El Gran Mandamiento

Domingo 29 de noviembre de 2020

Texto base: Mt. 22:36-40; Dt. 6:4-6.

En el siglo pasado, John Lennon dijo: “no importa a quién amas, dónde amas, por qué amas, cuándo amas ni cómo amas; lo que importa es que ames”. Aunque esta frase suena muy bonita a los oídos posmodernos, es una completa mentira y va en contra de lo que Dios enseña de forma claramente en Su Palabra: tiene toda la importancia a quién amamos, por qué amamos, cómo amamos y la forma en que lo expresamos. De hecho, tanta importancia tiene que es un asunto de vida o muerte.

Como el de John Lennon, el mundo tiene otros conceptos de amor. Hoy, el más popular lo presenta como una emoción, un sentimiento muy fuerte que nos posee, nos domina y nubla nuestra razón, algo que incluso va más allá del bien y el mal, de lo correcto o de lo incorrecto. Según este concepto del mundo, si tú sientes amor por alguien, lo que hagas está justificado. Si así lo sientes, entonces está bien.

Este concepto se ve muy fuertemente en películas y canciones románticas, donde se retrata al amor como algo más allá de la razón y la voluntad, es libre, que actúa como un espíritu independiente: si quiere algo, no hay remedio, la persona que está bajo esa especie de hechizo, no puede hacer nada para impedirlo, sólo puede obedecer ciegamente esa emoción.

En nombre de este amor se han roto familias, se han cometido infidelidades, se han abandonado hijos, se han arruinado vidas. Lo único que parece importar es si sientes eso que llaman amor, pero que no es otra cosa que una pasión desordenada y perversa.

Considerando que la Escritura afirma que Dios es amor (1 Jn. 4:8) y que resume todos nuestros deberes en amar a Dios y al prójimo, es del todo necesario que veamos qué enseña la Biblia sobre el amor verdadero, que se debe entregar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo, y cuál es el fundamento de ese amor que Dios demanda de nosotros.

I. Amarás al Señor tu Dios

La intención de la ley es lograr una justicia perfecta en nosotros, de modo que la vida del hombre esté plenamente de acuerdo con el estándar que Dios Establece en su palabra: "si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado, reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios" (Calvino). Dt. 10:12.

En este sentido, Cristo dice que la ley principalmente consiste en la justicia, misericordia y la fe (Mt. 23:23). La ley pretende que la vida del hombre refleje la santidad de Dios, y la perfección de esta santidad consiste en el amor a Dios y a nuestro prójimo (Mt. 22:36-40).

Amar al Señor con todo nuestro ser es el gran mandamiento según las mismas Palabras de Jesús, porque es el fundamento de toda nuestra relación con Dios, y de toda obediencia a los demás mandamientos. El Señor no se interesa por una mera obediencia externa, sino que demanda nuestro amor a Él por encima de toda otra persona o cosa. Sin ese cimiento del amor a Dios, no podremos obedecer jamás ninguno de los otros mandamientos. A la vez, la verdadera obediencia a la Ley, siempre nacerá de un corazón que ama a Dios.

A. Qué significa amar a Dios

El amor es el resumen de los Diez Mandamientos… es el alma de la religión cristiana, y es lo que hace a un verdadero cristiano. El amor es la principal de las gracias” (Thomas Watson).

El amor es aquella disposición de nuestro ser que nos lleva a buscar a Dios como el bien supremo, a encontrar sólo en Él nuestra mayor delicia y la fuente de todo bien en nuestra vida, y a tenerle una estima mayor que a cualquier otra persona o cosa que pueda existir. Es poner en Él toda nuestra confianza y esperanza, sabiendo que sólo Él debe ser exaltado sobre todo, lo que nos lleva también a disponer nuestra vida para que todo lo que somos, lo que pensamos, creemos, sentimos y hacemos agrade al Amado de nuestra alma.

Por lo mismo, no podemos amar a Dios si no le conocemos primeramente, pues nadie puede amar lo que no conoce. Esto no se trata sólo de saber cierta información sobre el Señor, sino de una comunión personal con Él, porque Él se ha manifestado directamente a nuestra vida por la obra de Su Espíritu, alumbrando la gloria de Cristo ante nuestra alma. Esta es precisamente la forma en que el Señor Jesús define la salvación: “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3).

