Por Álex Figueroa F.
Texto base: Juan 1:35-51.
En el mensaje anterior hablamos sobre el testimonio y la predicación de Juan el Bautista. En Él la Escritura nos deja un ejemplo en cuanto a cómo debemos servir. Jesús dijo de este profeta que era el mayor de los que habían nacido de mujer, sin embargo él no se concentró en llevar la atención hacia sí mismo, sino que redirigió toda la atención hacia Jesucristo.
Vimos que la función de Juan el Bautista se encontraba anunciada desde el Antiguo Testamento. Él debía preparar el camino para la aparición del Mesías, tal como lo en la antigüedad se preparaba una provincia para recibir al rey que los visitaría. Toda la persona y el ministerio de Juan el Bautista giraban en torno a Jesús.
Por último, vimos también que aunque el ministerio de Juan fue único, tenemos algo en común con Él: debemos predicar y anunciar a Cristo al mundo. Y para eso es necesario saber quién es, tal como Juan el Bautista sabía, y lo presentó como el Cordero de Dios y el Hijo de Dios. Nosotros también debemos conocer no sólo acerca de Cristo, sino a Cristo mismo, a través de su Palabra, y debemos dedicarnos a dar toda la gloria a nuestro Señor, tal como lo hizo el Bautista.
I. Juan, un testimonio que contagia
En este pasaje se nos muestra a los primeros seguidores de Cristo, los comienzos de la iglesia propiamente cristiana. El comienzo de toda esa increíble cantidad de personas que ha sido redimida por creer en Cristo, por aceptarlo como el Mesías Salvador, se encuentra aquí.
El testimonio de Juan era uno que contagiaba. No podía evitar dar alabanza y honor a Cristo. Cuando lo ve entre la gente, dijo tal como había afirmado el día anterior: “He aquí el Cordero de Dios”. Ese testimonio de Juan fue escuchado por dos de sus discípulos que lo estaban escuchando, y fueron movidos a seguir a Cristo. El testimonio de Juan los contagió, y quisieron ir tras este Cordero de Dios, tras este Mesías anunciado.
Así también debe ser nuestro testimonio de Cristo. Debe ser un testimonio que contagie a otros, que los anime, que los motive a seguir a este Señor glorioso. Sobre esto, A. W. Tozer dice: “Hoy no estamos produciendo santos. Estamos convirtiendo a la gente a un tipo cansado de Cristianismo, estéril e infructuoso que nada tiene que ver con el del Nuevo Testamento. El denominado cristiano bíblico de nuestros tiempos no es más que una desafortunada parodia de la verdadera santidad y los santos”.
Muchos creyentes hoy actúan como niños mimados. Si Dios no hace lo que ellos quieren, si no les da lo que ellos desean, si el Señor no les da la vida que ellos han proyectado, si no obra como ellos quieren que obre, si no salva como ellos quieren que salve; se amurran y se enojan con Él. Vemos muchos creyentes desmotivados por las pruebas, porque esperaban que Dios los librara de cualquier situación difícil. Aunque no sean conscientes de esto, estaban actuando como creyentes en ese falso evangelio de la prosperidad. Ellos piensan “Señor, yo te sigo y trato de serte fiel. Tú deberías hacer que todo en mi vida salga bien, como yo lo esperaba. No sé por qué me haces pasar por esto, quizá no eras tan real como parecías ser”. Quizá no son de aquellos que decretan o declaran dando órdenes a Dios, pero actúan como si Dios debiera obedecerlos y someterse a su voluntad.
Quizá esto ha producido cristianos apagados, resignados. Creen en Dios porque no les queda otra opción, porque saben que el universo no pudo haberse hecho solo y lo más probable es que exista un Dios en el cielo, pero no aceptan de buena gana su reinado, no tienen gratitud hacia Él ni creen que su voluntad sea lo mejor para sus vidas.
