Conoceréis que Yo Soy
Domingo 23 de octubre de 2016
Texto base: Juan 8.21-30.
En el mensaje anterior seguimos revisando la discusión entre Jesús y los líderes religiosos, lo más probable es que todavía fuera en la fiesta de los tabernáculos. Allí el Señor se presentó ahora como la luz del mundo, cosa que sólo puede hacer el Señor y Creador de todo.
Sólo Dios es luz, Él es quien la forma, y su gloria está llena de un resplandor eterno. Mientras las tinieblas, la muerte y la mentira están relacionadas; la luz, la vida y la verdad están unidas en la persona de Jesucristo, quien vino al mundo para alumbrarnos, darnos vida y liberarnos con la verdad.
Él ha sido siempre la luz de su pueblo, y promete que quienes lo siguen no andarán en tinieblas, sino que tendrán la luz de la vida. Los creyentes reciben luz, para que no anden en la oscuridad de su ignorancia pasada; también andan en la luz, dejando su vida de pecado para seguir a Cristo, y además son luz, ya que reflejan ante el mundo el resplandor que han recibido de Cristo.
Dijimos que pasaremos toda la eternidad según lo que hayamos seguido aquí. Quienes amaron más las tinieblas que la luz, serán echados a las tinieblas de afuera, donde es el lloro y el crujir de dientes. Pero quienes siguen a Cristo, habitarán en la ciudad celestial, donde no hay noche ni oscuridad, sino que Cristo es la lumbrera que ilumina a sus redimidos, y su luz lo llena todo. Por eso, quien lo sigue no andará en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida.
Hoy nos detendremos nuevamente en la porfiada incredulidad de los líderes religiosos, quienes una vez más se niegan a aceptar el claro testimonio que respalda a Jesús, trayendo sobre sí la condenación.
- Lecciones sobre la incredulidad
Al ver las características de la incredulidad que se presentan en este pasaje, podemos darnos cuenta que esa incredulidad está presente no sólo en estos líderes religiosos, sino que en todos quienes rechazaron, rechazan o rechazarán a Cristo alguna vez. Por eso debemos preguntarnos a medida que revisamos estos rasgos de la incredulidad, si ellos se encuentran en nosotros o no.
- Demanda evidencias y rechaza las que existen: Vimos en el mensaje anterior que los fariseos querían que otro diera testimonio de Jesús, no les bastaba el testimonio que Él daba de sí mismo. Pero en realidad esto demostraba rebeldía y porfía, ya que Jesús había presentado antes claramente a todos sus testigos, pero ellos los rechazaban llenos de orgullo y necedad. Seguían pidiéndole testigos, pero no aceptaban el testimonio potentísimo con que Cristo ya se había presentado entre ellos: el Padre, Juan el Bautista, sus propias obras milagrosas y las Escrituras testificaban claramente de Él, pero los líderes religiosos seguían en su porfía.
La incredulidad demanda señales, demanda evidencias, pero es contradictoria porque rechaza todo lo que el Señor ya ha revelado sobre sí mismo. La Escritura nos enseña que "las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa" (Ro. 1:20). Pero los no creyentes rechazan este testimonio claro que se encuentra en la Creación. No reconocen al Señor en lo imponente del firmamento, no se maravillan de su diseño en las criaturas inmensas ni en las microscópicas, no ven su gloria en la fuerza del mar, ni en los bosques llenos de vida, ni en las grandes montañas. En lugar de eso, permanecen en su incredulidad, y la Escritura dice de ellos que "habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido" (v. 21).
El incrédulo, al ver a Jesús, lo menosprecia. Lo mira en menos, no lo ve como digno de su confianza. Los líderes religiosos querían que otro diera respaldo sobre quién era Jesús. Al escucharlo hablar, constantemente respondían con burlas, sarcasmos y con menosprecios. El incrédulo desea que Jesús sea de otra forma a como realmente es, no se contenta con el Jesús real, le encuentra "peros" y detalles, quisiera poder moldearlo conforme a su corazón corrupto, y cambiarlo según sus gustos y sus intereses.
