Domingo 7 de febrero de 2021

Texto base: Juan 1:35-51.

En 2013, una pareja de ancianos en Sierra Nevada paseaba a su perro, dentro de su propiedad ubicada en un sector rural. Aunque llevaban años viviendo ahí, notaron por primera vez que un viejo árbol tenía algo entre sus raíces. Lo que encontraron allí fue un gran tesoro, conocido ahora como el tesoro saddle ridge, que contenía 1427 monedas de oro, y fue avaluado en USD 10 millones, resultando ser el tesoro más valioso encontrado en EE. UU.

¿Qué te gustaría encontrar? Esta pareja de ancianos debió haberse llevado una enorme sorpresa cuando realizaron este hallazgo. Sin embargo, aunque el tesoro costaba USD 10 millones, no se compara con el valor de lo que encontraron los discípulos en este pasaje: ellos encontraron al Mesías.

En el mensaje, analizaremos el testimonio de Juan el Bautista, que resultó ser uno que llevaba a otras personas a seguir a Jesús. También nos detendremos en el deseo de Andrés de conocer más de Jesús, y de darlo a conocer a otros. Asimismo, veremos por medio de Pedro cómo somos transformados al llegar a Jesús, y por último, notaremos cómo nuestro Señor Jesucristo es realmente quien nos ha buscado y conocido desde antes de que nosotros llegásemos a Él.

I. Juan, un testimonio que contagia

Este texto es muy importante, porque encontramos aquí a los primeros seguidores de Cristo, los comienzos de la Iglesia del Nuevo Pacto, esa increíble multitud que ha sido redimida por creer en Jesús como el Mesías Salvador.

Lo primero que resalta es el testimonio de Juan el Bautista, y era uno que contagiaba. No podía evitar dar alabanza y honor a Cristo. Cuando lo vio entre la gente, dijo tal como había afirmado el día anterior: “He aquí el Cordero de Dios” (v. 36). Ese testimonio de Juan fue escuchado por dos de sus discípulos, quienes fueron movidos a seguir a Cristo. El testimonio de Juan los contagió, y quisieron ir tras este Cordero de Dios, el Mesías anunciado.

Así también debe ser nuestro testimonio de Cristo. Debe ser un testimonio que contagie a otros, que los anime, que los motive a seguir a este Señor glorioso. Sobre esto, A. W. Tozer dijo: “Hoy no estamos produciendo santos. Estamos convirtiendo a la gente a un tipo cansado de Cristianismo, estéril e infructuoso que nada tiene que ver con el del Nuevo Testamento”.

Es triste que muchos creyentes no tienen una fe viva que invita a otros a venir a Cristo. Una de las posibles razones, es que muchos creyentes hoy actúan como niños mimados. Si Dios no les da lo que ellos desean, se frustran y se enojan con Él. Vemos a muchos creyentes desmotivados por las pruebas, porque esperaban que Dios los librara de cualquier situación difícil. Al igual que el falso evangelio de la prosperidad, algunos piensan que si siguen al Señor, todo debería salir como ellos quieren. Aunque no sean de aquellos que decretan o declaran dando órdenes a Dios, terminan actuando como si Dios debiera obedecerlos y someterse a su voluntad.

Esto produce cristianos apagados, sin gozo, que no aceptan de buena gana el gobierno de Dios, no tienen gratitud hacia Él ni creen que su voluntad sea lo mejor para sus vidas, porque no han renunciado a ser sus propios señores.

Otra actitud que abunda entre los que profesan ser cristianos es reducir a Cristo a un mero gusto o interés personal. Seguir a Cristo y venir a la iglesia son una actividad más en sus vidas, tal como lo serían ir al gimnasio, ir trabajar o asistir a un concierto. No hay un vínculo más profundo, no han llegado a conocer a Cristo, a ver la inmensidad de su propio pecado, y por lo mismo no se han maravillado con la gracia y perdón de Dios. No ven el privilegio que significa haber sido adoptados como hijos de Dios en Cristo, partícipes del Cuerpo de Cristo.