Por otra parte, el mismo Cristo afirmó: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Jn. 14:21). Es decir, para amar verdaderamente a Dios, debemos conocer antes Su Palabra, y también disponer todo nuestro ser a obedecerla en el mayor grado posible, agradando al Señor que nos ha salvado.

Esto echa por tierra la creencia de muchas personas, que dicen amar a Dios, pero ni siquiera se preocupan de conocer Su Palabra, sino que tienen su propio concepto de quién es Dios y cuál es su voluntad. En realidad, lo que han hecho es crear a un falso dios, a imagen y semejanza de ellos. Quien realmente ama a Dios, no intentará moldearlo según sus propias preferencias, sino que se someterá a Él sin peros ni condiciones, reconociendo que Él es quien dice ser, y que Su Palabra es la verdad suprema y absoluta a la que debemos estar atentos, creyendo y obedeciendo todo lo que ella dice.

La obediencia es parte central de la honra que debemos dar a Dios. El Señor rehúsa aceptar algo de nosotros si no viene de un corazón rendido en obediencia sincera. El Señor declara: “misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os. 6:6). Cuando dice “misericordia”, no se refiere aquí a la compasión que demostramos a otros, sino a la fidelidad y el amor que profesamos al pacto de Dios. Dios no se impresiona de rituales ni ceremonias externas que podamos hacer, sino que se agrada de un corazón que se dispone a obedecer Su santa voluntad. Él estableció los sacrificios, pero ellos de nada servían si no se conocía realmente a Dios. “Incluso aunque sirvamos a Dios débilmente, debe ser voluntariamente… lo que no se hace de corazón, no se hace realmente. La voluntariedad es el alma de la obediencia” (Thomas Watson).

B. Cómo debemos amar a Dios

¿A qué se refiere cuando habla del corazón? “amar a Dios con todo el corazón es amarlo con todo lo que somos como personas: mente, emoción, voluntad; ese es el uso que se le da a la palabra corazón en la biblia. Es la raíz de nuestra personalidad, de nuestro verdadero yo, la fuente de donde surgen nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestras decisiones, nuestras acciones” (Sugel Michelén). El corazón es el núcleo de nuestro ser, lo que somos en último término, nuestro centro vital. Por eso la Escritura dice: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida” (Pr. 4:23).

El amor a Dios debe profesarse de todo el corazón, no con parte de él, sino con su totalidad. No puede ser como la luna, que tiene un lado claro y un lado oscuro, sino como el sol, que está ardiendo por todas sus caras. Así nuestro corazón debe estar por completo inflamado con el amor a Dios, lo que se va a traducir en amor a Su Ley, a todos sus mandamientos.

En otras palabras, no podemos estar divididos entre Dios y otra cosa, nuestro amor a Él debe ser con todo lo que somos. El amor a Dios no admite competencia, pues Cristo aclaró: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Mt. 6:24). Poner algo al lado de Dios en nuestro corazón es un grave insulto contra Él. Su lugar debe ser el trono exclusivo e indiscutido de nuestra alma, nadie debe siquiera compararse a Él, y si llegamos a dividir nuestro corazón entre el Señor y otra cosa, hemos perdido por completo el amor que debemos profesar a Él. Por eso el profeta Elías exhortó al pueblo diciendo: “Hasta cuándo van a estar titubeando entre dos sentimientos? Si el Señor es Dios, síganlo a él; pero si piensan que Baal es Dios, entonces vayan tras él” (1 R. 18:21).

¿A qué se refiere con el alma? Es aquella facultad de nuestro ser donde se encuentra nuestra voluntad, nuestro intelecto y nuestras emociones. Es el aliento de vida que Dios ha dado a la humanidad, y que donde se observan esos aspectos espirituales que nos hacen seres creados a la imagen de Dios. Alma y espíritu no son partes distintas de nuestro ser, sino que la Biblia usa ambos términos de forma intercambiable, es decir, para referirse a lo mismo.

