Domingo 25 de febrero de 2024

Texto base: Mt. 6:33-34.

La leyenda de la Ciudad de los Césares cuenta de una urbe que fue construida en algún lugar remoto y escondido de la Patagonia, en la frontera entre Argentina y Chile. Se cuentan varias versiones de la leyenda, pero en general, se dice que la ciudad fue levantada por una civilización avanzada que descendía de los romanos, o que fue construida por colonos españoles que habían encontrado una inmensa fuente de riquezas.

Se describía esta legendaria ciudad oculta entre las montañas, con calles de oro, edificios majestuosos con techos de plata, iglesias y torres de jaspe, y campanas de oro, así como tesoros escondidos, y cuyos habitantes, aislados de todo trato exterior, poseían cuanto se imaginaba de deleitable.

A lo largo de los siglos, no sólo exploradores y aventureros se lanzaron en expediciones en busca de la Ciudad de los Césares, sino que también gobernadores del período de la colonia, quienes impulsaron expediciones oficiales para encontrarla. Sin embargo, nunca se logró encontrar evidencia concreta de su existencia. Más allá de esto, la leyenda ha contribuido a la creación de novelas y ha estimulado la imaginación de muchos.

Esta y otras leyendas similares nos hablan de la búsqueda constante por parte de los hombres de una ciudad o reino legendario lleno de riquezas, que, si es encontrado, nos llevará a una mejor existencia, algo así como un nuevo mundo que implica un estadio superior de Vida. Todas estas búsquedas reflejan una nostalgia del Edén perdido y están destinadas a fracasar, ya que no existe tal nuevo mundo en esta creación bajo el pecado.

En este pasaje, Jesús contrapone la mundanalidad con la búsqueda del reino de Dios. Sin duda, la disposición de los exploradores y aventureros al buscar la Ciudad de los Césares estaba empapada de codicia y no es digna de imitar por los discípulos de Cristo, pero si ellos buscaban esta ciudad con ímpetu y persistencia, ¿Cuánto más intensa debiese ser nuestra búsqueda del reino de Dios?

Al exponer este pasaje, consideraremos i) el peligro de la mundanalidad, ii) qué es el reino de Dios y Su justicia y, por último, iii) nuestra búsqueda y la promesa de Dios.

I.El peligro de la mundanalidad

Aunque la exhortación de Jesús a buscar primeramente el reino de Dios y su justicia es un versículo muy conocido, para entenderlo apropiadamente debemos analizarlo en su contexto. En el entorno inmediato del pasaje, Jesús había estado exhortando contra la mundanalidad. Pero aquí debemos tener cuidado, porque muchos han confundido la mundanalidad con una lista de cosas prohibidas, o con un simple moralismo que se centra en conductas. Más allá de eso, se trata de un amor por este mundo bajo el pecado y la vida que nos ofrece lejos de Dios, en rebelión contra Su voluntad. Otra palabra para este pecado es la codicia, el deseo desordenado y en sí maligno por las cosas de este mundo.

Jesús confrontó esta mundanalidad en dos dimensiones: por un lado está el amor idolátrico a las cosas de este mundo, y por otro lado está el afán y la ansiedad por el día de mañana. Ambas actitudes evidencian un corazón que está puesto en las cosas de este mundo, contrario a la disposición que debe encontrarse en el discípulo de Jesús, que espera ansiosamente la avenida del reino.

La primera dimensión de la mundanalidad, la veíamos cuando Jesús exhortó: “No acumulen para sí tesoros en la tierra” (v. 19), agregando luego: “… porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Dejó claro que este no es simplemente un problema de administración de nuestras posesiones, sino que el asunto de fondo es a quién adoramos. Por eso dijo: “Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o apreciará a uno y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas” (v. 24).

Aunque el amor a las riquezas es probablemente la forma más típica en la que se expresa el amor a las cosas de este mundo, sin duda no es la única manera detener deseos mundanos. Aquí se encuentra toda la gama de anhelos terrenales y más específicamente de esperanzas puestas en las cosas de este mundo. Podemos poner como ejemplo la búsqueda ansiosa del éxito profesional, o el deseo de tener una familia perfecta, o el corazón puesto en los placeres y diversiones de este mundo, que en su faceta más dramática se aprecia en las adicciones no sólo a las drogas o al alcohol, sino que también a cosas como los videojuegos y la industria de entretenimiento. En fin, podríamos hacer una lista interminable con muchos ejemplos y encontraremos que en muchos casos aquello que se busca no es malo o pecaminoso en sí mismo, pero si se busca en primer lugar y se pone en el lugar que sólo corresponde a Dios, estaremos en presencia de un deseo idolátrico que puede describirse como ese amor mundano a lo que hay bajo el sol.

