Por Álex Figueroa

«Entonces el sacerdote Esdras se puso en pie y les dijo: —Ustedes han sido infieles y han aumentado la culpa de Israel, pues han contraído matrimonio con mujeres extranjeras.11 Ahora, pues, confiesen su pecado al Señor, Dios de nuestros antepasados, y hagan lo que a él le agrada. Sepárense de los *paganos y de las mujeres extranjeras. 12 Toda la asamblea contestó en alta voz: —Haremos todo lo que nos has dicho»

Esdras 10:10-12.

Texto base: Esdras cap. 10.

El domingo pasado vimos que ante el pecado del pueblo, Esdras había reaccionado de una manera santa, avergonzándose e indignándose por lo que sus hermanos habían hecho, elevando una oración junto a quienes también se quebrantaron por el pecado, reconociendo la gracia de Dios en todo lo que les había acontecido y rogando por su misericordia, sabiendo que merecían el justo castigo de Dios, pero que debían rogar su perdón.

En el cap. 9, entonces, se nos muestra que el pueblo había pecado descaradamente, después de haber sido tan bendecidos y resguardados por el Señor. Allí vemos también que en medio de esta desobediencia, Esdras nos dio un ejemplo de cómo se debe reaccionar cuando hay pecado en el pueblo de Dios.

El Señor utilizó a este hombre para liderar la indignación del remanente que Él había guardado, para mostrar a los sacerdotes, levitas, príncipes y gobernadores que habían caído, que la ley de Dios seguía tan vigente como siempre, que había sido quebrantada, y que debían reconocer su extravío y rogar misericordia.

Sorprendentemente, lejos de limitarse a acusar a sus hermanos, Esdras se identificó con el pecado de ellos, rogando al Señor como si él mismo hubiese caído, lo que nos recordó la obra de Cristo, por la que Él tomó nuestro lugar siendo completamente inocente y sin pecado alguno.

En resumen, el domingo pasado vimos la reacción que debemos tener ante el pecado, que es el arrepentimiento. Pero predicamos sobre la disposición interna del arrepentimiento. Hoy nos centraremos en cómo eso se traduce a nuestra vida cotidiana.

(vv. 1-3) Para comenzar, vemos que el lamento de Esdras y su confesión pública, causaron que sus hermanos se le unieran, y reconocieran también con llanto y lamento que habían pecado contra el Señor, y que debían arrepentirse de su terrible desvío; tanto así que se nos dice que se juntó a Esdras una «grande multitud», y que «lloraba el pueblo amargamente».

La indignación de Esdras fue usada por Dios para hacer que el pueblo reaccionara ante su maldad, y que se diera cuenta de su terrible transgresión. Pero no se quedaron ahí. Vemos en el v. 2 que primeramente confesaron su pecado, y que esa confesión fue específicamente por el pecado que cometieron: «Nosotros hemos pecado contra nuestro Dios, pues tomamos mujeres extranjeras de los pueblos de la tierra». Como afirmamos el domingo pasado, la confesión de nuestro pecado debe ser lo más específica posible.

Romanos 8:13 dice: «… porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis». La forma de hacer que nuestro pecado muera no es escondiéndolo o haciendo como si no existiera, sino que es trayéndolo a la luz, reconociendo nuestras malas obras delante de Dios y estando dispuestas a reconocerlas también ante nuestros hermanos. Por ello, mientras más específica es mi confesión de pecado, puedo identificar con mayor precisión aquellas obras que debo hacer morir. Por el contrario, mientras más general e imprecisa sea mi confesión, más pecados podrán permanecer ocultos, ejerciendo su poder desde lo secreto y lo imperceptible.

Por otro lado, vemos que aparte de esta confesión, toman una medida concreta para desandar el camino que habían recorrido hacia el mal. Es lo que vemos en el v. 3: «Ahora, pues, hagamos pacto con nuestro Dios, que despediremos a todas las mujeres y los nacidos de ellas, según el consejo de mi señor y de los que temen el mandamiento de nuestro Dios; y hágase conforme a la ley».

Y es que la confesión de pecados sin medidas concretas para hacerlo morir, no tiene sentido.

