Por Álex Figueroa

«Profetizaron Hageo y Zacarías hijo de Iddo, ambos profetas, a los judíos que estaban en Judá y en Jerusalén en el nombre del Dios de Israel quien estaba sobre ellos.

Entonces se levantaron Zorobabel hijo de Salatiel y Jesúa hijo de Josadac, y comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén; y con ellos los profetas de Dios que les ayudaban»

Esdras 5:1-2.

Como ya vimos en los domingos anteriores, el pueblo de Dios enfrentó diversos obstáculos en la reconstrucción, que retardaron la obra casi dos décadas, y que implicaron intimidaciones, amenazas, difamaciones, sobornos y acusaciones a las autoridades civiles.

Ante todos estos ataques desde el frente enemigo, el pueblo de Dios se desanimó y abandonó la reconstrucción. Cada uno comenzó a preocuparse por sus propios asuntos, y al parecer muchos empezaron a excusarse diciendo: “todavía no es tiempo de reconstruir la Casa de Dios”.

En este contexto es que comienza el capítulo 5 del libro de Esdras. Allí menciona que aparecen en escena los profetas Hageo y Zacarías, quienes hablaron en nombre de Dios, animándolos a continuar con la obra. Luego se nos dice que Zorobabel el gobernador, y Jesúa el sumo sacerdote, comenzaron a reedificar la Casa de Dios que estaba en Jerusalén, y que los profetas trabajaban con ellos y los ayudaban.

Pero ¿Qué fue lo que profetizaron estos hombres, que animó al pueblo de Dios a seguir con la reconstrucción? El domingo pasado analizamos el mensaje del profeta Hageo, quien llamó al pueblo a meditar en sus caminos y ordenar sus prioridades, poniendo a Dios y su Casa en primer lugar. Además les mostró las consecuencias de su desobediencia, demostrándoles que su rebeldía había hecho que todo su trabajo fuera infructuoso y en vano. Finalmente animó al pueblo a esforzarse, trabajar y cobrar ánimo, porque el Señor estaba con ellos.

Hoy nos concentraremos en el mensaje del profeta Zacarías.

Introducción

Zacarías además de profeta, fue sumo sacerdote. Volvió de la cautividad bajo el mando de Josué y Zorobabel, y comenzó a predicar dos meses después de Hageo. Su libro fue escrito para animar al pueblo y exhortar a los líderes en medio de un contexto de reconstrucción y renovación espiritual. Resalta la fidelidad del Señor ante un pueblo infiel, y la esperanza que se deriva de sus promesas. Enfatiza la soberanía de Dios sobre la historia y las naciones, y anuncia la culminación de todas las cosas con la venida final del Mesías. Muchas de sus profecías tenían una aplicación triple: (i) para su tiempo inmediato, (ii) para la primera venida de Cristo, y (iii) para la venida final en gloria de Jesús.

Cap. 1

“Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros”

(vv. 4-5) El Señor reprende a su pueblo, porque estaban cayendo en los mismos errores que sus antepasados, o al menos no habían sacado lecciones espirituales de las calamidades con que Dios asoló a Israel luego de su porfía y rebelión.

Cuán fácil es repetir los mismos patrones de pecado, aun cuando ya hemos visto que en el pasado el rebelarnos contra el Señor y el desoír su Palabra nos han traído ruina y pesares. Pablo exhorta a los corintios a hacer la misma reflexión (I Co. 10:1-12):

«Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto. Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. 10 Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. 11 Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. 12 Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga».

Es nuestra obligación reflexionar sobre nuestra vida, y sacar conclusiones espirituales de todo lo que nos ha ocurrido. ¿Qué es lo que me aparta de Dios comúnmente? ¿Dónde estoy tropezando una y otra vez, que me lleva a decaer en la fe? ¿Cómo puedo evitar seguir cometiendo los mismos pecados? ¿Qué cosas, situaciones o personas son las que me hacen caer, y que por tanto debo dejar? ¿Qué resoluciones debo tomar para volverme al Señor definitivamente? No hay excepción, todos debemos hacernos estas preguntas y otras similares para perseverar en la fe y seguir al Señor hasta el final.