Nuestra alma ha de estar llena del amor de Dios, y sólo así puede nacer también un amor genuino hacia el prójimo. A esto se refería el apóstol Pablo (1 Ti. 1:5). En consecuencia, la ley no enseña simplemente algunos principios morales, sino que se refiere al propósito de nuestra vida en la tierra y la manera en que debemos vivirla. No hay aspecto de nuestra vida que quede fuera de esta ley de Dios.

Jesús dice que debemos amar al Señor con nuestra mente (Mt. 22:37), y el mandamiento originalmente en Deuteronomio menciona todas nuestras fuerzas (Dt. 6:5). Estos son términos que nos dan énfasis distintos, pero que aportan a la misma idea central: que el amor a Dios debe empapar todo lo que somos, como una esponja cuando es sumergida por completo en el agua. Ningún área de nuestro ser, nada de lo que somos debe quedar fuera de este amor a Dios, y eso debe reflejarse en cada aspecto de nuestra vida, en todo nuestro quehacer, cada uno de nuestros días.

C. Características del amor a Dios

El amor a Dios hace que nuestra obediencia sea gozosa, que no sea vista como una carga, sino como un privilegio.

Este amor hace que cambiemos nuestras metas y deseos, que nunca más veamos nuestra vida igual. Antes de conocer al Señor, centrábamos nuestra vida en nosotros mismos: queremos que se haga nuestra voluntad y nuestro mayor deseo es nuestra propia felicidad, de modo que todo lo vemos bajo esa perspectiva. Pero el amor a Dios hace que todo lo que somos se configure para buscar agradar a Dios y glorificarle con lo que somos y lo que hacemos.

El amor del que se habla aquí no es un simple ideal lejano, sino una entrega completa de todo lo que somos, que llena nuestra boca de alabanza, nos hace doblar las rodillas en oración, pone nuestras manos a la obra para servir a Dios y a Su pueblo, nos hace dejar de lado el amor a este mundo y a nosotros mismos, y nos llena de un deseo de conocer más y más al Dios que nos ha creado y nos ha salvado en Cristo.

Quien ama a Dios:

- Deseará estar mucho en su presencia, que es el lugar donde su gloria brilla más claramente ante nuestra alma. Quien no desea a Dios, Su comunión y Su Palabra, no lo ama. Un alma llena del amor a Dios no puede estar sin Él, sino que declara: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía. 2 Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Sal. 42:1-2).

- Recibirá Su Palabra con toda disposición, no agregando ni quitando según mejor le parezca, ni intentando acomodarla a su conveniencia, sino que la aceptará como Dios la reveló y se dispondrá a creer y obedecer todo lo que ella dice. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8); y “¡Oh, cuánto amo yo tu ley!” (Sal. 119:97).

- Guarda sus mandamientos con alegría y se aleja del pecado. Sabe que Dios esconde su rostro ante la maldad, que su Espíritu se contrista y puede apagarse en nosotros, por lo mismo, no puede disfrutar ni perseverar en el pecado que aleja al Señor, sino que aborrecerá ese mal que Dios también odia. No podemos decir que amamos a Dios, si no aborrecemos el pecado que Él detesta. Por lo mismo, quien ama a Dios no querrá ni siquiera reírse de lo que es abominación para el Señor, y que causó el sufrimiento de su Hijo amado en el Calvario.

- No puede estar callado sobre Él. No puede quedarse sin alabar Su Nombre, ni puede ocultarlo ante los hombres: “Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, Y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre. 2 Cada día te bendeciré, Y alabaré tu nombre eternamente y para siempre… yo publicaré tu grandeza” (Sal. 145:1-2,6); y dice también: “Creí; por tanto hablé” (Sal. 116:10).

- No da vuelta la espalda a Cristo cuando llega el sufrimiento, o cuando el mundo amenaza con males a sus discípulos. El amor “Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co. 13:7). No todo cristiano morirá como un mártir, pero todo cristiano debe vivir como un sacrificio vivo para el Señor, lo que implica que, si la ocasión lo demanda, el martirio sería asumido con alegría, como un enorme privilegio que Dios nos permite disfrutar.

