Domingo 19 de junio de 2016
Texto base: Juan 4:27-42.
Los mensajes anteriores han tratado de la conversación de Jesús con la mujer samaritana en el pozo. Allí pudimos ver cómo el Señor había fijado este encuentro desde la eternidad, había determinado encontrarse con esta mujer solitaria, con una vida inmoral, sin preparación teológica y además samaritana, es decir, proveniente de un pueblo que tenía una rivalidad histórica con los judíos, ya que los samaritanos eran producto de una mezcla racial, cultural y religiosa entre antepasados israelitas y pueblos paganos.
Lo sorprendente es que Jesús escoge a esta mujer con todas estas características que la hacían despreciable para los judíos de la época, para revelarse a ella y darle a conocer verdades hermosas y muy profundas que fariseos y líderes religiosos no pudieron comprender.
En esta conversación íntima el Señor habla sobre la verdadera agua, esa agua viva y espiritual que puede calmar la sed de nuestra alma. Quien bebía el agua física de ese pozo, volvía a tener sed y tenía que estar sacando agua una y otra vez, pero quien bebe del agua espiritual que sólo Jesús puede dar, ya no vuelve a tener sed, no sigue buscando pozos ni fuentes, ya que tendrá en él un manantial que salta para vida eterna.
Esa agua viva es la comunión con el Señor a través de la fe en Jesús, es el raudal de bendiciones que encontramos en Él, es esa vida en abundancia que llega a nuestros corazones por la obra sobrenatural del Espíritu Santo, es esa resurrección espiritual que el Señor obra en nosotros, dejando atrás nuestra muerte en delitos y pecados, y vivificando nuestros corazones en Cristo. Esa agua viva es el Señor mismo, es Cristo mismo, ese manantial precioso del que podemos beber para recibir la vida eterna.
Además, el Señor enseñó a esta mujer sobre la adoración genuina, y esa adoración se hace en espíritu y en verdad. Esta adoración involucra todo nuestro ser, no es simplemente algo externo, no consiste en simples ritos y ceremonias, sino que nace de un corazón que ha recibido vida por la obra del Espíritu Santo. Y es una adoración que se hace en verdad, o sea, que se hace en obediencia a la Palabra de Dios. No hay verdadera adoración sin conocimiento de la voluntad de Dios. Puedes poner todo el corazón en algo, hacerlo de una manera sincera, pero si no es de acuerdo a la Palabra de Dios, no es adoración. Y puedes conocer intelectualmente la Palabra, puedes citar versículos y entender doctrinas, pero si no adoras de corazón, no es verdadera adoración. Por eso ambas cosas van siempre de la mano, los verdaderos adoradores adoran en Espíritu y en verdad.
El entender estas hermosas verdades cambió para siempre la vida de la mujer samaritana, porque lo que pasó realmente es que ella recibió vida por primera vez. Sus ojos fueron abiertos, su corazón fue impactado por la obra del Señor, ella pudo ver que el forastero que le hablaba era en realidad el Cristo que esperaban. Eso la llevó a dejar el cántaro en el pozo e ir decidida a la ciudad a contar lo que Cristo le había dicho, a dar testimonio de Él.
Ahora, ¿Qué tanto podía saber ella? Lo suficiente como para compartir de Cristo. Como dijo J.C. Ryle, “el mismo día de su conversión ella se transformó en una misionera”. Luego vemos que esta mujer que probablemente tenía mal testimonio debido a la vida que llevaba, termina evangelizando a muchos de los samaritanos que vivían en ese pueblo, tanto así que dice que mucho creyeron por el testimonio de la mujer (v. 39). Ella, que según vimos evitaba encontrarse con más gente del pueblo, que prefería andar sola por la vida que llevaba, ahora dejaba todo eso atrás y se dedicó a dar testimonio de Cristo.
Así, vimos que hay una cadena virtuosa: Quien beba el agua viva de la fuente que ofrece el Señor, no podrá menos que adorar a Señor en respuesta a su misericordia, y necesitará anunciar a Cristo, dar a conocer su majestad y su bondad para que otros puedan también venir a la fuente a beber.
