Domingo 31 de mayo de 2020

Texto base: Juan 11:1-16.

Vivimos en una era excepcional. Según datos de la Enciclopedia Británica, la expectativa de vida, es decir, lo que se espera que una persona viva después de nacer, en tiempos de la Roma clásica era de 30 años, y se estima que sólo la mitad de los nacidos llegaba a la mayoría de edad. Aunque los datos varían dependiendo de la región, el sexo y la clase social, las cifras no variaron significativamente durante la edad media, y sólo en el s. XIX se aprecia un alza en Inglaterra, estimándose en 40 años. Para 1950, se estimaba un promedio mundial de 48 años de expectativa de vida.

Sin embargo, para el 2017 la expectativa de vida promedio en el mundo, era de 72 años. Es decir, la humanidad ha experimentado gran mortandad durante miles de años, debido a la abundancia de guerras, hambre y enfermedades incurables, tanto así que la mayoría de la gente moría bastante joven, pero esto ha cambiado dramáticamente en las últimas décadas. Esto, sumado a la gran cantidad de bienes y tecnología a los que ahora podemos acceder, nos han dado una ilusión de eterna juventud y hasta cierta sensación de inmortalidad.

La iglesia no ha quedado ajena a esto. Nuestra propia experiencia de esta realidad más segura y con menos mortalidad, sumada a la proliferación del falso evangelio de la prosperidad, nos han convencido de que el sufrimiento es algo ajeno a nosotros. Muchos han llegado a concluir que si sufres, es necesariamente porque has pecado, o porque Dios no está contigo. Hasta en las mismas canciones que cantamos en las iglesias, hay poco espacio para quienes se encuentran en angustia, dolor o enfermedad, y todo pareciera ser solamente alegría y triunfalismo, contrario a lo que observamos en los salmos, donde una inmensa cantidad de ellos fueron escritos desde un profundo sufrimiento.

Por eso es importante que consideremos este pasaje, que habla de los momentos previos a la resurrección de Lázaro, donde Jesús sería glorificado como quien es la resurrección y la vida, y donde apreciamos cómo el es Señor tanto en la salud como en la enfermedad, y tanto en la bonanza como en la aflicción, y donde vemos que los sufrimientos no son accidentes en la vida cristiana, sino un medio que el Señor usa regularmente para tratar con nuestra alma, mostrándonos su gloria en medio del dolor.

I. La realidad de la aflicción

El pasaje plantea un problema, como varios otros pasajes de este Evangelio, pero a diferencia de otras ocasiones, donde las personas afectadas no conocían a Jesús, quien lo padece es alguien a quien Jesús no sólo conocía, sino con quien tenía una relación de estrecha amistad, cuyo nombre era Lázaro. Y Jesús era muy cercano también a sus dos hermanas: Marta y María.

Ocurría que Lázaro estaba enfermo. Quizá hoy estamos acostumbrados a reaccionar sin mucha alarma cuando se nos dice que alguien está enfermo, salvo que se nos informe que es de gravedad, o que se trata de una enfermedad incurable. Sin embargo, en los días de Lázaro, una persona podía morir fácilmente por una fiebre alta, o por una enfermedad mal tratada. En consecuencia, si alguien estaba enfermo era motivo de preocupación y de angustia, y la muerte se veía como algo muy cercano y probable.

Ahora, ¿Cuál es la realidad detrás de la enfermedad? Hoy la enfermedad nos parece parte de la vida, e incluso inevitable, pero ¿Se suponía que debía ser así? Para entender la causa de este mal, debemos considerar brevemente lo que ocurrió en el principio, cuando el Señor creó al hombre y lo hizo un ser viviente, llenándolo de vida y bendición en comunión con él.

Sin embargo, nuestros padres Adán y Eva desobedecieron al Señor, con lo que el pecado entró a la tierra, y con él, la muerte y la corrupción. Y lamentablemente, no sólo la humanidad sufrió esta degradación, sino que también la Creación cayó junto con nosotros. El Señor dijo a Adán: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. 18 Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. 19 Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Gn. 3:17-19).

Ahora había enfermedad, dolor, llanto, cansancio y fatiga, despropósito, dificultades, sufrimiento y agonía. El ser humano murió espiritualmente, lo que trajo como consecuencia que todo su ser se contaminó con esta muerte que es la rebelión en contra del Señor: nos volvimos esclavos del pecado, servidores de la maldad y de la injusticia, aborrecedores de Dios y enemigos unos de otros. Se creó un abismo inmenso entre el ser humano y Dios, de tal manera que ya no podemos encontrar al Señor por nuestra cuenta, no podemos llegar a Él por nuestros medios, no podemos recuperar la comunión íntima con el Creador por nuestra propia voluntad.