El arrepentimiento implica una tristeza santa, una vergüenza santa, y una indignación santa por el pecado cometido. Conlleva un reconocimiento total de que Dios es veraz, y todo hombre mentiroso. Implica reconocer que Dios ha declarado su voluntad, y que nosotros la hemos transgredido, y que por eso merecemos su justo castigo, pero rogamos con fervor su misericordia.

Esa es, podríamos decir, la disposición interna, espiritual que acompaña y define el arrepentimiento. Pero también sabemos que el arrepentimiento no es estéril, sino que da frutos. ¿De qué serviría un llanto amargo, una indignación notoria y pública, y una profunda vergüenza, si siguiéramos revolcándonos y deleitándonos en la misma porquería una y otra vez? ¿Qué sentido tendría elevar una hermosa oración, ordenada y coherente, si a la primera de turno nos lanzamos en picada hacia la misma maldad que dijimos despreciar?

Entonces, todo lo que mencionamos el domingo pasado, es decir, la tristeza, la vergüenza, el lamento, la indignación, y el clamor por misericordia son aspectos verdaderos del arrepentimiento genuino. Pero debemos aclarar que si estos elementos se encuentran efectivamente en una persona, esto se evidenciará con frutos en el tiempo.

Esto lo vemos claramente en las Escrituras:

«Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento» Mt. 3:8

«Pedimos que Dios les haga conocer plenamente su voluntad con toda sabiduría y comprensión espiritual, 10 para que vivan de manera digna del Señor, agradándole en todo. Esto implica dar fruto en toda buena obra, crecer en el conocimiento de Dios 11 y ser fortalecidos en todo sentido con su glorioso poder» Col. 1:9-11

«Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto» Tit. 3:14

El Señor relaciona, entonces, el arrepentimiento con el dar frutos de buenas obras. En Mt. 3:8, allí donde la versión RVR 1960 dice «Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento», la NVI dice «Produzcan frutos que demuestren arrepentimiento»; la NTV dice «Demuestren con su forma de vivir que se han arrepentido de sus pecados y han vuelto a Dios», y la DHH traduce «Pórtense de tal modo que se vea claramente que se han vuelto al Señor».

En resumen, el Señor dice claramente que se espera de quien se ha arrepentido, que muestre cambios en su vida, en su andar, en su caminar diario; y que esos cambios demuestren que su corazón realmente se ha vuelto a Dios.

El Señor pide en otras palabras que seamos consecuentes, que nuestro testimonio avale lo que hemos confesado con nuestra boca. Esto implica, como hemos dicho en otras ocasiones, tomar medidas concretas. Albert Einstein dijo una vez que «La locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados». Desde luego, es insensato esperar dar frutos dignos de arrepentimiento si sigo comportándome de la misma manera que lo hacía antes, cuando me deleitaba y me recreaba en el pecado. Y no pensemos aquí solo en pecados como la lujuria o el alcoholismo. Incluyamos también, por ejemplo, el ocio, el desorden, la pereza, la codicia, la murmuración y la amargura.

Te invito a pensar por un momento. Si estás aquí, lo más probable es que te hayas arrepentido de tus pecados en alguna ocasión. Me atrevo a decir que en alguna oportunidad en tu vida has dicho: «Señor, perdóname por mis pecados, me arrepiento». Ahora, ¿Has dado frutos dignos de arrepentimiento, o sigues haciendo las mismas cosas que hacías antes? Te ruego que medites por un instante, ¿Tu vida evidencia que te has arrepentido? ¿Cuáles son tus frutos?

Desde luego, mientras vivamos en este cuerpo mortal nunca podremos ser libres de la presencia del pecado. Caeremos de una u otra manera incluso después de arrepentirnos. Sin embargo, lo que ha de notarse es una diferencia apreciable entre lo que eras antes de arrepentirte y lo que eres ahora. Nadie puede tener un encuentro con Dios sin que eso se refleje en los hechos.

