¿Amas a Jesús? La pregunta fundamental

Domingo 19 de enero de 2020

Texto base: Juan 21:15-17.

Luego de su resurrección, Jesús se manifestó a sus discípulos en diversas ocasiones dando pruebas de haberse levantado de entre los muertos. Así, apareció a ellos al menos dos veces mientras se encontraban reunidos, para confirmar su fe. Luego se manifestó a ellos cuando se encontraban en el Mar de Galilea, luego de una noche en que no pudieron pescar nada, a fin de restaurar la comunión con ellos. Allí les preparó el desayuno y compartió con ellos a orillas del lago.

Es en ese contexto donde ahora se dedica a restaurar personalmente a Pedro, en  relato registrado únicamente en el Evangelio de Juan. Así, los discípulos de ese entonces y toda la Iglesia a lo largo de los siglos, tienen constancia de que Pedro fue perdonado y reestablecido en su oficio, lo que también nos da lecciones preciosas sobre el perdón y la misericordia de Dios, y nos confronta con la pregunta fundamental que debemos hacernos: ¿Amas a Jesús?

     I.        Una restauración necesaria

Para entender este pasaje, debemos tener en cuenta que, en días previos a esta conversación, Pedro había negado a Jesús en 3 ocasiones, en el patio de la casa del sumo sacerdote, mientras Jesús era juzgado dentro por el sanedrín. Una vez que ocurrió la negación, la Escritura dice: “Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc. 22:61-62).

Luego de esto, mientras Juan y algunas mujeres estaban al pie del madero, Pedro miraba desde lejos a Jesús cuando sufría en la cruz. Posteriormente, mientras José de Arimatea, Nicodemo y varias mujeres iban a dejar el cuerpo de Jesús a la sepultura, no se sabía dónde estaba Simón, hijo de Jonás. Por último, mientras las mujeres madrugaron el domingo para ir a ver el cuerpo a la sepultura y ungirlo como era la costumbre, Pedro y otros discípulos estaban escondidos. Sólo después de recibir el mensaje de María Magdalena, Pedro salió corriendo hacia la tumba que estaba ya vacía.

La caída había sido estrepitosa, y había dolido. La mirada de Pedro no se volvió a levantar de la misma manera. Aunque Jesús se había aparecido ya a los discípulos para confirmar su fe, al parecer Pedro, con ese “voy a pescar” (Jn. 21:3), estaba reflejando un desánimo mucho más profundo, y quizá algún indicio de retirarse para volver a su antiguo oficio.

Cualquiera sea el caso, lo cierto es que había algo que no había sido resuelto y que pesaba como una bola de acero encadenada al tobillo de Pedro, que no le permitía avanzar y que cargaba su alma con culpa, tristeza y frustración. Todo esto hacía necesario que Jesús restaurara a este discípulo, y que además lo reestableciera en su ministerio luego de una falla tan grotesca.

Claramente Jesús no le debía esta restauración a Pedro. No era una deuda con él. Todo lo contrario, era Pedro quien merecía ser destituido para siempre de su ministerio, y era justo que su nombre quedara relacionado con la infamia y la vergüenza, en un lugar cercano al de Judas. Si nuestro Salvador quiso restaurar a Pedro fue por pura gracia y misericordia. Y mientras más profundo el pecado, más glorioso es su perdón y su compasión.

Esto nos muestra que el Señor se preocupa personalmente del alma de sus discípulos. Después de una gran caída como esta, necesitamos de manera especial saber y sentir que el Señor sigue amándonos. Sin esto, nos hundimos en la frustración y la desesperanza. Cristo escogió manifestarse a su discípulo personalmente, incluso sirviéndole un desayuno, mirándolo a los ojos y permitiéndole escuchar su voz una vez más.

Esta restauración era necesaria para él, a fin de que pudiera recuperar la valentía al servir en su ministerio, estando seguro de haber sido llamado por Cristo y perdonado por Él luego de su gran pecado. También era necesario para sus condiscípulos y quienes serían enseñados por él, para que no despreciaran su enseñanza.

