De trapos inmundos a ropa de gala

Domingo 9 de diciembre de 2018

Texto base: Zacarías cap. 3.

Para entender adecuadamente este pasaje, debemos tener en cuenta que está en un contexto, el que está dado por el retorno del pueblo de Judá desde el exilio en Babilonia (Esdras-Nehemías).

Debido a su continua desobediencia y las abominaciones que cometieron delante del Señor, los judíos habían sido llevados cautivos a Babilonia, situación que se prolongó por 70 años. Luego de ese lapso, el Señor tuvo misericordia de este pueblo rebelde, y despertó el corazón del rey Ciro de Persia para que les permitiera volver del cautiverio y reconstruir la ciudad de Jerusalén y su templo. Este regreso de los judíos desde la cautividad es lo que nos relata el libro de Esdras.

Sin embargo, el pueblo de Dios enfrentó diversos obstáculos en la reconstrucción. Los pueblos que vivían en la zona no querían que se reconstruyera Jerusalén ni su templo, por lo que se les opusieron primero con engaños, y luego con violencia. Esta oposición intimidó al pueblo de Dios y retardó la obra casi dos décadas.

Ante todos estos ataques desde el frente enemigo, el pueblo de Dios se desanimó y abandonó la reconstrucción. Cada uno comenzó a preocuparse por sus propios asuntos, y al parecer muchos empezaron a excusarse diciendo: “todavía no es tiempo de reconstruir la Casa de Dios”.

En este contexto es que comienza el capítulo 5 del libro de Esdras: «Profetizaron Hageo y Zacarías hijo de Iddo, ambos profetas, a los judíos que estaban en Judá y en Jerusalén en el nombre del Dios de Israel quien estaba sobre ellos. 2 Entonces se levantaron Zorobabel hijo de Salatiel y Josué hijo de Josadac, y comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén; y con ellos los profetas de Dios que les ayudaban» (vv. 1-2)

Pero ¿Qué fue lo que profetizaron estos hombres, que animó al pueblo de Dios a seguir con la reconstrucción? Hoy nos concentraremos en Zacarías, quien exhortó al pueblo a considerar que estaban incurriendo en los mismos pecados que sus antepasados, quienes en su rebelión habían sido castigados por Dios con el exilio. Los llamó a volverse al Señor, ya que de esa manera el Señor se volvería a ellos. También mostró al pueblo que el Ángel de Jehová, que es Cristo, intercedía por ellos, y que Dios se había vuelto a Jerusalén con misericordia. Profetizó que algo mucho mayor vendría, cuando Dios habitaría en medio de su pueblo, y las naciones vendrían al conocimiento del Señor.

Hoy analizaremos específicamente el cap. 3 del libro de Zacarías, en el que se muestra que el Señor ha decidido perdonar a su pueblo y limpiarlo de sus pecados.

       I.            El hombre más limpio del mundo

(v. 1) El versículo comienza diciendo «Me mostró al sumo sacerdote…». ¿Quién era este que hablaba con Zacarías? Era el Ángel de Jehová. Le muestra a Josué, quien era el sumo sacerdote, el mismo que junto a Zorobabel aparece en los primeros capítulos del libro de Esdras guiando al pueblo de Dios de regreso a la tierra de Judá, luego del exilio de 70 años en Babilonia.

Josué estaba delante del Ángel de Jehová, lo que implica que Zacarías puede verlo mientras ejerce su ministerio.

Y ¿Cuál era la tarea de un sumo sacerdote? Los descendientes de la tribu de Leví, llamados ‘levitas’ recibieron la misión de preocuparse de los asuntos del templo del Señor. Ellos no recibieron una porción de tierra como los descendientes de las otras 11 tribus, porque su herencia era el Señor (ver, p. ej., Nm. 18:20; Dt. 10:9). De entre los levitas, nació Aarón (hermano de Moisés), quien fue el primer sumo sacerdote del pueblo de Israel. De los descendientes de Aarón debían venir los sacerdotes (Éx. 30:30).