Más que hacer una lista de cosas que pueden transformarse en nuestro tesoro terrenal, debemos entender que se trata de una actitud hacia la vida en este mundo bajo el pecado.

Algunas preguntas que te ayudarán a examinar si tu corazón está abrigando este tipo de deseos mundanos, son: ¿Te cuesta imaginar mi vida sin aquello que deseas en esta tierra? ¿Qué te enoja? ¿Qué te frustra y te amarga? ¿Qué cosas tienen la capacidad de arruinarte el día? ¿Qué te angustia y llena tu cabeza de afanes y dudas? ¿Qué cosas te desvelan por la noche e incluso afectan tu salud física? ¿En qué piensas cuando estás solo, de qué cosas conversas más frecuentemente? ¿Con qué te apasionas, qué hace que brillen tus ojos al pensar en eso o hablar de ese tema? Estas preguntas revelarán cuál es tu tesoro y dónde está puesto tu corazón.

Por lo mismo, esta no es una exhortación dirigida sólo a los ricos, ya que todos estamos en peligro de caer en este pecado. Por eso exhortaba también acerca del ojo malo, aquel que codicia las cosas de este mundo y tiene puesto su corazón en ellas, y eso lleva a que toda la persona se llene de oscuridad.

El Señor da una razón poderosa de por qué no debemos acumular con lo terrenal: todas estas cosas son pasajeras. La polilla, la herrumbe y el ladrón son figuras para significar que todo lo terrenal se corrompe, se pudre, se desintegra, se envilece, o está en riesgo permanente de ser tomado por otros.

Lo cierto es que no hay algo así como un “materialismo santo”. No podemos servir a Dios sólo el domingo en la mañana y el resto del tiempo servir a las riquezas. No podemos pensar que el cristianismo son unos cuantos principios morales, que sirven para mejorar “MI vida”, para hacer que YO pueda prosperar mejor en esta tierra. ¡El Evangelio no es algo útil para tu vida, sino que es LA VIDA!

La otra dimensión de la mundanalidad es el afán y la ansiedad por el mañana. Ante esto, Jesús exhortó diciendo: “no se preocupen por su vida, qué comerán o qué beberán; ni por su cuerpo, qué vestirán” (v. 25). Lo que quiere decir es que no debemos angustiarnos por la incertidumbre de lo que ocurrirá, ni debemos poner nuestra vista en las cosas materiales para encontrar en ellas el contentamiento, sino que debemos confiar en el cuidado y la provisión del Señor, quien es fiel y guardará sus promesas.

La ansiedad por el futuro pasa por alto el cuidado de Dios sobre Su creación, ya que Él es quien alimenta a las aves y viste a las flores del campo. Siendo esto así, ¿Cuánto más se ocupará de las necesidades de sus hijos, que fueron comprados con la sangre de Cristo?

Por lo demás, esta ansiedad es inútil, ya que implica angustia por lo que no está en nuestro manejo, lo que está fuera de nuestro control. Por más que nos afanemos, no podremos cambiar el futuro, ya que ni siquiera la siguiente hora está en nuestro bolsillo. Cuando nos afanamos por estas cosas, lo que estamos diciendo es que no confiamos en el Gobierno que Dios ejerce sobre el mundo. Creemos que nosotros podríamos hacerlo mejor que él, o por lo menos pensamos que Él se puede equivocar, que puede errar el camino y guiarnos en una dirección incorrecta.

En contraste, Cristo asegura que es el Padre quien ya conoce que nosotros tenemos necesidad de estas cosas, volviendo a utilizar la expresión “vuestro Padre” para indicar el rol que el mismo Dios asume en favor nuestro. De esta forma, para el Señor no es aceptable que abriguemos dudas y cuestionamientos en nuestro corazón sobre su deseo y capacidad de sostenernos, sino que es un grave insulto a Su carácter y poder. Podemos ser tentados con dudas y por momentos sentir angustia e incertidumbre, pero muy distinto es dejarse vencer por esto y configurar nuestra vida desde el afán y la ansiedad.