Vemos una gran sabiduría en la forma en que el Señor abordó la situación, y una compasión cuidadosa de los detalles. Esto porque hay similitudes entre el episodio de la negación de Pedro y el de su restauración, que tuvieron que causar un efecto profundo en él:

  • Pedro negó a Jesús ante las brasas ardiendo en el patio de la casa del sumo sacerdote (18:18). Jesús lo restauró frente a las brasas del desayuno que Él preparó para su discípulo (21:9).
  • Jesús usó la forma solemne del doble amén (“De cierto, de cierto te digo”, 13:38) para anunciar la negación de Pedro. Ahora la usa para anticipar que Pedro morirá por Él (21:18).
  • Pedro negó tres veces a Jesús (18:17,25,27), pero Jesús al restaurarle le permitió afirmar 3 veces que lo amaba (21:15-17)
  • Cuando Pedro negó a Jesús, se refirió a Él diciendo “... No conozco al hombre” (Mt. 26:72), incluso jurando y maldiciendo. Ahora en su restauración, en cada respuesta llamó a Jesús “Señor”.

En todo esto vemos el cuidado que el Señor puso en la restauración de Pedro, y nos enseña sobre el empeño y la dedicación que nosotros mismos debemos poner en la restauración de nuestros hermanos que han caído, que es algo que debemos hacer en nombre de Cristo y siguiendo su ejemplo.

Había también un reproche sutil en las palabras de Jesús. En cada una de las tres preguntas, el Señor Jesús se refirió a Pedro como ‘Simón hijo de Jonás’, que era la forma en que se dirigía a él cuando quería llamar su atención con algún reproche o alguna observación sobre su conducta. Era su nombre de nacimiento, no el de discípulo. Con eso, Cristo quería que Pedro recapacitara y considerara muy bien lo que se le iba a decir.

Además, en la primera pregunta hay una fina reprensión a Pedro: le pregunta diciendo “¿Me amas más que éstos?”. Esto es así porque Pedro se había jactado de amar a Jesús más que el resto de los discípulos. Esto ocurrió la noche en que Jesús fue arrestado, cuando anunció a sus discípulos que ellos lo abandonarían: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas... 33 Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mt. 26:31,33).

De esta forma, la pregunta lo confrontaba con su necia autoconfianza, que había sido la causa de su estrepitosa caída. Nuevamente en frente de los otros discípulos y sabiendo que todos conocieron de la caída de Pedro después de su jactancia, Cristo lleva a su discípulo a preguntarse si lo ama realmente o no, y si todavía cree que lo ama más que el resto de sus compañeros.

En su respuesta, Pedro ya no se jacta, ni se compara con el resto, aunque la pregunta los incluía. Ahora habla sólo por él. El Señor está tratando como un cirujano experto con el alma de Pedro, y así trata también con la nuestra. Y debes considerar esto seriamente: esta tierna reprensión era necesaria para la restauración, ya que no existe verdadera restauración sin arrepentimiento por el pecado, y arrepentirnos implica reconocer nuestro pecado con nombre y apellido y admitir que hemos quebrantado la Palabra de Dios, que hemos fallado ante el Dios que nos ha amado.

Aquí vemos cumplida la Escritura cuando dice: “Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; No dejará para siempre caído al justo” (Sal. 55:22). Pedro había caído muy bajo, pero era un verdadero discípulo de Cristo. Su amor por el Señor había sido como la débil llama de una vela a punto de apagarse por el viento de la prueba, pero ahí estaba aún. Cristo sabía que Pedro era su discípulo, y por eso, en lugar de terminar de apagar esa llama con un reproche implacable y áspero, más bien usó una sabia reprensión y la avivó con misericordia para que ardiera con más fuerza.

De esta forma, si has caído en tu caminar en la fe, ciertamente debes lamentarte por tu pecado e ir al Señor en arrepentimiento, pero también debes confiar en que Él no dejará para siempre caído al justo. Eso no es una razón para vivir en un libertinaje que menosprecia la gracia de Dios, sino un motivo para alabar su misericordia que vence sobre nuestro pecado.

    II.        Nuestro amor por Cristo

Pero Jesús quería llegar aún más profundo en el alma de Pedro, y apunta directo a su corazón. Si atendemos al texto griego, podremos ver de mucha mejor forma los colores de este pasaje, que no se aprecian con tanta claridad en nuestra versión RV 60. Por eso es bueno considerar la traducción LBLA, que representa con mayor fidelidad los distintos verbos usados en este pasaje:

Entonces, cuando habían acabado de desayunar, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. 16 Y volvió a decirle por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Pastorea mis ovejas. 17 Le dijo por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque la tercera vez le dijo: ¿Me quieres? Y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas”.

