Considerando bien los tiempos

Domingo 19 de abril de 2020

Texto base: Ec. 7:1-14.

El libro “Un Mundo Feliz”, de Aldous Huxley, publicado en 1932, presenta una sociedad hipotética e indeseable, donde hay una tiranía totalitaria que lo controla todo, y que determina la vida de las personas desde su gestación hasta su muerte, asignándoles roles que deben cumplir sin cuestionamientos como si fueran simples máquinas. También manipulan sus emociones con una droga llamada “soma”. Así, cuando alguno se sentía triste, frustrado o enojado, o cuando había peligro de un disturbio social, simplemente les rociaban soma y todas las emociones negativas desaparecían, quedando sólo una sensación de tranquilidad y felicidad.

Ciertamente como sociedad no hemos llegado a lo que plantea esta obra de Huxley, pero llama la atención que algunos han llamado a nuestra época “la era de los analgésicos”. A diferencia de otras edades donde el hombre debía enfrentar los dolores de la muerte, la guerra, las lesiones y las enfermedades por sus propios medios, hoy contamos con pastillas y sustancias que permiten anular o disminuir notoriamente el dolor físico, y tenemos algunos medicamentos que ayudan a lidiar con depresiones y crisis de angustia. No sólo eso, tenemos a disposición cada vez más medios de entretenimiento, diversiones y pasatiempos; más que nunca en la historia. Si a esto sumamos que los niveles de comodidad, progreso tecnológico y prosperidad son los más altos que se hayan experimentado alguna vez, el resultado es que vemos al dolor y la muerte como algo lejano y ajeno.

Así, tenemos una variada oferta de “soma” para tranquilizar nuestras emociones negativas y traernos una sensación de alegría. Tanto es así que el filósofo Slavoj Zizek, quien no es cristiano, llegó a la siguiente conclusión: "En nuestra sociedad posmoderna, estamos obligados a gozar. El gozo se convierte en una clase de obligación perversa...".

Considerando lo anterior, este pasaje de Eclesiastés desafía abiertamente a nuestra cultura. Aunque fue escrito más de 900 años antes de Cristo, se encuentra más vigente que nunca. El Señor nos habla a través de este predicador, quien experimentó distintos placeres y bienes terrenales, pero no encontró contentamiento en ninguno de ellos, y nos exhorta a ver que la vida sin el Señor es vana, y a reflexionar sobre la necesidad de vivir a la luz de la eternidad, en el temor de Dios, que es lo único que puede traer contentamiento.

Este pasaje corresponde a una sección en el libro que contiene consejos misceláneos, pero que aún así guardan alguna conexión unos con otros. Hay una serie de razonamientos donde se destaca una cosa como mejor que otra, y hay repeticiones y juegos de palabras. Los vv. 13-14 operan como una conclusión de esta sección. Nos concentraremos en algunos de estos versículos, y veremos que somos llamados a considerar bien los tiempos, y eso lo haremos:

I. Considerando nuestros pensamientos

II. Considerando nuestras influencias

III. Considerando nuestro enfoque

IV. Considerando a Dios en medio de las circunstancias

I. Considerando nuestros pensamientos (vv. 2-4)

Me atrevo a decir que ninguna persona común y corriente nos diría que es mejor ir a un funeral que a una fiesta. Es algo que suena como un instrumento desafinado a nuestros oídos, nos hace un cortocircuito en el cerebro. ¿Cómo va a ser mejor estar allí donde todos lloran y hasta hay al menos un muerto, en lugar de estar donde todos celebran y ríen?

Bueno, el predicador nos está diciendo que el funeral hace un bien mayor a nuestra alma, ya que nuestra vida aquí no será un eterno banquete, sino que tenemos un fin seguro, y ese es la muerte. Tanto es así que, luego de nuestro nacimiento, no hay nada más seguro que ese hecho: vamos a morir. Al nacer, nos espera una cuna, y unos cuantos pasos más allá, el sepulcro: “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9:27).