La ansiedad no hace que el mañana se arregle, pero sí hace que el hoy se arruine.  Dios no nos da hoy fuerzas hoy para afanarnos por el mañana. Nos da fuerzas para afrontar cada día, siempre en el ‘hoy’.

Recordemos que el Señor dirigió este Sermón del Monte a sus discípulos (Mt. 5:1). Por eso, a quienes se dejan abrumar por la ansiedad, les dice “hombres de poca fe”. Esto, por un lado da consuelo, porque tienen una fe aunque sea básica. Pero por otro lado, es una confrontación, ya que se están comportando como paganos, tienen una fe pequeña y limitada que piensa que Dios sólo se ocupa de salvar nuestra alma pero que pierde de vista Su gobierno sobre el mundo, Su bondad hacia los Suyos, Su provisión y su control de todas las cosas, por tanto, es una fe que necesita crecer, ser alimentada por las promesas de Dios.

Es en ese contexto que el Señor nos llama a buscar Su reino. El v. 33, al comenzar con un ‘pero’, marca el contraste con lo anterior, y nos dice que el remedio para la mundanalidad es la búsqueda del reino de Dios y Su justicia. Son dos actitudes opuestas, como la muerte y la vida, como la oscuridad y la luz.

Por lo mismo, debemos entender claramente a qué se refiere con el reino de Dios y Su justicia.

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II.El reino de Dios y su justicia

El fundamento del reino de Dios se encuentra en el relato mismo de la creación, cuando el Señor hizo al ser humano a Su imagen y semejanza, poniéndolo en posición de autoridad sobre la tierra, mandándole que ejerciera dominio, sometiera la tierra y la llenara.

Este reino que se expresa en la creación, en el tiempo y el espacio, es una manifestación de la soberanía eterna de Dios, que Él ha tenido, tiene y tendrá desde la eternidad y hasta la eternidad. El relato bíblico deja claro que el Señor quiso que ese dominio se manifestara por medio del hombre y así se extendiera a todo lo creado.

Esta autoridad dada al hombre, le fue delegada por Dios, quien es la suprema autoridad y de quien deriva toda otra potestad. Por ello, es Dios el único legislador, y si sus leyes son quebrantadas, la justicia demanda la sanción que corresponde. El Señor estableció Su Ley al decir que no se debía comer del árbol de la ciencia del bien y el mal (Gn. 2:17), pero como sabemos, el ser humano quebrantó este mandato y fue sujeto a la muerte, maldito y expulsado del huerto, perdiendo así la participación y el disfrute del reino de Dios en la tierra.

Así, desde que el pecado entró en el mundo ha existido un reino de oscuridad, un dominio de la maldad, la rebelión y la muerte que se opone a Dios y que ha sometido a la creación y, de forma especial, a la humanidad, a la esclavitud. “Pero Dios, lleno de gracia, se ha complacido en revelar desde el mismo amanecer de la historia, que Él todavía está por establecer Su reino en este mundo… ”.[1]

Desde ahí en adelante, toda la Biblia se trata de cómo Dios mismo restaurará este reino. Él lo hará a través de un hijo de la misma Eva que comió del fruto prohibido, y ese hijo prometido aplastaría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15), lo que habla de la restauración del dominio perdido y de la victoria sobre los rebeldes.

Así, desde el trágico momento del pecado y su maldición, el Señor en su misericordia entregó esperanzadoras promesas que comenzaron a dar forma gradualmente a la idea de “la venida del reino”. Con la venida de ese reino prometido, el Señor daría a conocer Su gloria y reafirmaría de manera categórica Sus derechos soberanos sobre la creación que cayó bajo el pecado.

La idea del reino quedó estampada en el corazón del hombre. La nostalgia del Edén perdido le hacen buscar la gloria y el dominio, pero este deseo que en principio es bueno, se deforma y tuerce por efecto del pecado, degenerando en un vicio abominable. Por ello, una verdad esencial que el pecado oscureció es precisamente que el reino es “de Dios”, y lo que queda es una búsqueda perversa del dominio del hombre, por el hombre y para el hombre. Este reino humano se refleja en Babel, con el deseo de construir un reino sin Dios que llegase hasta el cielo, y esta disposición se refleja en toda la historia, hasta nuestros días. Tal como esa torre, todo intento humano rebelde está destinado a la ruina y la confusión.