Esto es porque en el original griego se usan dos verbos distintos para referirse al amor en este pasaje: Jesús pregunta usando el verbo agapao (ᾰ̓γᾰπᾰ́ω), que tiene una connotación más intensa. Es el término que siempre se usa en el mandamiento de amar a Dios y también en el de amar al prójimo, e involucra una disposición de todo el ser. Por otra parte, Pedro respondió siempre usando el verbo phileo (φιλέω), que se refiere a un afecto más familiar y subjetivo, por eso la LBLA lo traduce en este pasaje no como “amar”, sino como “querer”, para marcar la diferencia de intensidad.

Interpretar este pasaje es complejo porque estos dos verbos muchas veces se usan como sinónimos en el Nuevo Testamento, y por lo mismo muchos argumentan que no hay una diferencia de significado en este pasaje, y que por tanto, ambos deben traducirse igualmente como “amar”. Pero vemos que el mismo Señor Jesús quiso dar un énfasis especial en este pasaje al cambiar de verbo, ya que las dos primeras preguntas las hizo usando el verbo agapao, que implica amor más intenso, pero en la tercera pregunta cambió al verbo phileo, lo que produjo un efecto en Pedro.

En resumen, Cristo preguntó a Pedro si realmente lo amaba, con la misma palabra que se usa para el mandamiento de amar al Señor sobre todas las cosas. Ante cada una de las preguntas, Pedro responde no con la misma palabra, sino con un “tú sabes que te quiero”. Con eso, podemos ver que el desánimo de Pedro era lo que muy probablemente le impedía confesar con certeza que tenía esa clase de amor más alto del que Cristo estaba hablando.

Una de las cosas que produce el pecado en nosotros, es que nos roba la confianza y la seguridad de nuestra comunión con Dios, y nos llena de dudas sobre si realmente somos salvos, de si realmente el Señor nos ama, y nos quita también la confianza de afirmar que somos sus discípulos. Nuestra Confesión de Fe dice al respecto:

La seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser zarandeada, disminuida e interrumpida de diversas maneras: por negligencia en conservarla, por caer en algún pecado especial que hiere la conciencia y contrista al Espíritu, por alguna tentación repentina o fuerte, por retirarles Dios la luz de su rostro, permitiendo, aun a los que le temen, que caminen en tinieblas, y no tengan luz; sin embargo, nunca quedan destituidos de la simiente de Dios y de la vida de fe, de aquel amor de Cristo y de los hermanos, de aquella sinceridad de corazón y conciencia del deber, por los cuales, mediante la operación del Espíritu, esta seguridad puede ser revivida con el tiempo; y por los cuales, mientras tanto, los verdaderos creyentes son preservados de caer en total desesperanza” (18.4).

Ante la respuesta de Pedro, Jesús vuelve a preguntar, esta vez sin referencia al resto de los discípulos, pero volviendo a usar el concepto de amor ágape. No le reprochó el haber respondido con otra palabra menos comprometida, más bien, quiere ir más profundo en el corazón de Pedro, como el minero que da un segundo golpe a la roca para obtener su piedra preciosa. Pero la segunda respuesta de Pedro es idéntica a la primera.

Para la tercera pregunta, Jesús cambia de palabra: ahora pregunta con el verbo phileo, el mismo con el que ha estado respondiendo Pedro. Es decir, la pregunta ya no es “¿Me amas?”, sino “¿Me quieres?”. Esto entristeció a Pedro, porque ahora Jesús parecía poner en duda que incluso Pedro tuviera afecto hacia Él. Jesús parecía decir: “Ok, Pedro, no dices que me amas, sino que me quieres. Pero ¿Realmente me quieres?”.

Esto parece desarmar completamente a Pedro, quien hasta ahora había respondido: “tú sabes que te quiero”. Ante esta tercera pregunta, reconoce que Cristo es Dios, al decir “tú lo sabes todo”. Pedro estaba reconociendo que Jesús podía ver su corazón, que ante Él estaba desnudo y no podía mentir sobre el estado de su alma. Simplemente se encomendó a que el Señor podría sondear su corazón como con rayos X, y podría encontrar allí ese afecto que él aseguraba tener.