Por lo mismo, el funeral hará que meditemos en la forma en que vivimos esta vida, nos llevará a pensar que un día nos tocará a nosotros ser despedidos de este mundo, e inevitablemente nos preguntamos cómo será ese momento, si estaremos preparados cuando llegue, si hoy mismo estamos encaminándonos para que no nos encuentre de sorpresa; en fin, nos lleva a reflexionar en nuestros caminos.

Cuando estamos aún digiriendo esto de que el funeral es mejor que la fiesta, viene el v. 3, que nos dice que es mejor el pesar que la alegría. Por alguna razón, los tiempos de dolor y tristeza profundos hacen que nos concentremos en aquellas cosas esenciales. Entramos, por así decirlo, en un modo de sobrevivencia. Claramente esto no siempre es así, si nosotros reaccionamos mal ante la tristeza podemos cometer terribles errores y pecados, pero si nos conducimos correctamente bajo el dolor, tenemos la oportunidad de crecer y ser fortalecidos espiritualmente.

Aquí nos vemos enfrentados a un dilema. Pensemos por un momento: ¿Preferimos crecer, aunque eso implique dolor, o permanecer sonriendo, pero sin crecimiento espiritual?

No me malinterprete, no estoy diciendo que ud. debe buscar el dolor para ser santo. Este es un error en el que muchas personas han caído en la historia, maltratando su cuerpo a propósito para poder crecer en santidad. No es eso lo que dice el texto. A lo que apunta es que no debemos evitar atravesar esos momentos de dolor que vienen a nuestra vida, no porque estemos buscando el sufrimiento, sino porque nuestra vida en la tierra sí o sí traerá esos momentos difíciles. Pero cuando ellos lleguen, no intentes evadirlos buscando “analgésicos espirituales”. El enemigo nos ofrecerá muchas de sus pastillas que prometerán quitarnos el dolor, pero en realidad sólo nos van a entretener por un rato, sin enfrentar la causa de ese dolor. Sólo cubre nuestra herida por encima, pero no trata la infección que la está afectando. Luego, cuando quitamos ese parche superficial que el enemigo nos ofrece, vemos que la infección ya nos ha atacado por completo.

Ante el dolor y la aflicción, hoy podemos ver una maratón de series o de vídeojuegos, o quizá habrá amigos que nos invitarán a salir, o podríamos intentar evadir nuestros pensamientos trabajando más horas, o entregándonos a vicios como el alcohol o las drogas. Incluso, literalmente podemos recurrir a medicamentos que nos ayuden a evadir esa aflicción que sentimos. Hay muchas alternativas, y cada vez tenemos más, porque vivimos en un mundo dopado por el entretenimiento. Es cierto, muchas de estas cosas no son malas en sí mismas. Podemos disfrutarlas dando gracias a Dios por ellas. El punto es que, si buscamos en ellas nuestro alivio y nuestro refugio ante el dolor, se transforman entonces en falsos dioses que nos ofrecen consuelo y paz, pero que sólo terminarán haciéndonos caer más bajo.

Entonces, no da lo mismo la forma en que enfrentamos la tristeza. Es esencial que sepamos distinguir esa actitud ante la tristeza que nos llevará a ser fortalecidos espiritualmente, de aquella que nos dejará todavía peor que antes: “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Co. 7:10).

Por tanto, si reaccionamos piadosamente ante los momentos dolorosos, llevándolos a los pies del Señor para encontrar nuestro consuelo en Él y sólo en Él, entonces esos momentos van a ser más provechosos para nosotros que una risa superficial, o una alegría que nos mantenga anestesiados espiritualmente.

