De la Angustia a la Paz

Domingo 10 de mayo de 2020

Texto base: Salmo 3.

El pastor rumano Richard Wurmbrand fue perseguido por causa de Cristo por el régimen comunista que imperó en su país. Pasó más de 14 años en distintas prisiones, siendo severamente torturado, al punto de casi perder la vida. Mientras se encontraba en un período de dos años de aislamiento total en una celda subterránea y oscura, donde no tuvo contacto humano más que con sus torturadores, escribió lo siguiente: “hallándome solo en mi celda padeciendo frío, hambre, y vestido de harapos, todas las noches bailé de alegría… A veces estaba tan lleno de gozo que me parecía que iba a estallar si no le daba salida. Recordaba estas palabras de Jesús: «Bienaventurados sois cuando los hombres os odian, cuando os aparten de sí, os injurien y desechen vuestro nombre como malo por causa del Hijo del Hombre. ¡Regocijaos en aquel día, y saltad de gozo!» Me dije a mí mismo: «Solamente he cumplido la mitad de este mandamiento. Me he regocijado, pero no es suficiente. Jesús ciertamente dice que también debemos saltar» (Cristo en las Prisiones Comunistas, cap. 21, Richard Wurmbrand).

¿Cómo puede explicarse algo así? He conocido historias de judíos resistiendo las torturas de los nazis, y de perseguidos políticos que logran mantener su entereza ante sus captores en medio de los tormentos que están sufriendo, pero si uno analiza esas historias, puede apreciar que fue el orgullo lo que los llevó a resistir, y que quedaron amargados o atormentados permanentemente por lo que padecieron. Pero cuando vemos este relato del pastor Wurmbrand, o cuando sabemos de cristianos que iban cantando de alegría hacia la crucifixión o la hoguera, vemos que hay algo radicalmente distinto y único en el sufrimiento cristiano. Algo que los hace pasar desde la angustia a la paz, a la alegría y a una esperanza inquebrantable.

En el libro de los salmos encontramos muchos casos de este glorioso tránsito, y hoy nos concentraremos en uno de ellos: el salmo 3.

I. El pozo de la angustia vv. 1-2

Este salmo fue compuesto por el Rey David, quien inicia con un verdadero grito de angustia, un clamor que emerge desde lo profundo de su alma. Y no es para menos. Según el encabezado del Salmo, que es un título que se encuentra en el original, es decir, no fue añadido por los traductores, David lo escribió cuando huía de Absalón su hijo.

Para entender este contexto, debemos detenernos en hechos que ocurrieron en la vida de David antes de este salmo. En 2 S. cap. 11 se relata el pecado de David y Betsabé. En esa oportunidad, David se encontraba en su Palacio, ya que no había salido con su ejército a la guerra cómo debía hacerlo. Estando allí, pudo ver a Betsabé mientras se bañaba y la codició. pero Betsabé era esposa de Urías, quien a pesar de no ser israelita era uno de los más fieles soldados de David. No importándole esto, David tomó a Betsabé ilegítimamente, y de esa relación ella resultó embarazada.

Para encubrir su pecado, David llamo a Urías de vuelta a casa para que estuviera con su mujer, y así pareciera como que el hijo concebido en adulterio fuera en realidad de Urías, el legítimo esposo. Sin embargo, el plan de David no resultó, ya que Urías decidió quedarse resguardando al rey que lo había traicionado el lugar de ir a su casa a descansar y a disfrutar con su mujer.

Lejos de conmoverse y quebrantarse ante esta fidelidad a toda prueba de Urías, David decidió ir un paso más allá en el retorcido camino que estaba recorriendo, e ideó un plan para matar a su fiel soldado. Así, ordenó a su comandante Joab que pusiera a Urías en lo más recio de la batalla y luego se retiraran, dejándolo solo y abandonado a su suerte. De esta forma fue como Urías murió y se consumó el perverso plan del Rey David.

Aunque David pareció tener éxito en este malvado complot, lo cierto es que el Señor estaba al tanto de todo lo que estaba ocurriendo y no iba a dejar que esto permaneciera impune. Por esta razón, envió al profeta Natán para que lo confrontara por su pecado en 2 S. cap. 12. así fue como David finalmente se quebrantó ante Dios y reconoció a ver violado su ley.

