Con Dios de inicio a fin (Sal. 119:33-40)

Serie: Refugiados en Su Palabra (Sal. 119)

1.El Señor nos enseña el camino (v. 33-34).

Esta porción nos recuerda nuestro deber más excelso al que hemos sido llamados: guardar los mandamientos de nuestro Señor. Dios dijo en Su Palabra: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Mi. 6:8). ¿Cómo podemos hacer justicia, amar la misericordia y humillarnos ante el Señor? Guardando sus mandamientos (Sal. 119:9).

Esta es la razón por la cual el salmista pide ser enseñado y que se le dote de entendimiento: para guardar esa ley con todo su corazón. El corazón es el centro y la fuente, no sólo de las emociones, sino también de los pensamientos y la voluntad. Por lo que, si el salmista está pidiendo ser enseñado para guardar los mandamientos de todo corazón, es porque desea que todo su ser, su vida y su persona obedezcan esos mandamientos. Esto nos muestra que la razón por la cual debemos buscar ser enseñados y tener más entendimiento de la Palabra de Dios debe ser siempre la obediencia al Señor.

Muchos lamentablemente buscan crecer en el conocimiento de las Escrituras no con el motivo de agradar más a Dios, sino de agradarse a sí mismos. Les gusta conocer mucho acerca de Dios, pero no para ser más obedientes a Él. Desean conocer mucho sobre la Biblia con el único propósito de enrostrar el error de otros. Toman la Escritura de la misma forma como un abogado toma el código penal para elaborar una demanda contra otra persona. Otros toman la Escritura para no ser vistos como ignorantes, no por un verdadero interés en obedecer al Señor, si no para no sospechar que no tienen interés.

Pues todo esto muestra que deseas ser enseñado por la Palabra para agradarte a ti mismo, y no para agradar a Dios. No deseas aprender más con el propósito de amar más a Cristo, sino que tomas la Palabra de Dios con el propósito de engrandecerte y humillar a otros. No se desea ser enseñado para ser un hijo más obediente, sino para ser un hermano más petulante.

Es necesario que la motivación que tengamos de ser enseñados por Dios sea siempre la misma: guardar su Ley, por amor a Él. Jesús dijo: “el que me ama, guardará mi Palabra” (Jn. 14:23), y “el que no me ama, no guarda mis mandamientos” (Jn. 14:24). El guardar la ley de todo corazón es fruto de un corazón que ama al Señor. Y para guardar esos mandatos es que debemos desear ser enseñados por Dios.

Quiero que notemos que cuando el salmista dice “Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos” está reconociendo que no sabe. Una persona que le pide a otra que le enseñe, está admitiendo que no sabe, que ignora lo que esa persona puede enseñarle o sabe poco; por algo está pidiendo su ayuda. Ahora, hemos visto que el salmista que redacta este salmo no es un incrédulo. Ni siquiera es un creyente nuevo, alguien que está empezando en el evangelio. El propio salmo nos da varias ideas de que se trata de un creyente maduro en el Señor. Entonces, ¿cómo es que se puede decir que este creyente está asumiendo que ignora parte del camino de los estatutos de Dios al pedir ser enseñado en ellos? De esto se pueden decir dos cosas:

a)Primero, que el conocimiento que tenemos de Dios en esta tierra es una gota en el vasto océano del conocimiento de Dios que tendremos en la eternidad. Como se ha dicho en muchos sermones, si el conocer a Dios no es nuestro deseo y tarea más cotidiana en esta tierra, qué haremos entonces en el reino de los cielos. Aún el creyente más santo y sabio en la tierra, tiene un deseo insaciable de entender y conocer más y más de Cristo.
b)Segundo, el pedir ser enseñado por Dios es una evidencia de que dependemos de Él para conocerle.

No podremos conocer nada de la Palabra del Señor, a menos que el Señor nos la enseñe. Deut. 29:29 dice que las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios, mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos, a fin de que cumplamos todas las palabras escritas en el libro de la ley. La Biblia no tiene problemas en admitir que hay cosas que Dios se reserva y que probablemente jamás dé a conocer. Él no está obligado a dar a conocer todas las cosas. Somos sus criaturas, no somos “sujetos celestiales de derecho”. Nosotros le debemos todo, él no nos debe ninguna respuesta.