Todo esto es lo que se conoce como “La Caída”. Desde ese momento somos seres caídos, muertos y corruptos espiritualmente. Esto es lo que nos dice la Escritura: “pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).

La enfermedad y la muerte, entonces, son consecuencias del pecado. Cada vez que nos enfrentemos ante la realidad de una enfermedad, del dolor o de la muerte, debemos conducir esos pensamientos hacia aborrecer el pecado, la rebelión ante Dios, la maldad que hay en nosotros. Ese pecado que en la tentación se presenta codiciable y apetecible, muestra su verdadera cara en la enfermedad, el dolor y la muerte.

La enfermedad nos enfrenta directamente con el dolor, nuestro cuerpo sufre malestares que nos sacan de nuestra normalidad, e incluso puede sufrir cambios que nos impactan y nos preocupan. Algunas enfermedades llegan a producir inflamaciones o cambios de color en nuestra piel que nos espantan, y las más graves, nos hacen pensar seriamente con el peligro cierto de morir. En nuestra época disponemos de analgésicos y antinflamatorios que disminuyen estos efectos, pero aun así no estamos exentos de la preocupación que trae una enfermedad más grave de lo común.

Por lo mismo, usualmente las grandes pestes que ha enfrentado la humanidad en la historia han traído dos reacciones: por una parte, muchos se vuelcan con todo su ser a disfrutar de placeres terrenales con lujuria y glotonería, porque la cercanía de la agonía y los tormentos de la muerte los hacen buscar sensaciones agradables a sus sentidos, aferrándose a una vida que se esfuma rápidamente. Otros, se vuelven a una búsqueda de lo espiritual, muchas veces completamente mal enfocada. Por ejemplo, durante la peste negra que asoló Europa matando a un tercio de la población, proliferó el movimiento de los flagelantes, que era un desfile de personas que se azotaban a sí mismas duramente en las calles, esperando con eso obtener la salvación.

Y esto que comentamos es relevante, porque queda claro en este pasaje que los verdaderos cristianos también enfrentaremos enfermedades y males mortales contrario a lo que piensan algunos que malinterpretan la Escritura. Lázaro era amigo de Cristo, y uno a quien Cristo amaba (y esto es señalado con especial énfasis por el autor de este Evangelio). El Señor Jesús, cuyo poder ya había hecho prodigios y milagros maravillosos y nunca antes vistos, bien podía curar esta enfermedad de Lázaro, pero no lo quiso así. Permitió que Lázaro pasara por la enfermedad, el dolor, la angustia, y que sufriera bajo el flagelo de su dolencia como cualquier otro hombre.

II. La espera en la aflicción

(v. 3) Quizá por este mismo hecho de que Jesús podía curar a su amigo Lázaro, pero que por alguna razón demoraba esta sanidad, vemos que además de una súplica, hay cierta queja encubierta en el mensaje que enviaron a Jesús, y también algún tono como de exigencia, lo que puede corroborarse revisando cómo reaccionaron cuando Jesús llegó a Betania. Quizá estaban tratando de hacer notar a Jesús algo que ellas creían que no había notado. "El que amas está enfermo", le dijeron, como queriendo decir "¿Cómo puede ser posible? Tú tienes el poder para sanarlo si quieres. Tú lo amas, ¿Cómo puedes dejar que siga enfermo?". Luego, cuando Jesús llegó a Betania a verlos, ellas se lamentaron diciendo: "si hubieras estado acá, Lázaro no habría muerto".

Es la misma queja que muchas veces tenemos hoy, y viene de una actitud típicamente humana: querer decir a Dios qué debe hacer, cuándo debe hacerlo, y cómo debe hacerlo. Tendemos a creer que, por el hecho de haber creído en Él, el Señor debe allanarnos el camino, debe librarnos de cualquier problema y contratiempo, y que debe hacerlo de inmediato. Y si el Señor retarda su respuesta o nos niega lo que le pedimos, nos frustramos e incluso dudamos de su amor y fidelidad.