También rechazan el testimonio de la Escritura. Aunque estos líderes declaraban ser maestros de la Escritura, no podían ver en ella que en Jesús se cumple lo que antes fue anunciado. Aunque pensaban ser expertos y estudiosos de la Escritura, perdían por completo el tema central de ella: cómo el Señor trae redención del pecado en Cristo, siendo Cristo el cumplimiento de todas las promesas y propósitos de Dios.
- Erróneamente cree saber quién es Jesús: los líderes religiosos pensaban que tenían bien identificado a Jesús, pero no tenían ni la más remota idea. Sus corazones estaban cerrados a la verdad, si no aceptaban el claro testimonio que ya existía sobre Cristo, no creerían aunque llovieran las señales. Esto una vez más nos demuestra que se puede saber acerca de Dios, se puede incluso estudiar las Escrituras y conocer su contenido con gran detalle, pero sin tener ni una pizca de luz en el corazón, sin haber recibido gracia, sin conocer realmente a Dios.
El incrédulo cree ver a Jesús como es, cree que lo tiene controlado. O también puede ser que no se interese realmente por él. No lo ve como relevante. En cualquier caso, confía más en su propia visión y su propia sabiduría para saber quién es Cristo, que en lo que la Escritura dice acerca de Él. Me atrevo a decir que todos podemos ver a esa típica persona que, al escuchar de Cristo, con un aire soberbio hace un gesto de desprecio con la mano y dice: "yo sé quién es, a mí no me vienes con cuentos". Pero al hablar con él te das cuenta que no sabe nada de Cristo, que ha creído cuentos ridículos sobre Él, pero nunca se ha interesado en leer directamente el testimonio del Evangelio.
- Juzga con criterios humanos: los incrédulos tienen la mente en tinieblas, su discernimiento está corrompido, juzgan según la carne, juzgaban sin la sabiduría ni el discernimiento que viene del Señor. Los líderes religiosos evaluaban a Jesús según quiénes eran sus padres terrenales, qué estudios tenía, qué posición ocupaba en las sinagogas o en el consejo de ancianos. Pero ninguno de esos criterios les sirvió para ver la realidad tal como es: tenían al Hijo de Dios frente a sus ojos, a la luz eterna y resplandeciente de la que viene toda vida, pero no podían verlo, y esa ceguera es la más terrible de todas, aquella que nos impide ver a Cristo como la única salvación y la única esperanza.
Hoy sigue ocurriendo lo mismo, los incrédulos evalúan a Cristo según criterios humanos y no se interesan por saber realmente quién es, les basta su propia impresión. Pero la Escritura dice que "… el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" 1 Co. 2:14. Su mente está atrofiada para juzgar correctamente, pero ellos creen que su juicio es correcto.
- Es atrevida y porfiada: los líderes religiosos tenían muchos datos en su cabeza, pero todo eso era inútil para comprender el sentido de las palabras de Jesús. Ellos se burlaron de Él en varias ocasiones. Su incredulidad les impedía ver que Jesús es el Señor y Rey del universo, que tiene autoridad y poder para consumirlos en el acto; y eso los llevó a ser insolentes, a tratar al Señor de todo como si fuera igual o inferior a ellos, a ser sarcásticos y burlones con él.
Sugirieron que el Señor se iba a suicidar, lo que era un pecado terrible en la cultura judía (y lo sigue siendo), estaban diciendo que Jesús, el Señor de todo, podría hacer esto, y todo esto con sarcasmo. Esta actitud la vemos en muchos no creyentes hoy, quienes hablan de Jesús diciendo groserías y chistes de doble sentido, lo tratan con palabras vulgares y se burlan de su sacrificio y de su doctrina. La incredulidad sin duda es insolente y atrevida.
Es además porfiada, ya que los judíos seguían preguntando a Jesús quién era Él, siendo que Jesús les había dicho una y otra vez quién era, se presentó delante de ellos de distintas formas y mostrando sus credenciales, sus mismas obras testificaban claramente que como Él no había ningún otro, y sus palabras eran como las de ningún hombre, nadie había hablado así jamás.