Esto por cierto que aplasta nuestro orgullo, pero también nos impulsa a maravillarnos en saber que Dios, sin estar obligado a enseñarnos nada, por gracia y misericordia, por amor de Sí mismo, dio a conocer lo que justamente necesitamos para glorificarlo y estar con Él. El evangelio de Juan dice hacia el final que Jesús hizo muchas cosas en presencia de sus discípulos, de las cuales no quedó registro, pero las que sí fueron escritas tienen el propósito que creamos en el Señor Jesús (Jn. 20:30-31). Nuevamente, hay cosas que quizás nunca sepamos, pero las que sí se dejaron registradas son las suficientes y necesarias para creer en Jesucristo y tener vida eterna en Su Nombre. No debemos perder esto de vista, porque esta petición que hace el salmista (Enséñame oh Jehová), debe leerse con la voz humilde de alguien que sabe que si el Señor enseña algo es sólo por su gracia y misericordia (Sal. 123:1-3). No merecemos ser enseñados, pero Él ha querido enseñarnos.

Y ojo que la petición no es sólo el ser enseñado, sino el que Dios dé el entendimiento. Esto es algo que ya habíamos visto en la exhortación anterior (Dalét): “Te he manifestado mis caminos, y me has respondido; Enséñame tus estatutos. Hazme entender el camino de tus mandamientos, para que medite en tus maravillas” (v. 26-27). Nuevamente, el salmista no sólo pide ser enseñado, sino ser dotado de entendimiento para comprender el camino de los mandamientos del Señor. No sólo pide tener a Dios como su Maestro, sino que su mente sea transformada para entender lo que ese Maestro desea enseñarle.

Cuántas veces nosotros vamos a la Palabra sin antes pedirle al Señor que nos abra el entendimiento. Cuántas veces abrimos la Biblia como quien abre un libro de ciencias, matemáticas o historia, y pretendemos tener el intelecto suficiente para entenderla. Pero la oración de este salmo debe ser la nuestra: “Dame entendimiento”. La promesa fue hecha por el mismo Jesús “el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas” (Jn. 14:26) y Él “los guiará hacia toda la verdad” (Jn. 16:13). Dios no niega su Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc. 11:13). Moisés pasó seis días orando antes de ingresar a la nube del Sinaí donde posaba la presencia del Señor (Éx. 24:15-16). Elías se enfrentó a un terremoto y un gran fuego, antes de escuchar el silbo apacible y delicado de Jehová (1 Re. 19:11-12). Tres semanas oró y ayunó Daniel para recibir la Palabra directa del Señor (Dn. 10:2-10). Estos hombres no fueron a la presencia de Dios como quien ve una revista en el vestíbulo de un dentista. No podemos ir a la Palabra sin rogar que nuestro entendimiento sea abierto.

2.Dios nos guía en el camino (v. 35-37).

Hemos visto a lo largo del salmo las muchas alusiones que se hacen a la Palabra como un camino que se transita (v. 1-3, 9, 14, 27, 29, 30, 32). En el versículo 35 dice: “Guíame por la senda (el camino) de tus mandamientos”. Es precioso saber que el Señor no sólo nos enseña cuál es el camino de sus mandatos; no sólo nos da el entendimiento para comprender esos mandatos y podamos guardarlos; sino que también está con nosotros guiándonos en ese camino.

Nuevamente, el que el Señor nos enseñe, transforme nuestra mente, y nos guíe en el camino es fruto de su gracia, misericordia y condescendencia. No es porque una de las ovejas de su rebaño mostró una ternura tal que Él no pudo resistirse a guiarla al redil. No, el salmo 23 nos dice “Me guiará por sendas de justicia, por amor de Su Nombre” (Sal. 23:3). El que el Señor sea guiándonos en estas sendas de justicia viene de su deseo de ser glorificado.

Dice Isaías que “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Is. 35:8). El Señor ha prometido guiarnos en su camino a pesar de nuestra torpeza. ¿Por qué razón el Señor nos compara con ovejas? ¿Por qué no nos comparó con los delfines, los animales más inteligentes de todos? Porque precisamente las ovejas son los animales más torpes de todos. Son fácilmente engañadas, se descarrían fácilmente, deben ser siempre guiadas por un pastor, a veces requieren de perros que las muerdan para mantenerlas alineadas. Necesitamos ser guiados, porque el Señor reconoce nuestra torpeza.

Ahora, ¿cómo es que somos guiados por Dios? A través de Su Palabra. Dice “Guíame por la senda de tus mandamientos, Porque en ella tengo mi voluntad”. Recordemos que en el versículo anterior se habla de guardar la ley del Señor con todo el corazón, y ese corazón involucra nuestra voluntad. En otras palabras, el hijo del Señor es guiado por Dios cuando elige y desea lo que es conforme a Su Palabra. “En esa senda de los mandamientos tengo mi voluntad”, en otras palabras, ya no vivo para hacer lo que yo quiero, sino para hacer la voluntad de mi Dios: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga. 2:20). Mi voluntad ahora es hacer la voluntad del Señor.