Pero ellas estaban en lo cierto en buscar la ayuda de Cristo. No hay auxilio como Cristo en tiempos de necesidad. Es más, no hay verdadera ayuda fuera de Él. Debemos arrepentirnos cuando pensamos que necesitamos al Señor solo para las cosas grandes e importantes, mientras que nosotros podemos encargarnos de las pequeñas y ordinarias. Debemos depender de Dios en todo. Mientras más crezcamos en dependencia hasta de lo que nos parece ínfimo, más cabal será nuestra consagración.

Ahora, eso no significa dejar de usar los medios que el Señor ha puesto a nuestro alcance para dar solución a lo que nos aqueja. Contrario a lo que sostienen ciertas corrientes dentro de los evangélicos que llaman a no usar medicamentos basándose en un mal concepto de la fe; es claro que podemos hacer uso de los medicamentos, como recursos que el Señor ha puesto a nuestra mano, siendo evidente que nuestra confianza debe estar primero en el mismo Señor que proveyó esos medios. Dice Spurgeon:

No sería sabio vivir por una supuesta fe, y desechar al médico y sus medicinas, como tampoco sería sabio descartar al carnicero, o al sastre, o esperar ser alimentado y vestido por fe; pero esto sería mucho mejor que olvidar por completo al Señor, y confiar únicamente en el hombre. La salud, tanto para el cuerpo como para el alma, ha de buscarse en Dios. Hacemos uso de medicinas, pero estas no pueden hacer nada aparte del Señor, "que sana todas nuestras dolencias"”.

El medio que está sobre todos los demás medios, es la oración. A través de ella, reconocemos el señorío de nuestro Dios sobre toda situación en nuestra vida, y nos encomendamos a sus propósitos perfectos, sabiendo que Él hará siempre lo que es bueno y mejor. Eso fue lo que hicieron Marta y María con este desesperado mensaje que enviaron a Cristo, avisando sobre la enfermedad de Lázaro.

(vv. 5-6) Ahora, el Apóstol Juan se describe como el discípulo a quien Jesús amaba (Jn. 13:23). Pero se preocupa de aclarar que Jesús amaba a Lázaro, a Marta y a María, y no tiene problema con eso. No hay celos entre los hijos de Dios, cuando se comprende la naturaleza del abundante amor de Dios, que no se divide al compartirse, sino que se derrama a plenitud sobre sus hijos como una fuente inagotable.

Esta aclaración del Apóstol Juan nos dice que, aunque parezca extraño, la decisión de quedarse dos días más donde estaba, está motivada por amor a Lázaro, Marta y María, y ante todo por su obediencia perfecta a los tiempos que el Padre determinara. Por otra parte, serviría para que nadie dudara de que Lázaro se encontraba muerto, de tal manera que pudiera acusar un fraude o un engaño.

Por otra parte, en aquel entonces, había una doctrina entre los rabinos que decía que el espíritu de los muertos estaba hasta 3 días después del fallecimiento, sobre el cuerpo sin vida tratando de entrar nuevamente. Al cuarto día ya no estaba, pues la muerte era irreversible y se comenzaban a evidenciar las señales de descomposición.

En cualquier caso, el proceder de Cristo estaba determinado por la voluntad de su Padre, y no por lo que dijeran sus amigos, o incluso sus familiares. El ministerio de Cristo fue perfecto en todo sentido, incluso si lo midiéramos con un cronómetro. Él nunca hizo ni dijo algo muy temprano o muy tarde, Él siempre hizo todo justo en el momento preciso en que debía hacerlo, para llevar a cabo su propósito perfecto. Este retraso aparente, en realidad estuvo contemplado desde un comienzo, y era necesario para que la gloria de Cristo se revelara con poder. Sigue siendo así hoy, el Señor nunca está atrasado ni apresurado: a pesar de lo que sintamos nosotros, Él siempre llega a tiempo.

Y este retraso de Jesús en ningún caso implicaba cobardía de su parte. Los discípulos recordaban que los judíos habían intentado matarlo en un tiempo reciente a la muerte de Lázaro, y se refieren a lo que ocurrió en la Fiesta de la Dedicación, donde tomaron piedras para arrojárselas a Cristo por decir que Él es uno con el Padre (Cap. 10:30-31, 39). Pero Cristo también sabía con certeza que su vida no le sería quitada fuera de su control, nadie podía echarle mano si su Padre no había dispuesto que fuera el tiempo para eso, y Él daría su vida de su propia voluntad, nadie se la quitaría.