También es nuestro deber analizar la historia del pueblo de Dios, principalmente la que está registrada en la Biblia, y asimismo considerar lo que ha ocurrido en la historia de la iglesia. ¿Qué hizo que el pueblo de Dios dejara a su Señor? ¿Qué los llevó a abandonar la verdad? ¿Qué hizo que perdieran su foco y se apartaran de la Palabra de Cristo? ¿Qué los hizo extraviarse de la fe?

No podemos confiarnos. Tal como los creyentes del Antiguo Testamento fueron infieles y se apartaron de la verdad, así también puede hacerlo la iglesia, y podemos hacerlo nosotros como individuos. Es necesario velar y estar alertas, porque la misma disciplina que ejerció Dios sobre su pueblo antes, puede ejercerla ahora con nosotros.

(v. 3) El profeta llama al pueblo, entonces, a no ser rebelde como lo fueron sus antepasados, y a volverse al Señor, porque si ellos se vuelven al Señor, Él se volverá a su pueblo. Volverse al Señor implica dejar las malas obras y las prácticas pecaminosas. Es un cambio de mente, un cambio de actitud que se ejemplifica con un gesto físico (“volverse”). Implica dar la espalda a algo que hasta ese momento había estado mirando, y mirar lo que hasta ese momento había estado ignorando. El Señor nos llama a dar la espalda al pecado y a nuestros intereses personales, y volvernos hacia Él. Zacarías predicaba todo esto mientras el profeta Hageo llamaba al pueblo a meditar en sus caminos, dejando su egoísmo y su apatía hacia el Señor.

Mientras en el Antiguo Testamento se dice “volverse al Señor”, en el Nuevo Testamento el término que se emplea es “arrepentirse”. Como varios saben, la palabra griega para arrepentimiento es ‘metanoia’, que implica un más allá de la forma de pensar actual, una renovación de la mente en la Palabra de Dios y según la voluntad de Dios. El pensar distinto, de acuerdo a la voluntad de Dios, nos llevará a actuar distinto, porque los pensamientos dan a luz acciones. Los pensamientos son como moldes. Si mi forma de pensar no es según las Escrituras, entonces ese pensamiento moldeará una acción pecaminosa. En contraste, si mi forma de pensar viene de la Palabra de Dios, entonces las acciones fabricadas por esos pensamientos serán agradables al Señor y de bien para su pueblo.

v. 6: «Entonces ellos se volvieron al Señor, y dijeron: ‘El Señor Todopoderoso nos ha tratado tal y como había resuelto hacerlo: conforme a lo que merecen nuestra conducta y nuestras acciones» (NVI). Ante el llamado de Dios, el pueblo reaccionó, reconociendo que el Señor los había castigado justamente, y que merecían haber sido deportados. El primer paso para la conversión es el mismo que se requiere en un período de restauración: reconocer que nuestros caminos no han sido los caminos del Señor, y que hemos sido rebeldes a su voluntad. Admitir que hemos sido desobedientes, y que nada hay en nosotros que nos haga merecedores de su misericordia. Asumir que si Él nos ha perdonado y nos ha amado, no es por algo que haya visto en nosotros, sino porque Él decidió hacerlo. Él nos amó primero, Él nos escogió, y lo hizo simplemente porque quiso hacerlo según su perfecta sabiduría.

Cristo intercede por su pueblo

(vv. 12-13, 16-17) Si hay algo que anima a la iglesia hoy, es saber que Cristo intercede por nosotros. Él ora por su pueblo, compadeciéndose de su debilidad y rogando al Padre que no tenga en cuenta sus pecados, pues Él ya pagó el precio de ellos.

«Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto. 23 Y los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar; 24 mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; 25 por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (He. 7:22-24).

Los sacerdotes de la ley de Moisés debían interceder por su pueblo, pero como ellos eran mortales, su función tenía un fin y otro debía sucederlos. Así pasaron muchos sacerdotes, uno tras otro. Pero la labor de Cristo es eterna y definitiva, porque Él no muere. Dice que vive «siempre para interceder» por nosotros.