¿Y cómo será posible que seamos guiados por esa senda si desobedecemos los más elementales deberes de nuestra alma? No pienses que serás guiado por Dios si no tienes una vida de oración y no estás leyendo, meditando, escudriñando y profundizando a diario en la Palabra de Dios. Tu voluntad estará en el camino cuando te entregues a conocer ese camino con denuedo.

En el versículo 36 nuevamente la Palabra nos insiste en nuestro corazón. Sabe el Señor que puede doblegarse todo nuestro cuerpo ante Su Palabra, pero si nuestro corazón no se postra a sus pies, de nada sirve la postura corporal fingida. Muchas veces hacemos cosas con el envase de nuestra alma, pero no con nuestro corazón. Cuántas veces nuestro cuerpo asiste a la iglesia, pero nuestra mente sigue en nuestra casa, en nuestros quehaceres y negocios. La obediencia verdadera involucra un corazón totalmente inclinado a los mandamientos del Señor.

Una buena forma que tiene de ejemplificarlo este salmo es contraponiéndolo con la avaricia. Dice “Inclina mi corazón a tus testimonios, Y no a la avaricia”. Como veíamos en el sermón pasado de nuestro pastor Álex, la tendencia natural de nuestro corazón es a estar dividido o tensionado por dos fuerzas contrarias entre sí. Se caracteriza por un doble ánimo, por claudicar entre dos pensamientos, por servir a dos señores. Así ocurre con el corazón que se desliza a la avaricia. Dice Colosenses que debemos hacer morir lo terrenal en nosotros, entre estas cosas, la “avaricia, que es idolatría” (Col. 3:5). La avaricia es el deseo desenfrenado de resguardar nuestros bienes y no perderlos. La Biblia dice que ese deseo es idolatría. Es una adoración a lo que tenemos. Convierte los bienes acumulados en un falso dios.

En otras palabras, cuando dice “Inclina mi corazón a tus testimonios, y no a la avaricia”, está diciendo “mantén mi corazón sólo en Tu Palabra, y que no sirva yo a otro dios”. El Señor cuando nos guía por este camino nos va limpiando de todos nuestros ídolos. Va quitando, muchas veces con dolor, la adoración que le rendíamos a otras cosas. Como dice el versículo 37, Él aparta de nuestros ojos la vanidad. El vivir sin propósito, el hacer cosas inútiles, todo esto es quitado por Dios. La vara de nuestro Buen Pastor a veces será dura cuando nos desviemos del redil, pero será efectiva para mantenernos ahí.

Si el Señor es quien te guía por su camino, Él corregirá tu torpeza, y a veces dolerá esa corrección. Tendremos que decir adiós a amistades, a personas que pensábamos se convertirían en nuestros esposos o esposas, a muchos hábitos que antes nos entretenían, a muchos bienes que antes queríamos adquirir o guardar para siempre. Y si no los dejamos de buena manera, el Señor nos los quitará por la fuerza, si es que en verdad somos sus hijos. “El padre que ama disciplina, y azota a todo el que tiene por hijo” (He. 12:6). El Señor no es un Padre negligente, Él está interesado en la perseverancia de sus hijos, y si algo está perturbando su avance en el camino, Él se encargará de quitarlo. Él no compartirá Su gloria con ningún otro ídolo en nuestro corazón.

Debemos pensar si estamos dispuestos a ser guiados de esta forma. Seguir a Cristo nos costará todo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16:24). Seguir al Buen Pastor nos desprende de toda nuestra lana y somos contados como ovejas para el matadero (Ro. 8:36). Por esto es que el salmista dice “Avívame en tu camino”, infúndeme vida, fuerzas para caminar por tus sendas. La vara y el cayado del Buen Pastor, que es Jesucristo, nos infunden aliento, nos vivifican, nos proveen ánimo y fuerzas para continuar. Este camino de los mandamientos del Señor no es para los muertos. No es para los incrédulos. “No pasará inmundo por esa calzada” (Is. 35:8). Este camino es para los vivos en Cristo, para los que han nacido de nuevo, para los que son vivificados en Él.

3.Dios nos confirma en Su camino (v. 38-40).

El Señor no solamente nos enseña el camino y nos guía por éste, sino que también confirma sus promesas para nosotros. Estas promesas se relacionan con llevarnos hasta el fin de nuestro camino. El Señor nos perfecciona, afirma, fortalece y establece (1 Pe. 5:10). Él cumple sus promesas en nosotros, no las deja inconclusas. Él perfecciona la buena obra que ha iniciado, y se asegura de llevarla hasta su cumplimiento pleno, el día de Jesucristo (Fil. 1:6). Él es el autor y el consumador de la fe (He. 12:2). No solamente diseña la fe para nosotros, sino también la lleva a su buen destino. Él no será avergonzado como ese hombre insensato que no pudo construir una torre completa porque a medio trabajo se dio cuenta que no tenía todos los materiales para terminarla (Lc. 14:28-30). Él no admitirá burla alguna de sus vecinos, Él terminará su obra.