Los sacerdotes, entonces, eran aquellos levitas que tenían a su cargo especialmente enseñar la ley al pueblo de Israel, ofrecer los sacrificios y también el incienso delante del Señor. Los sacerdotes representaban al pueblo ante el Señor, presentando el sacrificio por los pecados de ellos. Se ofrecía un animal, cuya sangre debía ser derramada sobre el altar, y sobre ese animal se cargaban los pecados del pueblo. De esa forma eran perdonados y podían tener comunión con Dios.

Después Moisés le dijo a Aarón: «Acércate al altar, y ofrece tu sacrificio expiatorio y tu holocausto. Haz propiciación por ti y por el pueblo. Presenta la ofrenda por el pueblo y haz propiciación por ellos, tal como el Señor lo ha mandado» (Lv. 9:7 NVI).

Es decir, recapitulando, tenemos a los descendientes de Leví, que se ocupaban de los asuntos del templo. Dentro de los descendientes de Leví, estaban los descendientes de Aarón, quienes ejercían el oficio de sacerdotes, estando encargados de enseñar la ley al pueblo, así como de ofrecer incienso y sacrificios para apaciguar la ira de Dios por los pecados del pueblo. Pero dentro de los sacerdotes estaban los sumos sacerdotes, quienes eran los únicos que podían entrar al lugar central del templo, que se llamaba “lugar santísimo”. En ese lugar se manifestaba la presencia de Dios, y el sumo sacerdote debía entrar allí una vez al año, para realizar una ofrenda por los pecados del pueblo.

«Así dispuestas todas estas cosas, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte del tabernáculo para celebrar el culto. Pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, provisto siempre de sangre que ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia cometidos por el pueblo» (He. 9:6-7).

«Se pondrá la túnica sagrada de lino y la ropa interior de lino. Se ceñirá con la faja de lino y se pondrá la tiara de lino. Éstas son las vestiduras sagradas que se pondrá después de haberse bañado con agua […] 16 Así hará propiciación por el santuario para *purificarlo de las impurezas y transgresiones de los israelitas, cualesquiera que hayan sido sus pecados. Hará lo mismo por la Tienda de reunión, que está entre ellos en medio de sus impurezas. 17 Nadie deberá estar en la Tienda de reunión desde el momento en que Aarón entre para hacer propiciación en el santuario hasta que salga, es decir, mientras esté haciendo propiciación por sí mismo, por su familia y por toda la asamblea de Israel […] 32 »La propiciación la realizará el sacerdote que haya sido ungido y ordenado como sucesor de su padre. Se pondrá las vestiduras sagradas de lino, 33 y hará propiciación por el lugar santísimo, por la Tienda de reunión y por el altar. También hará propiciación por los sacerdotes y por toda la comunidad allí reunida. 34 »Éste les será un estatuto perpetuo: Una vez al año se deberá hacer propiciación por todos los israelitas a causa de todos sus pecados» (Lv. 16, NVI).

Este sumo sacerdote se bañaba completamente en varias oportunidades, y debía ofrecer sacrificios por sus propios pecados, para poder estar puro y poder entrar al lugar santísimo, donde se encontraba la presencia misma de Dios (Lv. 16). Si el sumo sacerdote no cumplía rigurosamente estos ritos de purificación, podía morir en el lugar santísimo, ya que la santidad de Dios podía fulminarlo.

Sin duda, en el momento de entrar al lugar santísimo, el Sumo Sacerdote era lo más puro, lo más consagrado, lo más limpio de Israel, y en ese momento representaba a todo su pueblo delante de Dios. Por lo mismo, podemos decir que ceremonialmente, en ese momento era el hombre más puro del mundo.

    II.            La mancha del pecado

(v. 3) Sin embargo, aun con todos esos lavamientos y ritos de purificación, Zac. 3:3 nos dice que «… Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel». Otras versiones dicen: «ropas sucias» (NVI, BLA), «ropas muy sucias» (DHH). De nada servía la túnica sagrada de lino de blanco radiante, ni todos los lavamientos, ni todos los ritos de purificación. Su pecado lo ensuciaba y lo hacía repugnante delante de Dios, y la limpieza externa no lo podía ayudar en ninguna manera.