Otra actitud que abunda entre los que profesan ser cristianos es reducir a Cristo a un mero gusto o interés personal. Seguir a Cristo y venir a la iglesia son una actividad más en sus vidas, tal como lo serían ir al gimnasio, ir a clases, ir a trabajar, asistir a un concierto, tomar lecciones de piano o salir a andar en bicicleta. No hay un vínculo más profundo, no han llegado a conocer a Cristo, a ver la inmensidad de su pecado y a maravillarse con su gracia y su perdón. No ven el privilegio que significa haber sido adoptados en Cristo, ser hechos hijos de Dios, ser hechos partícipes del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia, la asamblea de sus redimidos.
Todo esto, y muchas otras razones, producen un testimonio apagado, incapaz de contagiar a nadie. Que el Señor nos conceda ser encendidos, tener corazones que ardan por un genuino amor a Cristo, una gratitud profunda que nos envuelva, que nuestros labios puedan confesar su nombre como lo más alto y lo más deseable, lo más sublime y lo más precioso. Sólo así tiene sentido que prediquemos el Evangelio, y sólo así otros podrán ser alcanzados por nuestro testimonio.
El pasaje dice que “Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús”. Las palabras de Juan el Bautista deben haber estado inflamadas de convicción. No pueden haber sido palabras planas, sin fuerza, sin corazón. Tiene que haberlo dicho de tal forma, que quienes lo oyeron supieron que debían seguir a Cristo. Así también deben ser nuestras palabras, encendidas por la fe y llenas de esperanza en nuestro Señor.
Y fijémonos que el testimonio de Juan el Bautista no fue rebuscado ni tampoco muy complejo, o innecesariamente extenso. Sus palabras fueron “he aquí el Cordero de Dios”, y esas palabras fueron una pequeña semilla que el Señor utilizó para impactar a quienes las oyeron. Así también cuando demos testimonio de Cristo no es necesario que nos enredemos con demasiadas palabras o que nos demos vueltas al hablar que terminen por extraviar a quienes nos escuchan. Simplemente debemos presentar a Cristo como lo que Él es, de manera comprensible para quien nos oye. Los primeros creyentes en Cristo fueron llamados con estas breves palabras.
Además, el testimonio de Juan el Bautista, como dijimos el domingo anterior, apuntaba directamente a Cristo. Nuestro testimonio no debe apuntar a nosotros mismos, ni tampoco a la iglesia, no debe estar orientado a mostrar cuán creativos o inteligentes somos, ni tampoco a demostrar que somos gente amigable o razonable, que nuestras reuniones son entretenidas o que podemos representar sus intereses. No debe apuntar en ningún sentido a nosotros, sino que debemos preocuparnos de dirigir la atención a Cristo, de presentarlo a Él con toda su gloria.
Vemos también que el de Juan el Bautista fue un testimonio perseverante. El pasaje nos dice que esto ocurrió “al siguiente día”, es decir, un día después del pasaje que vimos en la prédica anterior, donde Juan había presentado a Cristo como el Cordero de Dios y el Hijo de Dios. En esta oportunidad vuelve a insistir, presentándolo como el Cordero de Dios, y ahora dos de sus discípulos deciden seguir a Cristo.
Esto también nos enseña a perseverar cuando hablamos de Cristo. No prediquemos de una forma lánguida, como si estuviéramos vendiendo seguros; ni lo hagamos sin ganas, casi como si estuviéramos tocando agua hirviendo, como queriendo hacerlo muy rápido y después volver a nuestras vidas cotidianas. Perseveremos en dar testimonio de este Señor que nos ha salvado, y quizá personas que ya nos escucharon antes, ahora quieran seguir a nuestro Señor.
Los primeros dos discípulos de Cristo eran también discípulos de Juan el Bautista. Juan no intentó retenerlos como algo que le pertenecía, sino que dejó que siguieran al Mesías, a quien él había venido a anunciar. Esto también enseña algo para nuestras vidas.