La actitud de fiesta permanente puede engañarnos, puede funcionar como una droga que comienza a desdibujar la realidad, de modo que ya no vemos las cosas correctamente. Por eso el v. 4 nos dice que el corazón de los sabios está en la casa de luto. Se refiere a que los sabios no evaden la realidad, sino que consideran el dolor desde la Palabra de Dios, y lo enfrentan piadosamente. Ante la muerte y los sufrimientos, buscarán el rostro del Señor y atravesarán ese valle de sombra de muerte tomados de la mano de su Buen Pastor. En contraste, los necios buscarán esa alegría frívola, esa risa falsa y artificial que les haga sentir bien, pero sin considerar sus vidas ni la realidad como deben hacerlo.

II. Considerando nuestras influencias (vv. 5-6)

Por lo ya dicho, debemos evaluar bien de quiénes nos rodeamos, a quiénes escuchamos, quiénes son nuestras influencias. Esto es fundamental, porque nosotros podríamos decir “amén” a todo lo anterior, pero debido a las influencias que hemos escogido, podríamos ser tentados a ver la realidad de otra forma, es posible que estemos escuchando voces que nos aconsejan según este mundo y que nos hacen más difícil considerar nuestra vida como deberíamos hacerlo.

Recordemos que nuestro corazón se inclina continuamente al mal, incluso siendo creyentes. No sólo debemos creer en la verdad, sino que debemos rodearnos de quienes nos animen a perseverar en esa verdad, que sean un apoyo para poder crecer y ver la realidad desde la Palabra de Dios. Debemos escoger influencias santas. Eso no significa que debemos dejar de hablar y de reunirnos con los no creyentes. Pero cuando buscamos consejo y abrimos nuestro corazón en conversaciones más profundas, debemos buscar amigos que amen al Señor y sean sabios en su Palabra.

Como nuestro corazón es engañoso, habrá momentos en que incluso trataremos de interpretar la Palabra a nuestra conveniencia, y ocasiones en donde no nos daremos cuenta que estamos transitando un camino peligroso, o derechamente ya estamos con el pantano hasta el cuello. En esas situaciones necesitamos que un hermano pueda mirar la situación desde fuera y decirnos la verdad desde la Palabra de Dios. Que pueda usar la Escritura como una regla para mostrarnos nuestras líneas torcidas.

Así, es mejor entonces oír la reprensión del sabio que la canción de los necios. La reprensión del sabio es como esos medicamentos con mal sabor. Al principio no son de nuestro gusto, por un momento nos generan una mala sensación, pero finalmente nos hacen bien ayudándonos a combatir un mal que hay en nosotros. Aquel que se deja reprender por sabios, muestra que él también es sabio: “Corrige al sabio, y te amará” (Pr. 9:8). Esto porque no se puede ser sabio sin ser enseñable. Por eso también dice: “El oído que escucha las amonestaciones de la vida, Entre los sabios morará” (Pr. 15:31).

Entonces, la Escritura claramente nos está diciendo que el camino a la sabiduría pasa necesariamente por escuchar las reprensiones con humildad y aceptar que otros vean en nosotros nuestros pecados y fallas, para así poder tratar con esas áreas en el poder del Espíritu.

Sin embargo, a la par con la reprensión de los sabios podremos siempre escuchar de fondo la canción de los necios. Es decir, siempre habrá necios dispuestos a cantarnos su serenata de tonterías. Podemos imaginar aquí una comparsa de jóvenes en fiesta, que van cantando abrazados por la calle e invitan a otros a sumarse. Si queremos encontrar a alguien que nos haga extraviar del camino de la sabiduría y nos invite a ver la vida según el mundo, se los aseguro, lo encontraremos.

Recordemos el viaje de Cristiano, en el Progreso del Peregrino. Ni siquiera tenía que esforzarse en buscar. Naturalmente en su camino aparecían compañeros de viaje que intentaban sacar los pies de cristiano de la senda de la vida. Así también ocurre en tu vida y en la mía, por eso es preciso escoger bien de quién nos rodeamos, a quién abrimos nuestro corazón y pedimos consejos.

Las influencias que escogemos para nuestra vida impactan más profundamente en nosotros de lo que pensamos. Recordemos las palabras de la Escritura: “No erréis; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (1 Co. 15:33). Esto es algo que los padres debemos recalcar mucho a nuestros hijos, porque puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte para ellos.