Si reconoces que eres pecador, pero cuando eres confrontado con tu pecado comienzas a dar explicaciones y justificaciones de tus actos, si incluso adornas los hechos para exculparte, si buscas un escape a tu culpa antes que reconocer efectivamente que has caído y que necesitas la gracia de Dios para vencer el mal que hay en ti, si buscas siempre cumplir con el mínimo y tratas de rebajar el estándar para que calce con tu forma de vivir; entonces no te has arrepentido genuinamente.

Por otra parte, puede ser que te cueste muchísimo, y te encuentres andando como un lisiado en un camino pedregoso y empinado, pero estás luchando, y no quieres seguir en tu pecado. Tu alma no está tranquila entregándose al mal, sino que buscas a Cristo con fervor para que te ayude a vencer el pecado que habita en ti. Si este es tu caso, aun cuando tu vida no sea una muestra de madurez acabada, estás dando frutos dignos de arrepentimiento.

Ahora, volviendo al texto, vemos que la medida que el pueblo tomó para enmendar el rumbo fue separarse de las mujeres que habían tomado en casamiento, e incluso también de sus hijos. Alguno podrá preguntarse quizá, si esto se contradice con las instrucciones que da Pablo en el Nuevo Testamento. Esto porque Pablo dice: «Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. 13 Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone» (I Co. 7:12-13).

Sin embargo, el caso expuesto en Esdras no es el mismo del que habla el Apóstol Pablo. El Apóstol Pablo habla de aquellos que llegaron a Cristo ya casados, específicamente aquellos que fueron salvados, pero cuyos cónyuges continúan siendo incrédulos. Pensemos en el caso de una persona que no era cristiana, y que se casó con otra persona que tampoco creía en Cristo, pero que luego de haber contraído matrimonio, uno de los dos oye el Evangelio y se convierte, mientras que el otro permanece en su incredulidad. Específicamente en ese caso, si el cónyuge que sigue siendo inconverso quiere seguir viviendo con el cónyuge creyente, este último no debe abandonar a su esposo o esposa; pero si el incrédulo quiere separarse, Pablo da libertad al creyente para acceder a esa solicitud.

Lo anterior se demuestra porque en ese mismo pasaje Pablo termina diciendo: «Cada uno en el estado en que fue llamado, en él se quede» (I Co. 7:20).

Por otro lado, el caso expuesto en Esdras es muy distinto. Se trata de personas que conocían la verdad de Dios, y que se contaban dentro de su pueblo. Entre ellos había sacerdotes y levitas, así como también príncipes y gobernadores. Ellos conocían muy bien la prohibición de Dios en su ley: «3 Tampoco te unirás en matrimonio con ninguna de esas naciones; no darás tus hijas a sus hijos ni tomarás sus hijas para tus hijos, 4 porque ellas los apartarán del Señor y los harán servir a otros dioses» (Dt. 7:3-4).

Es decir, se trataba de un matrimonio prohibido desde un comienzo, y este hecho era conocido de sobra por los judíos que cayeron en este pecado. Ellos, a sabiendas, habían violado la voluntad del Señor, sellando una alianza que estaba prohibida por Dios. Por tanto, el arrepentirse implicaba deshacer este pacto que estaba prohibido por el Señor.

Matthew Henry afirma al comentar este pasaje: «El caso es simple: lo que se hizo mal debe deshacerse de nuevo en la mayor medida posible; nada menos que esto es el arrepentimiento verdadero. El pecado debe quitarse resueltos a no tener nunca nada más que hacer con eso. Lo que se ha obtenido injustamente, debe restaurarse».

Ante esto, alguien podría decir: «Está bien, pero Dios aborrece el divorcio, y Jesús dijo que solo podíamos divorciarnos cuando uno de los cónyuges caía en adulterio». Sin embargo, Dios aborrece también los matrimonios prohibidos, y cuando Jesús habló de las causales de divorcio, lo hizo refiriéndose a matrimonios contraídos legítimamente, no a matrimonios prohibidos. Esto porque el matrimonio prohibido nunca debió haberse producido. Si Dios ya ha dicho “no te cases”, no puedo luego pretender que concurra una causal de divorcio para concluir que esa unión no debía haber existido.