Para ese entonces Jesús ya llevaba un buen tiempo predicando públicamente, haciendo milagros impresionantes como la multiplicación de los panes y los peces, se había presentado como el pan de vida, como el que puede calmar la sed, como la luz del mundo, pero ellos porfiada y neciamente y a pesar de toda la evidencia que existía hasta el momento, seguían preguntándole quién era.
Esta porfía es la misma que vemos en los no creyentes hoy, quienes, a pesar de escuchar mensajes, de ser exhortados por diversos medios para seguir al Señor, y de ver en sus vidas eventos que les deberían llevar a pensar que hay un Dios, se resisten y siguen preguntándose neciamente: ¿Será cierto que hay un dios?, o disfrazan todo de una falsa humildad diciendo cosas como "admiro a la gente que tiene fe, yo simplemente no puedo".
- Es de este mundo (caído): la incredulidad sólo existe en este mundo, en este sistema humano que se encuentra bajo los efectos del pecado y que tiene la mente en tinieblas. En el infierno no hay incredulidad, y por supuesto tampoco en el Cielo. Incluso los demonios que atormentaban al gadareno, al ver a Jesús exclamaron: "¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios?" (Mt. 8:29).
Pero los líderes religiosos se encontraban aun peor que los demonios. Ellos no podían reconocer en Jesús al Hijo de Dios. Los demonios incluso reconocieron la autoridad de Cristo, pero los líderes religiosos sólo tuvieron palabras de menosprecio hacia Jesús.
La incredulidad es necedad pura, es producto de un entendimiento sumido en la oscuridad, atrofiado, deformado y corrompido por el pecado. Sólo existe en seres muertos espiritualmente, seres que no pueden ver la realidad, seres que están esclavizados a su maldad y que están capturados por la mentira. Y así éramos todos nosotros, y lo seguiríamos siendo si el Señor no hubiera alumbrado nuestros ojos con su Espíritu, mostrándonos a Cristo.
Por eso Jesús dijo a estos líderes que ellos son de este mundo, pero que Él es de arriba. Los líderes religiosos reflejaban la lógica de este mundo caído. Debiendo guiar a su pueblo hacia Dios, y predicando en su nombre, en realidad de su boca salía sólo agua podrida, y en sus pensamientos había sólo mentiras y oscuridad. Percibían las cosas terrenalmente y su juicio era carnal.
En ellos se cumplía plenamente la Escritura, cuando el Señor dice: "“Porque Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, Ni sus caminos son Mis caminos,” declara el Señor. Porque como los cielos son más altos que la tierra,
Así Mis caminos son más altos que sus caminos, Y Mis pensamientos más que sus pensamientos" (Is. 55:8-9).
- El que viene de lo alto
Una vez más se presenta la lógica de Jesús manifestándose como la salvación de la humanidad, pero siendo rechazado por los primeros que debían recibirlo. A lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron.
El Señor había hablado antes a su pueblo de muchas maneras y por distintos medios, antes había enviado profetas, jueces que gobernaron a su pueblo y los liberaron de la opresión de sus enemigos, sacerdotes que pastorearon al pueblo de Dios con fidelidad, e incluso habló a través de sueños y visiones revelando cuál era su voluntad.
Pero ahora hablaba por medio de su Hijo. Él no era sólo un profeta, sino que era EL profeta que había de venir. No era simplemente alguien que gobernaría sobre su pueblo, sino que es el Hijo de David que reinará en su Trono para siempre. No era simplemente un guía espiritual o un pastor amoroso, sino que es el Príncipe de los Pastores. No era meramente alguien que anunciaba la Palabra, sino que era la Palabra en persona, la mente y la Palabra de Dios hecha hombre.
Además, no fue un simple mortal que fue llamado en un momento de su vida para servir a Dios. Ni siquiera fue apartado desde el vientre de su madre como se dice de Jeremías y Juan el Bautista. Jesús, como ningún otro, venía de arriba. Él era en el principio, estaba con Dios y era Dios desde la eternidad. Él hizo todas las cosas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho, todo fue creado por medio de Él y para Él. Él es la luz eterna que resplandece en la gloria por los siglos de los siglos. Es la vida, la fuente que da existencia a todo lo que hay, es antes de todas las cosas, y quien mantiene todo unido y funcionando por la palabra de su poder.