- Disfrutará de la mayor delicia que puede experimentar el alma humana, del más alto propósito al que nos podemos dedicar, de la más honrosa misión a la que podemos entregar nuestra vida. No sólo eso, recibirá las mayores bendiciones y honores a los que los hombres puedan aspirar: disfrutar de la presencia gloriosa de Dios para siempre, teniendo vida eterna en Jesucristo.

D. Cómo se expresa el amor a Dios

Según lo enseñado por el Señor Jesús, este gran mandamiento resume toda la Ley y los profetas, pero podemos concluir que especialmente, condensa lo expresado en los primeros cuatro mandamientos. Así podemos darnos la idea de lo que implica este gran mandamiento:

i. “No tendrás dioses ajenos delante de mí”: nos dice a quién debemos adorar. Significa que debemos alabar, honrar y temer a Dios con todo nuestro ser, y que no demos a nadie ni a nada en el Cielo o en la tierra esa lealtad del corazón, esa adoración y dependencia que se debe sólo al Dios verdadero. Tampoco debemos intentar dividir nuestra lealtad entre Dios y otro, porque ningún hombre puede servir a dos amos.

ii. “No te harás imagen ni te inclinarás ante ella…”: trata sobre cómo debemos adorar. Enseña que debemos adorar a Dios según la forma en que Él lo ha dispuesto, sometiéndonos en todo a su Santa Palabra para acercarnos a Él. Nos prohíbe toda forma de adoración que no haya sido establecida específicamente por Él.

iii. “No tomarás el Nombre del Señor en vano”: se refiere a la disposición con que debemos relacionarnos con Dios, y es con la mayor reverencia y solemnidad, teniendo un temor reverente hacia Él y todo lo relativo a Su Nombre. Prohíbe toda irreverencia, insolencia, blasfemia e incluso, toda indiferencia hacia Él.

iv. “Acuérdate del día de reposo para santificarlo”: Se relaciona con el uso de nuestro tiempo en la adoración a Dios, y nos dice que, si bien es cierto todo nuestro tiempo le pertenece, desde la creación el Señor ha dispuesto un día para que lo dediquemos especialmente a la adoración privada y pública, y así podamos unirnos en comunión con Su pueblo a alabar Su Nombre. Prohíbe toda profanación de este día santo para dedicarlo a otros fines que no sean los que el Señor estableció.

Todo esto es lo que entendemos de manera más específica como amar a Dios con todo nuestro ser, además de la obediencia a los demás mandamientos que Él ha revelado.

II. Amarás a tu prójimo

A. Por qué este mandamiento es semejante al primero

El Señor Jesús, luego de explicar el gran mandamiento, dice: “el segundo es semejante”. Aunque no es idéntico, guarda un parecido, es un reflejo de ese gran mandamiento, y es así porque aquel que ama a Dios, debe amar también a quienes están hechos a su imagen. La lógica del Apóstol Juan se puede aplicar también aquí:

Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? 21 Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21).

Nadie puede guardar como debe el amor al prójimo, si primero no teme a Dios de corazón, de manera que las obras de amor al prójimo nos sirven como testimonio de que existe verdadero amor a Dios en primer lugar. Es como cuando vemos humo negro, que nos permite saber que hay un fuego que lo está causando. Es en ese sentido que se dice que aquel que ama al prójimo ha cumplido la ley (Ro. 13:8). Este amor es el que se refleja también en la llamada regla de oro: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mt. 7:12).

“… no es el amor de nosotros mismos, sino el amor de Dios y el del prójimo el cumplimiento de la Ley; y, por tanto, que el que vive recta y santamente, es el que vive lo menos posible para sí mismo; y que nadie vive peor ni más desordenadamente que el que vive solamente para sí y no piensa más que en su provecho propio, y de esto sólo se cuida” (Calvino).

B. En qué consiste el amor al prójimo

Lo que el Señor nos ordena es tener un afecto santo hacia nuestro prójimo, que históricamente fue llamado “caridad”, esa disposición de buscar activamente el bien del otro, absteniéndonos de causarle cualquier tipo de daño.