Tal es su miseria y corrupción espiritual, que este Josué, representante y sumo sacerdote de su pueblo, el hombre ceremonialmente más puro en la tierra, aparece en la visión como asistiendo a un juicio, donde es acusado y asediado por satanás.

La realidad del pecado nos corrompe y nos ensucia completamente. Nos va pudriendo desde dentro hacia fuera, y ningún método humano puede limpiarlo, ninguna cosa creada nos puede purificar de la inmundicia que nos cubre, y que emana de lo más hondo de nuestro ser. Por eso Jeremías dijo al pueblo de Israel: «Aunque te laves con lejía, y te frotes con mucho jabón, ante mí seguirá presente la mancha de tu iniquidad —afirma el Señor omnipotente—.» (2:22, NVI).

Jesús, por otro lado, dejó claro a los rigurosos fariseos que no tenía sentido que se preocuparan de la limpieza externa, si su alma todavía estaba podrida, ya que no es lo externo lo que nos hace inmundos, sino lo que sale de nuestro propio corazón: «1Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. 19 Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. 20 Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre» (Mt. 15:18-20 NVI).

Este pecado lo traemos con nosotros desde nuestra gestación, y corrompe nuestro ser manchándolo completamente. No importa cuán tierno e inocente luzca un niño, ya que lleva en sí mismo la semilla para los peores delitos y crímenes, y aunque no se haya manifestado en su forma definitiva, tal niño nació con un corazón rebelde a Dios y enemigo de su voluntad perfecta.

Dios no ve como nosotros vemos, pues Dios puede ver hasta lo profundo del corazón. Así como Dios nos ve, es como somos realmente. No importa cuán limpio parezcas externamente, lo decisivo es tu condición espiritual ante los ojos de Dios. Si Josué, siendo el sumo sacerdote de Israel, lo más santo, puro y consagrado del pueblo de Dios, aparecía con ropas inmundas ante Él, ¿Cuánto más la persona común, que vive sin preocuparse de agradar a Dios ni de cumplir sus mandamientos? ¿Cuánto más aquel que se entrega al pecado en cuerpo y alma, sin el menor remordimiento?

Por eso llama la atención la inmensa cantidad de personas que no se detiene a considerar la profundidad y perversidad del pecado. Ellos prefieren vivir contentos en su ignorancia y su apatía cotidianas, y se caracterizan por tildar de “grave” a quien se dedique a reflexionar en sus caminos y a seguir al Señor con diligencia. Si te contristas con tu pecado, te recomiendan no ser “tan grave”, mientras hacen un gesto de incomprensión. Si les adviertes del peligro en el que se encuentran con su pecado, responden molestos, exigiéndote que no seas “grave” y los dejes en paz. Si te escandalizas con la maldad en la sociedad, se compadecen de ti mientras se sienten orgullosos de sí mismos, por no ser tan “graves” como tú. Si te espanta el pecado en la iglesia y alzas la voz en contra del error, sacarán de nuevo su inmenso escudo que tiene grabada con letras rojas la frase: “no seas tan grave”. Ellos se consideran sencillos, más genuinos, dicen vivir una fe más simple.

Pero este versículo nos muestra que el pecado sí es algo muy grave, y que merece toda nuestra preocupación. Sin duda nos desharíamos de vergüenza si estuviéramos cubiertos de inmundicia delante de nuestros vecinos. Más aun, sería la peor pesadilla estar inmundos delante de nuestros jefes. Desde luego, por ningún motivo nos presentaríamos inmundos delante de algún Senador o del Presidente de la República. ¿Por qué entonces, nos da lo mismo estar inmundos delante del Señor? ¿No es el Rey de toda la creación? ¿No es el Alto, Sublime, aquél incomparable y Santo como ninguno? ¿No es terrible menospreciar a Dios de esta manera? Sin embargo, la mayoría de las personas viven sus vidas cubiertas de suciedad delante de Dios, y no les importa en lo más mínimo, todo lo contrario, se sumergen y juegan en su inmundicia.