Esto contrasta con lo que se relata en el capítulo siguiente, Gn. 12:1-3, con el llamado de Dios a Abraham:

Y el Señor dijo a Abram: «Vete de tu tierra, De entre tus parientes Y de la casa de tu padre, A la tierra que Yo te mostraré. 2 Haré de ti una nación grande, Y te bendeciré, Engrandeceré tu nombre, Y serás bendición. 3 Bendeciré a los que te bendigan, Y al que te maldiga, maldeciré. En ti serán benditas todas las familias de la tierra»”.

El Señor deja muy en claro que es Él mismo quien restaurará el reino, y lo hará por Sus medios, por la obra de Su poder y para Su gloria. Al contrario de Babel, el Señor haría una nación verdaderamente grande y bendita, por medio de un matrimonio de ancianos nómades, donde la esposa era estéril. Desde ese contexto de debilidad, el Señor escogió levantar su reino visible en esta tierra, para que quedase claro que es Su poder y Su llamado el único que puede restaurar el reino perdido, haciendo una nación que no será dispersada y glorificando a los que habían caído en pecado y no podían salvarse a sí mismos. Todo esto, no para gloria del hombre, sino para gloria de Dios.

Además de entregar promesas sobre la restauración de este reino, el Señor dio un anticipo visible, como una sombra de lo que había de venir. Este anticipo fue la redención de Israel de la esclavitud en Egipto, y luego su establecimiento como reino en la tierra de Canaán, viviendo bajo la Ley de Dios y disfrutando de Su bendición.

Sin embargo, a través de esa misma Ley Dios les había dejado claro que si desobedecían Sus mandamientos, recibirían maldición y serían juzgados. Tristemente, la historia de Israel refleja su constante rebelión contra Dios y el rechazo a Su Ley y al gobierno que Él debía ejercer sobre ellos como Señor. Por ello, Israel fue primero disciplinado a través de medios como las enfermedades, la invasión enemiga, el hambre y calamidades naturales, y luego, tal como Adán fue expulsado del huerto, Israel terminó siendo exiliado, perdiendo así la expresión visible del reino: ya no eran el pueblo de Dios, en el lugar de Dios; no estaban sometidos a Su gobierno ni disfrutaban de Su bendición.

A través de los profetas, el Señor confrontó duramente el pecado de Su pueblo, pero también les dio promesas de la venida del reino, que traería una renovación de todas las cosas. Así fue tomando forma la esperanza de “la venida del reino”.

El reino prometido en los profetas trae bienestar y paz al pueblo de Dios, pero no está centrado en el hombre, sino en Dios, y no vendría por causa de la actividad del hombre, sino que sólo Dios podía hacerlo llegar a nosotros. Y es que el reino es el resultado de la presencia y la obra de Dios irrumpiendo en el mundo bajo el pecado.

Esta transformación sobrenatural que sólo el Señor puede obrar, es la única que puede producir un cambio cósmico, como describe el profeta Isaías que será el fruto del reinado del Mesías:

El lobo morará con el cordero, Y el leopardo se echará con el cabrito. El becerro, el leoncillo y el animal doméstico andarán juntos, Y un niño los conducirá. 7 La vaca con la osa pastará, Sus crías se echarán juntas, Y el león, como el buey, comerá paja. 8 El niño de pecho jugará junto a la cueva de la cobra, Y el niño destetado extenderá su mano sobre la guarida de la víbora. 9 No dañarán ni destruirán en todo Mi santo monte, Porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor Como las aguas cubren el mar.” (Is. 11:6-9).

Se trata así de un cambio no sólo cosmético, sino una restauración total del orden de cosas por el poder soberano de Dios, pasando de un mundo bajo el pecado y la muerte a una creación llena de la justicia, la paz y la voluntad de Dios, pues Él es quien lo gobierna ya sin oposición de los rebeldes.

Se trata de un estado de paz y gozo, que se describe como lo hace Miqueas: “Y se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente; porque la boca de Jehová de los ejércitos lo ha hablado” (Miq. 4:4). Ese sentarse bajo propia vid y la higuera describe ese estado de la llegada del Shalom de Dios, que tiene la idea de plenitud, armonía con Dios y con Su creación, viviendo bajo su bendición y su paz.

En ese contexto, la Escritura describe a los judíos piadosos del tiempo en que nació Jesús, como aquellos que esperaban el cumplimiento de las promesas del Señor, esperando la consolación de Israel como Simeón (Lc. 2:25), o esperando la redención en Jerusalén, como la profetisa Ana (Lc. 2:38); o esperando el reino de Dios, como José de Arimatea (Lc. 23:51).