Los discípulos de Cristo no son nuestros, ni son propiedad de quienes les predican la Palabra, sino que pertenecen a Cristo. Ningún creyente tiene derecho de propiedad sobre otro, y sin embargo, somos miembros unos de otros. No somos dueños de nadie, pero nos pertenecemos unos a otros, y Cristo es dueño de todos.
II. Andrés, una comunión que contagia
Andrés quiso ir donde Cristo habitaba, quiso tener más comunión con Él, quiso más del Señor. No se contestó con saber que esa persona que vio y que fue señalada por Juan el Bautista era el Cristo. O sea, no le bastó saber algo acerca de Jesús. Andrés quiso además conocerlo personalmente, compartir con Él de forma íntima, ir allí donde Jesús vivía y pasar un tiempo con Él.
Así debe también ocurrir con nosotros. No nos debe bastar que alguien nos diga que Jesús es el Cristo, que Él es Señor. No basta con escuchar o saber algo acerca de Él, sino que debemos buscar conocerle personalmente, buscar la comunión íntima con el Señor, ir a Él en oración y derramar nuestra alma ante su presencia, para ser llenos de su Espíritu. Por eso dice la Escritura:
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” Jn. 17:3.
“Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo” Fil. 3:8.
Esta tarea de conocer a Cristo, entonces, debe consumir todo nuestro ser, debe ser algo a lo que nos dediquemos por completo, precisamente porque en eso está la vida verdadera. Conocer a Cristo es vivir. Es ser alumbrado por la luz eterna del Señor. Por eso dice el Apóstol Pablo: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo” (2 Co. 4:6).
Es por eso que J.C. Ryle, comentando este pasaje, dice: “Asegurémonos de que estamos entre los que realmente siguen a Cristo y permanecen en Él. No es suficiente escuchar que se le predica desde el púlpito, ni leer de Él como está descrito en los libros. Debemos seguirlo de verdad, derramar nuestros corazones ante Él, y mantener una comunión personal con Él. Sólo entonces nos sentiremos constreñidos a hablar de Él a otros. El hombre que sólo conoce a Cristo de oídas, nunca hará mucho por la expansión de la causa de Cristo en la tierra”.
Andrés, una vez que tuvo este tiempo de comunión con Cristo, supo que tenía que compartirlo con otros, por eso fue a buscar a su hermano Pedro, y tuvo que darle la buena noticia: “hemos encontrado al Mesías”. Andrés comenzó por los de su propia casa, tal como le dijo Jesús al gadareno, luego de liberarlo de sus demonios: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (Mr. 5:19).
Si encontráramos un tesoro, o conociéramos algo oculto que nos beneficia, nuestra tendencia natural probablemente sería intentar quedarnos con eso que encontramos, guardarlo egoístamente para nosotros o sacar algún provecho de eso. A lo más lo compartiremos con nuestros cercanos, pero no nos despojaremos de nuestro hallazgo.
Pero cuando encontramos a Cristo, queremos que otros sepan de este Señor, de este Salvador tan hermoso. Cristo es inagotable, es una fuente de vida eterna, que nunca deja de brotar, cuya agua nunca se estanca. Tal como recibimos esa vida abundante de parte de Él, queremos que otros sean vivificados, que otros puedan pasar de muerte a vida, que otros sean perdonados y encuentren esta salvación eterna en Cristo.
¿Qué hubiese pasado si Andrés hubiera tenido el espíritu tímido y cómodo que abunda en nuestra época? ¿Qué habría ocurrido si nunca le hubiese hablado a su hermano Pedro sobre Cristo, porque no se sentía cómodo evangelizando? ¿Qué hubiera pasado si Pedro hubiera seguido siendo un pescador de Galilea toda su vida, en lugar de ser uno de los apóstoles más prominentes de la Iglesia? Sabemos que el Señor es soberano, pero también creemos en que somos responsables, y que Dios nos ocupa como medios para alcanzar a otros. Tengamos en cuenta esto ejemplo, no sabemos qué puede llegar a hacer el Señor con la persona a la que estamos evangelizando, podría llegar a ser grandemente usado para edificar a la Iglesia.