(v. 1 «Satanás estaba a su mano derecha para acusarle») Esta terrible inmundicia hacía que Josué fuera vulnerable a las acusaciones de cualquier tipo. El problema es que además, en su condición de Sumo Sacerdote, representaba a todo el pueblo, por lo que toda la asamblea estaba inmunda y bajo acusación.

El nombre ‘diablo’ viene del griego diabolos, que significa ‘acusador’, ‘calumniador’. Satanás ejerce este oficio desde tiempos antiguos. Se nos dice que calumniaba a Job delante de Dios. En Ap. 12:10 dice: «Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche». Satanás significa ‘enemigo’, y más precisamente, se refiere a la contraparte adversaria en un juicio.

Sin embargo, se menciona también en este pasaje al Ángel de Jehová. No tenemos el tiempo de hacer un estudio sobre el ángel de Jehová en este momento, pero baste decir que cada vez que se le menciona en el Antiguo Testamento, se le identifica con Dios. Así, Jacob luchó con el ángel de Jehová, pero se nos dice que luchó con Dios. El ángel de Jehová se apareció a los padres de Sansón, pero ellos dijeron «… a Dios hemos visto» (Jue. 13:22).

Cristo, llamado aquí Ángel de Jehová, respondió a Satanás: «Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda». A pesar de las numerosas e incesantes calumnias de Satanás, el Señor ha escogido a su pueblo, y se ha decidido a tener misericordia sobre él y hacerle bien. El Ángel de Jehová repite, «Jehová te reprenda», enfatizando su rechazo a las acusaciones del calumniador.

No había nada en Josué ni en el pueblo de Israel que los hiciera merecer esta misericordia. Fue por la pura voluntad de Dios, que decidió escoger a Jerusalén y mirarla con favor.

Es más, el Señor dice que Josué era como un «tizón arrebatado del incendio». Lo mismo dijo del pueblo de Israel en Amós 4:11: «Destruí algunas de sus ciudades,  así como destruí Sodoma y Gomorra. Ustedes que sobrevivieron  parecían tizones rescatados del fuego; pero aun así, no se volvieron a mí  —dice el Señor—». El pueblo de Dios fue sacado de entre aquellos que debían perecer, fue arrebatado del incendio, fue liberado de ser consumido por pura misericordia. Ninguno dentro del pueblo de Dios podría decir que no estaba involucrado en esta realidad. Todos fuimos arrebatados del fuego por el poderoso brazo de Dios.

Aquí vemos que “cuando estamos delante de Dios para servirle, o estamos delante de Dios para servir a sus intereses, debemos esperar encontrarnos con toda la resistencia que la malicia y astucia de satanás pueda oponernos… [pero] Nota que aquellos que pertenecen a Cristo, cuentan con Él listo para aparecer con vigor en su defensa cuando satán se muestra más vehemente en su contra” (Matthew Henry).

 III.            Purificados por gracia

Pero el Señor no se contentó con reprender a Satanás. Él además remedió la situación de Josué, y satisfizo su necesidad de ser limpiado, de ser purificado. Fue así como dio la orden: « Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala» (v. 4). Esto nos confirma que las ropas viles se debían a su pecado, y al de su pueblo. El Ángel del Señor, entonces, ordenó quitar los ropajes cubiertos de inmundicia, y le hizo vestir de ropa de gala, ropa fina, nueva, espléndida, de fiesta, verdaderamente pura y limpia. ¿Cómo hizo esto?

El Ángel de Jehová, Cristo, se desvistió de su propia gloria y se hizo hombre, vistiéndose con las ropas sucias e inmundas que cubrían a Josué y a su pueblo. Así, vestido con este ropaje inmundo, se expuso ante todo el universo, ante todos los ejércitos celestiales, ante las potestades de las tinieblas, ante la humanidad y ante el Padre Celestial, y llevó la vergüenza de esas vestiduras viles sobre sí. Llevó la fetidez, la inmundicia, la contaminación, la mancha y la infamia de esos ropajes que nos cubrían, y nos pasó sus ropas, nos vistió con sus vestiduras finas, con su ropa de gala, de la que Él escogió despojarse.