Esta esperanza de la consolación de Israel, de la redención de Jerusalén y del Reino de Dios es una y la misma esperanza, y todas ellas se relacionan con la venida del Mesías

Y es que el Antiguo Testamento anticipaba que la venida del reino sería en una Persona: Esto queda claro desde la promesa entregada en Gn. 3:15, cuando se habla de una simiente singular o un hijo de la mujer que aplastaría a la cabeza de la serpiente, restaurando así el orden de cosas que fue arruinado con el pecado. Posteriormente, se promete una simiente de Abraham en la que serían benditas todas las naciones (Gn. 22:18), lo que es interpretado por el apóstol Pablo como refiriéndose a un Hijo en singular (Gá. 3:16). Además, se usan títulos como el Mesías (Ungido) Hijo de David que se sentaría en el trono de Su Padre y a quien Dios afirmaría en el reino para siempre, el Siervo sufriente del Señor que llevaría el pecado de Su pueblo, el Hijo del Hombre quien recibiría el reino eterno (2 S. 7:12-14; Is. 9:6; 42:1,3b; 53:3 y ss.). Así, las Escrituras hablaban de un Hijo prometido, al cual Dios enviaría sobrenaturalmente.

Conociendo este trasfondo, nota que el Evangelio según Marcos relata el inicio del ministerio de Jesucristo de la siguiente forma: "Jesús vino a Galilea predicando el evangelio de Dios. 15 «El tiempo se ha cumplido», decía, «y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en el evangelio»" (Mr. 1:14-15).

Es decir, la proclamación de Jesús es descrita como la buena noticia (el evangelio) del Reino de Dios. Esa frase que pudiera parecernos tan breve y en la que quizás no nos detuvimos en un primer momento, tiene un gran peso y significado. Luego de miles de años de espera de que el Señor cumpliera sus promesas respecto de la restauración y la salvación que anunció desde Gn. 3:15, y después de tantas penurias y humillaciones, de sufrir bajo liderazgos corruptos, opresión de los enemigos e incluso el exilio en tierras lejanas, por fin llegaba la mejor noticia de toda la historia: El reino se había acercado, el Ungido del Señor había visitado a su pueblo, el Salvador prometido ya estaba ante ellos.

La forma en que debían recibirlo era en arrepentimiento y fe, poniendo su esperanza en este Hijo de David que venía a reinar para siempre sobre ellos, y aborreciendo los pecados y la rebelión en la que se encontraba no solamente ellos en particular, sino que habían caracterizado la historia de Israel como un pueblo permanentemente rebelde e infiel. Debían recibir a su Mesías de corazón para así disfrutar de su reino.

Nota que la idea de la venida del reino no fue un tema secundario en la enseñanza de Jesús, sino más bien está en la esencia de su mensaje, tanto que inicia su ministerio presentando la venida de ese reino.

Si entendemos, así, que las promesas de la venida del reino y de la venida del Mesías están unidas inseparablemente en el plan de Dios, llegaremos necesariamente a la conclusión de que el reino de Dios revela la restauración de todas las cosas en Cristo. En una palabra, se refiere a la redención, pero no entendida sólo como la conversión personal, aunque sin duda la incluye, pero se refiere a la victoria de Dios sobre el mal y la restauración de todo lo que fue afectado por el pecado.

De esta forma, con la llegada de Cristo se inauguró el reino. En otras palabras, el reino del que fuimos excluidos por el pecado, se acercó con Jesús, el Mesías prometido. Aunque todavía no lo vemos consumado, ya lo vemos inaugurado. Este es el conocido como “ya, pero todavía no”: el reino ya vino, pero todavía no ha sido plenamente establecido. Sin embargo, ya podemos entrar en él por medio de la fe en Cristo y el arrepentimiento de nuestros pecados, y ya podemos participar de la bendición de la vida eterna y la comunión con Dios y con su pueblo.