Concluimos, entonces, que Esdras y el pueblo tomaron la decisión correcta al determinar la separación de los matrimonios que habían sido contraídos ilegítimamente, contra la ley de Dios. Como afirmó Matthew Henry, tal medida revela un arrepentimiento en sus corazones.

Ahora, desde luego que todo esto es una tragedia terrible. Esto nos muestra el poder destructor del pecado, y es una evidencia más de que cuando uno peca, arrastra a muchos consigo hacia abajo. Las consecuencias del pecado van más allá de lo que vemos al minuto de cometerlo. El pecado se presenta como un dulce sabroso y atractivo, pero es un veneno mortal. Nos ofrece placer, comodidad y satisfacción, pero no satisface en absoluto, y luego de un placer momentáneo y vacío, termina jalando nuestra alma hacia sus prisiones de oscuridad. Nos deja en la soledad, donde nos debilita y nos destruye.

Estos hombres judíos, que se vieron atraídos por las mujeres cananeas, que las conquistaron y las tomaron como posesión, debían ahora desandar el camino recorrido y apartarse de ellas, dejando una familia rota a su paso. De esto no se puede culpar a Dios, ya que su prohibición estuvo clara desde un comienzo, y era de sobre conocida por quienes transgredieron su voluntad.

El pecado, entonces, no solo destruye a quien lo practica, sino que genera una onda expansiva de degradación, putrefacción, destrucción y desastre, afectando a quienes nos rodean, generalmente a quienes más amamos.

Por otra parte, este texto nos muestra que el arrepentimiento implicará muchas veces tomar medidas extremadamente dolorosas. Podemos presumir que estos judíos se habían enamorado de esas cananeas, y ahora debían dejarlas. En ocasiones, entonces, para dar frutos dignos de arrepentimiento deberemos tomar medidas radicales y que implicarán sacarnos un ojo o cortarnos una mano, como decía Jesús: «Por tanto, si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él sea arrojado al infierno. 30 Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él vaya al infierno» (Mt. 5:29-30, NVI).

Por último, consideremos la exhortación que Secanías dirige a Esdras (v. 4): «Levántate, porque esta es tu obligación, y nosotros estaremos contigo; esfuérzate, y pon mano a la obra»

A veces quedamos tan abatidos por el peso de nuestra culpa, que llegamos al punto de la inacción. Creemos que ya no hay perdón para nosotros, y nos concentramos tanto en la maldad de nuestro corazón, que terminamos deprimiéndonos y abatiéndonos hasta no querer hacer nada. “Tal vez ya colmé la paciencia de Dios y no hay perdón para mí”, decimos.

Aquí el engaño del enemigo puede ser muy sutil, porque se basa en una verdad. Es cierto, debemos lamentarnos por nuestro pecado y avergonzarnos profundamente por él. También es cierto que para Dios el pecado es abominable, y que Él lo detesta. Sin embargo, el mismo Señor nos llama a estar a cuenta con Él cuando hayamos pecado. Él mismo nos invita a venir una y otra vez a sus pies cuando caigamos, ya que tenemos abogado ante el Padre, que intercede por nosotros.

Por tanto, el arrepentimiento no es para permanecer caídos ni abatidos en un rincón, sino para correr a Cristo y rogar al Señor misericordia en su nombre. Quizá eso es lo que tenía en mente Secanías cuando dijo a Esdras: «… a pesar de esto, aún hay esperanza para Israel» (v. 2). Esto porque el arrepentimiento ya es una muestra tremenda de la gracia de Dios, que no nos ha desamparado en nuestra oscuridad, sino que sigue obrando en nuestros corazones para hacernos volver a Él.

Él podría abandonarnos a nuestra maldad, pero escoge obrar con su Espíritu Santo en nosotros para que enmendemos el rumbo y vivíamos como a Él le agrada. Así, el arrepentimiento del pueblo luego de tan grande transgresión se presenta como el primer brote verde en un terreno completamente quemado. Con eso, Dios estaba diciendo que Él aun obra en los corazones de los hombres, y que el pecado no puede llevar a la iglesia más allá del alcance de la gracia de Dios.