(vv. 9-10) Los romanos y los judíos dividían el día en 12 horas. En ese tiempo, las personas debían hacer su trabajo, ya que luego de eso venía la oscuridad de la noche. Jesús estaba queriendo decir que, aunque su ministerio podía estar avanzado, no era tiempo de detenerse mientras era de día. Él debía trabajar y realizar su ministerio mientras durara el tiempo dispuesto por el Padre. Vendría el tiempo cuando ya no podría realizar este ministerio, y pasaría de este mundo al Padre, y no volveríamos a verlo hasta que venga en su Reino con sus santos ángeles.

Entonces, el Señor Jesús tenía un tiempo fijo para realizar su ministerio, y Él estaba en pleno control de todo lo que ocurría en ese lapso, y de lo que Él mismo debía hacer a cada momento. Estas “12 horas” no se iban a alargar por solicitud de las personas, ni se iba a acortar por algún complot de los enemigos. Todo debía suceder en la hora señalada.

Cristo sabe lo que es mejor para sus ovejas. Él pospuso su viaje a propósito, y estaba en pleno conocimiento de lo que ocurría con Lázaro, sin necesidad de mensajeros ni informantes. Él determinó que era mejor esperar, e incluso dejar que Lázaro sufriera por un tiempo y luego muriera. Estableció que era mejor que su familia también viviera esa pérdida, y que hicieran por él un duelo amargo y doloroso. Pero al regreso de Cristo a Betania, quedó demostrado que todo eso quedaría atrás, y que era necesario transitar por ese valle de sombra de muerte, para luego deslumbrarse mucho más con la luz resplandeciente de Cristo, quien es la resurrección y la vida.

Esto también debe darnos plena confianza a nosotros. ¿Crees que Dios te tiene en ascuas? ¿Te parece que demora su respuesta? ¿Piensas que estás en una necesidad que es notoria, y que el Señor parece no verla? Recuerda este episodio, en el que Cristo llegó cuatro días después de la muerte de Lázaro, cuando ya nadie tenía esperanza y la muerte parecía irreversible. Pero esos cuatro días fueron necesarios, y fue el Señor quien dispuso que los suyos esperaran ese lapso. Espera paciente a tu Salvador, quien sabrá hacerte el bien que necesitas a su debido tiempo, y cuando veas su mano obrando, será innegable que fue Él quien se manifestó en gloria a través de tu aflicción.

O también puede darse el caso de que no nos toque el papel de Lázaro o de sus familiares, sino de sus discípulos. Ellos no entendían muy bien qué debían hacer. No sabían muy bien por qué debían esperar, y luego por qué debían ir allá donde corrían peligro, pero siguieron a su Maestro. Así también nosotros, probablemente no sabemos por qué debemos enfrentar un tiempo de espera (¡y a nadie le agrada esperar!). Quisiéramos hacer algo, pero la solución va más allá de nuestras manos, y estamos obligados a mirar al Señor con ojos de necesidad y extender nuestras manos a Él para rogar su ayuda. O quizá no entendemos por qué debemos ir allí donde corremos peligro, o donde no nos gusta. No comprendemos por qué el Señor nos está llevando a hacer algo que preferiríamos esquivar, pero debemos seguirlo sin dudar, simplemente porque es el Señor y su voluntad siempre es buena, agradable y perfecta.

III. El Señor de la aflicción

Y es que Cristo gobierna igualmente en tiempo de necesidad y en tiempo de bienestar, ya que Él ha determinado una y otra cosa. Pero no sólo es Señor en la aflicción, sino que también es Señor ‘de’ la aflicción: Él la usa soberanamente, es su mano la que nos hiere, pero lo curioso es que las heridas que nos hace el Señor, en realidad nos curan y nos sanan. La aflicción también le pertenece, y lo glorifica. Él es Señor del gozo, y también del dolor. Él es quien dice: “que se sepa que desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, no hay ninguno fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro; 7 el que forma la luz y crea las tinieblas, el que causa bienestar y crea calamidades, yo soy el Señor, el que hace todo esto” (Is. 45:6-7).

Es por eso que el Apóstol Pablo podía decir: “he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. 12 Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. 13 Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:11-13).