Ante el arrepentimiento de David, el Señor le extendió su misericordia. Sin embargo, el pecado tiene consecuencias, y aunque el Señor nos perdona y nos restaura, muchas veces debemos vivir con ellas. La primera de esas consecuencias es que el hijo que concibió en adulterio con Betsabé murió poco tiempo después de nacer, y aunque David se lamentó con ayuno y lloros, no pudo retenerlo con él.

Otra de las consecuencias con la que David tendría que lidiar durante su vida, es lo que el profeta Natán le notificó:Ahora pues, la espada nunca se apartará de tu casa, porque me has despreciado y has tomado la mujer de Urías hitita para que sea tu mujer». 11 Así dice el Señor: «He aquí, de tu misma casa levantaré el mal contra ti; y aun tomaré tus mujeres delante de tus ojos y las daré a tu compañero, y este se acostará con tus mujeres a plena luz del día (2 S. 12:10-11).

Luego de esto, aunque David siguió logrando victorias militares contra sus enemigos de los pueblos vecinos, los conflictos no tardaron en surgir en medio de sus hijos. David tenía una hija llamada a Tamar, quién se convirtió en la obsesión de su medio hermano Amnón. Él ideó un plan para violarla y luego de hacerlo, la aborreció. Pero este hecho terrible no se quedó aquí. Absalón, quién era hijo de la misma madre que Tamar, no quedó conforme con la reacción de David ante el delito de su medio hermano Amnón, y decidió vengarse por su propia cuenta, mediante un complot que terminó con la muerte de Amnón.

Luego de esto, Absalón cuyo y se refugió con sus parientes maternos durante 3 años, causando el dolor y el lamento de David. Luego de la intercesión de Joab, el comandante de David, Absalón volvió y se reencontró con su padre. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo sin que se manifestará el espíritu violento de Absalón, quién de a poco se fue haciendo de hombres para un ejército personal y fue conquistando el corazón de la gente, llegando a cautivar al propio consejero de David llamado Ahitofel. Fue así como se consumó la traición y la conspiración de Absalón contra su propio padre, y logró usurpar su trono y hacer que David se volviera un fugitivo qué debía hacer perseguido. Aunque el pueblo lloró la partida de David, lo cierto es que aceptaron a Absalón sobre ellos, el nuevo rey que se había proclamado y quien ese momento gozaba de gran popularidad. Tanto así, que según el Consejo de Ahitofel, Absalón tomó a las concubinas de su padre y se acostó con ellas a vista de la gente para demostrar que él era el que tenía el dominio ahora (2 S. 16:22), cumpliendo así la profecía de Natán.

Es en ese contexto que David escrib este Salmo, en la angustia de ser perseguido por su propio hijo Absalón, habiendo sido traicionado por Ahitofel, su consejero personal, quien con esto se transformó en un anticipo de Judas en los Salmos. Debió ser una angustia realmente terrible, no sólo por preservar su vida, sino por el dolor de la traición y la insurrección por parte de gente de su más cercana confianza.

Los enemigos de David se habían multiplicado y buscaban su vida. La gente lo daba por muerto y no pensaban que pudiera salvarse de esta. David probablemente se encontraba escondido en cuevas o en cualquier lugar que pudiera guarecerlo en medio de la persecución, y en ese momento no se veía la manera en que pudiera preservar su vida y restablecerse en el trono.

David debió haber luchado con los fantasmas de sus pecados pasados. Debió haber sido atormentado por lo que pudo hacer y no hizo, y por todo aquello que hizo mal, en desobediencia a la Palabra de Dios. La escena de aquel día en el palacio cuando se obsesionó con Betsabé debió haberse repetido en su cabeza, así como también sus decisiones sobre el caso de Amnón y Tamar, y luego sobre el retorno de Absalón y el trato que le dio luego de que mató a su medio hermano.

Entre las piedras y las cuevas, David dormía en el peligro de ser capturado o asesinado en cualquier momento. El presente y el pasado lo atormentaban al mismo tiempo. ¿qué hacer ante una situación como esta?

Seguramente tú y yo no hemos llegado a enfrentar circunstancias de esta magnitud. Pero podremos identificarnos con esa sensación de angustia y desesperación que parecen asfixiarnos, con esas noches de insomnio mirando el techo de nuestra habitación sin poder conciliar el sueño, con miles de pensamientos y preocupaciones que nos ahogan y nos hacen sudar frío. Podemos pensar en problemas que succionaron nuestras fuerzas como sanguijuelas, y en situaciones en que todo parecía estar en nuestra contra. Imagino que podremos identificarnos con pecados y gruesos errores que trajeron consecuencias en nuestra vida y que luego debimos enfrentar con dolor y muchas veces con vergüenza. Creo que todos habremos pasado por momentos en los que parecía que Dios nos hubiera abandonado y que el mundo entero era nuestro enemigo.