La garantía y el anticipo que Dios nos da es su Espíritu Santo en nosotros, que nos hacen nacer de nuevo, o lo que es lo mismo nacer de lo alto, nacer del espíritu. Esto es lo que nos hace nueva creación, y es lo que dice la palabra: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas

De esta forma, la nueva creación irrumpió en la vieja creación bajo el pecado, como un rayo de luz brillaría en una cueva oscura. El principio de esta nueva creación lo tenemos en la Encarnación, muerte y resurrección de Cristo, y sigue apreciándose en toda esta era por medio de la iglesia, que está compuesta por aquellos que han sido redimidos y hechos nueva creación por medio de la obra del espíritu.

A esto se refiere el reino de Dios del que Jesús habla aquí.

Pero si es que alguien podría haber malinterpretado estas palabras pensando que se trata simplemente de recibir un concepto o una idea, está muy equivocado. Al decir que debemos buscar el reino de Dios “y su justicia”, Jesús echa por tierra un cristianismo puramente teórico. El reino de Dios no es simplemente una idea, sino una vida transformada, una vida re-generada. Si hemos sido hechos nueva creación en Cristo, la consecuencia necesaria es que ya no viviremos como los que aún están en tinieblas, sino que según la nueva naturaleza que el Espíritu ha creado en nosotros, y esa naturaleza es a la imagen de Cristo. Es decir, esa nueva naturaleza no la tenemos por un esfuerzo personal que nos hace mejores que los demás, sino por la obra de Dios en nosotros.

Debemos recordar una enseñanza clave en este sermón del monte: “Porque les digo a ustedes que si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos”  (

Por otro lado, en este pasaje Jesús nos dice que el reino se manifiesta en una justicia, que también debe ser buscada. Esa justicia se encuentra plasmada en todo el sermón del monte:

Se aprecia en el corazón bienaventurado, uno que es pobre en espíritu, es decir, reconoce su bajeza delante de Dios y su necesidad de Él. Un corazón que llora por su propio pecado, que es humilde ya que reconoce que nada merece por sí mismo, sino que todo lo que recibe de Dios es por pura gracia. Un corazón que tiene hambre y sed de justicia y sabe que sólo Dios puede saciar esa necesidad, uno que es misericordioso porque ha recibido la misericordia de Dios, uno que es limpio, porque Dios lo ha lavado de inmundicia; un corazón pacificador, porque recibido la paz de Dios en Cristo. Como consecuencia de esto, es un corazón que será rechazado por el mundo, así como Cristo fue perseguido.

Esta justicia del reino lleva a los discípulos a ser sal de la tierra, siendo usados por Dios para contener la corrupción del pecado. Son también luz del mundo, ya que brillan con la luz de Dios y son usados por el Señor como faros en medio de un mundo en tinieblas, ya que portan la buena noticia del Evangelio.

Estos discípulos saben que no basta simplemente con una moral externa ni con simples conductas, sino que se trata de un corazón para Dios. Por ejemplo, no basta con contentarse con el hecho de no quitar la vida a otro, ya que el solo enojo en nuestro corazón nos hace dignos de juicio ante Dios. No es suficiente con no llegar a cometer adulterio físico con otra persona, sino que el sólo hecho de desearla en el corazón ya nos hace culpables ante Dios. Por eso, la justicia del reino no se queda con las acciones, sino que va a lo más profundo: a los deseos y motivaciones del corazón.

En la misma línea, cuando Jesús habló de las obras de justicia que eran consideradas como pilares por los judíos: la limosna, la oración y el ayuno, también las enfocó desde la justicia del reino. Mientras los escribas y fariseos las realizaban con hipocresía, ante la vista de los otros hombres para impresionarlos; la justicia del reino nos lleva a no buscar la autopromoción, sino buscar agradar a Dios en lo secreto. Así, quien da una limosna debe hacerlo de tal manera que ni su mano izquierda se entere de lo que hace la derecha. Quien ora, debe buscar el rostro del Padre Celestial en lo secreto. Quien ayuna, debe procurar hacerlo disimuladamente, sin llamar la atención sino buscando la recompensa de parte de Dios solamente.

De esto, entonces, es lo que nos habla Jesús cuando menciona el reino de Dios y Su justicia: se trata de la redención de Dios en Cristo, y de la vida transformada que resulta de esto.

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III.La búsqueda y la promesa

Habiendo visto qué es el reino de Dios y su justicia, nos centraremos, por último, en el mandato que hace el Señor (v. 33).