Nuestro Señor hizo todo este examen del corazón de Pedro porque quería que el mismo discípulo se diera cuenta de lo que había en su corazón, y porque quería darle la oportunidad de enmendar su triple negación con una triple confesión de su amor por Él. Veamos que su confesión no fue perfecta, pero el Señor no actuó con un ánimo inquisidor, ni fue como un instructor cruel esperando con un látigo para castigar cualquier respuesta que se desviara de lo esperado. Más bien reconoció esa pequeña flama de amor ardiendo en el corazón de Pedro, y la alentó para que pudiera arder con más fuerza.

Jesús no preguntó por su conocimiento doctrinal en primer lugar, ni por las cosas que hacía, ni por sus sacrificios por la obra. Su pregunta a Pedro fue: “¿Me amas?. Y es que esta es la pregunta fundamental. El mismo Señor Jesús dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. 38 Este es el primero y grande mandamiento” (Mt. 22:37-38). Para esto fuimos creados; cuando nos entregamos a cumplir este mandato estamos haciendo lo que debemos hacer por sobre toda otra cosa, es nuestro deber y privilegio supremo.

Y es el primero y grande mandamiento porque si cumplimos ese, entonces también amaremos a nuestro prójimo como a nosotros mismos y podremos andar en el resto de los mandamientos. No podemos obedecer verdaderamente ningún mandamiento si primero no amamos a Dios con todo nuestro ser.

Por otra parte, si este amor no está en nuestro corazón, entonces nada de lo que hagamos tiene sentido: “Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso” (1 Co. 13:1-3 NVI).

Podemos saber mucho, hacer mucho, profesar mucho, hablar mucho, trabajar mucho, dar mucho, pasar a través de muchas situaciones y hacer una gran exhibición en nuestra religión, y aun así estar muertos ante Dios por falta de amor, y finalmente bajar al infierno. ¿Amamos a Cristo? Esa es la gran pregunta. Sin esto no hay vida en nuestro cristianismo. No somos mejores que figuras de cera maquilladas, que animales disecados e inertes en un museo, una lata que suena o un platillo que hace ruido. No hay vida donde no hay amor” J.C. Ryle.

La Palabra de Dios va todavía más allá, y proclama con firmeza: “Si alguno no ama al Señor, quede bajo maldición” (1 Co. 16:22 NVI). El mismo Apóstol que escribió ese pasaje tan conocido sobre el amor, escribió estas líneas, incluso en la misma carta, sólo tres capítulos después. Siendo esto como la Escritura lo presenta, tan definitivo y fundamental, ¿No vale la pena entonces que consideremos las preguntas de Jesús como dirigidas a nuestro propio corazón? ¿Amas a Cristo? De eso no sólo depende toda tu vida en este mundo, sino por toda la eternidad.

¿Ansías escuchar su Palabra y tiemblas ante ella con reverencia? ¿Deseas estar ante su presencia y disfrutar de su comunión? ¿Quieres que toda tu vida sea invertida para su gloria: que todo lo que eres, lo que haces y lo que tienes sea consagrado para su reino? ¿Anhelas que todo tu ser sea un sacrificio vivo presentado en su honor? ¿Realmente tu mayor deseo es que su perfecta voluntad se haga en tu vida?

Alguno puede responder: “pero ya sabemos que somos pecadores, eso es imposible para nosotros”. Es cierto, es imposible en nuestras fuerzas, pero la Escritura dice: “... el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5); y sabemos que donde está el Espíritu Santo habrá amor, porque está escrito: “el fruto del Espíritu es amor” (Gá. 5:22). Por tanto, no tenemos excusa, el Señor nos ha dado su Espíritu, y con su Espíritu nos ha dado también su amor, ese amor habita en nosotros.

Al analizar estas cosas, vemos que nuestro Señor estaba haciendo una operación de urgencia en el alma de Pedro, estaba llevándolo a ver la esencia de ser discípulo, el fundamento que está detrás de la verdadera vida, sin el cual todo es humo que se desvanece, y esa esencia y fundamento es amar a Cristo con todo nuestro ser.

En todo esto hay una verdad crucial que debemos recordar: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). Si hay amor en nosotros hacia Él, es porque primero hubo un amor perfecto y eterno de Su parte hacia nosotros. Mientras más meditemos en el amor que hemos recibido de Cristo, más se encenderá el fuego del amor por Cristo en nosotros. No lo amamos para ganarnos su favor, sino que lo amamos porque ya fuimos amados por Él, porque Él fue quien nos amó primero y, lejos de la disposición imperfecta que vemos en Pedro y en nosotros, dice la Escritura: “… como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13:1).