Hoy nos concentraremos en la conversación que el Señor Jesús sostuvo con sus discípulos cuando éstos llegaron, donde nos mostrará nuevamente nuestra necesidad de Dios, esta vez como alimento, y nos exhortará a obedecer el llamado que nos hace a trabajar.
I. La verdadera comida
Como ya hemos dicho, los discípulos de Jesús habían ido a la ciudad a comprar de comer. Cuando los volvieron, se sorprendieron de ver a Jesús hablando con una mujer. Había una regla de los rabinos judíos, que decía que un hombre no debía hablar con una mujer en la calle, ni siquiera con su esposa. Pensaban que la conversación con una mujer, incluso la esposa, era una pérdida de tiempo y distraía a los maestros de su tarea de leer la ley de Dios.
Además, no era cualquier mujer, era una mujer samaritana, que además era adúltera. Entonces, lo que estaba haciendo Jesús era algo absolutamente atípico para un maestro religioso, y los discípulos no se lo esperaban en ningún caso.
Por otra parte, la mujer dejó el cántaro y se fue a dar testimonio de Cristo. Como dijimos, ahora veía todas las cosas distintas, había recibido en esos breves instantes más luz de lo que había recibido en toda su vida. La luz del Mesías había alumbrado sus ojos, ese manantial estaba brotando con fuerza en su corazón, esa agua viva era un torrente que fluía de su interior, y ella debía compartir esto. Se parece a la reacción que tuvo Mateo al ser llamado, dejando su mesa de cobrador de impuestos, o a la reacción de Pedro y Juan, que dejaron las redes de pescar para seguir a Jesús.
Cuando el Señor nos llama, todo es trastornado, las prioridades se ordenan por primera vez como siempre debieron estar ordenadas, ahora seguir el llamado de este Señor maravilloso es antes que todas las cosas, y lo que antes amábamos, los ídolos que adorábamos, son dejados de lado para poner al Señor en el altar de nuestras vidas.
Mientras podemos imaginar a la mujer samaritana dejando el lugar llena de alegría y muy decidida, los discípulos estaban llenos de dudas, estaban confundidos, pero nadie se atrevía a decir nada. De alguna manera sabían que Jesús sabía por qué hacía lo que hacía, si ellos preguntaban lo que estaba en sus mentes seguro quedarían en vergüenza, prefirieron guardar silencio ante su confusión.
Para cuando decidieron abrir la boca, cambiaron de tema. Ellos habían ido a comprar comida, y habían vuelto con el almuerzo. Su preocupación por que Jesús comiera nos da a entender que deben haber tenido un viaje agotador y quizá no habían comido hace rato. Por eso el texto dice que los discípulos le rogaban que comiera, el hambre y el cansancio deben haber sido muy fuertes, y Jesús junto con sus discípulos debían descansar y reponer energías luego de tanto esfuerzo físico.
Pero la respuesta que dio Jesús fue muy desconcertante, y habló de una manera misteriosa. El Evangelio de Juan nos muestra muchas de estas conversaciones íntimas, donde Jesús habla como en parábolas o en misterios, y quienes lo escuchan no pueden entender bien, ya que toman las palabras de Jesús de una manera muy literal, tanto que llega a ser absurdo.
Jesús les respondió que Él tenía una comida que comer que ellos no conocían, y los discípulos pensaron que quizá alguien más le había traído algo para comer, pero el Señor se estaba refiriendo a algo muy distinto: nuevamente estaba ocupando realidades de la vida cotidiana para explicar asuntos espirituales, muy profundos.
El Señor les dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (v. 34).
La actitud del Señor es impresionante. Él había venido viajando desde Judea, estaba polvoriento por el camino, era la hora de más calor donde el sol pegaba fuerte, debe haber estado muy cansado, sabemos que también estaba sediento, y ahora podemos ver que debía tener mucha hambre. Sin embargo, su preocupación principal fue la salvación de la samaritana. Eso estaba por sobre sus necesidades físicas.
Y esto es porque la comida de Jesús, su verdadero alimento, es que fuera hecha la voluntad de su Padre. Antes que comer, antes que llenar su estómago, era necesario, era preciso, era imprescindible que la voluntad de Dios se cumpliera. Su prioridad era esa, lo que estaba incluso por sobre los impulsos de su cuerpo, es que se hiciera la voluntad del Padre, y que su obra fuera cumplida.