La canción de los necios es vana, lo que ellos dicen no tiene sentido realmente, es como escuchar las ramas de un espino crujiendo en el fuego. Ese ruido no tiene coherencia ni consistencia, es vacío, no alimenta el alma, son solo chasquidos en medio del fuego. Quienes escuchan sus tonterías, están preparando su camino a la destrucción.

Pero ¿Qué es más agradable de escuchar, una reprensión o una canción? Cuidémonos de no guiarnos por lo que agrada a nuestros deseos engañosos, sino por lo que nos lleva a la vida. Considerando lo ya dicho, ¿No es cierto que en nuestro tiempo preferimos hacer bromas para escapar de las conversaciones difíciles? Si vamos a decir alguna verdad incómoda a alguien, muchas veces optamos por decirlo a modo de chiste, evitando así una conversación seria que podría ser de gran provecho para el alma del otro y para la nuestra. ¿Cuántas veces le ha pasado que cuando intenta hablar algo en serio, aparece alguien diciendo “pero no seas tan grave”? Incluso en internet, está lleno de bromas sobre temas extremadamente sensibles. Se bromea con la muerte, con las enfermedades, con los pecados como el adulterio y la homosexualidad, se bromea hasta con el Nombre y la Palabra de Dios, a pesar de que la Escritura dice claramente: “Los necios se mofan del pecado” (Pr. 14:9), y “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (Éx. 20:7). ¿No son todas estas cosas esa canción de los necios? ¿No son como el estrépito de los espinos bajo la olla?

No me tome a mal, aquí no estamos hablando de andar con el ceño fruncido todo el tiempo. Se trata de no reírnos sobre cosas en las que deberíamos reflexionar con seriedad, porque esa risa fácil es el escape que busca nuestra naturaleza de maldad para no arrepentirse de sus pecados ni meditar en cómo agradar a Dios.

Cuidémonos, entonces, de no tomar la salida fácil de la broma y el chiste, porque nos pueden llevar justamente a lo que denuncia este pasaje. Claramente no esperemos que los necios reflexionen con nosotros en la casa de luto. Ellos nos mirarán con reproche y nos dirán amargados, mientras seguirán cantando más fuerte sus tonterías. No los sigas en sus canciones. Examina tus influencias y tus conversaciones, y evalúa bien a quién quieres agradar. Si quieres honrar al Señor, no esperes entonces que los necios te aplaudan, pero los sabios buscarán tu compañía y tu conversación.

III. Considerando nuestro enfoque (vv. 10-12)

Además, es necesario que revisemos la actitud que tenemos ante los tiempos. Al parecer el dicho “todo tiempo pasado fue mejor” no es nuevo. Ya lo encontramos aquí.

Y es que no sólo podemos tener una tendencia a la risa frívola y superficial, sino que también es posible que optemos por una nostalgia dañina, una que nos lleva a anhelar un pasado supuestamente más deseable que el presente. A veces incluso podemos inducirnos a estar tristes con música u otros estímulos que sabemos que nos llevarán a esos estados emocionales. La Escritura también tiene palabras para eso: Por supuesto, “Dedicarle canciones al corazón afligido es como echarle vinagre a una herida o como andar desabrigado en un día de frío” (Pr. 25:20 NVI).

El predicador aquí nos llama a no preguntarnos por qué los tiempos pasados fueron mejores, ya que “nunca de esto preguntarás con sabiduría” (v. 10). Y en realidad es evidente: ¿Quién de nosotros ha podido viajar alguna vez al pasado? ¿Quién ha podido volver a disfrutar sus alegrías de la niñez o sus juegos de la juventud? La única forma de acceder lejanamente al pasado es a través de recuerdos, que sólo nos permiten saber que esos buenos momentos ocurrieron, pero nada más. No podemos realmente experimentarlos de nuevo.