El que nunca cometió pecado, fue cubierto de nuestra maldad. Él que nunca cometió injusticia, llevó el castigo de los injustos. Él llevó sobre sí los pecados de su pueblo. Él fue a la cruz con el prontuario de sus escogidos. En su sentencia decía: condenado por mentiroso, blasfemo, codicioso, fornicario, avaro, homosexual, adúltero, envidioso, soberbio, arrogante, homicida, y un sinfín de maldades cometidas por los suyos. Él pagó por esos delitos, ¡Él cumplió la condena para que los suyos no tuvieran que cumplirla! Él tomó tu ropa inmunda y te vistió de su ropa fina, pura, limpia.

Además, ordena poner una mitra limpia sobre su cabeza (v. 5). Esto significa que valida a Josué como sumo sacerdote, lo pone de vuelta en su oficio, para que pueda ejercerlo. La ley de Moisés dice sobre las vestiduras sacerdotales, “Harás además una lámina de oro fino, y grabarás en ella como grabadura de sello, SANTIDAD A JEHOVÁ. 37 Y la pondrás con un cordón de azul, y estará sobre la mitra; por la parte delantera de la mitra estará” (Éx. 28:36-37). Es decir, una vez que limpió a Josué, lo consagró para sí, y es lo mismo que hace con nosotros. Cuando nos salva, también nos santifica, nos consagra para Él, nos aparta del mundo para que le sirvamos, le seamos fieles y reflejemos su gloria y su carácter ante el mundo.

(v. 7) Luego de comunicar a Josué que había sido limpiado, el Señor lo exhorta a obedecer y trabajar. ¿No es lo mismo que hace con nosotros? Sabemos que hemos sido salvados, que nuestra salvación está segura en Cristo si hemos creído en Él. Esa es nuestra motivación para trabajar, para las buenas obras, para servir al Señor. No le servimos desesperados, tratando de conseguir su favor. No le servimos orgullosos, confiando en lo que podemos lograr para Él. Le servimos agradecidos, confiando en lo que Él ya hizo por nosotros. Le servimos alegres, porque quitó de nosotros las ropas inmundas, y nos regaló sus ropas de gala para que nos vistiéramos con ellas.

¿Estás desmotivado? ¡Piensa en las misericordias del Señor! ¡Recuerda lo que ha hecho por ti! Estabas sucio y Él te ha limpiado, debías quemarte y Él te arrebató del incendio, estabas muerto y Él te dio vida, estabas solo en el mundo, y Él te hizo parte de un pueblo.

Pocas cosas son más inmovilizantes y desmotivantes que la culpa. Satanás nos recuerda nuestros pecados, pero nosotros debemos recordarle la obra de Cristo, quien ya pagó por ellos. No nos quedemos estancados en los pecados que Dios ya olvidó. Más bien, movidos por si misericordia, extendámonos hacia la meta y sirvámosle con diligencia, agradecidos por su amor.

(vv. 8-9) El Señor hace aun más claro que está hablando en términos simbólicos, usando a Josué y sus compañeros como figuras de lo que había de venir. La Palabra anuncia aquí que vendrá luego ‘El Renuevo’, un término usado para referirse al Mesías, al Hijo de David, aquél que tomaría el Trono de David y reinaría para siempre:

En aquel tiempo el renuevo de Jehová será para hermosura y gloria, y el fruto de la tierra para grandeza y honra, a los sobrevivientes de Israel” Is. 4:2 (ver 11:1).

He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra” Jer. 23:5.

También se refiere a Cristo usando la figura de la piedra (v. 9), común para referirse a Cristo en la Escritura, de manera que “Cristo no es sólo el renuevo, que es el comienzo de un árbol, sino también el fundamento [o piedra angular], que es el comienzo de un edificio” (Matthew Henry), y en todo esto, la sabiduría y el conocimiento perfecto del Padre estarían con Él, lo que se ve simbolizado en los siete ojos.

