Guárdalos en Tu Nombre

Domingo 28 de noviembre de 2021

Texto base: Juan 17:6-13.

Como discípulos de Cristo, enfrentamos distintas amenazas y peligros en este mundo. Los no creyentes son hostiles a nuestras creencias y modo de vida. Somos bombardeados con doctrinas y visiones engañosas a través de canciones, películas, series y discursos políticos. En nosotros mismos, hay suficiente pecado como para desviarnos y condenarnos. ¿Cómo, entonces, podríamos ser salvos? Incluso ya habiendo creído en el Evangelio, ¿Qué nos da la seguridad de que continuaremos en el camino?

En esta oración de Cristo, tenemos la razón más firme para caminar seguros: el Señor es quien se preocupa personalmente de guardarnos mientras caminamos en este mundo, y quien nos sostendrá hasta el fin.

Veremos así i) la elección que Dios hace de Su pueblo, ii) la obra de Cristo por Su pueblo, iii) las características de Su pueblo y iv) el ruego de Cristo por Su pueblo.

 

I. La elección de Su pueblo (vv. 6,9,11-12)

En el pacto de redención hecho en la eternidad, el Padre dio un pueblo a Cristo para que los salvara. Este cap. 17 es quizá el que revela más claramente esta verdad en la Escritura. En el v. 2, Cristo ya había dicho que el Padre le dio potestad sobre toda la humanidad “para que dé vida eterna a todos los que le diste”, y aquí retoma la idea una y otra vez: “los hombres que del mundo me diste, tuyos eran y me los diste” (v. 6); “no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son” (v. 9); “a los que me has dado, guárdalos en tu nombre” (v. 11); “a los que me diste, yo los guardé” (v. 12).

Esto expresa la gloriosa doctrina de la elección, enseñada claramente en este Evangelio, y expuesta en las epístolas con profundidad. Dice la Escritura: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, 4 según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:3-4).

Así, los creyentes somos un regalo del Padre a Cristo: todo aquel que va a Cristo, pertenecía al Padre desde la eternidad por Su santa elección, y el Padre los entrega a Cristo con la misión de darles vida y preservarlos hasta el día final, sin perder a ninguno de ellos:

Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. 38 Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. 39 Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Jn. 6:37-39).

Nadie podrá decir alguna vez que vino a Cristo y fue rechazado. Todo aquel que ha venido verdaderamente a Cristo, es recibido con el mismo amor que llevó al Salvador a morir en una cruz por nuestros pecados.

Cristo se asegura de guardarnos desde el primer momento de la vida cristiana, hasta el día de la resurrección final. Esto debe llenarnos de una confianza dulce y esperanzadora. ¿Podrá Cristo fallar en su tarea? La única respuesta posible un rotundo NO. Nadie puede arrebatarnos de Su mano, ni impedir que se cumpla Su voluntad. Cuando te sientas angustiado, inseguro en tu caminar en Cristo, recuerda que Él guarda tu alma y no fallará en su trabajo: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).

Es maravilloso darse cuenta de que nuestra salvación depende de ese amor infinito y perfecto que existe entre el Padre y el Hijo. El Padre, por amor regala a la Iglesia a su Hijo. Y el Hijo, por amor perfecto al Padre, lo obedece en todo y cumple su voluntad completamente, así que dará vida a los que recibió, y los guardará hasta el fin. Este amor entre el Padre y el Hijo no cambiará, así que nuestra salvación está firme por la eternidad. Y el Espíritu Santo es el que derrama ese amor eterno en nuestros corazones: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

Por último, Cristo simplemente afirma una propiedad absoluta sobre los suyos (vv. 9-10). No nos pertenecemos a nosotros mismos, pero esto en ningún caso implica algo denigrante, sino todo lo contrario: ser Sus siervos y ovejas de Su propiedad es el mayor de los privilegios: “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Ro. 14:8).

Queda claro una vez más que el foco de la obra redentora de Cristo no es primeramente nuestra salvación (aunque claramente fuimos salvos sólo por esa obra), sino la gloria del Padre en el Hijo.