Entonces, quien ha entrado verdaderamente en comunión con Cristo, no se queda tranquilo en soledad, ni se queda callado. Buscará compartir de este Salvador, buscará que otros lo conozcan, y querrá estar en comunión también con quienes ya lo conocen. El creyente es alguien que ha dejado de vivir para sí mismo, y ahora vive para Jesucristo. Pero en Jesucristo, además de encontrar su gloriosa persona, se encuentra con su Cuerpo, con la comunidad de creyentes que ha sido salvada, perdonada y que ha recibido vida.
Como dice Dietrich Bonhoeffer, “Quien es alcanzado por [la Palabra] no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha querido que busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos; son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus incertidumbres y desesperanzas. Queriendo arreglárselas por sí mismo, no hace sino extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y anunciador de la palabra divina de salvación. Lo necesita a causa de Jesucristo”.
Eso es justamente lo que ocurrió con Andrés. ¿Podemos imaginar su cara? ¿Podemos imaginar la expresión de su rostro, el tono de su voz? Habían encontrado al Mesías prometido, a ese que había sido anunciado, a quien los iba a redimir y liberar de su cautividad más profunda, de la muerte segura que les esperaba, de su ceguera y sordera espiritual, quien iba a reinar sobre ellos para siempre con justicia. Tal fue el anuncio de Andrés, que Pedro lo acompañó hasta donde Cristo se encontraba.
El pasaje dice que Andrés fue a buscar a Pedro “Y le trajo a Jesús”. La Iglesia, entonces, está diseñada para que nos llevemos unos a otros a Jesucristo. Para que constantemente nos mostremos unos a otros al Salvador. Para que nos animemos a seguirle, a perseverar en la fe, la esperanza y las buenas obras; para que la Palabra de Dios produzca un eco en nosotros, y ese eco alcance a nuestro hermano, y a la vez el eco que la Palabra produjo en él nos alcance a nosotros.
“En presencia de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad” (Bonhoeffer). Andrés era hermano sanguíneo de Simón Pedro, pero cuando le presentó a Cristo y Simón creyó en Él, quedaron unidos por un vínculo muchísimo más profundo y verdadero. Los lazos familiares y cualquier otro vínculo humano, por más fuerte que sea, termina con la muerte, pero la hermandad en Cristo traspasa esta frontera, es eterna.
La unidad de la Iglesia viene de lo alto, es obrada por el Espíritu Santo, es el Señor quien la produce, su fundamento es Jesucristo mismo. Y esta unidad, que ya podemos disfrutar hoy aquí en la tierra, incluso a pesar de las divisiones y los problemas que pueden producirse, es una unidad que va a trascender a la eternidad. Ningún grupo humano puede decir lo mismo. Entonces, debemos aprender a amar, apreciar y valorar a la Iglesia como algo único y sobrenatural, un lazo que nos unirá eternamente.
III. Cristo, el Salvador que nos conoce
Al hablar del encuentro de Simón con Cristo, al Apóstol Juan le interesa destacar que Simón recibió un nuevo nombre: Pedro. Recibir un nuevo nombre equivale a nacer de nuevo. La antigua vida como Simón ya es historia, su forma de ser, sus preferencias, sus prioridades, su estilo de vida que llevaba hasta ese momento, en fin, su vida misma, es renovada al encontrarse con Cristo, y ya nunca volvería a ser el mismo. Esto se traduce en un cambio de nombre, y es Cristo quien se lo impone, mostrando con ello su autoridad y señorío sobre la vida de Simón.
Nuevas criaturas, nacidos de nuevo, nombre nuevo. Esto mismo ocurre con nosotros. La Escritura dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17). Es decir, si estamos en Cristo hemos sido creados de nuevo, o como diría el mismo Jesús a Nicodemo, hemos nacido de nuevo, nacido de lo alto.