Entonces, en primer lugar, es necio cuestionarse estas cosas porque es imposible volver al pasado y nada sacamos con ese estado melancólico. En segundo lugar, es necio porque es una ilusión. Ud. cree que ese tiempo pasado fue mejor, pero resulta que ha ido eliminando convenientemente de sus recuerdos todas aquellas cosas que le resultan desagradables de esos momentos que tanto anhela. Claro, no podemos olvidar todo lo malo, pero casi por un asunto de salud mental, vamos resaltando lo mejor, lo que nos permite dormir tranquilos. Pero cuando Ud. comienza a hacer un esfuerzo y a analizar bien ese tiempo que le resulta tan añorado, se dará cuenta que había cosas que estaba pasando por alto y que impedían que ese tiempo fuera el cielo en la tierra. Nuestro corazón nos engaña envolviendo el pasado en ensueños agradables, escondiendo las cosas no tan buenas bajo la alfombra del olvido.

En tercer lugar, y lo que es más importante, es necio porque no tiene en cuenta en absoluto al Señor ni a su voluntad sobre nuestra vida. Fijémonos en algo: cuando nos perdemos en esta melancolía y comenzamos a soñar con nuestro pasado supuestamente mejor, olvidamos nuestro propósito en la tierra, nuestro lugar ante Dios y su trato con nuestras vidas.

Olvidamos nuestro propósito en la tierra, porque no vinimos aquí simplemente a vivir momentos agradables. La vida no es un paseo por el parque un día de verano a las 7 de la tarde. Estamos aquí para dar gloria a Dios, para agradarlo a Él, para vivir el hoy poniendo nuestros ojos en Cristo y confiando en sus cuidados. Tenemos el increíble privilegio de participar de su reino, de su gran obra de salvación en el mundo. Esa buena obra demanda que nos apretemos el cinturón y nos pongamos a servir con alegría, en lugar de quedarnos en un rincón llorando por un pasado que nunca volverá y que nosotros mismos hemos adornado en la ilusión de nuestra mente.

Además, implica olvidar nuestro lugar ante Dios. Él nos ha adoptado en Cristo, fuimos hechos hijos de Dios por su amor eterno hacia nosotros. Siendo así, ¿Por qué tendríamos que estar mirando hacia atrás con nostalgia? ¿Anhelas volver a ese tiempo de la infancia en que tus padres cuidaban con amor de ti? Bueno, ¿Acaso no te das cuenta que hoy mismo tu Padre Celestial te cuida con un amor infinitamente mayor? ¿Es que no confías en que Él te protege y te guía como el Buen Pastor? Cuando miramos al pasado con esta melancolía, estamos diciendo al Señor: “no estoy conforme con las bendiciones que me das hoy”. Es una forma sutil de ingratitud. Nuestro contentamiento debe estar en ese amor que Dios nos ha demostrado en Cristo, recordando que sus misericordias se renuevan cada mañana.

Por otra parte, al pensar con esta nostalgia olvidamos el trato de Dios a nuestra vida. Perdemos de vista que Él usa las circunstancias para ir formando a Cristo en nosotros, y eso incluye tanto los momentos gratos como aquellas aflicciones que tocan nuestra puerta. Querer escapar a un pasado que no volverá, muchas veces tiene que ver con querer ahorrarse esas pruebas que Dios nos da en el presente, para que podamos ser fortalecidos en fe y forjados a la semejanza de nuestro Salvador.

Por último, esta melancolía es necia porque nos hace mirar hacia el lugar incorrecto. Comparemos esta nostalgia con la actitud que el Ap. Pablo expuso en su carta a los Filipenses: “… una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (3:13-14).