Es en esa condición que David escribió estas líneas. El comienzo de este salmo no fue escrito con tinta sino con lágrimas amargas y el sudor frío de la angustia.

II. La cuerda de la oración vv. 3-4

Pero en medio de todo esto, la fe de David estaba puesta en el Señor, el único que podía salvarlo. En un momento en que su propio hijo y el que era su pueblo lo perseguían y conspiraban contra él, David declara que el Señor es su escudo. ¿qué espada podría atravesar hacia él para dañarlo si el Señor mismo era su escudo? Es una declaración muy significativa tomando en cuenta que literalmente las espadas estaban tras su vida y podían alcanzarlo en cualquier momento, especialmente la oscuridad de la noche o en la fragilidad del sueño.

En una situación tan angustiante y llena de tristeza, ¿dónde podría encontrar su consuelo? Él declara que el Señor es quien levanta su cabeza. El Señor nos hizo de tal manera que somos cuerpo y alma. Nuestro cuerpo refleja lo que está ocurriendo en nuestro interior. Cuando estamos tristes o angustiados, nuestros hombros se caen y nuestra cabeza si inclina hacia el suelo. Pero aquí David dice que el Señor es quien levanta su cabeza. en otras palabras, el Señor es quien lo llenó de esperanza y de confianza de tal manera que ese peso de gravedad de la aflicción que jalaba su cabeza hacia abajo perdió su poder, y la fe en Dios hizo que ahora sus ojos miren al cielo.

Así es como su voz se elevó en un clamor desesperado hacia el Señor, y Él respondió desde su monte Santo, que en el imaginario de los israelitas simbolizaba la idea de Reino. Por tanto, en un momento en que David había perdido su reino, él clamó al Rey de todas las cosas quién le respondió desde su monte Santo, es decir, desde el lugar en el que ejerce su Reino universal. El Rey de toda la creación, quién gobierna todos los acontecimientos y que está sobre todo trono e imperio, era quien había respondido la oración angustiosa del Rey David.

Esto es algo que sólo podrá entender el pueblo de Dios. Solo sus hijos pueden identificarse con esta sencilla y a la vez tan profunda declaración. Podemos recordar esos momentos de angustia en el que hemos derramado nuestra alma en oración delante de nuestro Padre Celestial, hasta que llega un instante en que sobrenaturalmente el Señor inunda nuestra alma con su perfecta paz, y ese grito de angustia desesperado se transforma en llanto de alegría y agradecimiento, donde nuestra cabeza que estaba pegada al suelo ahora se levanta y mira al cielo en gratitud y confianza.

Esos momentos de oración que nadie más ha presenciado sino Dios. Ese instante en la soledad, en la quietud de la oración privada donde realmente hemos tenido un encuentro con nuestro Dios y podemos decir que él ha escuchado nuestro ruego, de tal manera que, aunque comenzamos arrodillados, encogidos de angustia, podemos luego levantarnos erguidos, con nuestro pecho hinchado, lleno de una paz inexplicable.

Cuando esto ha ocurrido, ya nada parece importar. No en el sentido de que ahora seremos irresponsables y dejaremos de atender nuestros deberes, sino que la angustia que antes nos asfixiaba ya se ha ido y aquellos problemas que parecían irremontables ahora ya no nos atemorizan como solían hacerlo. Nos sentimos como aquel niño que no se atrevía a pasar por un lugar ya que sentía miedo por alguna amenaza, pero luego su padre lo toma sobre sus hombros y el mismo lugar que antes producía temor, ahora no representa ninguna dificultad, sino que incluso puede alegrarse y jactarse de contar con el cuidado y la protección de su padre, quién lo lleva hacia el otro lado.

De esta manera, la oración es la cuerda que nos saca del pozo de la angustia y nos sube a la tierra firme de la paz en Cristo. Nos permite un tránsito glorioso entre el momento en que nos encogemos de aflicción y el instante en que podemos saltar de alegría y gratitud. Es aquel refugio para nuestra alma en el que podemos dejar atrás los negros pensamientos de la desesperación y pasar a las gratas meditaciones de la alabanza agradecida.