II. La obra de Cristo por Su pueblo (vv. 6,8,10,12)

a) Les manifestó el nombre del Padre (v. 6a): en el Antiguo Testamento, el Señor ya se había revelado como Padre de Su pueblo, pero con Cristo esto se manifiesta mucho más claramente, ya que Él se presenta como el Hijo eterno del Padre y como Su enviado al mundo. Se refiere a Él como “mi Padre” (Mt. 7:21; 10:33; 11:27; etc.); y nos enseña a orar diciéndole “Padre nuestro” (Mt. 6:9), con lo que manifestó al Padre ante la humanidad y especialmente ante Su Iglesia.

Pero además, esto reafirma que conocemos al Padre en la faz de Jesucristo, y no podríamos conocerlo de otra forma, ya que el Padre determinó darse a conocer a la humanidad únicamente a través de su Hijo:

Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” Jn. 14:6-7, 9b.

En consecuencia, si hoy puedes decir que conoces al Padre Celestial, debes glorificarlo porque envió a Su Hijo para darse a conocer en Él, y en segundo lugar, porque tuvo misericordia de ti en particular, no habiendo nada especial en ti, sino cuando estabas lleno de pecado y eras igualmente merecedor de la ira eterna que el resto de la humanidad. No menosprecies la inmensa y sublime gracia que has recibido.

b) Les comunicó las Palabras del Padre (v. 8a): Jesús dijo: “la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14:24). Cristo es la Palabra de Dios que estaba en el seno del Padre, y se hizo hombre para revelar plenamente la gracia y la verdad; por tanto, todo lo que Él dijo e hizo es la expresión exacta de la Palabra del Padre, porque Jesucristo es esa misma Palabra personalmente.

Por eso debemos dar gracias a nuestro Dios, ya que no nos dejó en nuestras tinieblas, sino que nos alumbró con la luz eterna de la verdad, para que fuéramos salvos y verdaderamente libres por ella.

Si el Verbo de Dios dejó Su gloria temporalmente para venir a humillarse hasta la muerte, y así darnos a conocer las Palabras del Padre, ¿Cómo podríamos menospreciar estas enormes riquezas de su gracia? Cuando nos permitimos vivir sin alimentarnos de su Palabra diariamente, sin conocerla ni profundizar en lo que ella dice, y cuando no tomamos medidas serias para obedecerla, estamos actuando como bestias sin entendimiento e insultando la bondad de nuestro Dios.

Nunca podremos decir que ya hemos exhortado demasiado sobre la importancia de la Palabra de Dios. Te encargo delante de Dios y de sus santos ángeles, a que la tengas en la mayor estima y le rindas la mayor reverencia que puedas entregarle, cada día de tu existencia, porque en ella está la vida.

c) Los guardó mientras estuvo en el mundo (v. 12): Cristo no sólo declaró ser el Buen Pastor, sino que lo demostró con creces, cuidando y guardando a las ovejas que el Padre le entregó (especialmente a los once) a través de Sus enseñanzas diarias, Su guía y Sus grandiosos milagros. Ese cuidado y protección de Cristo fue de la mano con el Padre, sabiendo que le pertenecen a Él desde la eternidad, por eso dice que los guardó en nombre del Padre.

El único que se perdió, fue aquél que debía perderse, y así estaba anunciado con mucha anticipación en la misma Escritura que ocurriría. Judas, aunque se contaba entre los discípulos de Cristo, nunca fue realmente de las ovejas que el Padre entregó a Cristo para que las guardara, y Cristo enfatiza esto aquí, cuando Judas aún no consumaba su traición, para que cuando eso ocurriera, los verdaderos discípulos no perdieran su fe, sino que creyeran con más fuerza al ver que las Palabras de Cristo se cumplían al pie de la letra.

d) Es glorificado en ellos (v. 10b): Cristo se refiere a la salvación de los elegidos, y habla de ella como si ya hubiese ocurrido, algo tan cierto que es como si ya hubiese pasado. Ciertamente, Él consumó Su obra.