Y durante todo su ministerio, el Padre estuvo con Él, por eso dice aquí: “el que me envió conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (v. 29). No sólo su muerte nos salva, sino también su vida. Nosotros pecamos constantemente y en todo lo que hacemos. Jonathan Edwards dijo: “Cuando veo adentro de mi corazón y percibo su infinita maldad, creo que es un abismo más hondo que el infierno. Cuando oro, peco; cuando predico, peco; tengo que arrepentirme de mi arrepentimiento, y mis lágrimas necesitan lavarse en la sangre de Cristo”. Pero Cristo hizo siempre lo que agrada al Padre, y aunque fue tentado en todo, nunca pecó (He. 4:15). Cumplió cada punto y cada coma de la ley, vivió la vida justa que nosotros no podíamos vivir, y murió la muerte que nosotros merecíamos morir.
Él vivió en perfecta obediencia al Padre, por eso el Padre siempre estaba con Él, y esta obediencia perfecta es tan importante para nosotros como su muerte en la cruz, porque es esa obediencia la que se pone en nuestra cuenta cuando creemos en Cristo, como si nosotros hubiéramos sido perfectos como Él.
Él es el Hijo unigénito de Dios, lo que significa que comparte la esencia de Dios Padre, que es eterno como Él y que tiene su mismo poder y autoridad, es Uno con Él. Nadie más es Hijo de Dios de la misma forma en que Jesús es Hijo de Dios. Él es lleno de gracia y de verdad, es la imagen del Dios invisible, el resplandor de su gloria y quien tiene toda autoridad sobre la creación, es heredero de todo y ha recibido todas las cosas en sus manos.
Él es Admirable, Consejero, Dios fuerte, Príncipe de Paz, y en esa calidad vino al mundo, despojándose momentáneamente de su gloria, tomando forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte. Es ese Jesús, lleno de gracia y verdad, quien estaba hablando ante estos líderes religiosos. Por eso Jesús les dijo que Él es de arriba, pero ellos son del mundo.
Nadie, ningún ser humano puede decir que "es de arriba" como Cristo lo dijo. Él podía decirles con toda propiedad: "mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos" (Is. 55:8-9).
Jesucristo es el enviado del Padre al mundo. Escucharlo a Él era escuchar a Dios Padre. Verlo a Él, conocerlo a Él, creer en Él, seguirlo a Él, era realmente hacer todo esto hacia el Padre. Cristo tenía un mensaje claro y determinado de antemano, Él venía a entregar fielmente, respetando cada punto y cada coma, aquello que el Padre le dio para que comunicara.
Este mensaje es poderoso para salvar al mundo entero, es el mensaje de vida y salvación en la persona de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la luz del mundo. Pero para quienes lo rechazan amando más las tinieblas que la luz, esto que es una buena noticia se transforma en una sentencia de muerte.
Es a este Jesús, con toda su majestad y su autoridad, con todo lo supremo de su Ser y su divinidad, a quien estos líderes religiosos estaban rechazando llenos de necedad y orgullo. Y su incredulidad y rebelión tendrían consecuencias serias.
- Las consecuencias de la incredulidad
Jesucristo estaba allí delante de ellos, hablando las Palabras de Dios. Estaba allí al alcance, podía ser encontrado, ellos podían acudir a Él en persona, en arrepentimiento y fe. Pero eso no sería siempre así. Jesús pasaría de este mundo para volver a su Padre, y eso lo haría a través de la muerte de cruz que debía padecer para pagar por los pecados de quienes creerían en Él.
A eso se refería cuando dijo: “Yo me voy, y me buscaréis, pero en vuestro pecado moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir” (v. 21). Tenían la salvación ante sus ojos, pero rehusaron ir. El Señor partiría de este mundo en breve, y ellos nunca más podrían estar ante su presencia, hasta el momento en que murieran en sus pecados, y tuvieran que presentarse ante Él como juez de toda la Creación.