 

Por eso dice también el salmista: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, El que sana todas tus dolencias; El que rescata del hoyo tu vida, El que te corona de favores y misericordias; El que sacia de bien tu boca De modo que te rejuvenezcas como el águila” (Sal. 103:3-5).

Los salmos están llenos de este tránsito desde la angustia a la paz. Dice también: “Pacientemente esperé a Jehová, Y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, Y confiarán en Jehová(Sal. 40:1-3).

Sólo el Señor puede hacer que comencemos la oración sintiéndonos como sumergidos en arenas movedizas y luego al terminar la oración nos sintamos como pisando sobre roca firme con pasos que caminan en una senda recta. Sólo él puede hacer que pasemos desde el grito de desesperación a ese cántico nuevo de alabanza que inunda nuestro corazón cuando Él confirma a nuestro espíritu que ha oído los ruegos que elevamos hacia su presencia.

Ante esto, muchas veces caemos en la mentira de pensar que debemos ser grandes oradores, con palabras elocuentes para poder dirigir una oración a Dios. En casos como éste es bueno recordar que en la oración es mejor tener un corazón sin palabras, que palabras sin corazón (John Bunyan). Y es así porque el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles (Ro. 8:26).

Muchas veces la mejor oración será simplemente un gemido o un llanto de angustia que sale de lo más profundo de nuestra alma y se dirige como una flecha a toda velocidad hacia el Señor en su monte Santo, elevada por el Espíritu como incienso de un olor fragante.

Recordemos la oración de Ana, quien ya no podía más de la tristeza de no poder concebir hijos:Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí estaba observando la boca de ella. 13 Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. 14 Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino. 15 Y Ana le respondió diciendo: No, Señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová (1 S. 1:12-15).

Entonces, no te preocupes si crees que no tienes grandes palabras para presentarte ante Dios. Más bien preocúpate de no presentarte, debiendo hacerlo. Tu Padre Bueno no te exigirá ser como un abogado experto alegando ante la Corte Suprema. Él recibirá tus gemidos y tus sollozos, y estará pronto a secar tus lágrimas. Derrama tu alma delante del Señor, y Él la recogerá, y la llenará de su perfecta paz.

 

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7).

III. La tierra firme de la paz en Cristo vv. 5-6

Así es como David hace una de las declaraciones más hermosas y conmovedoras, por su gran simpleza y a la vez su increíble profundidad. “Yo me acosté y dormí, Y desperté, porque Jehová me sustentaba(v. 4). David era un rey que había peleado decenas de batallas y que había derrotado al gigante Goliat, y aun desde niño estaba habituado a enfrentarse a las fieras salvajes. Sin embargo, del corazón de este hombre recio nace esta declaración que es casi infantil. Casi podemos escuchar a un niño diciendo: “papá, yo antes tenía miedo, pero ya estoy feliz”.

Y la declaración es muy precisa, porque justamente cuando somos presa de la angustia, nos cuesta hacer hasta las cosas más básicas. Acostarnos se vuelve muy difícil porque a veces la angustia nos hace andar de un lado al otro como leones enjaulados. No queremos que llegue ese momento en que estaremos solos con nuestros pensamientos, y uno de ellos es cuando nos acostamos a dormir. También nos cuesta conciliar el sueño, ya que los pensamientos nos torturan y nos mantienen despiertos, y luego nos hacen soñar pesadillas. Y nos resulta muy difícil levantarnos, ya que todo nuestro cuerpo parece pesar una tonelada y no tenemos ganas de enfrentar el día con todo lo que este trae, y especialmente con la situación que nos angustia.

Pensemos también en el momento que estaba viviendo David, siendo traicionado y perseguido por su propio hijo y por el pueblo que antes lo había llamado rey. Acostarse y dormir en medio del temor de ser atrapado y muerto debe haber resultado muy difícil. David ya no era un muchachito, así que la edad también de haber jugado su papel, haciéndole difícil y trabajoso levantarse luego de una noche de angustia, y por la fatiga de andar huyendo día tras día.

Pero él puede decir que se acostó y durmió y luego despertó porque el Señor es quien lo estaba sosteniendo. Esa misma confianza es la que permitió a Pedro dormir como un niño entre dos soldados (Hch. 12:6), cuando lo más probable es que fuera ejecutado al otro día. El Señor lo libró de la cárcel de manera sobrenatural, pero él no sabía que esto iba a ocurrir, así que durmió confiado mientras era una posibilidad cierta que una espada cayera sobre su cuello. Esa confianza no nace de nosotros mismos, sino que es sobrenatural, fruto de la obra del Espíritu Santo.