Pero aquí hay algo maravilloso: incluso antes de hacerse hombre y habitar entre nosotros, Cristo ya cumplía una labor intercesora por su pueblo. Pero, ¿Dónde aparece Cristo en este pasaje? Allí donde dice “el ángel de Jehová”. No tenemos el tiempo de hacer un estudio sobre el ángel de Jehová en este momento, pero baste decir que cada vez que se le menciona en el Antiguo Testamento, se le identifica con Dios. Así, Jacob luchó con el ángel de Jehová, pero se nos dice que luchó con Dios. El ángel de Jehová se apareció a los padres de Sansón, pero ellos dijeron «… a Dios hemos visto» (Jue. 13:22). Y pongamos atención en algo. El v. 12 dice: «Respondió el ángel de Jehová y dijo: Oh Jehová de los ejércitos…». Es decir, el Ángel de Jehová, que es Dios, tiene un diálogo con Jehová de los Ejércitos. Es decir, aquí tenemos una prueba de la eternidad de Jesús y de la Trinidad ¿No es hermoso?

Ante el ruego de Cristo por compasión para su pueblo, el Padre responde (v. 14) «buenas palabras, palabras consoladoras». ¿Cuáles son esas Palabras? (vv. 16-17) «Por lo tanto, así dice el Señor: “Volveré a compadecerme de Jerusalén. Allí se reconstruirá mi templo, y se extenderá el cordel de medir, afirma el Señor Todopoderoso.” 17 »Proclama además lo siguiente de parte del Señor Todopoderoso: “Otra vez mis ciudades rebosarán de bienes, otra vez el Señor consolará a Sión, otra vez escogerá a Jerusalén”».

Zacarías anunciaba al pueblo, entonces, que la Casa de Dios sería reconstruida, y que Él seguiría teniendo misericordia sobre Jerusalén. Ellos veían todavía el templo en ruinas, pero el Señor les aseguraba que la obra sería terminada, y que su favor volvería a estar con ellos. Por eso luego diría en el cap. 4 v. 9: «Las manos de Zorobabel echarán el cimiento de esta casa, y sus manos la acabarán; y conocerás que Jehová de los ejércitos me envió a vosotros».

¿No es lo que el Señor nos ha prometido también a nosotros? El Señor nos ha prometido por boca de Pablo «…el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6). Él no deja obra inconclusa, no es infiel a sus promesas porque no puede negarse a sí mismo. No te mires a ti para estar seguro o confiado. ¡Mira al Señor, mira a lo que Él ha dicho! Sólo ahí debe estar tu seguridad y tu contentamiento. En lo que el Señor es y en lo que Él ha dicho, en lo que Cristo ya hizo por nosotros.

Cap. 2

El Señor es la seguridad de su pueblo

«4Tanta gente habrá en Jerusalén, y tanto ganado, que Jerusalén llegará a ser una ciudad sin muros. En torno suyo —afirma el Señor— seré un muro de fuego, y dentro de ella seré su gloria» (NVI).

Lo más probable es que los que volvían del exilio estuvieran llenos de temor porque eran muy pocos, y porque su ciudad estaba sin muros, es decir, sin protección. Proverbios 14:28 nos dice: «En la multitud del pueblo está la gloria del rey; Y en la falta de pueblo la debilidad del príncipe». Los judíos estaban volviendo desde Babilonia a Jerusalén por partes. Quienes habían retornado eran pocos en número, y volvían a una tierra completamente arruinada.

Por otra parte, una ciudad que no tenía muros, estaba totalmente desprotegida ante cualquier ataque enemigo, y tampoco tenía cómo resguardarse de las fieras que podían hacer estragos en la población. Una ciudad en esta condición podía ser incendiada, saqueada y arrasada por completo en unas cuantas horas. Por tanto, era absolutamente impensado tener una ciudad sin muros. Sin embargo, esta era la situación de Jerusalén.

En medio de todos estos temores, el Señor les promete que llegarán a ser muchos, tanto así que no habrá muros que puedan abarcarlos. Además, les aseguraba que Él sería muro de fuego alrededor de ellos. Si Dios no estaba con ellos, no habría muro que los pudiera proteger. Pero si Dios estaba efectivamente con ellos, su protección estaba asegurada, aunque no tuvieran muros alrededor. Podemos decir junto con ellos «Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal. 46:1), y «Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; Mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio» (Sal. 18:2).