Por ello, si hemos pecado, recibamos la exhortación dirigida a Esdras: levantémonos, porque es nuestra responsabilidad, y disfrutemos de la compañía de pecadores redimidos que son guardas de nuestra alma, y que tal como nosotros luchan día a día con su propia maldad, pero han entregado sus vidas en las manos del tierno y amoroso Salvador. Ellos estarán con nosotros, por lo que debemos esforzarnos, cobrar ánimo y trabajar.

Conclusiones

• La tristeza, el lamento y la vergüenza son elementos del arrepentimiento verdadero, que se evidencian con frutos que demuestran nuestro arrepentimiento. • No podemos haber tenido un encuentro con Dios y seguir igual que antes. • Al pecar arrastramos con nosotros a nuestro entorno, y terminamos dañando incluso a los seres más amados. • El arrepentimiento implicará tomar medidas para hacer morir las obras de la carne en nosotros. • El arrepentimiento implica muchas veces deshacer lo que se hizo mal y devolver lo que se obtuvo ilegítimamente. • El arrepentimiento es una muestra de la misericordia de Dios, y debe animarnos a seguir confiando en la obra que su Espíritu Santo está haciendo en nosotros. • La iglesia debe acoger al arrepentido, y promover tiernamente el arrepentimiento entre sus miembros, para que cobren ánimo a medida que siguen a Cristo.

Reflexión final

El cap. 10 continúa relatando cómo los que habían pecado se separaron de sus mujeres paganas. Da una lista considerable de nombres de aquellos que cayeron en este pecado, y luego termina diciendo: «Todos estos habían tomado mujeres extranjeras; y había mujeres de ellos que habían dado a luz hijos» (v. 44).

Ese es el último versículo del libro de Esdras. ¿Cómo es posible que un libro que comenzó de una manera tan gloriosa, cuando Dios despertó el corazón de Ciro Rey de Persia, termine de una forma tan vergonzosa?

Dios nos mostraba con esto, una vez más, que lo que ocurría antes de la venida de Cristo eran sombras de lo que había de venir. Ningún rey humano podía cumplir ni encarnar todas las promesas de redención que el Señor había hecho para el futuro. El pueblo de Israel y la Jerusalén física tampoco serían realidades definitivas, sino que servían de ejemplos para lo que el Señor tenía preparado para el final de los tiempos, es decir, la revelación de todas las cosas en Cristo Jesús.

Tenía que venir este Rey, esta piedra no cortada con mano que desbarataría todos los reinos de la tierra, y que traería consigo un reino que no es de este mundo, del cual son parte todos aquellos que creen en Él y lo reconocen como Rey, sometiendo sus vidas a su voluntad y su señorío.

El pueblo de Israel daba testimonio una vez más de su incapacidad para obedecer a Dios, de su rebeldía a la voluntad del Señor que los había rescatado y bendecido. Pero cuando viniera el Cristo, Él haría un nuevo pacto a través de su carne y de su sangre, y escribiría la ley en los corazones de su pueblo, para que así no quebrantaran ya más su pacto: «Éste es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. 34 Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: “¡Conoce al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados» (Jer. 31:33-34).

A nosotros se nos revelaría en Cristo que el verdadero Israel no es el sanguíneo, sino el espiritual, y está compuesto de aquellos que han ejercido su fe en Jesús, y la verdadera circuncisión no es la hecha en el cuerpo, sino en el corazón, cuando el Espíritu Santo realiza su obra regeneradora y escribe la ley en nuestros corazones, para que obedezcamos a Dios genuinamente y como a Él le agrada.

Todos estos acontecimientos en el libro de Esdras, incluso su caída, no hacían más que preparar el camino para la venida del Mesías, nuestro Salvador, que vendría a hacerse hombre, a vivir entre nosotros, a ser rechazado, maltratado y crucificado, pagando el precio de nuestra maldad, y luego resucitaría al tercer día, y que ahora está sentado a la diestra del Padre esperando a que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies.

¿Crees esto? Entonces Cristo es tu Salvador. ¿Aún no has creído? ¡Cree y serás salvo! Busca al Señor mientras puede ser hallado, llámale en tanto que está cercano, y Él será amplio en perdonar. Amén.