El mismo David qué se lamentó angustiado diciendo que sus enemigos se habían multiplicado, ahora afirma confiado que no temerá a 10 millares de gente que pusieran sitio contra él (v. 6). Cuando un ejército ponía sitio contra una ciudad, reunía una imponente cantidad de soldados y la rodeaba para asaltarla en cualquier momento, impidiendo a toda persona que entrara o saliera del lugar. Era uno de los escenarios más temidos en la antigüedad, porque sometía a la gente de una ciudad al terror de la espada y a los sufrimientos del hambre. Era realmente una situación extrema en la que nadie quisiera estar. Pero David luego de su oración, sentía que podía enfrentar un sitio hecho por 10 millares de gente, lo que por supuesto se refiere a un ejército muy numeroso. Es decir, a diferencia de lo que sentía al comienzo del salmo, ya no le importaba cuantos buscarán su vida, con tal de que el Señor estuviera con él. En palabras del apóstol Pablo, “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Ro. 8:31).

Termina así encomendando su causa al Señor. Notemos que su cambio desde la angustia a la confianza no tuvo que ver con comprobar si efectivamente sus enemigos ya habían dejado de perseguirlo o habían desaparecido. No se relacionó con ver los resultados que estaba esperando, sino que su confianza estaba en que el Señor era su escudo y estaba con él. Esa era la fuente de su gozo y de su esperanza, y no necesitaba ver nada más. Incluso podría ser que efectivamente terminara muriendo a manos de sus perseguidores, pero su gran gozo era que su vida estaba en las manos del Señor, sea para vida o para muerte.

 

Como ocurrió también con Sadrac, Mesac y Abed-Nego cuando iban a ser arrojados al horno de fuego ardiendo debido a que no se inclinaron ante la estatua de Nabucodonosor. Ellos dijeron llenos de fe: He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. 18 Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado (Dn. 3:17-18). O como dice también la Escritura, Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos (Ro. 14:8).

David declara entonces que la salvación pertenece al Señor. Él está en las manos de Dios, que es quien decide cuándo y cómo salvar, y solo él tiene el poder para hacerlo. no hay otra persona o cosa que nos pueda salvar. No hay nadie más en quien confiar, pero si confiamos en él, realmente podemos estar seguros de que no hay nada que temer: su voluntad se hará en nuestra vida, y ella siempre será buena, agradable y perfecta (Ro. 12:2).

 

David había perdido su reino y con ello también había perdido a su pueblo que antes lo reconocía como el legítimo rey. Pero aquí él reconoce qué es el Señor quien derrama la bendición sobre su pueblo. El pueblo pertenece al Señor y es Él quién hará lo necesario para guiar a los suyos. En otras palabras, David confía todo el asunto al Señor y se entrega en sus manos.

Muchas veces nos desesperamos al sentir que perdemos el control sobre algo. Sin embargo, también tenemos todas las razones para desesperarnos si es que algo realmente está bajo nuestro control. Solo podemos estar realmente tranquilos y en paz cuando sabemos que Dios es quien está en control de nuestra vida y de todas las situaciones que afrontamos. Y eso es lo que comprendemos en oración. Mientras no oremos, nos mantendremos en la angustia, o buscaremos una fuente falsa de paz. Pero la oración es el medio que el Señor usa para confirmar a nuestro espíritu, que estamos en sus manos y que podemos descansar confiados en su guía y su gobierno de todas las cosas.

IV. El fundamento de nuestra paz

Hasta ahora hemos hablado de David, pero la respuesta a esta pregunta está en el Hijo de David: Jesucristo. Cuando fue traicionado por su Absalón, David cruzó el arroyo de Cedrón en su huida, y luego subió al monte de los olivos llorando, rogando a Dios para que lo defendiera en su causa (2 S. 15). Unos mil años después, la noche que fue entregado, Jesús también cruzaría el arroyo de Cedrón, e iría al huerto de los olivos a derramar su alma en agonía ante su Padre (Jn. 18:1). El sufrimiento de David anticipó como una pálida sombra lo que Cristo había de padecer para nuestra salvación.