Sin embargo, es innegable que aunque esa profecía tenía aplicación para ese momento, su aplicación consumada es a la iglesia, la verdadera descendencia de Abraham, aquella que es por la fe en Cristo, y que llegaría a ser tan numerosa «… como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar» (Gn. 22:17). Esa es la Jerusalén Celestial, en donde el Señor será nuestra luz y nuestros muros, y de la que ya somos ciudadanos. Así, Pablo nos dice que «nuestra ciudadanía está en los cielos» (Fil. 3:20), y que la Jerusalén de arriba es nuestra madre (Gá. 4:26).

Sin darse cuenta, los judíos que recibían esta profecía de Zacarías eran puestos como una sinopsis de lo que ocurriría con el pueblo de Dios una vez que todas las cosas se manifestaran con la venida de Cristo.

El Señor nos anima hoy con esta Palabra, a confiar en su protección. Nuestra seguridad no está en el número de miembros de la congregación, ni en el lugar físico en el que nos reunamos. Nuestra protección viene de Él, y nuestra identidad viene de creer y andar en la verdad, en el Evangelio de Cristo el Señor. Jesús dijo: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, 28 y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. 29 Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. 30 Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:27-30). El Señor nos tiene seguros en su mano, y de allí nadie nos puede sacar.

Esto es así porque para el Señor su pueblo es preciado, y no porque nosotros valgamos algo por nosotros mismos, sino por el precio que fue pagado por nosotros: «Por precio fuisteis comprados» (I Co. 7:23), nos dice Pablo, y ese precio fue la sangre preciosa de Cristo Jesús. Por eso dice en el v. 8: «La nación que toca a mi pueblo, me toca la niña de los ojos». La niña de los ojos es la pupila, una parte delicada, y que cuando es atacada produce una reacción inmediata. Quien atente contra el pueblo de Dios no queda impune, ya que ha atentado contra Dios mismo. Eso explica que Jesús haya dicho a Saulo «¿Por qué me persigues?», cuando él perseguía a la iglesia. La iglesia es el cuerpo de Cristo, y lo que se hace al cuerpo afecta también a la cabeza. Esto muestra que el Señor está personalmente identificado con su pueblo, que lo representamos ante el mundo, y que el mundo será juzgado por cómo trate a la iglesia.

¿Qué mayor seguridad podemos tener? Como reflexionábamos el domingo pasado, ¿Si Dios es por nosotros, quién contra nosotros? Aunque ahora seamos perseguidos, menospreciados y mermados, sabemos que la victoria final ya fue conseguida, y que solo resta esperar a la manifestación del Hijo de Dios, quien vendrá con poder y gran gloria en el día final.

Luego diría el Señor a Zorobabel: «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Esto porque la fortaleza del pueblo de Dios no está en los medios ni los recursos humanos. No está en las estrategias ni en el ingenio, ni en el poderío del hombre, sino exclusivamente en el Espíritu del Señor que obra por medio de su Palabra. Por eso Pablo nos dice: «pues aunque vivimos en el mundo, no libramos batallas como lo hace el mundo. Las armas con que luchamos no son del mundo, sino que tienen el poder divino para derribar fortalezas. Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo» (II Co. 10:3-5, NVI).

Algo mayor está por venir

(vv. 10-11) La parte final de esta profecía nos indica que algo mayor, algo inimaginable estaba por venir. Dice que el Señor habitaría en Jerusalén, en medio de ella. Esto se cumplió por una parte cuando vino Cristo, y habitó en esa ciudad, cumpliendo allí la parte final de su ministerio. Por otra parte, se cumplió de una manera más plena, cuando descendió el Espíritu Santo del Señor y así habitó la Jerusalén espiritual que es la iglesia. Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Jn. 14:23), y Pablo dijo a la iglesia de Corinto: «Jesucristo está en vosotros» (II Co. 13:5). De hecho, en la carta a los Efesios cap. 2 se nos dice también que los creyentes en Cristo son juntamente edificados en la iglesia, para morada de Dios en el Espíritu (v. 22). La iglesia es Casa de Dios, el Señor habita en ella, su Espíritu es su motor, el que pone en ella tanto el querer como el hacer. El Señor ha cumplido su promesa, y habita en su pueblo, es la gloria de aquellos que creen en Él.