Cualquiera sea el caso, entonces, debemos proponernos confiar en Cristo más allá de las circunstancias, y sin importar lo que apreciemos por nuestros sentidos. Para saber si el Señor nos ama y está al cuidado de nosotros, no debemos ver nuestras circunstancias, sino mirar a la cruz (Sugel Michelén). Allí está la muestra más grande de amor y cuidado por nuestras vidas. Aunque Cristo parezca estar a cuatro días de viaje, y que guarda silencio ante nuestro dolor y angustia, Él ciertamente conoce nuestra situación incluso mejor que nosotros, y la Escritura nos dice que vive siempre para interceder por nosotros (He. 7:25), y que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28:20).

Por esto, podemos considerar con fe lo dicho en el Salmo 121:4-5: “No se adormecerá el que te guarda. 4 Jamás se adormecerá ni dormirá El que guarda a Israel. 5 El Señor es tu guardador; El Señor es tu sombra a tu mano derecha”.

(v. 4) La muerte de Lázaro y la resurrección que le siguió no sólo glorifican al Padre y al Hijo, sino que también resultan en bendición y beneficio de estos tres hermanos; y también para los propios discípulos de Cristo y de aquellos que presenciaron este maravilloso milagro y se convirtieron. El Señor es una fuente inagotable de amor, de bien y de bendición. Cuando alguien bebe de Cristo, la Fuente de agua viva, ella no se agota, sino que sigue saltando para vida eterna, y puede bendecir a millares más. Cuando alguien come de este Pan de Vida, el pan no sufre menoscabo, sino que alcanza para saciar aun a muchísimos más, de tal manera que mientras más comen del Pan de Vida, aún más pueden ser saciados.

La muerte de Lázaro fue un medio que usó el Padre para glorificar a su Hijo Jesucristo, para demostrar su poder y Deidad. El propósito del Padre es dejar claro que el Hijo debe recibir la misma gloria que es dada a Él. El Padre y el Hijo están mutuamente comprometidos a darse gloria, y el Espíritu Santo revela y da gloria a ambos.

Y con esto vemos una gran bendición que tienen los hijos de Dios por medio de Cristo, y que cambia toda nuestra perspectiva: que la enfermedad, que para el resto de los hombres es sólo el juicio por el pecado (como ya dijimos), para sus hijos es en realidad parte del trato de Dios en su salvación. Y es que la mano de Dios, cuando nos hiere, en realidad nos está curando. Todo hijo de Dios puede recibir con confianza y esperanza los dolores, las enfermedades y aflicciones en su vida, porque son parte del buen trato de su Padre para hacerlos más como Cristo, para hacerles bien. Lo que estoy diciendo es locura para el mundo, pero es la verdad. Nuestro Padre no nos dará siempre lo que queremos, pero siempre nos dará lo que necesitamos:

¿O qué hombre hay entre ustedes que si su hijo le pide pan, le dará una piedra, 10 o si le pide un pescado, le dará una serpiente?11 Pues si ustedes, siendo malos, saben dar buenas dádivas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que Le piden?

Mt. 7:9-11.

Y el Señor usa la aflicción no sólo para bien nuestro en lo individual, sino a quienes nos rodean. En este caso, la enfermedad de Lázaro serviría para bendición del pueblo de Dios en todos los siglos, incluyéndonos a nosotros, hoy:

A lo largo de todos estos mil novecientos años que han transcurrido desde la enfermedad de Lázaro, todos los creyentes han obtenido un bien de ello, y, esta tarde, todos estamos tanto mejor porque Lázaro languideció y murió. La iglesia y el mundo pueden extraer un inmenso beneficio de las aflicciones de los hombres buenos: los descuidados pueden ser despertados, los que dudan pueden ser convencidos, los impíos pueden ser convertidos y los enlutados pueden ser consolados a través de nuestro testimonio en la enfermedad; y, si es así, ¿desearíamos evitar el dolor y la debilidad? ¿Acaso no estamos muy dispuestos a que nuestros amigos digan de nosotros también: "Señor, he aquí el que amas está enfermo"? (Charles Spurgeon).

Por tanto, para los cristianos, la enfermedad no es una señal del juicio de Dios, ni una muestra de su rechazo, sino que es enviada por nuestro Padre para el bien de nuestras almas. “Nos hace estudiar nuestras Biblias, y nos enseña a orar mejor. Ayuda a que nuestra fe y paciencia sean probadas, y nos muestra el real valor de nuestra esperanza en Cristo. Nos recuerda que no viviremos para siempre aquí, y afina y entrena nuestros corazones para la transformación que viene. Entonces, seamos pacientes y estemos alegres cuando caemos en cama enfermos. Creamos que el Señor nos ama igualmente tanto cuando estamos sanos, como cuando estamos enfermos” (JC Ryle).