Ellos se habían entregado a su incredulidad, sus corazones estaban endurecidos, sus ojos cubiertos de oscuridad, sus oídos estaban cerrados a la verdad. No querían ir a Cristo para tener vida. Habían rechazado a la vida que vino al mundo, a la luz que alumbra a la humanidad para liberarla de su condena. Habían amado más las tinieblas que la luz.
Y rechazar al mismo Dios hecho hombre no es cualquier cosa: es, por lejos, lo peor que una persona puede hacer. Podríamos pensar en alguien que se encuentra en huelga de hambre, y por fidelidad a su causa muere rechazando el pan que se le ofrecía. O podemos pensar en un enfermo terminal, que por hastío de la vida, ya no quiere recibir ninguna medicina y simplemente quiere morir. En ambos casos se rechaza la salida a una situación de necesidad, pero la consecuencia de eso es simplemente la muerte física.
Pero quien rechaza al Hijo de Dios, quien rechaza a Cristo y su salvación, está en la situación más miserable y ruinosa, con su rechazo está declarando que Dios es mentiroso, que Cristo es menospreciable, y que está prefiriendo las tinieblas. Quien muera de esta forma, morirá en sus pecados.
Se puede morir de muchas formas, pero no hay forma más terrible de morir que morir en nuestros pecados. Allí nos entregamos a la separación eterna de la bondad de Dios, el estado de muerte y oscuridad se hace definitivo, se vuelve eterno. Los no creyentes que aún viven, a pesar de su rebelión disfrutan de bendiciones que Dios da a justos e injustos: el sol sale sobre ellos cada día, reciben provisión de agua, alimento y sustento, tienen momentos de alegría, cae lluvia sobre su tierra, disfrutan de salud, y un sinfín de otras bendiciones.
Esto debemos decirlo fuerte y claro: quien no cree en Cristo como Señor y Dios, morirá en sus pecados. Y esto queda claro desde el comienzo de este Evangelio, cuando dice: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).
Imaginemos lo terrible que debe ser caer a una alcantarilla asquerosa y morir ahogado en sus aguas llenas de desechos y excremento. Sin duda debe ser algo espantoso. Pero aun eso es infinitamente mejor que morir en nuestros pecados. Toda la suciedad de una alcantarilla puede hacernos vomitar, enfermarnos, causarnos toda la repulsión del mundo e incluso llevarnos a morir físicamente, pero no tiene efecto en nuestra eternidad. La suciedad de nuestra alma, en cambio, puede condenarnos eternamente y hacer que seamos lanzados para siempre en las tinieblas de afuera, donde es el lloro y el crujir de dientes.
Quien muere en sus pecados, es entregado para siempre al más completo desamparo. Ya no recibirá ninguna bendición, sino solo maldición, su muerte será eterna, su oscuridad no tendrá fin, su dolor nunca será aliviado, sus necesidades nunca serán satisfechas, sus gritos no serán escuchados, su clamor nunca será atendido, buscará con desesperación que todo eso se termine, pero nunca acabará, nunca tendrá un momento de descanso, ni de paz, ni de alivio, ni de pausa a su tormento.
Cuando Jesús les dice que morirán en sus pecados, está diciendo también que en su muerte no experimentarán consuelo ni paz de ninguna clase, sólo tenebrosa desesperación. Aquél a quien rechazaron, no estará presente para ayudarlos en su necesidad. Esto nos recuerda la solemne advertencia que se encuentra en el libro de Proverbios:
“Porque he llamado y han rehusado oír, He extendido mi mano y nadie ha hecho caso. 25 Han desatendido todo consejo mío Y no han deseado mi reprensión. 26 También yo me reiré de la calamidad de ustedes, Me burlaré cuando sobrevenga lo que temen, 27 Cuando venga como tormenta lo que temen Y su calamidad sobrevenga como torbellino, Cuando vengan sobre ustedes tribulación y angustia. 28 Entonces me invocarán, pero no responderé; Me buscarán con diligencia, pero no me hallarán, 29 Porque odiaron el conocimiento, Y no escogieron el temor del Señor, 30 Ni quisieron aceptar mi consejo, Y despreciaron toda mi reprensión. 31 Comerán del fruto de su conducta, Y de sus propias artimañas se hartarán. 32 Porque el desvío de los simples los matará, Y la complacencia de los necios los destruirá. 33 Pero el que me escucha vivirá seguro, Y descansará, sin temor al mal” Pr. 1:24-33.