Pero además nos dice algo hermoso: Él se glorifica en salvarnos, dándonos vida y librándonos de las cadenas del pecado. La gloria de Cristo resplandece cuando un pecador es arrebatado de las fauces del infierno y pasa a formar parte de su redil. ¡Qué gran Salvador tenemos! Siendo Señor de todo y lleno de riquezas, ha querido encontrar gloria en nuestra salvación.

Cristo se refiere especialmente a Sus once discípulos en este pasaje, pero Su obra benefició a todos los que creemos en Su Nombre, en todo tiempo y lugar. Y ese fue Su propósito, ya que eleva su ruego expresamente por todos sus discípulos, de forma universal, cuando dice “no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (v. 20).

III. Lo que caracteriza Su pueblo (vv. 6-9, 11-12, 25)

Si alguien es escogido, va a andar en una vida santa, en obediencia al Dios que los salvó. Aquellos que el Padre dio a Cristo:

a) Reciben y guardan su Palabra (v. 6,8): Los discípulos creen que Jesús es la Palabra de Dios hecha hombre que habitó entre nosotros, y reaccionan ante la Palabra de Dios recibiéndola y guardándola. No hay punto medio: quienes la rechazan, ya sea con rebelión abierta o simplemente siendo indiferentes a ella, demuestran ser reprobados delante de Dios y están caminando hacia la eterna destrucción.

Recordemos que esto es verdaderamente amar a Cristo: “El que me ama, mi palabra guardará” (Jn. 14:23). El cristiano será un hombre de la Palabra: sus pensamientos están empapados de ella, su forma de hablar reflejará que cree, conoce y honra esa Palabra; y sus acciones demostrarán que vive según esa Palabra. Aunque todavía hay pecado en su vida, su corazón ha sido transformado para andar en obediencia en todos sus caminos. Este no es un cristiano “superespiritual", sino simplemente a un cristiano como la Palabra lo describe.

Sólo los discípulos de Cristo reciben la Palabra de corazón y se someten a ella. Si alguien dice creer en Cristo, pero no se somete a Su Palabra, está mintiendo y va camino a la destrucción.

b) Conocen a Cristo como Hijo amado del Padre, a quien Él envió (vv. 7-8): esta es la parte central de la fe; contemplar la gloria de Cristo, entender que son Uno con el Padre, y que aun cuando estaba vestido de humillación, la Persona de Jesús y Sus perfecciones no eran terrenales, sino divinas.

Esta es la única forma correcta de entender a Cristo. No es sólo un profeta, o un maestro de moral, ni un simple ejemplo de vida, o meramente ‘un’ camino para llegar a Dios; sino como confesó Marta, hermana de Lázaro: “yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Jn. 11:27). Sólo esa fe en Cristo es la que salva.

Los verdaderos discípulos de Cristo han creído de corazón lo que Él dijo de sí mismo. No intentan hacerse un “cristo” a su conveniencia, como ellos se imaginan que debe ser, ni tratan de moldear Su enseñanza según les conviene. No, los discípulos de reciben el Evangelio de salvación tal como fue entregado y siguen de todo corazón la enseñanza de Jesucristo, sin adulterarla.

c) Aunque están en el mundo, son distintos al mundo (v. 8, 25): Cristo hace una distinción clara entre aquellos que el Padre le dio, y el resto de los seres humanos, a los que llama “el mundo”, es decir, entre los que viven para Él y los que no. Pero el Señor no sólo los trata distinto; sino que las vidas de los creyentes son radicalmente diferentes a las del mundo.

Aquellos que pertenecen al Señor, reflejarán el carácter del Señor en sus vidas. Conocen personalmente a Dios y tienen comunión con Él, así que cumplirán el mandato escritural: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 P. 1:16). No vivirán buscando excusas para vivir en pecado, ni para ser lo más mundanos que pueden ser y aun así ser llamados cristianos. No se contentarán con aparentar ante otros cristianos, ni con cumplir con un mínimo de asistencia en la iglesia para no ser cuestionados, sino que se entregarán al Señor de corazón como sacrificios vivos, porque su meta suprema será conocer a Cristo y quitar todo obstáculo que impida llegar a Él.