Cuando Jacob tuvo aquella visión de la escalera donde subían y bajaban esos ángeles, y el propio Jehová se puso en su cabecera, le dijo: “No te dejaré hasta que haya hecho lo que te he prometido” (Gn. 28:15, NBLA). ¿Qué nos ha prometido Cristo por medio de la fe en Su Nombre? ¡Vida eterna! Y no nos dejará hasta haber cumplido todo lo que nos ha prometido. Él cumplirá sus palabras en nosotros, aunque fuésemos tristemente infieles por momentos. No nos dejará por siempre en nuestra torpeza.

La NBLA dice “Confirma a Tu siervo Tu Palabra, que inspira reverencia por Ti” (v. 38). ¿Realmente la Palabra del Señor inspira reverencia para ti? ¿Nos ha dado el Señor esa debida solemnidad y seriedad cada vez que la abrimos? Cuando abrimos la Palabra en nuestro hogar, ¿nuestra familia guarda el debido respeto de estar escuchando la voz misma de Dios?

Una evidencia de que el salmista ama la Palabra, guarda esa debida reverencia y cree que ella confirmará sus promesas en Él, es que teme ofender a Aquel que dio esa Palabra. “Quita de mí el oprobio que he temido, Porque buenos son tus juicios” (Sal. 119:39). Él teme hacer ofensas ante Su Señor. El pecado puede resultar por momentos satisfactorio, pero su sabor tendrá finalmente ese gusto agrio y amargo como la hiel. Para el salmista no hay nada que le produzca más dolor que el ofender al Dios que ha sido su Maestro y le ha guiado por el camino.

La gran pregunta de este versículo es, ¿realmente nos duele ofender al Señor? ¿Nos sentimos profundamente entristecidos a causa de haber pecado contra nuestro Salvador? Si no es así, sino que el pecado ha hecho concesiones en tu vida y cada vez te resulta más liviano e inocuo, ve a la cruz de Cristo. Allí en esa cruz es donde nuestro pecado está expuesto tal como es. El dolor y el espanto que nos debe producir el pecado están en aquel cuerpo del Hijo de Dios pendiendo de la cruz del Calvario. Su desamparo y la ira que recibió manifiestan el verdadero dolor de nuestras iniquidades.

También debemos rogar ser llenos del Espíritu Santo, porque éste es quien nos convence de pecado (Jn. 16:8). Podemos pedirle al Señor confiar en que Su amor ha sido derramado abundantemente en nosotros por el Espíritu Santo que nos fue dado (Ro. 5:5). Si ese amor de Dios abunda en nosotros, no habrá lugar para el pecado en nuestra vida.

El versículo 40 nos dice que el salmista ha anhelado los mandamientos del Señor. Este camino de los mandatos del cielo le es deseable más que la miel (Sal. 119:103). Medita en ese camino todo el día (Sal. 1; 119:97). Sin embargo, todos nosotros comenzamos a mirar con alegría y amor este camino una vez que el Señor Jesucristo nos ha salvado, y durante nuestra nueva vida podemos tener días y momentos donde no deseamos esos mandatos, sino que parece que los rechazamos. Sin embargo, ¿quién más que el Señor Jesucristo puede decir esto con todas sus letras? ¿Quién más que Él ha anhelado esos mandamientos y los ha honrado con todo su ser? Jesús dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Jn. 4:34).

Anhelar los mandamientos del Señor es anhelar a Aquel que dio esos mandamientos: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo” (Sal. 42:1-2). El desear la Palabra es desear al Dios vivo. Quien desea la Palabra es porque tiene necesidad de estar con el Señor. Como veíamos en el primer punto, la única razón verdadera para pedir ser enseñado por Dios debe ser la misma siempre: agradarle con obediencia. Así, la razón para desear la Palabra siempre debe surgir de un amor sincero por su Legislador.

El salmo finaliza diciendo: “Vivifícame en tu justicia”, lo cual sólo puede ser entendido correctamente a la luz de Cristo. Jesús es el Justo (1 Jn. 2:1), Él es nuestra justicia (Jer. 33:16). Él nos ha vestido de su rectitud y nos ha hecho justos por medio de la fe en Él. Sólo en esa justicia es que somos vivificados. Tenemos nueva vida porque Cristo nos ha declarado justos. Como dice Ro. 3:24-26: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús”. Sólo en la Justicia de Jesucristo es que somos vivificados.