David soportó la traición de su hijo Absalón, de su consejero Ahitofel, y el abandono de su pueblo, pero él era pecador y todo esto además fue una consecuencia directa de su pecado. En contraste, Jesús siendo sin pecado y perfecto en justicia, siendo además el Rey prometido, fue traicionado por Judas, abandonado por sus discípulos y despreciado por los líderes religiosos y el pueblo.

 

Más aún, en la cruz del Calvario, Jesús fue desamparado por el Padre, tomando nuestro castigo sobre sus hombros:Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: —Elí, Elí, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”) (Mt. 27:46). Debido a nuestro pecado, éramos nosotros los que debíamos quedar desamparados por toda la eternidad, pero el perfecto Hijo de Dios soportó la ira de su Padre, siendo abandonado allí en la cruz, para que nosotros pudiéramos recibir el amor de Dios y disfrutar de su comunión.

En otras palabras, David pudo ser escuchado en su oración del Salmo 3, porque el Hijo de David fue desamparado en la cruz, para salvación de todos quienes creen en Él.

 

Y es que luego del primer pecado, ocurrió lo siguiente: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Gn. 3:24). Eso significa que nuestra comunión con Dios quedó rota, y ya no hubo más camino para volver a Él. El Señor reestableció su presencia en medio de su pueblo a través del tabernáculo, pero sólo los sacerdotes podían entrar, y únicamente el sumo sacerdote, una vez al año, entraba al lugar santísimo donde se encontraba la presencia de Dios. El autor de Hebreos explica queel Espíritu Santo [daba] a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie(He. 9:8).

Sin embargo, para esto apareció Cristo, para abrirnos camino hacia la presencia del Padre, y que así esa comunión que fue rota por el pecado, fuera ahora restaurada por su sacrificio, y por eso ahora puede invitarnos diciendo: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, 20 por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, 21 y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, 22 acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. 23 Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (He. 10:19-23).

Es decir, ¡la propia carne de Cristo fue rasgada como el velo del templo, para que nosotros pudiéramos pasar hacia la presencia de Dios por el camino que Él nos abrió! Por eso Él nos entrega esta preciosa promesa: Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. 14 Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Jn. 14:13-14). Esto lo promete el mismo que pagó el precio con su propia sangre para que pudiéramos tener acceso al Padre. Por eso también dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6).

Es como si Jesús nos pasara una tarjeta con su Nombre, y todo aquel que toma esa tarjeta por la fe, puede presentarse ante el Trono Celestial, y recibir misericordia de su Padre. Y la garantía de esa tarjeta, es su propia sangre derramada en favor de los que creen. En tus peores días, probablemente te sientes indigno de ir ante la presencia de Dios en oración. Pero recuerda, nunca has sido digno. Si te puedes presentar ante el Trono Celestial, siempre ha sido por los méritos de Jesús, y ellos no cambian, ni en tus mejores ni en tus peores días.

Pero David no sólo anticipó a su Hijo Jesús en su sufrimiento. También lo anticipó en su declaración final de confianza, donde reconoce que la salvación es de Jehová y afirma ser oído. Así, Jesús no fue dejado en el sepulcro, sino que fue resucitado con poder, como dice la Escritura: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (He. 5:7).

Entonces, teniendo el camino nuevo y vivo abierto por medio del sacrificio de Cristo, contando además con la intercesión del Espíritu Santo que toma nuestras oraciones imperfectas y las convierte en incienso fragante ante el Trono Celestial, y teniendo al Padre que nos invita a venir en el Nombre de su Hijo y en la comunión del Espíritu, ¿Cómo despreciar esta comunión gloriosa? ¿Cómo ser negligentes en la oración, que es el único medio por el que podemos ser fortalecidos, transformados y restaurados?

Sin duda, Cristo estuvo más dispuesto a ir a la cruz por nuestra salvación, de lo que nosotros estamos dispuestos a ir a Él en oración. Demos gracias al Señor por este precioso medio que nos ha dado para venir ante su presencia, y por su obra en nosotros que nos permite adorarlo en Espíritu y en verdad, de tal manera que allí donde estemos, sea en un pozo, sea en una celda perseguidos por la fe, sea en nuestro dormitorio o desde nuestra silla en la iglesia, podemos clamar a Él y ser escuchados por medio de Cristo.

Así es como hoy podemos decir con David, por medio de su Hijo Jesús: “Con mi voz clamé a Jehová, Y él me respondió desde su monte santo. Selah Yo me acosté y dormí, Y desperté, porque Jehová me sustentaba” (Sal. 3:4-5).