Por este Renuevo, esta Piedra angular, el pecado sería quitado de la tierra en un día. Así fue anunciado Cristo por Juan el Bautista: «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). Cristo, como el Sumo Sacerdote verdadero y definitivo, llevaría los pecados de su pueblo y haría expiación por ellos, borrándolos delante de la presencia de Dios.

“[Cristo] no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” He. 7:27.

… los cristianos sabemos que este fue el día en que Cristo sufrió y murió, y se ofreció a sí mismo como sacrificio por el pecado, y por esa ofrenda única de sí mismo, de una vez por todas, apartó el pecado para siempre, y esto fue hecho todo en un día (He. 7:27), en el día en que sufrió, cuando Él, expirando en la cruz, dijo: ‘consumado es’…” John Gill.

No es casualidad que “Josué” sea un nombre hebreo que pasó al griego como “Jesús”. Podemos hacer un paralelo, en donde Josué representa a los sumos sacerdotes del antiguo testamento, y Jesús es la realidad definitiva de todas las cosas: Josué necesitaba ofrecer sacrificios por su propio pecado. Cristo es santo y no cometió pecado, pero Él mismo fue el sacrificio definitivo para borrar la maldad de su pueblo. Josué sólo podía entrar una vez al año a la presencia de Dios, y debía traspasar el velo del tabernáculo. Jesús rasgó el velo, y abrió un camino directo y continuo a la presencia de Dios. Josué ofrecía sacrificios de animales, cuya sangre no podía limpiar los pecados de su pueblo. Jesús ofreció su propia sangre preciosa, que tiene el poder de cubrir para siempre los pecados de los suyos. Josué moriría, y otro debería sucederlo. Jesús es eterno, e intercede por nosotros para siempre delante de Dios.

Como nos enseña el libro de Hebreos, esto nos muestra la superioridad del nuevo pacto, donde tenemos un Gran Sumo Sacerdote que ofreció un solo sacrificio, una vez para siempre, y con Él nos hizo perfectos definitivamente delante de Dios; un Sumo Sacerdote que vive siempre para interceder por nosotros, cuya obra perfecta es garantía eterna de nuestra redención. El impotente y necesitado Josué, no era más que la sombra del glorioso Cristo, que vino para derramar su sangre y así cubrir para siempre nuestros pecados.

(v. 10) Luego de que la justicia de Dios fuera satisfecha en Cristo, su pueblo podía disfrutar de paz y bienestar, simbolizadas por la vid y la higuera. Isaías nos dice que «el castigo de nuestra paz fue sobre Él». Luego que Él llevó nuestra culpa, podemos ser reconciliados con Dios, y alegrarnos porque hemos alcanzado la paz con Él. La Biblia dice que no hay paz para el impío (Is. 48:22), pero para los hijos de Dios, Cristo dejó su paz (Jn. 14:27). Más aun, Pablo dijo: «Porque él es nuestra paz» (Ef. 2:14). Quien no tiene a Cristo no conocerá la paz, pero quien tiene a Cristo disfrutará de la verdadera paz.

Cristo es nuestra paz, porque pagó nuestra condena. Si hemos creído en Él, nadie puede acusarnos ni hacer que paguemos la condena por nuestro pecado. «12 pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, 13 de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; 14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He. 10:12-14).

¿Cuál es tu condición delante de Dios el día de hoy? ¿Estás en tus ropas inmundas o has recibido las ropas de gala de la justicia perfecta de Cristo? La única forma de ser limpiado, de ser purificado, es por la fe en este glorioso Sumo Sacerdote, que se dio a sí mismo para nuestra salvación. ¡Cree en Él y serás limpio! Pon tu esperanza en Él y recibirás las ropas de gala para entrar al banquete celestial, a las bodas del Cordero.

Si has creído en Jesús, recuerda que estuviste vestido de ropas inmundas, pero ahora puedes disfrutar de tus ropas limpias. Accede confiadamente al Trono de la Gracia, porque has sido limpiado de tu maldad, y purificado de tus pecados. Que este gran amor te motive a poner manos a la obra (como en Esd. 5), confiados en que el Señor nos llevará hasta el final. Amén.