Como dijo alguien una vez, si nos impacta un camión, no podemos quedar igual que antes. Cuánto más si el que viene a nosotros es el Espíritu Santo, nos da vida espiritual resucitándonos de entre los muertos, y nos da entendimiento y sabiduría para tener la mente de Cristo. No podemos seguir igual, hemos nacido de nuevo, ante el Señor somos justos, somos vistos como Jesús, y ya comenzamos a disfrutar de la renovación de todas las cosas mientras estamos en este mundo.
Esto explica que la Escritura también diga: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2:17). Cada uno de nosotros, entonces, ha recibido un nuevo nombre en Cristo. Fuimos conocidos con nuestro nombre, ese que teníamos al momento de ser llamados por el Señor, pero una vez que hemos sido bautizados con su Espíritu, nacidos de nuevo, hemos sido renombrados, ahora estamos bajo la autoridad de Cristo y somos su propiedad.
Luego vemos nos encontramos con algo nuevo. Ahora es Jesús quien ordena a alguien a que le siga, en este caso a Felipe. La orden no deja lugar a dudas, es fuerte y clara: “Sígueme…”.
Aquí nos damos cuenta que hay diversas maneras de entrar en el camino de salvación. Andrés fue movido por la predicación pública de Juan el Bautista, Simón Pedro fue atraído por lo que le compartió su hermano Andrés de manera íntima, y en el caso de Felipe es un llamado personal de parte de Cristo.
¿Te gustaría que Cristo te llamara de esta manera, personalmente? Bueno, si has creído en Él verdaderamente y eres su discípulo, fuiste llamado personalmente por Cristo. Todo verdadero discípulo se ha encontrado de frente con este llamado directo y claro: “Sígueme…”.
Sabemos que la salvación Es más bien un proceso y que en general no conocemos realmente en que minuto exacto creímos y fuimos salvos, pero hay un momento en que la Palabra de Dios llegó a lo más profundo de tu ser, sea porque escuchaste una predicación, o porque un conocido te conversó de Cristo, o porque leíste una Biblia que estaba guardada en tu casa, esa Palabra llegó a ti y te confrontó personalmente, y supiste que debías seguir a Jesús y que no había vuelta atrás, no podías hacer otra cosa que ser su discípulo.
Esta es una obra sobrenatural del Espíritu, quien a través del Evangelio llega a nosotros y nos despierta de entre los que están muertos espiritualmente, dándonos vida para ver a Cristo en el Evangelio y rendir nuestras vidas a Él. Y aunque es el mismo Espíritu, obra de distintas maneras, salva en múltiples formas y llama a cada uno como Él quiere soberanamente, pero finalmente todos los salvados “son lavados por la misma sangre, sirven al mismo Señor, descansan en el mismo Salvador, creen una verdad y caminan según una regla” (Ryle).
Felipe, tal como Andrés, quedó profundamente impactado al conocer a Cristo, y no pudo sino compartir esto con Natanael, quien en los otros evangelios se llama Bartolomé, y sería más adelante uno de los doce. Fijémonos que al hacerlo, Felipe dice: “Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (v. 45). Esto es muy significativo, ya que Felipe relaciona a Jesús con toda la Escritura anterior. Jesús no es un simple aparecido, no surgió de la nada, sino que es el cumplimiento de las promesas, es la realización de todo lo que el Señor anunció antes en el pacto que hizo con su pueblo. Jesús es la esencia, el hilo conductor de todo el Antiguo Testamento, y también del Nuevo. Es la Palabra de Dios hecha hombre, es la revelación de Dios a la humanidad, es la vida y la luz de los hombres.
Pero antes que Felipe hablara, Cristo ya había dispuesto que esto ocurriera, y conocía a Natanael. Le dijo: “Te vi cuando estabas bajo la higuera”. Felipe fue el instrumento para alcanzar a Natanael, pero fue realmente Jesús quien lo hizo, y lo conocía desde antes de la Fundación del mundo.