En primer lugar, vemos el ‘pero’. Como decíamos, esto marca el contraste con la mundanalidad que se debe evitar. Mientras debemos huir del amor a las cosas de este mundo y la ansiedad por el mañana que esto produce, hay otra cosa que debemos perseguir. Es como si el Señor dijera:

Si quieres preocuparte [afanarte], te diré de qué preocuparte. ¡Preocúpate por tu relación con el Padre! Eso es en lo que hay que concentrarse. Los gentiles buscan estas otras cosas, y muchos de vosotros también, pero “buscad más bien”. Eso es lo que hay que buscar […] Si quieres buscar algo, si quieres estar ansioso por algo, estate ansioso por tu condición espiritual, tu cercanía a Dios y tu relación con Él. Si pones eso en primer lugar, la preocupación desaparecerá; ese es el resultado. Esta gran preocupación por su relación con Dios eliminará cualquier preocupación menor por la comida y la ropa”.[2]

Para entender el contraste, piensa en esa persona que se desvive trabajando con las luces encendidas hasta la madrugada, para poder obtener más ganancias. O en esa señora que mira con ansias la máquina tragamonedas, esperando que aparezca la combinación ganadora. O en ese fan que acampa fuera del estadio, pasando frío e incomodidades para ver al artista de sus sueños, o incluso fuera de una tienda esperando el lanzamiento del último iPhone. Considera en el deseo de riquezas que llevó a los aventureros y exploradores a cruzar océanos en barcos de madera, con tal de encontrar oro.

En todos estos casos encontramos un hambre, un ímpetu, un esfuerzo que se sobrepone a las dificultades con el fin de conseguir lo que se anhela. En todos los casos mencionados, lo que se ama y se desea son cosas de este mundo, que son pasajeras y se desvanecerán. Por lo mismo, con un hambre y un deseo aún mayor debes buscar el reino de Dios, que es eterno y es lo más sublime que puedes desear.

Por tanto, cuando Jesús habla de una búsqueda eso involucra un hambre, esfuerzo, persistencia. Si buscas con urgencia tu celular o tus llaves cuando se te pierden, mucho más debes tener esa actitud hacia el reino de Dios. Uno de los mayores errores cuando se habla de la salvación por gracia, es pensar que anula tu esfuerzo. ¡NO! No lo anula, sino que lo hace posible. Por un lado, sostenemos firmemente que Dios nos salva por Su obra sobrenatural, no por obras que nosotros podamos hacer. Pero justamente esa vida que Él nos da por gracia, ese nuevo corazón, es uno fortalecido y capacitado por Dios para creer y obedecer. La misma Escritura que dice “separados de Mí nada pueden hacer” (Jn. 15:5), dice también “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13), y eso se refiere a que Dios nos da el poder para vivir como debemos hacerlo ante Su presencia.

En este sentido, con el mandato de buscar el reino de Dios, Jesús no nos está diciendo cómo ser salvos, sino que está enseñando cuál debe ser la disposición en quienes ya han sido salvados. Hemos recibido el reino de Dios que vino en Cristo por medio de la arrepentimiento y la fe, pero ahora debemos buscar más y más de él, con muchas más ansias y hambre que la que teníamos para perseguir las cosas de este mundo.

Es importante que no malentiendas esta búsqueda. Algunos han pensado que deben separarse tan estrictamente del mundo, que dejan hasta la vida en sociedad y se dedican a ser ermitaños o forman comunidades sectarias en las que se dedican a esperar aislados la segunda venida de Cristo. Pero nota que justo antes de hablar de la segunda venida de Cristo, Pablo manda a los creyentes en Tesalónica a que trabajen y procuren una vida tranquila y de buen testimonio ante los no creyentes (1 Tes. 4:11-12).

En el otro extremo, otros han pensado que se trata de ‘brillar’ ellos mismos y ser exitosos ‘en’ y ‘según’ el mundo, y por el solo hecho de que en su fuero interno creen en Jesús, lo que hacen está de alguna forma bendecido. Pero se trata de buscar el reino de Dios, no el nuestro, de manera que nuestro éxito se mide en si estamos dando la gloria a Dios o no.

En consecuencia, buscar el reino de Dios implica desear que Su majestad y Su gobierno sean reconocidos por todos, en todo tiempo y lugar, iniciando por tu propio corazón. Significa reconocer y confesar de todo nuestro ser, que:

El Señor reina, vestido está de majestad; El Señor se ha vestido y ceñido de poder; Ciertamente el mundo está bien afirmado, será inconmovible. Desde la antigüedad está establecido Tu trono; Tú eres desde la eternidad” (Sal. 93:1-2).