¿Quién es el prójimo? En la parábola del buen samaritano, queda demostrado que el prójimo es cualquier ser hecho a la imagen de Dios, aunque no tengamos ningún vínculo con él. El Señor nos ordena amar con esta misma caridad a toda clase de hombres sin excepción, sin diferencias debido a su raza, condición social, según nos parezcan dignos o indignos, amigos o enemigos, ya que debemos considerarlos en Dios y no en ellos mismos. Esta es una verdadera prueba de si amamos a Dios verdaderamente y le somos fieles, “se trate de quien se trate hemos de amarle, si es que de veras amamos a Dios” (Calvino, 304).

Este amor al prójimo es el que explica una serie de mandamientos de Dios, que van completamente en contra de nuestro egoísmo carnal, que es tan natural en nosotros. Sólo por este amor es que debemos atender y dar de comer incluso a nuestro enemigo si tuviere hambre (Pr. 25:21), o preocuparnos de los animales extraviados del prójimo, incluso ayudando a ponerse de pie al asno que está caído bajo el peso de su carga (Éx. 23:4). Esto no se ordena por consideración a los animales, sino al prójimo.

El Señor Jesús enseñó que si amamos sólo a quienes nos aman, y si hacemos bien a quienes nos han hecho bien primero, o a quienes sabemos que pueden devolvernos el beneficio que les estamos dando, no somos distintos que los cobradores de impuestos y los paganos (Mt. 5:46), es decir, no tenemos un carácter mejor ni una ética más elevada que los corruptos y que aquellos que están en las tinieblas de su idolatría.

Es decir, esta caridad no debe estar motivada por algo que el prójimo nos pueda dar en retorno, ni por algún beneficio que podamos obtener de hacerles el bien, sino únicamente porque Dios nos ha ordenado amar de esta forma y Él es digno de esta obediencia. Debemos actuar de esta forma caritativa porque refleja el carácter de Dios y es la forma correcta de relacionarnos con aquellos que Dios ha creado a Su imagen. Sólo así estamos honrando la imagen de Dios en nuestro prójimo.

C. Qué significa “como a ti mismo”

Cuando nos habla de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, no nos está ordenando que primero nos preocupemos de nuestro amor propio o autoestima, sino que da por hecho que cada uno vela por conservar su propio ser y tiene cuidado de sí mismo, con mayor preocupación que la que tiene por el prójimo. Es decir, no es un mandato para amarse a sí mismo ante todas las cosas, sino que está describiendo una realidad que ya existe. Lo que está diciendo es que ese cuidado y esa preocupación por buscar nuestro propio bien, la tengamos igualmente por el prójimo.

nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida” (Ef. 5:29). El Señor nos está diciendo que este cuidado que tenemos por hacernos bien y conservarnos a nosotros mismos, debemos también entregarlo a nuestro prójimo, y en el mismo grado que lo haríamos con nosotros mismos.

D. Cómo se expresa el amor al prójimo

Según lo enseñado por el Señor Jesús, este segundo gran mandamiento resume toda la Ley y los profetas, pero podemos concluir que especialmente, condensa lo expresado en los mandamientos quinto al décimo. Así podemos darnos la idea de lo que implica este gran mandamiento:

i. “Honra a tu padre y a tu madre”: envuelve el respeto, sumisión y honra a toda autoridad que el Señor ha puesto sobre nosotros, porque reflejan la autoridad suprema que Él tiene sobre todas las cosas. Este mandamiento se cumple especialmente hacia nuestros padres, y prohíbe toda insumisión, rebelión e insolencia hacia esas autoridades.

ii. “No matarás”: implica la búsqueda del bienestar y la preservación de la vida de nuestro prójimo en el mayor grado posible, así como también el cuidado y conservación de nuestra propia vida. Prohíbe todo atentado ilegítimo contra la vida o la integridad de nuestro prójimo y la nuestra.

iii. “No cometerás adulterio”: ordena la pureza de nuestras relaciones, guardando una actitud de castidad hacia nuestro prójimo y hacia nuestro propio cuerpo. Establece la santidad del matrimonio, prohibiendo todo atentado contra esta pureza en el prójimo y en nosotros mismos, lo que implica evitar toda deformación del diseño de Dios para nuestras relaciones.