En Natanael encontramos nuestra propia historia. ¿Dónde estabas cuando Jesús te llamó? Él te conocía desde mucho antes de ese momento. “Mi embrión vieron tus ojos” (Sal. 139:16), dice el salmista. El Señor conoce todas las cosas de manera perfecta, pero pasaje como este nos hablan de que la vida de sus hijos es preciada para el Señor, y que Él nos conoce y nos cuida desde el momento más temprano de nuestra existencia. Uniendo esta hermosa verdad del Salmo con este pasaje de Natanael, podemos ver que el Señor nos guarda desde antes de que seamos efectivamente creyentes. Nos guía con amor paternal durante toda nuestra vida hasta que se revela a nosotros en Cristo, a través de su Palabra. En ese momento miramos hacia atrás y nos damos cuenta que en todo momento estuvimos ante los ojos del Señor, que Él nos libró de muchos males, que aún cuando vivimos momentos muy difíciles y complejos, su mano estuvo allí para impedir que nos perdiéndose por completo, y nos llevó por distintas estaciones hasta que finalmente pudimos reconocerle, y ver que Él nos encontró cuando hacíamos todo lo posible por escapar.
Por esto la Escritura dice que su benignidad nos guía al arrepentimiento (Ro. 2:4). Nos va preparando toda nuestra vida para ese momento hermoso. Va disponiendo todos los acontecimientos, los lugares, las personas, las situaciones, hasta que en un momento estamos bajo esa higuera como Natanael, listos para ser llamados a su encuentro, a punto de que nuestra existencia cambie para siempre y recibamos la vida verdadera; y Él abre nuestros ojos para que podamos verle.
Entonces, Jesús vio a Natanael bajo la higuera. Pero no es que lo haya visto de lejos, a varios metros de distancia. No, fue un acto sobrenatural, lo vio porque es Señor y Dios, porque Jesús y Natanael estaban en lugares distintos. Además, no sólo pudo ver físicamente a Natanael sin estar en ese lugar, sino que además veía su corazón. Cuando lo vio aparecer, dijo: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”. Es decir, no era un hijo de Abraham sólo en lo sanguíneo, como lo eran también los fariseos y saduceos hipócritas. Él era un verdadero israelita, un verdadero hijo de Abraham, es decir, Él tenía la fe de Abraham, la fe que también lo llevaría a recibir al Cristo.
Por eso dice la Escritura: “no todos los que descienden de Israel son Israel. 7 Tampoco por ser descendientes de Abraham son todos hijos suyos. Al contrario: «Tu descendencia se establecerá por medio de Isaac.» 8 En otras palabras, los hijos de Dios no son los descendientes naturales; más bien, se considera descendencia de Abraham a los hijos de la promesa” (Ro. 9:6-8).
Entonces, Jesús le mostró de entrada a Natanael que Él conocía todas las cosas, sabía perfectamente lo que ocurría en otro lugar con la persona que Él escogiera, y además podía ver su corazón. Esto asombró a Natanael, y lo llevó a exclamar extrañado primero: “¿De dónde me conoces?”, y al darse cuenta de que Jesús conocía todas las cosas, Natanael dijo: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (v. 49).
Natanael, luego de creer en este Hijo de Dios que manifestó ser Dios mismo delante de Él, no pudo evitar alabarlo, exaltar su nombre y darle gloria. Así también ocurre con todo cristiano, y debe ocurrir con nosotros. Al recibir la salvación de parte de Dios, al ser abiertos nuestros ojos ante su majestad y las maravillas de su ley, al pasar de muerte a vida, no podemos evitar alabar su nombre y darle gloria. Por eso la Escritura dice: “ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre” (He. 13:15).