Los verdaderos discípulos declaran: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14). Se declaran muertos para el mundo, y declaran que el mundo murió para ellos. No tienen la cosmovisión del mundo, ni las mismas metas y prioridades, porque no viven para sí mismos, sino para el Dios vivo y verdadero.

Mira tu vida, no seas como Balaam, quien dijo deseaba morir como los justos (Nm. 23:10); mientras en su corazón abrazaba la impiedad. La distinción entre ser discípulo de Cristo y ser del mundo es entre la vida y la muerte, y no hay lugar neutral. O eres lo uno, o lo otro. La oración de Cristo beneficia sólo a aquellos que, aunque viven ‘en’ este mundo, no son ‘del’ mundo.

d) Perseveran en la fe (v. 12): El Padre regala los creyentes a Cristo, pero ellos ‘van’ a Él. La soberanía de Dios no es opuesta a la responsabilidad del hombre. En el cap. 6 decía “todo lo que el Padre me da vendrá a mí…” (v. 37). Aquí dice “yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió”. Así, la evidencia de que has sido guardado por Cristo, es que perseverarás hasta el fin. El que comenzó la buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta el día final (Fil. 1:6); y eso implica que el verdadero discípulo va a perseverar en la fe hasta su último día.

Si estás coqueteando con el mundo y entretienes la idea de volver atrás, pensando en que Dios es misericordioso y te perdonará, debes saber que estás bajo un terrible engaño y te deslizas peligrosamente hacia la ruina. Recuerda que dice “ninguno de ellos se perdió”; y también dice: “Mas el justo vivirá por fe; Y si retrocediere, no agradará a mi alma. 39 Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (He. 10:38-39).

 

IV. El ruego por Su pueblo (vv. 11,13,26)

La petición principal que hace Cristo por los suyos es que sean guardados. Es consecuente con lo que les enseñó previamente: Él estaba a punto de ir al Padre y ya no estaría con ellos de forma visible. Les enseñó hermosas verdades para que sus almas fueran consoladas, pero ahora ruega al Padre para que los guarde una vez que Él ya no esté con ellos físicamente.

Es increíble que nuestro Señor, cuando estaba a punto de atravesar el terrible Calvario, no estaba centrado en sí mismo, sino en el bien de sus discípulos. Cuando estaba cruzando el umbral hacia la cruz, ya saliendo de este mundo, su preocupación es que sus discípulos no se pierdan. “… él ahora ruega por su salvación con el mismo amor cálido que lo llevaría a sufrir inmediatamente la muerte por ellos” (Juan Calvino).

Esto nos enseña también algo valioso sobre la oración: Cristo sabía muy bien quiénes eran los elegidos que el Padre le entregó desde la eternidad para que los salvara, pero eso no desmotivó su oración por ellos, pensando que de todas maneras eran elegidos y debían salvarse. Al contrario, esto lo incentivó a orar por ellos, considerando que la voluntad eterna de Dios se cumple también a través de nuestra oración, ya que por la obra de su Espíritu Santo en nosotros, nuestras súplicas se vuelven un eco de su voluntad eterna.

Esta petición para que sus discípulos sean guardados, va de la mano con lo que Cristo prometió a sus discípulos: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: 17 el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (14:16-17).

Es decir, el Padre respondería esta oración de su Hijo enviando al Espíritu, para que les aplique personalmente la vida eterna que Cristo compró, y para que los transforme con su presencia y les dé poder cada día para perseverar en la fe. Así, “Cristo guarda a los creyentes el día de hoy no menos que lo que los guardaba antes, sólo que lo hace en una forma distinta…” (Juan Calvino), esto es, a través del Espíritu.

Es por el Espíritu que se cumple lo que dice Cristo en el v. 26, ya que el Espíritu es el que derramó el amor de Dios en nuestros corazones (Ro. 5:5), y quien manifiesta la presencia viva de Cristo en nuestro ser. Es decir, la oración de Cristo fue hecha también en favor de nosotros, quienes creemos hoy, y hoy mismo el Padre sigue respondiendo esta oración, a través de la obra del Espíritu que salva a quienes estaban ordenados para vida eterna.