Precisamente esto es lo que debía encender el motor del servicio en Pedro. El hecho de que Cristo lo amó a pesar de su pecado, y perdonó toda su maldad, aun cuando cayó tan bajo, debía impulsarlo poderosamente a vivir para su Señor. Por eso, la manera de que el amor por Cristo sea avivado en nosotros, es exponiéndonos cada día al Evangelio, donde podemos ver cuánto nos amó y nos ama Dios en Cristo.

   III.        El privilegio del servicio

Nuestro Señor no se quedó en analizar una disposición interna en Pedro. Él también le motiva al servicio, a retomar ese ministerio que aparentemente pensaba en dejar, o al menos tenía serias dudas de si podría seguir realizándolo luego de su caída.

Veamos que amar a Dios está antes que servir a Dios, pero quien ama realmente al Señor no podrá permanecer sin servirle. En otras palabras, debemos ‘ser’ antes que ‘hacer’, es decir, es necesario que ‘seamos’ adoradores que aman a Dios, y sólo así podemos ‘hacer’ lo que demanda el servicio al Señor. Pero si ‘somos’ discípulos, ‘haremos’ lo que nuestro Señor nos ha encomendado, y eso incluye, desde luego, servir a su pueblo. No sólo estar entre ellos, o saludarlos. Sino servir ‘a’ ellos y ‘con’ ellos.

Así, ante cada respuesta de Pedro, nuestro Señor lo exhortó a cumplir la misión que le fue encomendada, y con esto lo restauró en su ministerio, demostrando inmensa misericordia una vez más. Fijémonos que Cristo presentó ese ministerio en acciones: apacentar y pastorear.

  • Apacentar es llevar al rebaño a pastar, en otras palabras, alimentarlo, lo que en el reino de Dios se traduce en la labor de nutrir a los hermanos con la Palabra.
  • Pastorear se refiere al mismo servicio, pero destacando el aspecto de cuidar y guiar, el liderazgo personal. Aquí Pedro debía recordar el modelo de Cristo, el Buen Pastor que da su vida por las ovejas, que las guía con la Palabra y se entrega por ellas para que tengan vida, y vida en abundancia.

Es bastante claro que Jesús reclama propiedad absoluta sobre Su Iglesia. Aunque Pedro tenga la función de apacentar y pastorear, no son sus ovejas, sino las de Cristo.

En el caso de Pedro, su ministerio implicaba entregarse a la predicación fiel de la Palabra. El Apóstol Pablo, quien tenía el mismo llamado, dijo al despedirse de los ancianos de la iglesia en Éfeso: “Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro. 26 Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; 27 porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios. 28 Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre” (Hch. 20:25-28). A esta misión debía entregar su vida por completo.

En cuanto a nosotros, cada uno ha recibido un ministerio de parte del Señor. Y en relación con lo que ya hemos hablado, recordemos que: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? 21 Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21). En el contexto de este pasaje, “aborrecer” no es sólo odiar activamente, sino el “no amar como debemos hacerlo”. El Señor no necesita nuestro servicio, pero nuestro hermano sí.

Tan importante es esto, que la Escritura dice: “También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo...” (1 Tes. 5:14). Es un mandato que va dirigido no sólo a los pastores, sino a todos los hermanos de la congregación. Debemos ver que no haya nadie ocioso, que se permita no servir, sólo observar y ser servido. ¿Por qué? Porque esto no honra al Señor, y si alguien no se entrega al servicio a sus hermanos está dando síntomas muy preocupantes sobre su salud espiritual, que incluso pueden indicar que aún está muerto en sus pecados.

Tanto así, que hoy conocemos a un hermano llamado Arquipo porque no estaba cumpliendo su ministerio, y el Apóstol Pablo le exhortó públicamente: “Decid a Arquipo: Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (Col. 4:17). Eso implica que, si alguien está ocioso, es un asunto de preocupación congregacional, hasta el punto de que la negligencia de Arquipo fue exhortada públicamente en una carta apostólica inspirada por Dios, y así es conocida hasta hoy.