Implica desear ardientemente que toda la creación se someta a Dios, que le alabe y le sirva, porque sólo Dios es digno de toda gloria y honor por siempre. Significa anhelar por sobre todo que llegue ese momento relatado en Apocalipsis:

Y oí decir a toda cosa creada que está en el cielo, sobre la tierra, debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay: «Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos»” (Ap. 5:13).

Y esto tiene que ver con la palabra que usa Jesús para describir cómo debe ser tu búsqueda. Dice “busquen primero Su reino y Su justicia”. Esto no significa que es algo que hacemos al comienzo, para luego pasar a otra cosa, así como por ej. primero tomamos desayuno y luego dejamos eso y nos ocupamos de las tareas del día. ¡No! Más bien es ‘primero’ en el sentido de prioridad, de algo esencial, fundamental, así como se echa primero el cimiento y sobre eso se construye todo lo demás, de la misma forma, debes buscar primero el reino de Dios y Su justicia y toda tu vida debe entenderse y construirse desde esa búsqueda esencial.

Por lo mismo, buscar primero el reino de Dios y Su justicia implica que te postres ante Cristo como tu Rey, que Su Ley sea la que dirija tu vida, de manera que sometas todo lo que eres y lo que tienes a Él y deseas que se haga Su voluntad en ti: en tus pensamientos, tus deseos, en tu cuerpo y tu alma, en tus palabras y tu silencio, en todas tus relaciones personales, en tu trabajo, en tu tiempo, en tus posesiones, en fin, que todo lo que eres sirva a Cristo como un se pone plenamente al servicio de Su Rey.

Implica, entonces, que si tienes un proyecto, una meta, un deseo que realizar, si te propones estudiar o trabajar en algo, si anhelas tener un noviazgo y un matrimonio, si deseas tener hijos; es porque eso contribuye al avance del reino. Incluso más cotidiano: cuando te levantas por la mañana y te acuestas por la noche, lo que buscas y deseas es el reino de Dios en ti y sobre todas las cosas.

Por eso, en la oración modelo conocida como el “Padrenuestro”, antes de rogar por el pan diario, Jesús enseñó a pedir al comienzo: “Santificado sea Tu Nombre. Venga Tu reino. Hágase Tu voluntad” (6:9-10). Con esto, enseña que lo primero que debes desear y rogar que Dios sea exaltado sobre todo y que Su reino se establezca por completo.

Mientras los paganos viven amando las cosas de este mundo y ansiosos por el mañana, tú como cristiano debes vivir buscando primero el reino de Dios y Su justicia. Así es como Jesús describe tu vida en este mundo. Por tanto, podemos describir al cristiano como aquel que vive buscando primero el reino de Dios y Su justicia. Mientras el corazón mundano pone su esperanza y deseo en las cosas de esta creación corrompida por el pecado, el corazón del discípulo debe poner su esperanza en Cristo, el rey prometido, y en la nueva creación que será llena de la gloria de Dios.

Y el Señor promete: si esta es tu búsqueda, si es el anhelo de tu corazón, Dios mismo se ocupará de añadir lo que necesitas. Los paganos se desviven por qué comerán, qué beberán y cómo vestirán (v. 31), pero los cristianos confían en su Padre Celestial, que tiene cuidado de ellos y que se ocupará de cubrir sus necesidades. Mientras más te ocupes en buscar primero el reino de Dios y su justicia, más se irá desvaneciendo el amor por las cosas de este mundo, la ansiedad por el mañana y las preocupaciones terrenales.

Esto no significa que debes ser indolente ni negligente. Lo que significa es que sabes que tu deber es buscar a tu Padre que está en los Cielos y dedicar a Él todas las áreas de tu vida, y que tu confianza es que Él se ocupará de cuidarte y proveerte.

¿Estás buscando primero el reino de Dios y su justicia? ¿Se puede hablar de ti como una persona que vive buscando primero el reino de Dios y su justicia? ¿O lo que persigues primero más bien es “dinero, amor y salud” como quienes no conocen a Dios?

La búsqueda a la que debes entregarte se ve reflejada en la del Apóstol, con lo cual concluimos:

todo lo que para mí era ganancia, lo he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo… una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:7-8, 13-14).

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  1. D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon on the Mount, Second edition (England: Inter-Varsity Press, 1976), 378.

  2. Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, 459,461.