Si alguien tenía razones para añorar el pasado, era el Ap. Pablo en ese momento. Se encontraba en la cárcel, en un calabozo fétido, húmedo e insalubre. Podría haber estado llorando por sus días pasados de libertad, pero en lugar de eso ponía su vista en la meta, y la meta nunca está atrás, sino adelante. El Apóstol no se quedaba mirando los tiempos gratos que ya no volverán, sino esa gloria eterna que está por venir, ¡y eso no está en el pasado, sino en el futuro! Por tanto, cuidémonos de esa nostalgia que nos desenfoca por completo y nos hace dar vuelta la cabeza hacia el lugar incorrecto. Pongamos nuestros ojos en Cristo y no miremos hacia atrás, ya que caminaremos torcido y corremos el peligro de chocar con cosas y tropezarnos. Mirando a Cristo, hacia adelante, nuestros pasos estarán firmes y seguros.

Nuestro enfoque sobre los tiempos, entonces, no debe ser simplemente vivir momentos gratos, sino buscar la sabiduría. El conocimiento y el dinero sirven para muchas cosas en esta tierra y en ciertos casos nos sacan de apuros, nos “defienden”, sin embargo, la sabiduría es más excelente, ya que “da vida a sus poseedores” (v. 12). Y la sabiduría no pasa por buscar esa risa permanente, sino por entender que nuestras vidas están en las manos del Señor y que Él está tratando con nosotros para su gloria y para nuestro bien. Es imposible que de esto resulte un mal.

IV. Considerando a Dios en medio de las circunstancias (vv. 13-14)

Por tanto, si de buscar sabiduría se trata, es imposible hacerlo sin tener en cuenta al Señor en medio de las circunstancias. Los vv. 13-14 son una conclusión de esta sección, y nos llevan a poner la mira por sobre las situaciones que vivimos, entendiendo que el Señor está gobernando el mundo, que nada ha escapado de su control y que nos dirigimos hacia esa meta que Él ha establecido, donde su Nombre será engrandecido y su pueblo será exaltado.

La exhortación del v. 13 es directa: “Mira la obra de Dios”. Esa es la clave. Si dejamos de pensar que somos los protagonistas de nuestra película y en lugar de eso recordamos que somos siervos en la obra del Señor, nuestra visión de las cosas cambiará por completo. Sobre la risa y el llanto, sobre la alegría y la tristeza, sobre nuestro pasado, el presente y el futuro, está el Señor realizando su obra, dirigiendo todo con su sabia providencia.

Muchas veces somos como nuestros pequeños, que se empecinan en comer una basurilla del piso, cuando tienen la comida esperando servida en la mesa. Cuando les quitamos la basurilla de las manos, lloran y patalean, ignorando que eso les hará mal y que en lugar de eso queremos darles comida de verdad, que los va a nutrir y fortalecer. Queremos que, en lugar de estar en el suelo, ellos se sienten a la mesa a compartir con nosotros, tal como Dios quiere que dejemos nuestras pequeñeces y disfrutemos de una comunión más plena con Él.

A veces nos frustramos y llegamos a enojarnos con Dios porque nos parece que el presente es desagradable, pero ignoramos lo que está haciendo en nuestras vidas, no nos damos cuenta de esa obra que va en progreso no sólo en nosotros, sino en todo su pueblo y en el mundo entero. Seguimos concentrados sólo en lo que tenemos frente a nuestra nariz, mirando sólo a un nivel terrenal, cuando deberíamos tener en cuenta que el Señor está moviendo millones de pequeños engranajes para que su plan perfecto se cumpla. Deberíamos en realidad sentirnos privilegiados de que Él nos considere para su obra, y que quiera tratar con el pecado en nosotros para hacernos santos para Él. ¿Qué mayor bien podríamos desear?

Además, Él no nos ha dejado en oscuridad. Nos ha dado la tranquilidad de que esto es así. A veces nuestros hijos nos preguntan por qué les estamos prohibiendo algo que quieren hacer, y nosotros les decimos “tranquilo hijo, yo sé por qué te lo estoy diciendo”, así el Señor nos dice en su Palabra: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Ro. 8:28). Tranquilos, hijos de Dios, nuestro Padre Bueno sabe lo que está haciendo. Preocupémonos de ser fieles y obedientes, Él nos llevará a salvo a la otra orilla. No es un tirano sin corazón, es el Padre Celestial.