Alguien puede decir: “pero es que no sé cuál es mi don”. A tal persona, ruego que considere lo que afirma la Escritura: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 P. 4:10). También dice: “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho” (1 Co. 12:7). Es decir, nadie puede decir que no ha recibido ningún don, todos hemos recibido al menos uno, y eso lo afirma el Señor en su Palabra.

Si puede pasar 2 años ocioso porque no sabe cuál es su don, Ud. tiene un problema. No va a descubrir cuál es su don estando sentado observando. Ponga sus manos a la obra, allí donde vea una necesidad busque atenderla. El mismo don que el Señor le ha dado, le permitirá ver necesidades donde otros no ven nada. No espere que otro lo haga, no espere que alguien cree un programa especial, o que exista “el día de…”, sino que cumpla su ministerio, aunque nadie esté ahí para aplaudirlo o darle las gracias. Hágalo por amor a Cristo y a sus hermanos, y conténtese con que Dios lo ha visto y le ha dado el privilegio de usar sus manos para su reino, siendo que antes estaba condenado y en tinieblas.

Un corazón que puede permanecer sin servir en el reino de Dios, es un corazón donde no hay amor al Señor. Siguiendo la lógica de este pasaje, te pregunto, hermano y hermana: ¿Amas a Cristo? Entonces cumple tu ministerio. A Pedro le tocaba alimentar a las ovejas de Cristo con la predicación de la Palabra, ¿A qué te ha llamado el Señor? Si aún no lo sabes, es urgente que lo sepas.

No todo el que está participando en un servicio ama realmente a Dios, pero todo aquel que ama realmente a Dios se dedicará a servir también a sus hermanos. Quizá no es una actividad visible en el culto del domingo. Puede ser hospedando a quien ha quedado sin techo, yendo a ver al hospital al enfermo, o quizá doblando tus rodillas y trabajando arduamente en oración, intercediendo constantemente por tus hermanos. Puede ser llevando una ofrenda a quien sabes que se encuentra en necesidad, o transportando a quien no puede moverse con normalidad. Puede ser traduciendo material para edificación del pueblo de Dios, o sosteniendo a misioneros y plantadores de iglesias. Quizá llamando al que está solo, o yendo a orar con el que está decaído. Puede ser trabajando con desposeídos y vulnerables para predicarles el reino de Dios, o glorificando a Dios en tu trabajo y tus estudios. Toda la creación, las distintas áreas de trabajo y del saber son un campo de misiones y de servicio a nuestro Dios, porque “De Jehová es la tierra y su plenitud; El mundo, y los que en él habitan” (Sal. 24:1).

¡Hay tanto por hacer! Siempre ha sido verdad que la mies es mucha y los obreros pocos. ¿Amas a Cristo? Entonces cumple tu ministerio. El tiempo es hoy y ahora. No mañana, no pasado, no el próximo año, no cuando tengas resueltas todas esas cosas que dices que debes resolver antes, porque pasarán los años y te darás cuenta de que sigues postergando el servicio al Señor.

¿Dónde encontrar la motivación? Una vez más: en el Evangelio. “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15).

Mira el ejemplo de Pedro: luego de ser restaurado y de recibir el Espíritu Santo, vemos un milagro. Pedro, en Hechos cap. 4, aparece testificando ante el mismo consejo de ancianos y gobernantes que juzgó a Jesús, incluso Anás y Caifás, aquel mismo consejo que lo aterrorizó antes, pero ahora dice ante ellos con valentía: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, y luego agregó, cuando lo amenazaron para que se callara: “... Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:12, 19-20). ¡El mismo que antes había dicho: “no conozco a ese hombre”!

Luego, casi al final de su carrera, aparece diciendo a los pastores: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella…” (1 P. 5:1-2). Claramente Pedro quedó marcado para siempre por la misericordia de Dios en Cristo, y la hermosa restauración que experimentó.

Sin duda, Pedro cayó vergonzosamente, y se levantó de nuevo únicamente después de un arrepentimiento de corazón y lágrimas amargas. Pero se levantó de nuevo. No fue dejado a las consecuencias de su pecado, ni rechazado para siempre. La misma mano compasiva que lo salvó de ahogarse, cuando su fe le falló en las aguas, una vez más se estiró para levantarlo cuando cayó en el patio del sumo sacerdote” (J.C. Ryle).

¡Gloria a Dios por Cristo! Que podamos amarle con todo nuestro ser, porque Él nos amó primero.