Pero una de las razones más claras de este cristianismo apagado, es que muchos que profesan cristianos no encuentran su contentamiento en Cristo, sino en las cosas de este mundo. Como ellas nunca pueden saciarnos, sus almas siempre están insatisfechas, buscando algo más entre las cosas de esta tierra que puedan llenarlos, cuando en realidad sólo en la comunión con el Señor está la plenitud de nuestra vida.

Todas estas razones y otras que pueden ocurrir, producen un testimonio apagado, incapaz de contagiar a nadie. Que el Señor nos conceda ser encendidos, tener corazones que ardan por un genuino amor a Cristo, una gratitud profunda que nos envuelva. Que nuestros labios puedan confesar su nombre como lo más alto y deseable, lo más sublime y precioso. Sólo así tiene sentido que prediquemos el Evangelio, y sólo así otros podrán ser alcanzados por nuestro testimonio.

El pasaje dice que “Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús” (v. 37). Las palabras de Juan el Bautista deben haber estado inflamadas de convicción. No pueden haber sido palabras planas, sin fuerza, sin corazón. Tiene que haberlo dicho de tal forma, que quienes lo oyeron supieron que debían seguir a Cristo. Así también deben ser nuestras palabras, encendidas por la fe y llenas de esperanza en nuestro Señor.

Y notemos que el testimonio de Juan el Bautista no fue rebuscado, ni muy complejo, ni innecesariamente extenso. Sus palabras fueron “he aquí el Cordero de Dios”, y esas palabras fueron una pequeña semilla que el Señor utilizó para impactar a quienes las oyeron. Así también cuando demos testimonio de Cristo no es necesario que nos enredemos con demasiadas palabras o que nos demos vueltas al hablar que terminen por extraviar a quienes nos escuchan. Simplemente debemos presentar a Cristo como lo que Él es, de manera comprensible para quien nos oye. Los primeros creyentes en Cristo fueron llamados con estas breves palabras.

El de Juan el Bautista fue también un testimonio perseverante. El pasaje nos dice que esto ocurrió “al siguiente día”, es decir, un día después del momento en que Juan había presentado a Cristo como el Cordero de Dios y el Hijo de Dios. En esta oportunidad insistió, presentándolo como el Cordero de Dios, y ahora dos de sus discípulos decidieron seguir a Cristo.

Esto también nos enseña a perseverar cuando hablamos de Cristo. No prediquemos de una forma lánguida, como si estuviéramos vendiendo un producto de mala calidad; ni lo hagamos sin ganas, como queriendo salir rápido del trámite para volver a nuestras vidas cotidianas. Perseveremos en dar testimonio de este Señor que nos ha salvado, y quizá personas que ya nos escucharon antes, ahora quieran seguir a nuestro Señor.

La predicación de Juan apuntaba directamente a Cristo. Nuestro testimonio no debe apuntar a nosotros mismos, ni tampoco a la iglesia como tal: no debe estar orientado a mostrar cuán creativos o inteligentes somos, ni a lo entretenido de nuestras reuniones, o lo bien que podemos satisfacer los intereses de los incrédulos. No debe apuntar en ningún sentido a nosotros, sino que debemos predicar a Cristo, presentándolo en Su gloria como Señor y Salvador. Por eso decía el Apóstol: “los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; 23 pero nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Co. 1:22-23).

Los primeros dos discípulos de Cristo eran también discípulos de Juan el Bautista. Juan no intentó retenerlos como algo que le pertenecía, sino que dejó que siguieran al Mesías, a quien él había venido a anunciar. Esto también enseña algo para nuestras vidas.

Los discípulos de Cristo no son propiedad de quienes les predican la Palabra, sino que pertenecen a Cristo. Ningún creyente tiene derecho de propiedad sobre otro, y sin embargo, somos miembros unos de otros. No somos dueños de nadie, pero nos pertenecemos unos a otros, y Cristo es dueño de todos.