Así, cuando tengamos oportunidad, cuando nos acordemos, sea que vayamos solos caminando por la calle o que estemos en nuestra casa o nuestro trabajo, o antes de dormir o al despertar, alabemos al Señor, exaltemos su nombre, y que esto se haga un sano hábito en nosotros. Incluso si creemos que nuestra oración está seca y no sabemos qué decir, comencemos a alabar su nombre y las palabras se destrabarán.
Y notemos algo: Natanael dudó por un momento. No creyó de primera que Jesús pudiera ser el Mesías prometido. La reacción de Felipe es notable: le dijo con total seguridad “Ven y ve” (v. 46). Esto nos recuerda el Salmo que dice: “Prueben y vean que el Señor es bueno; dichosos los que en él se refugian” (34:8). No debemos hablar de Cristo como pidiendo disculpas, ni tampoco con inseguridad en nuestras palabras como si ni nosotros mismos nos creyéramos lo que estamos diciendo. Debemos pedir al Señor la seguridad que hubo en Felipe, y dar testimonio de Cristo con absoluta certeza, de manera que incluso podamos desafiar a los dudosos diciendo “Prueben y vean, vengan y vean”.
Por otra parte, Jesús no reprochó la duda de Natanael, sino que fue misericordioso y le dio pruebas de ser Dios. Quizá esto es porque Jesús podía ver el corazón de Natanael, y percibió que no se trataba de una incredulidad que fuera producto del mal en Natanael. Él estaba dispuesto a creer en el Mesías y servirle, si era el verdadero, pero no podía creer a cualquiera que se llamara Mesías. Por eso el Señor le dio una prueba y animó su corazón.
En esto podemos vernos reflejados también nosotros. Muchas veces hemos sido escépticos, hemos tenido cierta incredulidad, pero el Señor ha tenido misericordia y nos ha demostrado que su poder puede llegar muchísimo más allá de lo que entendemos o imaginamos.
Y lejos de quedarse ahí, Jesús anima aún más a Natanael, diciéndole que verá cosas mucho más gloriosas que las que acababa de presenciar (v. 51), y le revela algo importantísimo: que Cristo sería el mediador entre Dios y los hombres, el puente entre el Cielo y la tierra, el llamado a reconciliar lo que estaba separado por un abismo insuperable.
Aquellos que crean en Él, tendrán comunión íntima con Cristo, y conocerán cosas que están ocultas para el mundo. Eso lo pudimos ver en el propio ministerio terrenal de Cristo, cuando habló con sus discípulos cosas que no habló con la gente en general, y les enseñó verdades hermosas y asuntos profundos que son sólo para sus ovejas, para quienes sean de la casa de su Padre.
Por eso Cristo dijo a sus discípulos: “A ustedes se les ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no” (Mt. 13:11). ¿Podemos darnos cuenta del privilegio que significa ser hijos de Dios? ¿Podemos dimensionar lo glorioso que es creer en Cristo? El mismo Dios, ese que en su justicia podía consumirnos, tiene misericordia de nosotros y envía a su Hijo a pagar el precio de nuestros delitos, pero además lo envía como su Palabra hecha hombre, y nos revela cosas grandes y ocultas, para nuestra salvación y la edificación de nuestras almas.
Vemos que este Cristo misericordioso nos conoce, y no sólo desde que creemos en Él sino desde antes de la fundación del mundo, nos cuidó con amor paternal desde que estábamos en el vientre de nuestra madre, guio toda nuestra vida sosteniéndonos y guardándonos a pesar de nuestra rebelión y nuestra enemistad hacia Él, y nos atrajo tiernamente al arrepentimiento, a reconocer que Él es Señor y que en todo momento nos conoció.
Meditemos en estas cosas, que esto nos lleve a buscar la comunión con Cristo como lo hizo Andrés, a proclamarlo con valentía y claridad como Juan el Bautista, a buscar conocerle como hizo Simón Pedro, y a rendirle alabanzas reconociéndole como Hijo de Dios y Rey de su pueblo, como lo hizo Natanael. Amén.