino de la verdad. Por eso también se llama a Cristo “el testigo fiel y verdadero” (Ap. 3:14).

Jesús afirmó: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz”. Con esto, invitó a Pilato a someterse a su reinado. Jesús, el acusado, atado y golpeado, mientras era interrogado, siguió dando testimonio de la verdad, en pleno dominio de la situación. Sin embargo, Pilato se unió a los judíos y lo rechazó con una pregunta irónica: ¿Qué es la verdad?”. ¡Qué tragedia y qué condenación hacer esta pregunta de esa manera, teniendo al frente a quien es la verdad en persona! Ni siquiera tenía interés en la respuesta, ya que luego de hacer la pregunta salió de inmediato del lugar. Pilato estaba endurecido por la incredulidad, y se unió con los judíos y con el mundo bajo tinieblas en su rechazo del Mesías: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19).

Tal como lo hacen muchos hoy, Pilato usó esa pregunta para excusar su propio orgullo o su propia pereza. Cualquiera sea el caso, despreció al Rey que es infinitamente más grande que lo que fue César, rechazó a la Verdad hecha hombre teniéndolo en frente de sus ojos, y esa fue su perdición, uniéndose así al corrupto Sanedrín en su condenación.

   III.        El Reino de Cristo y nosotros

Si eres realmente cristiano, es porque has reconocido a Cristo como a Rey. Bueno, pues he aquí tu Rey. ¿Puedes ver lo absurdo de la situación? Cristo, Creador de todas las cosas, Rey de toda la creación, sometido al interrogatorio de un gobernador mediocre en una de las provincias menos prósperas del imperio romano. El Juez de todo el universo, sometido al juicio de hombres corruptos y rebeldes.

¿Por qué nuestro Rey se sometería a esta humillación tan terrible? Lo hizo para cumplir su propósito: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3:8). La creación, que fue sujeta a maldición y arruinada por el pecado, necesitaba ser restaurada. El hombre, que fue condenado a la ira de Dios por su rebelión, necesitaba ser salvado, y sólo Dios podía hacer esto, ya que “La salvación es de Jehová” (Jon. 2:9).

Y para liberarnos de la maldición por nuestro pecado, Cristo debía ser hecho maldición: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero, para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gá. 3:13-14). Él debía sufrir esta humillación, esta farsa de juicio y ser condenado a la cruz, para en ella recibir nuestra maldición, y que así nosotros pudiésemos recibir la bendición que sólo Él podía lograr para nosotros.

Una vez que consiguió eterna redención para nosotros, se sentó a la diestra de Dios, hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies. Esto significa que su reino ya está en marcha, fue inaugurado con su venida, pero esperamos a que se establezca por completo con su segunda venida. Mientras tanto, ese reino se manifiesta en la tierra a través de quienes se someten por la fe a su señorío.

Como bien expresa nuestra Confesión de Fe (CFBL 1689): “Cristo siempre ha tenido y siempre tendrá un reino en este mundo, hasta el fin del mismo, compuesto de aquellos que creen en él y profesan su nombre” (26.3). ¿Qué nos queda a nosotros entonces?El deber del hombre no es traer al mundo el reino, sino entrar en él a través de la fe, y orar para poder someterse cada vez más al gobierno benéfico de Dios en toda área de su vida” (Anthony Hoekema). Podemos vivir confiados sabiendo que Cristo reina, y volverá para que ese reino se establezca para siempre, ya sin oposición.

Su reino es el Reino de la verdad, dijo: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (v. 37). Te pregunto: ¿Eres de la verdad? Lo que somos realmente, se evidencia en cómo reaccionamos a la verdad. Si la oímos, la aceptamos y nos sometemos a ella, somos de Dios. De lo contrario, es como Cristo dijo a los judíos: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Jn. 8:43-44).

Jesús ha dividido a la humanidad en aquellos que son de la verdad y por tanto oyen su voz, y aquellos que son de su padre el diablo, quien es mentiroso desde el principio. Te ruego que examines tu corazón y veas qué domina en Él: ¿la verdad o la mentira? ¿la luz o las tinieblas? ¿la vida o la muerte? No hay punto medio, no hay lugar neutral, o eres de Cristo o estás bajo el maligno.

También dijo el Señor: “pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10:26-28). Acércate a este Rey que es el Buen Pastor, refúgiate en el único que puede salvar tu alma, el único que puede darte vida y saciar tu sed, a Aquel que sufrió esta oposición de los pecadores y fue a la cruz, menospreciando el oprobio, para darte salvación.

Aquellos que son de su reino, escuchan la verdad, la atesoran en su corazón, se someten a ella, viven conforme a ella, la honran y la aman por sobre todas las cosas. El Rey es la Verdad, su reino es un reino de verdad, por tanto, sus súbditos también viven conforme a la verdad. No permitas que tu corazón engañoso reine en tu vida. No vivas conforme a tus deseos corrompidos. No des tus pensamientos al pecado. No entregues tu cuerpo para servir a la maldad. No pongas delante de tus ojos cosas vanas, ni uses tus manos para las obras de las tinieblas. Que tus pies no corran presurosos a hacer el mal, sino que estén calzados con el Evangelio. No uses tu lengua para la mentira y la murmuración, ni para las groserías o las conversaciones tontas, sino para proclamar lo que es verdadero. Honra a Cristo, honra a la verdad con todo lo que eres.

En todo lo que haces, en todos tus miembros, en todos tus pensamientos, en tus decisiones, en tus prioridades, se reflejará si sirves al reino de la verdad o si perteneces al reino de las tinieblas. La Escritura dice de aquellos que son de Cristo: “el [Padre] nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col. 1:13-14). Si eres de este reino, no sólo serás oidor de la verdad, sino también hacedor, y tal como Cristo, serás testigo de la verdad:

Como Él, debemos ser testigos de la verdad de Dios, sal en medio de la corrupción, luz en medio de las tinieblas, hombres y mujeres que no tienen miedo de ponerse de pie aunque estén solos, y dar testimonio por Dios contra los caminos del pecado y del mundo” (J.C. Ryle).

Asegúrate de reconocer a este glorioso Rey. No seas como Pilato, quien rechazó a la verdad teniéndola ante sus ojos, con menosprecio. Ni seas como el Sanedrín, quienes crujieron los dientes contra la verdad y la odiaron, porque denunciaba sus obras malas. Inclina tu rodilla ante este Rey y confiesa con tu boca que sólo Él es el Señor, recibe y ama la verdad con todo tu corazón, y tendrás entrada a este reino inconmovible, cuya victoria es segura; este reino que no es de este mundo, pero que lo ha vencido: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Jn. 5:4).