iv. “No robarás”: manda la búsqueda del bienestar de nuestro prójimo en sus bienes, y la conservación de nuestro propio patrimonio. Prohíbe todo atentado contra la propiedad de nuestro prójimo y la nuestra.

v. “No dirás falso testimonio”: implica la preocupación activa por respetar y promover el buen nombre de nuestro prójimo, y la conservación de nuestro propio buen nombre. Prohíbe toda forma de difamación, murmuración y calumnia contra nuestro prójimo, así como la destrucción de nuestra reputación.

vi. “No codiciarás”: ordena que todos nuestros deseos se encuentren en el marco de la Palabra de Dios. Prohíbe todo deseo del pecado y toda ambición de lo que pertenece a nuestro prójimo. Esto nos dice que no sólo debemos abstenernos de cometer el mal contra nuestro prójimo, sino siquiera desearlo.

Todo otro deber que la Escritura ordena hacia el prójimo, es expresión de alguno de estos mandamientos ya mencionados. Todos ellos nos dicen de forma práctica lo que significa amar al prójimo como a nosotros mismos.

No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 10 El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:8-10).

Es en ese sentido que Agustín de Hipona dijo: “Ama y haz lo que quieras”, porque si es amor verdadero, todo lo que hagas por amor cumplirá la Ley.

Mientras que el amor es el cumplimiento de la ley, el pecado es el opuesto del amor. Por eso, nadie que persevera intencionalmente en pecado contra su prójimo puede decir que lo ama al mismo tiempo. Aquellos que dicen “dejé a mi esposa para estar con mi amante, porque la amo”, o quienes dicen “estoy con esta persona del mismo sexo porque la amo”, o quienes llegan a decir “robé”, “mentí” o “maté por amor”, están mintiendo groseramente y a la vez están blasfemando contra Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), y ellos están pisoteando y basureando el concepto de amor.

E. Prioridad de la familia y la iglesia

Como ya dijimos, esta caridad que se ha expuesto la debemos a toda persona hecha a imagen de Dios, incluso si es nuestro enemigo. Sin embargo, el mismo Señor ha establecido una prioridad:

si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1 Ti. 5:8). Esto nos dice que a quienes debemos demostrar este amor por excelencia, es a nuestra familia, nuestra casa. Si no lo estamos haciendo así, las demostraciones de amor a los de afuera no son más que simulación hipócrita.

“… según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10). La Escritura nos dice que debemos procurar el bien de todos, pero de manera especial, debemos hacer bien a aquellos que son nuestros hermanos en Cristo. No “exclusivamente”, pero sí “mayormente”.

III. Porque él nos amó primero

A. La importancia suprema de estos mandamientos

Al referirse a estos dos grandes mandamientos, Cristo dijo sobre ellos: “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” Mt. 22:40. La importancia de esto no debe menospreciarse. Al decir “la ley y los profetas”, el Señor Jesús estaba refiriéndose a todo lo que hoy llamamos Antiguo Testamento. En ese momento, todavía no se había escrito ningún libro del Nuevo Testamento, así que Jesús estaba diciendo que toda la Escritura se resume en estos dos mandamientos: la forma en que nos relacionamos con Dios, y cómo eso impacta nuestra propia vida y nuestra relación con el prójimo.

Si el mismo Señor está diciendo que estos dos mandatos condensan los deberes que la Biblia demanda de nosotros, debemos poner todo nuestro empeño en entender de la manera más precisa posible a qué se refieren. Si perdemos de vista su significado, entenderemos todo de manera torcida. Todo lo que Dios nos ordena en la Escritura es una expresión de estos dos grandes mandamientos.

B. Incapacidad total de cumplir estos mandamientos

Siendo esto así, debemos reconocer que no podemos amar a Dios como debemos. Ni siquiera en nuestro mejor día, podremos decir que amamos a Dios de manera perfecta. Ni un instante de nuestra vida, hemos amado a Dios como debemos amarlo, ni hemos demostrado hacia nuestro prójimo el amor que Dios demanda de nosotros.