II. Andrés, una comunión que contagia

Por otra parte, tenemos a Andrés, a quien no le bastó saber algo acerca de Jesús. Él quiso además conocerlo personalmente, compartir con Él de forma íntima, ir allí donde Jesús vivía y pasar un tiempo con Él. Quiso más del Señor.

Así debe también ocurrir con nosotros. No nos debe bastar con escuchar o saber algo acerca de Jesús. Debemos buscar conocerle personalmente, una comunión íntima con el Señor, ir a Él en oración y derramar nuestra alma ante su presencia, para ser llenos de su Espíritu. Por eso dice la Escritura:

Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3).

… todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo” (Fil. 3:8 NVI).

Así, el conocer a Cristo debe consumir todo nuestro ser, debe ser algo a lo que nos dediquemos por completo, precisamente porque en eso está la vida verdadera. Conocer a Cristo es vivir. Es ser alumbrado por la luz eterna del Señor. Por eso dice el Apóstol Pablo: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo” (2 Co. 4:6).

Es por eso que J.C. Ryle, comentando este pasaje, dice: “Asegurémonos de que estamos entre los que realmente siguen a Cristo y permanecen en Él. No es suficiente escuchar que se le predica desde el púlpito, ni leer de Él como está descrito en los libros. Debemos seguirlo de verdad, derramar nuestros corazones ante Él, y mantener una comunión personal con Él. Sólo entonces nos sentiremos constreñidos a hablar de Él a otros. El hombre que sólo conoce a Cristo de oídas, nunca hará mucho por la expansión de la causa de Cristo en la tierra”.

Andrés, una vez que tuvo este tiempo de comunión con Cristo, supo que tenía que compartirlo con otros, por eso fue a buscar a su hermano Pedro, y tuvo que darle la buena noticia: “hemos encontrado al Mesías”. Andrés comenzó por los de su propia casa, tal como le dijo Jesús al gadareno, luego de liberarlo de sus demonios: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (Mr. 5:19).

Si encontráramos un tesoro, o conociéramos algo oculto que nos beneficia, nuestra tendencia natural probablemente sería intentar quedarnos con eso que encontramos, guardarlo egoístamente para nosotros o sacar algún provecho de eso. A lo más lo compartiremos con nuestros cercanos, pero no nos despojaremos de nuestro hallazgo.

Pero cuando encontramos a Cristo, queremos que otros sepan de este Salvador tan hermoso. Cristo es una fuente inagotable de vida eterna, que nunca deja de brotar, cuya agua nunca se estanca. Tal como recibimos esa vida abundante de parte de Él, queremos que otros sean vivificados, que pasen de muerte a vida, que sean perdonados y encuentren esta salvación eterna en Cristo.

¿Qué hubiese pasado si Andrés hubiera tenido el espíritu tímido y cómodo que abunda en nuestra época? ¿Qué habría ocurrido si nunca le hubiese hablado a su hermano Pedro sobre Cristo, porque no se sentía cómodo evangelizando? ¿Qué hubiera pasado si Pedro hubiera seguido siendo un pescador de Galilea toda su vida, en lugar de ser uno de los apóstoles más prominentes de la Iglesia? Sabemos que el Señor es soberano, pero también creemos en que somos responsables, y que Dios nos usa como medios para alcanzar a otros. Tengamos en cuenta esto ejemplo, no sabemos qué puede llegar a hacer el Señor con la persona a la que estamos evangelizando, podría llegar a ser grandemente usado para edificar a la Iglesia.

Entonces, quien ha entrado verdaderamente en comunión con Cristo, no se queda tranquilo en soledad, ni se queda callado. Buscará compartir de este Salvador, buscará que otros lo conozcan, y querrá estar en comunión también con quienes ya lo conocen. El creyente es alguien que ha dejado de vivir para sí mismo, y ahora vive para Jesucristo. Pero en Jesucristo, además de encontrar su gloriosa persona, se encuentra con su Cuerpo, con la comunidad de creyentes que ha sido salvada, perdonada y que ha recibido vida.