Repito, no hay forma más terrible de morir, que morir en nuestros pecados. Es irremediable. No hay a quién apelar, no hay quien pueda auxiliarnos. No hay vuelta atrás. Y eso nos dice algo terrible: es posible que a un Salvador como Cristo, que es amoroso, paciente y lleno de gracia, se le busque demasiado tarde. Es posible que se vea su majestad, su gloria y su verdad cuando ya pasó el tiempo en que puede ser encontrado.
Estos líderes religiosos querían matar a Jesús, y llegaría un momento en que iban a hacerlo. Le iban a echar mano, y lo colgarían de un madero con la complicidad de los romanos. Judíos y gentiles unidos en su odio a Cristo, la humanidad entera allí representada, rechazando a la luz del mundo y matando al autor de la vida. Pero ellos no sabían que, al conducirlo a la cruz, lo condujeron a la corona, y un día se darían cuenta demasiado tarde de quién era el que estaban rechazando.
Sí, porque ¿Cuándo ocurre la revelación máxima de Jesús? ¿En qué lugar se revela la gloria de su obra? Cuando el Hijo del Hombre es levantado en la cruz. De hecho, el símbolo universal del cristianismo es la cruz. Cuando Cristo es levantado en la cruz, es levantado hacia su Padre, hacia su exaltación. La misma crucifixión es una exaltación de Cristo, quien es glorificado en su sacrificio, en esa expresión suprema e incomparable de amor.
Sí, Jesús fue exaltado en la cruz. En ese lugar de aparente fracaso, Cristo consumaría su victoria final sobre el pecado, su obra quedaría terminada, la justicia de Dios quedaría satisfecha por completo. Allí, soportando la agonía bajo la ira de Dios, siendo quebrantado y molido por los pecados de su pueblo, de aquellos que creerían en Él, daría el golpe definitivo al pecado que cubre al mundo con su maldición, logrando redención para multitudes incontables de pecadores que se encontraban condenados.
El Cordero sin mancha, sin pecado ni maldad, sería levantado y sacrificado por el pecado de los criminales, y lleno de amor, cargaría sobre sus hombros con sus culpas y todo su prontuario criminal, para pagar su condena de una vez y para siempre.
Y la Escritura vuelve a hablarnos de estos líderes religiosos en Apocalipsis, cuando nos dice: “El viene con las nubes, y todo ojo Lo verá, aun los que Lo traspasaron; y todas las tribus (linajes y razas) de la tierra harán lamentación por El. Sí. Amén” (Ap. 1:7).
Quienes lo crucificaron se darán cuenta demasiado tarde de su crimen universal y eterno. Como dijo Cristo, “conocerán que yo soy”. Todos conocerán en algún momento que Él es Señor y Dios, y que Él juzgará al mundo con justicia. La pregunta es si reconocerás esto a tiempo, o cuando ya sea demasiado tarde y no haya para ti salvación.
¿Has reconocido que Cristo es el Señor? ¿Has rendido tu vida a sus pies, has venido a Él en arrepentimiento deseando ser transformado por su poder, y andar en una vida nueva que sea agradable a sus ojos? ¿Has sometido tu corazón a su Palabra, has doblegado tu voluntad ante la suya? ¿Ves en Él al Creador y Señor de todo, al Rey del universo que merece todo honor y toda gloria?
“Busquen al Señor mientras puede ser hallado, Llámenlo en tanto que está cerca. 7 Abandone el impío su camino, Y el hombre malvado sus pensamientos, Y vuélvase al Señor, Que tendrá de él compasión, Al Dios nuestro, Que será amplio en perdonar” (Is. 55:6-7).
El momento para hacer esto es hoy, y ahora. No es más rato, ni mañana. No sea que cuando quieras hacerlo, ya sea demasiado tarde. Ven a Cristo hoy, y reconoce que Él es Señor. No te vayas a casa sin haberlo hecho. Que esa sea nuestra confesión. Amén.