Fijémonos que dice: “¿quién puede enderezar lo que él torció” (v. 13). Llama la atención como lo presenta, porque lo pone desde nuestra perspectiva. Muchas veces nos parecerá que Dios está “torciendo” algo. Nos da ganas de decirle: “Señor, lo estás haciendo mal, no es así”. Si pudiéramos, le tomaríamos las manos y lo forzaríamos a ir en la dirección que a nosotros nos parece. Pero en realidad lo que ocurre es que Dios está enderezando las cosas. Las está ubicando en el lugar que corresponde y dirigiendo hacia donde deben apuntar. Gloria a Dios porque nosotros no podemos frustrar esa obra que Él está haciendo, y que siempre terminará en un fin perfecto.

En conclusión, “Cuando te vengan buenos tiempos, disfrútalos; pero, cuando te lleguen los malos, piensa que unos y otros son obra de Dios, y que el hombre nunca sabe con qué habrá de encontrarse después” (v. 14 NVI). Aquí confirmamos que no se trata de ser unos amargados que nunca disfrutan. Se trata de disfrutar bien, correctamente.

Tal como la tristeza del mundo es para muerte, pero la tristeza de Dios produce arrepentimiento para vida, así también hay una alegría del mundo que produce muerte, y un gozo que es del Señor, y que nos permite disfrutar de verdad, a plenitud. No es ese “piensa positivo” vacío del mundo, que no tiene ningún fundamento. No es ese “sólo se vive una vez”, que lleva a una sonrisa artificial mientras estás destruido por dentro. Es la felicidad de saber que estamos bajo el cuidado paternal del Señor, y que cuando disfrutamos de algo bueno, es porque viene de la mano de nuestro Padre y Él nos ha querido bendecir.

Por otra parte, cuando venga el día malo, no olvides que también viene de la mano de ese mismo Padre bueno. Él hizo también ese día para que aprendas a depender de Él, para que encuentres tu consuelo y contentamiento no en las cosas que Él te da, sino en Él mismo, que es el dador de esas cosas. Hizo el día malo para que te des cuenta de los ídolos que estabas levantando, y de los pecados que aún habitan en ti y que debes confesar en arrepentimiento. Hizo también el día doloroso para que puedas darte llegar a la misma conclusión del salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). Así llegas a ese punto donde te das cuenta de que el Señor es todo lo que tienes realmente, y Él es suficiente, no necesitas más.

El v. 14 hace recordar el pasaje de Isaías: “que se sepa desde el nacimiento del sol, y hasta donde se pone, que no hay más que yo; yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto” (Is. 45:6-7). ¿No es esto el mayor consuelo? Que en el día malo Él es nuestro Dios tanto como en el bueno. Él no es menos Dios cuando las cosas van mal. No ha perdido el control. No deja de ser nuestro Padre cuando las cosas no resultan como queremos. No ha dejado de amarnos cuando ocurre un hecho triste o cuando hay algo que nos angustia. Él es Señor y Dios allí, y también cuando estamos tranquilos durmiendo una siesta o disfrutando de una buena comida.

Él mismo ha querido que no sepamos qué ocurrirá el día de mañana. Enfrentaremos días buenos y malos, así lo ha querido su voluntad perfecta, para que en unos y en otros le busquemos igualmente, y Él sea nuestro refugio y nuestra alegría en toda situación. Somos llamados a decir con Job: “¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?”, y “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 2:10; 1:21).

En todas estas cosas, recordemos que nuestro Salvador es llamado “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). Ese es nuestro gran Sumo Sacerdote, el único que puede compadecerse de nosotros y puede darnos auxilio ante nuestro grito desde la angustia. Él sufrió la aflicción más honda que jamás haya sido cargada, y se ha ofrecido a llevar nuestra carga con nosotros, ya que prometió diciendo: “No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5).

Tomémonos firmemente de su promesa: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. 16 Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” He. 4:15-16.