Alguien podría decir: “bueno, pero Él podía decir eso porque era Jesús”. Pero no olvidemos que Jesús es el hombre perfecto, es el supremo modelo a seguir. Él todo lo que hizo fue bueno y justo, y con esto nos está mostrando cómo debemos ver las cosas. Esta era la mente de Cristo, y quienes hemos recibido la obra de su Espíritu también debemos poner la voluntad de Dios incluso por sobre nuestro bienestar personal, por sobre nuestra propia vida, porque la vida verdadera es hacer la voluntad de Dios.
Y no es primera la única vez que el Señor relaciona el hambre y la comida con verdades espirituales:
- Cuando Jesús enseñó a orar a sus discípulos, dijo: “Hágase Tu voluntad, Así en la tierra como en el cielo. 11 Danos hoy el pan nuestro de cada día” (Mt. 6:10-11). Incluso el “padrenuestro” nos recuerda que nuestra verdadera comida debe ser que se cumpla la voluntad de Dios.
- También cuando fue tentado por satanás, el Señor Jesús respondió: “Escrito está: ‘No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4:4). La Palabra de Dios, su voluntad perfecta, es vital para el hombre, la necesita incluso más que al pan. El pan puede saciar por un rato el estómago, y aun quien come pan todos los días morirá, pero quien come la Palabra de Dios, quien la guarda y atesora en su corazón, vivirá eternamente.
No era sólo que encontraba agrado en hacer la voluntad de Dios. Era su comida y su bebida, era vital para Él, y así debe ser también para nosotros. Y es increíble cómo el Señor ocupó la necesidad cotidiana de ir a sacar agua al pozo para explicar que Él era la fuente de agua viva, y ahora ocupó la necesidad de comer para decir que el verdadero alimento para el hombre debe ser ver cumplida la voluntad de Dios.
Y aquí pasa algo similar a lo que hablamos con la sed. Si Jesús compara el hacer la voluntad de Dios con la comida, es porque existe un hambre que debe ser saciada. Como seres humanos, naturalmente ansiamos cosas. Tenemos necesidades físicas que si no satisfacemos adecuadamente, podemos enfermarnos gravemente o morir. Pero nuestra alma también tiene hambre, desea fervientemente que sus deseos sean satisfechos.
Lamentablemente, el pecado que hay en nosotros contamina nuestros deseos, y se ven teñidos de maldad. No deseamos sanamente, ni buscamos la verdadera comida, sino que codiciamos, no estamos contentos con lo que tenemos y ardemos de hambre por cosas materiales, por personas o por placeres buscando que calmen nuestra voracidad. Tenemos hambre de muchas cosas: hambre de gloria personal, de ser exitosos, de ser prósperos, de bienestar material, de placeres, de aprobación social; en fin, hambre de muchas cosas que si son buscadas como el objetivo máximo, sólo esconden vanidad y destrucción.
Y que el Señor ejemplifique nuestra necesidad de Él con el hambre no es casualidad. El hambre es una necesidad apremiante, urge por ser satisfecha, comienza a molestarnos hasta que no podemos hacer otra cosa sino darle atención, si permanece por mucho tiempo comienza a estorbar nuestros pensamientos y en lo único que podemos pensar es en comer.
Pero aquí nos dice que debemos tener hambre de que se haga la voluntad de Dios. Hambre de que todo esté sujeto a Él, de que todo reconozca que Él es Señor, que se someta a su reinado. Recordemos nuevamente el padrenuestro, que dice “Venga tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan nuestro de cada día”. Que venga su reino significa, se traduce en que se haga su voluntad en la tierra como en el Cielo. Debemos ansiar, tener hambre no de gloria personal, no de ganar el mundo para nosotros, sino hambre de que venga el reino de Dios, que se haga su voluntad en todo.
Jesús está diciendo que el hombre se ve nutrido, se ve alimentado, su corazón está satisfecho y lleno cuando vemos que se hace la voluntad de Dios, tal como estaría después de un banquete: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados” (Mt. 5:6).