También dice que las naciones se unirán al Señor en aquél día. ‘Las naciones’ es un término que se usa en el Antiguo Testamento para referirse a los pueblos gentiles, es decir, a todos los pueblos no judíos. Eso, por supuesto, nos incluye a nosotros hoy. Esto predecía el momento en que se revelaría que el Israel de Dios, el verdadero, no está compuesto por los descendientes sanguíneos de Abraham, sino por todos aquellos que creen en Jesús. La iglesia, el pueblo de Dios, está compuesta no solo por judíos, sino también por gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación.

Ese momento glorioso era predicho frente a quienes volvían del exilio. Ellos no alcanzaron a comprenderlo, pero a nosotros, quienes ya recibimos la plena revelación en Cristo, nos fue dado conocer estos misterios, por pura gracia de Dios. Al momento de la profecía de Zacarías, entonces, se daba a conocer no solo la reconstrucción del templo hecho por manos de hombres, sino algo mucho más sublime: El Señor habitaría en medio de su pueblo, y se haría un templo no hecho con manos de hombres, sino con su Santo Espíritu, un cuerpo conformado por todos los que creen en Cristo.

Conclusiones

  • Es nuestro deber sacar lecciones espirituales de lo que nos ocurre, y de lo que ha acontecido al pueblo de Dios, para no caer en los mismos errores y pecados del pasado.
  • Volverse al Señor implica dar la espalda al pecado y los intereses personales, para mirar ahora a Cristo y buscar su gloria.
  • Tanto para la conversión como para la restauración, es necesario asumir que hemos sido desobedientes al Señor y no hay nada en nosotros que nos haga merecedores de su misericordia.
  • Cristo intercede siempre por su pueblo, y Él hará esto hasta el día final, porque Él no puede morir como los sacerdotes antiguos.
  • El Señor promete proteger a su pueblo. Debemos confiar en lo que Él nos dice, y no en las adversidades que veamos a nuestro alrededor.
  • La fuerza de la iglesia no está en los medios humanos, sino en el Espíritu del Señor que obra por medio de su Palabra.
  • El Señor se identifica personalmente con su pueblo. Quien atente contra la iglesia, atenta contra el mismo Cristo.
  • El Señor habita en su pueblo, el cual es su templo, y somos edificados juntos en la iglesia para ser Casa de Dios.
  • La Palabra del Señor es viva y eficaz, y tuvo aplicación no solo para el tiempo de Zacarías, sino que nos sigue hablando con la misma fuerza hoy.

Reflexión Final

El Señor nos llama una vez más a meditar en nuestros caminos. En un período de reconstrucción, debemos detenernos y reflexionar ¿Qué pecados son recurrentes en nuestra vida? ¿Por qué motivos y de qué formas ha caído el pueblo de Dios a lo largo de la historia? Viendo lo que ocurrió con Israel, ¿Cómo podemos evitar provocar a ira al Señor? Es nuestro deber sacar conclusiones espirituales de cada cosa que nos ha ocurrido. Si no aprendemos la lección, el Señor nos hará repetir el curso, hasta que aprendamos lo que Él nos quiere enseñar.

En este período de reconstrucción, el Señor nos exhorta asimismo a volvernos a Él, a dejar nuestra pasada manera de vivir, a despojarnos del viejo hombre y revestirnos del nuevo, que ha sido creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad. No podemos pretender seguir chapoteando en nuestros antiguos pecados y nuestros intereses egoístas, y a la vez querer seguir a Cristo. Si acudimos a Él, Él nos recibirá, porque no echa fuera a ninguno de los que corren hacia Él.

Al saber que Cristo vive siempre por nosotros, somos animados a vivir confiados en su obra. Él no se limitó a morir en nuestro lugar. Resucitó en gloria, y sigue sosteniéndonos delante del Padre, orando siempre por nosotros, para que Él tenga compasión y misericordia y no mire nuestros pecados, pues el precio de ellos ya fue pagado.

Cristo ya nos hizo perfectos para siempre delante de Dios. Vivamos seguros, sabiendo que el Señor de todo lo que existe nos protege en la palma de su mano, y que Cristo recibió el castigo de nuestra iniquidad. El castigo de nuestra paz fue sobre Él. Con esta convicción, dediquémonos a trabajar agradecidos y a vivir por fe, sabiendo que ya no vivimos nosotros, sino que Cristo habita en nosotros, y que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Amén.