Entonces, si hemos creído en Cristo, podemos confiar en que nuestros dolores, angustias, enfermedades e incluso nuestra muerte, están bajo esta misma declaración: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v. 4). No son para juicio, no son la ira de Dios descargándose sobre nosotros, sino que son para que se manifieste el poder, el amor y la sabiduría de Dios, de manera que los hombres puedan ver y proclamar estas virtudes. Y esta promesa hermosa sólo beneficia a aquellos que están en Cristo, ya que aquellos que han persistido en su rebelión, y que han rechazado el testimonio del Padre a través del Hijo, resistiendo al Espíritu Santo, sí reciben todas estas aflicciones como juicio y como ira de Dios sobre sus vidas.

(vv. 11-16) La muerte es la más grande de las tragedias, el más insalvable de los obstáculos, el más inapelable de los finales. Incluso es aquello que nos termina por definir: nos consideramos a nosotros mismos “los mortales”, es decir, los que mueren, los que se desintegran en su sepulcro, los que dejan de ser.

Pero el Señor aquí nos vuelve a dar una esperanza que lo transforma todo: está refiriéndose a la muerte, como un simple sueño. Cristo hizo que esto tan terrible y que para nosotros resulta invencible, pueda ser llamado ahora “dormir”. ¡Qué tremendo cambio, y qué gloriosa revelación! Sólo cambiar de “está muerto” a “está dormido”, nos habla de una obra sobrenatural y una muestra de lo que puede hacer un Dios Todopoderoso y lleno de amor hacia sus hijos. Aquellos que son amigos de Cristo, no están realmente muertos, las puertas del sepulcro, no pueden retenerlos. Esas puertas serán rotas por el poder de Dios, y sus hijos saldrán de sus sepulcros para reunirse con Cristo y reinar para siempre junto a Él.

La muerte nos tendrá un tiempo, pero no verdaderamente, y no para siempre. El breve intervalo en que la muerte nos tendrá cautivos se disolverá como una gota en el océano, comparado con la eternidad sin fin donde reinaremos con Cristo para siempre.

En el mundo existe el refrán: “todo tiene remedio, menos la muerte”. Eso es mentira, la muerte tiene remedio, y es el más glorioso de los remedios: Cristo, esperanza de gloria, venció al sepulcro y ha prometido que los suyos también vencerán. Él dijo: “porque yo vivo, vosotros también viviréis Jn. 14:19.

Entonces, sin Cristo somos los que mueren, pero en Cristo somos los que duermen. Cerraremos nuestros ojos por algún tiempo, pero sólo para volver a abrirlos y despertar en gloria. El problema de la muerte ha sido solucionado, Cristo conquistó el sepulcro. Y Lázaro iba a ser una parábola viviente de esta hermosa verdad: él se levantaría de la tumba como quien se levanta del sueño.

Pero ¿Cómo pudo ser posible que la realidad terrible e irrevocable de la muerte, se transformara sólo en un dormir para los cristianos? Aquí debemos recordar algo: Cristo también pasó por el sepulcro. Sus ojos fueron cerrados por un tiempo, y también durmió en la tumba, pero se levantó de ella con poder. Y pudo vencer la muerte, porque Él ES la resurrección y la vida. Es decir, no sólo resucitó, y no sólo está vivo. Él mismo es personalmente la resurrección y la vida, y por eso puede también conceder esta victoria a quienes ponen su confianza en Él.

Cristo se humilló a sí mismo, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Fue hacia el calvario menospreciando el oprobio, conquistando eterna salvación para quienes creen en Él. El Padre no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, y a Él nadie le quitó la vida, sino que Él quiso entregarla para nuestra salvación. Y al tercer día, resucitó de entre los muertos, sellando para siempre una esperanza indestructible.

Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron. 21 Porque ya que la muerte entró por un hombre, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. 22 Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados 25 Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos Sus enemigos debajo de Sus pies. 26 Y el último enemigo que será eliminado es la muerte… “Devorada ha sido la muerte en victoria.55 ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh sepulcro, tu aguijón?” 56 El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley; 57 pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. 58 Por tanto, mis amados hermanos, estén firmes, constantes, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo que su trabajo en el Señor no es en vano (1 Co. 15:2022; 25-26; 54-58).