Pensemos en esto: ¿Puede una persona llegar al final del día y dormirse sin haber comido nada, simplemente porque se le olvidó, porque no sintió hambre? Si viéramos un caso así pensaríamos que no es para nada normal, que algo anda muy mal con tal persona. ¿Qué pasaría si no fuera un día, sino 3, 4 o 10 en los que simplemente no comió porque no sintió hambre? Bueno, tal persona tendría algo en común con los muertos, ya que los muertos no sienten hambre.
De la misma forma, si no tenemos hambre de que la voluntad de Dios sea hecha, si no somos saciados, satisfechos cuando vemos que ella se cumple, probablemente estemos muertos. Si hay salud en nosotros, nuestros corazones deben alimentarse, nutrirse, saciarse al ver que se cumple lo que Dios quiere, al ver que su reino se manifiesta y se impone sobre todo.
II. Manos a la obra, a cosechar
Luego pareciera que el Señor cambia abruptamente de tema, como si iniciara una nueva conversación: vv. 35-38. Pero lo que está haciendo es usar otro ejemplo, para explicar lo que acaba de decir.
Nuestra verdadera comida, la que Jesús consideraba su alimento, era que se cumpliera la voluntad de Dios, que es lo mismo que decir, que venga su reino, ya que su reino significa que la voluntad de Dios sea hecha en la tierra como en el Cielo. ¿Cuál es el medio que el Señor escogió para anunciar la venida de su reino? La predicación del Evangelio.
Y eso mismo es lo que Jesús estaba haciendo con la samaritana, estaba “comiendo” espiritualmente, se estaba ocupando de que la voluntad de Dios fuera hecha, de que los perdidos conozcan a Dios y se rindan a Él, estaba anunciando la buena noticia, se estaba dando a conocer la salvación de Dios y se estaban deshaciendo las obras de las tinieblas, se estaba proclamando la luz. Eso era más importante que el almuerzo que le traían los discípulos, esa era la verdadera comida para Él.
Entonces, lo que Jesús estaba diciendo a sus discípulos es que debían ver las cosas con ojos espirituales, debían preocuparse de lo que realmente importaba, aún más que satisfacer sus estómagos. Debían darse cuenta de que era necesario cumplir la obra de Dios, que la obra de Dios aún no estaba terminada, que había mucho por hacer, que los campos estaban listos para ser cosechados: “¡Abran los ojos y miren los campos sembrados! Ya la cosecha está madura” (v. 35).
Ellos no podían pasar un día sin que esta voluntad de Dios fuera hecha, tal como deben comer diariamente, también debían ocuparse en hacer la voluntad de Dios diariamente. Más urgente que el hambre física es que se cumpla la voluntad de Dios, y eso implica que el mundo conozca a Cristo, que el Evangelio sea predicado, que las obras del diablo sean deshechas, que los cautivos sean liberados, que los ciegos reciban la vista, que los sordos oigan, que los corazones muertos sean resucitados, esto es urgente, es necesario, es imprescindible, es preciso que se haga.
Los discípulos debían entender algo, y nosotros también: el Señor está diciendo que tenemos el altísimo privilegio de participar en su obra. Él ha escogido que su voluntad se haga a través de nosotros. Otra vez: Jesús dice que la verdadera comida es que se haga la voluntad de Dios y se acabe su obra; y ahora está diciendo a los discípulos que ellos son trabajadores en la obra de Dios, son obreros, son campesinos que trabajan en el campo de Dios y el trabajo que ellos hacen, es el medio que Dios usa para cumplir su voluntad. Los discípulos de Cristo somos herramientas en las manos de Dios, somos instrumentos que Él usa para llevar adelante su obra en este mundo.
Volvamos a la escena. Lo más probable es que en ese momento ya se pudiera ver una multitud de samaritanos viniendo a Jesús por el testimonio de la mujer. Jesús ocupa el ejemplo de la cosecha para explicar a sus discípulos, y les dice que alcen sus ojos y vean que el campo está listo para la cosecha, esa multitud de samaritanos que ellos podían divisar era el campo en el que ellos debían trabajar.