Esto es así porque, luego de que nuestros padres pecaron en el huerto, nuestro corazón que antes podía hacer lo bueno, amando a Dios y al prójimo, ahora se inclina sólo hacia lo malo. En palabras del Apóstol Pablo: “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Ro. 8:7).

Esto quiere decir que vivimos pecando contra el más grande mandamiento y también contra el segundo, y esta es nuestra realidad a cada instante. Por eso la Escritura habla tan claramente sobre nuestra condición espiritual: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; 11 No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. 12 Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:11-12,23).

Luego de aquel pecado en el huerto de Edén, somos absolutamente incompetentes para hacer el bien, pero al mismo tiempo, somos del todo incapaces para salvarnos a nosotros mismos. No podemos hacer ese esfuerzo que nos lleve a la redención, ni podemos buscar alguna forma bajo el cielo que nos permita librarnos de la condenación que merecemos por desobedecer completamente la ley de Dios: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gá. 3:10).

C. Sólo en Jesús

Los pecadores temen a Dios como un juez, pero no lo aman como a un Padre. Ni todo el poder de los ángeles puede hacer que el corazón ame a Dios. Los juicios no lo harán tampoco. Sólo la gracia omnipotente puede hacer que un corazón de piedra se derrita en amor a Dios… quien no tiene el calor del amor por Dios en su corazón, está muerto espiritualmente” (Thomas Watson).

Pero Dios no nos dejó en nuestra miseria espiritual: “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8).

Su gracia nos alcanzó en nuestra miseria, y Cristo mismo llevó nuestra maldad, murió allí en la cruz para pagar el precio de nuestra incapacidad completa de amar a Dios y a nuestro prójimo como debemos: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18).

No sólo eso: también vivió esa vida de perfecto amor al Padre y al prójimo, que nosotros jamás podríamos cumplir, ni siquiera por un instante. Por eso, es aquel “Justo” que puede representarnos ante Dios, habiendo cumplido todo lo que Dios ordena al hombre en la Ley, y a la vez habiendo pagado el castigo de nuestra rebelión.

D. Nuestro deber de responder en amor

Ahora que ya hemos sido salvos, podemos amar a Dios, pues Él nos ha hecho nacer de nuevo, ha hecho de nosotros nuevas criaturas donde todo en nosotros ha sido renovado por el poder del Espíritu (2 Co. 5:17). Aunque todavía no podemos amar de manera perfecta, sí podemos hacerlo de manera sincera y con una madurez que va aumentando.

Por tanto, como dice la Escritura, “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). ¡Gloria a Dios! Porque si fuese al revés, es decir, si Dios nos amara porque nosotros primero lo amamos a Él, nadie podría ser salvo. Pero Él ha querido demostrarnos su gracia, y nos ha extendido Su amor perfecto incluso cuando nosotros éramos sus enemigos en nuestro corazón.

Ese es precisamente el Evangelio: la perfecta y santa Ley de Dios nos condenaba por nuestro pecado y no podíamos salvarnos por nosotros mismos, pero Dios nos amó tanto que envió a Su perfecto Hijo, quien obedeció en nuestro lugar y llevó nuestra culpa, para que nosotros pudiéramos ser salvos por la fe en Él.

Ese amor de Dios por nosotros es el motor que impulsa la vida cristiana: “el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. 15 Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15).

Esa es la conclusión: no debemos amar a Dios y al prójimo para así poder ser salvos. Tampoco debemos hacerlo sólo porque es algo que trae beneficios sociales o porque nos da tranquilidad espiritual. No: Debemos amar a Dios y al prójimo porque Dios nos amó primero en Jesucristo, porque ya somos amados con un amor eterno, que nada puede cambiar. Ese amor de Dios es un poder transformador que trae vida y luz allí donde antes sólo había muerte y oscuridad.

Cristo te ha amado hasta el extremo, para que tú ahora ya no vivas para ti mismo, sino para aquel que murió y resucitó por ti. Y esa obediencia agradecida es precisamente el amor a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. El Señor nos dé la gracia para que nuestras vidas sean un eco de este amor Salvador que Él nos ha entregado.

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 11 Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. 12 Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Jn. 4:10-12).