¿Y cómo sabes hoy si estás siendo guardado por Dios para salvación? Porque crees en Cristo como el Hijo de Dios, enviado al mundo para que seamos salvos por Él: “sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 P. 1:5). En consecuencia, si tienes una fe viva en Cristo es porque el poder de Dios está obrando en ti, haciéndote perseverar por medio de esa fe hasta que Cristo sea manifestado.

Esta oración del cap. 17 nos da un vistazo al ministerio que Cristo realiza como nuestro Gran Sumo Sacerdote en gloria. Por eso dice la Escritura: “[Jesús,] por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; 25 por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He. 7:24-25). En esto podemos estar agradecidos y confiados en nuestro Dios: “Esta intercesión especial del Señor Jesús es el gran secreto de la seguridad del creyente. Aquél cuyo ojo nunca se cansa ni duerme, lo observa diariamente piensa en él y le provee con amor infalible” J.C. Ryle.

Lo que vemos en este pasaje debe llamarnos a la confianza, la perseverancia y el gozo:

Confianza, porque es el Dios Trino quien se encarga personalmente de guardarnos. El Hijo ruega al Padre por nosotros, para que seamos protegidos del engaño y la maldad del mundo, y del pecado que hay en nuestros propios corazones. El Padre oye la oración del Hijo y ambos envían el Espíritu para que esté con nosotros para siempre y nos guarde personalmente. Jamás se podrá decir que el Dios Trino fracasará en guardar a los suyos. Nunca se perderá una oveja del redil de Cristo.

¿Qué podría angustiarnos, qué calamidad sería suficiente para derribarnos si sabemos que Cristo oró en la Tierra y sigue orando en el Cielo para que Dios nos guarde hasta el fin? ¿Qué podría preocuparnos, si el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, está empeñado personalmente en guardarnos? Es allí cuando la angustia puede transformarse en pecado: cuando refleja incredulidad, cuando implica hacer a un lado estas hermosas promesas que Cristo nos entregó.

También nos llama a la perseverancia, porque si dependiera de nuestras fuerzas nos perderíamos en instantes, pero es el Señor quien nos está fortaleciendo para la lucha diaria y nos llevará en victoria hasta el fin. Si eres guardado por Dios, entonces tus esfuerzos no son en vano. Tus lágrimas y desvelos, los menosprecios que has soportado por Cristo, tus renuncias a este mundo y tu servicio a Su Nombre no serán olvidados por el Señor, sino que es Él quien te guarda y recibe todas estas cosas como ofrenda grata en Su honor.

Pero no te engañes: la soberanía de Dios no anula tu responsabilidad de perseverar, sino que al contrario: nos esforzamos y perseveramos porque Dios nos da el poder para hacerlo. Esta no es una invitación a la pereza ni una excusa para el libertinaje, sino todo lo contrario: es un deber de esforzarnos en la gracia para ser santos, porque no sólo ‘debemos’, sino que también ahora ‘podemos’, en la fuerza que nos da el Espíritu:

todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 P. 1:3).

Y el deseo de Cristo al hablar estas cosas, es que seas llenos de gozo (v. 13). Quiso dejar Su gozo como un legado, tal como Su paz. Y dice que nos ha hablado estas cosas para que nuestro gozo sea cumplido, es decir, perfecto, pleno, completo, para que seamos llenos de gozo y desbordemos de alegría. Ese es su deseo para nosotros. ¿Lo valoramos? ¿Somos conscientes de la gran misericordia de Dios hacia nosotros? ¿Tomamos este maravilloso regalo de Dios o más bien lo despreciamos?

Muchos quisieran encontrar el secreto de la felicidad, pero Cristo aquí lo ha presentado claramente. Si tu Biblia está polvorienta y abandonada, no me digas que tienes un corazón gozoso. Si no vas en oración a Dios, no me digas que disfrutas de la verdadera felicidad. Persevera para hallar la verdadera alegría, un tesoro que se encuentra sólo en la Palabra de Dios, y que viene de confiar en que el Señor es quien nos guarda, porque así lo ha prometido.

Por último, recuerda que ser guardado es ser santificado para Dios. Encomienda tu vida a Él, y Él te dará la victoria: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. 24 Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tes. 5:23-24)