Jesús había sembrado, y otros habían sembrado antes, recordemos que Juan el Bautista predicó en esa región, el campo había sido sembrado y preparado. Ahora llegaba el momento de cosechar, y los discípulos eran los encargados de eso. El Señor los animó diciendo: “ya el segador recibe su salario y recoge el fruto para vida eterna” (v. 36).
Ellos iban a cosechar lo que no sembraron, pero finalmente todos formaban parte de la misma labor, tanto los que sembraron como los que cosechan son obreros del mismo campo, y trabajan para hacer la voluntad del Señor de ese campo. Los que siembran y los que cosechan se alegrarán juntos, quienes predican el evangelio y quienes luego llegan a consolidar esa obra pueden estar felices y celebrar juntos, porque la voluntad del Señor se está haciendo, su reino está siendo anunciado, su voluntad se está cumpliendo, la Palabra de Dios está cubriendo la tierra.
Esto recuerda las palabras de William Carey. Él fue un misionero de Inglaterra en la India, y enfrentó muchísimas dificultades allí, incluyendo la muerte de sus compañeros de misión, la locura de su mujer y la muerte de su propio hijo. Por muchos años no vio ninguna conversión, pero él seguía trabajando con fe y convencido, diciendo que quizá el sólo estaba sembrando y que a lo mejor nunca vería la cosecha durante su vida, pero estaba seguro que alguien cosecharía en ese campo, el reino de Dios llegaría a ese lugar.
También nos recuerda la obra de Jim Elliot, un misionero de EEUU entre los indios aucas de Ecuador. Él predicó el evangelio entre los indios, fue un sembrador, pero ellos lo asesinaron. Cualquiera podría pensar que aquí se terminó la obra, pero faltaba la cosecha. Luego de su muerte muchos de los indios se convirtieron, y la propia esposa de Elliot cosechó ese campo sembrado, haciendo discípulos entre los indios.
Así también muchos mártires murieron dando testimonio de Cristo, sembrando con su predicación del Evangelio, y después de su muerte otros cristianos cosecharon ese campo, y en el mismo lugar donde algunos murieron predicando, otros después levantaron iglesias y vieron muchas almas salvadas.
Nosotros también estamos llamados a trabajar en este campo. Todo cristiano es un misionero, todos hemos recibido la misión de sembrar o de cosechar, o incluso ambas cosas. Miremos lo que ocurrió con la mujer samaritana, que el mismo día de su conversión se transformó en una misionera. Por eso dijo el Señor:
“Jesús recorría todos los pueblos y aldeas enseñando en las sinagogas, anunciando las buenas nuevas del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia. 36 Al ver a las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban agobiadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. 37 «La cosecha es abundante, pero son pocos los obreros —les dijo a sus discípulos—. 38 Pídanle, por tanto, al Señor de la cosecha que envíe obreros a su campo»” (Mt. 9:35-38).
III. Obediencia que nos salva y nos motiva
Hoy hemos visto nuevamente que el Señor es el agua viva, y su voluntad es el alimento de su pueblo. El Señor es vital para su pueblo, es su agua y su alimento. Es lo que necesitamos para vivir. Nosotros debemos entenderlo así, ya que no es natural para nosotros. Debemos recordar una y otra vez por la Escritura quién es nuestra agua viva, y cuál es nuestro alimento, que sólo en el Señor encontramos lo que verdaderamente sacia nuestra sed y nutre nuestro espíritu.
Y debemos recordar que nuestro ejemplo supremo en esto es Cristo. Su alimento, su comida, fue hacer la voluntad de Dios, fue cumplir su obra, tanto así que mientras colgaba de ese madero soportando el castigo de nuestra culpa, dijo “Consumado es”, Él cumplió la voluntad de Dios hasta su último suspiro, Él respiraba, comía, bebía, hablaba, caminaba, dormía, trabajaba la voluntad de Dios, todo lo que hacía era la manifestación visible de la Palabra del Señor, Él era esa Palabra hecha hombre.
No hubo ni habrá hombre que hablara como Él, ni uno que obedezca como Él obedeció, porque su obediencia fue perfecta y hasta la muerte:
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, 6 el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. 9 Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, 10 para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; 11 y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:5-11).
Por eso, por esta obediencia suprema y hasta la muerte, Él fue exaltado hasta lo sumo, recibió toda autoridad y un nombre sobre todo nombre. Y es por eso que Él ahora nos manda a cosechar. Él dijo antes de ascender a la diestra de Dios: “—Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. 19 Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, 20 enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:18-20).
Él recibió toda autoridad por su obediencia suprema. Cristo estuvo dispuesto a ir a la cruz por obedecer al Padre. Él, siendo perfectamente justo y aborreciendo el mal, se vistió de inmundicia, Él fue a la cruz por tus pecados y los míos, Él aceptó pagar la pena por tu prontuario y por el mío, para cumplir la voluntad de su Padre que era darnos salvación para alabanza de su gracia.
Cristo estuvo dispuesto a todo esto para darnos vida. ¿Estás dispuesto tú a cosechar? ¿Estás dispuesto a trabajar? ¿Quieres que este sea tu alimento, el hacer la voluntad de Dios, el cosechar su campo, anunciar la venida del reino?
La misión de la iglesia se describe como una cosecha. Esto es un trabajo, y debe hacerse poniendo esfuerzo y diligencia. No podemos esperar que los campos se cosechen solos. Debemos poner manos a la obra, y somos nosotros los llamados a cosechar. No es una tarea para otros, no es para quienes están fuera. Es una cosecha que sólo puede hacer la iglesia de Cristo, y no podemos dejar la obra abandonada.
Su voluntad es que nos volquemos a cosechar, a trabajar con los campos que están listos para la cosecha. El mundo está allí para que nosotros vayamos a realizar nuestro trabajo. ¿Y por qué debemos hacer esto? Porque Cristo recibió toda autoridad, porque el Cordero que fue inmolado es digno. Y con esa autoridad es que nos envía a hacer discípulos. Todos somos misioneros ya que todos hemos recibido esta misión, y en esta labor Él prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
¿Qué puede ser más noble que esto? ¿Hay una tarea que sea más alta, hay un fin que sea más sublime para el hombre que tomar parte en la obra de Dios? Hermanos, ¿Podemos entender esto? Cristo, exaltado como Rey, nos ha encomendado esta tarea. Él nos permite este tremendo privilegio de ser parte en su obra, de que su voluntad se haga a través de nosotros, de que su reino se establezca a través de lo que prediquemos con nuestra boca, de lo que hagamos con nuestras manos, de los lugares a los que vayamos con nuestros pies. ¡Somos obreros en el campo de Dios!
¿Hay algo que nos falte para hacer esta obra? Tenemos el poder del Espíritu, tenemos la presencia de Cristo con nosotros, tenemos la Palabra de Dios que no falla y es la verdad suprema, tenemos vida por medio de Cristo, tenemos todo lo necesario para hacer este trabajo; y debemos hacerlo no por nosotros, ni siquiera por los perdidos, debemos hacerlo porque Cristo es digno, porque Él recibió toda autoridad y Él es quien nos ha dado esta misión.
J.C. Ryle comentó este pasaje diciendo: “¿Sentimos la importancia suprema de las cosas espirituales, comparadas con el vacío total de las cosas de este mundo? ¿Hablamos alguna vez a otros acerca de Dios, Cristo, la eternidad, el alma, el cielo y el infierno? Si no es así, ¿De qué sirve nuestra ve? ¿Dónde está la realidad de nuestro cristianismo? Hagamos caso, no sea que despertemos demasiado tarde y nos demos cuenta de que estamos perdidos para siempre, asombrando a ángeles y demonios, y sobre todo, sorprendiéndonos nosotros mismos por nuestra propia ceguera y necedad”.
Que haya, pues, en nosotros este sentir que hubo en Cristo, que podamos valorar su voluntad sobre nuestras propias vidas, que el ver su voluntad cumplida sea nuestro verdadero alimento, que podamos obedecer hasta la muerte siguiendo el ejemplo supremo de Cristo; no para ser amados por Dios, sino porque Él nos amó y nos salvó, porque Él nos libró de la muerte y nos dio vida, porque Él es digno y es Rey sobre todas las cosas, y ya no vivimos nosotros, sino que Cristo vive en nosotros.