Como dice Dietrich Bonhoeffer, “Quien es alcanzado por [la Palabra] no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha querido que busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos; son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus incertidumbres y desesperanzas. Queriendo arreglárselas por sí mismo, no hace sino extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y anunciador de la palabra divina de salvación. Lo necesita a causa de Jesucristo”.

Eso es justamente lo que ocurrió con Andrés. ¿Podemos imaginar la expresión de su rostro, el tono de su voz? Habían encontrado al Mesías prometido, a ese que había sido anunciado, a quien los iba a redimir y liberar de su cautividad más profunda, de la muerte segura que les esperaba, de su ceguera y sordera espiritual, quien iba a reinar sobre ellos para siempre con justicia. Tal fue el anuncio de Andrés, que Pedro lo acompañó hasta donde Cristo se encontraba.

El pasaje dice que Andrés fue a buscar a Pedro “Y le trajo a Jesús”. La Iglesia, entonces, está diseñada para que nos llevemos unos a otros a Jesucristo, y que constantemente nos mostremos unos a otros al Salvador. Para que nos animemos a seguirle, a perseverar en la fe, la esperanza y las buenas obras; para que la Palabra de Dios produzca un eco en nosotros, y ese eco alcance a nuestro hermano, y a la vez el eco que la Palabra produjo en él nos alcance a nosotros.

En presencia de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad” (Bonhoeffer). Andrés era hermano sanguíneo de Simón Pedro, pero cuando le presentó a Cristo y Simón creyó en Él, quedaron unidos por un vínculo muchísimo más profundo y verdadero. Los lazos familiares y cualquier otro vínculo humano, por más fuerte que sea, termina con la muerte, pero la hermandad en Cristo es eterna.

La unidad de la Iglesia viene de lo alto, es obrada por el Espíritu Santo, es el Señor quien la produce, su fundamento es Jesucristo mismo. Y esta unidad, que ya podemos disfrutar hoy aquí en la tierra, incluso a pesar de las divisiones y los problemas que pueden producirse, es una unidad que va a trascender a la eternidad. Ningún grupo humano puede decir lo mismo. Entonces, debemos aprender a amar, apreciar y valorar a la Iglesia como algo único y sobrenatural, nos encontramos en ella por un lazo que nos unirá eternamente.

III. Cristo, el Salvador que nos conoce

Al hablar del encuentro de Simón con Cristo, el texto destaca que Simón recibió un nuevo nombre: Pedro. Recibir un nuevo nombre equivale a nacer de nuevo. La antigua vida como Simón ya es historia, su forma de ser, sus preferencias, sus prioridades, su estilo de vida que llevaba hasta ese momento, en fin, su vida misma, es renovada al encontrarse con Cristo, y ya nunca volvería a ser el mismo. Esto se traduce en un cambio de nombre, y es Cristo quien se lo impone, mostrando con ello su autoridad y señorío sobre la vida de Simón.

La Escritura dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17). Es decir, si estamos en Cristo hemos sido creados de nuevo, o como diría el mismo Jesús a Nicodemo, hemos nacido de nuevo, de lo alto.

Como dijo alguien una vez, si nos impacta un camión, no quedaremos igual que antes. Cuánto más si el que viene a nosotros es el Espíritu Santo, nos da vida espiritual resucitándonos de entre los muertos, y nos da entendimiento y sabiduría para tener la mente de Cristo. No podemos seguir igual, hemos nacido de nuevo, ante el Señor somos justos, somos vistos en Jesús, y ya comenzamos a disfrutar de la renovación de todas las cosas mientras estamos en este mundo.

Por eso la Escritura también dice: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2:17). Cada uno de nosotros, entonces, ha recibido un nuevo nombre en Cristo. Fuimos conocidos con nuestro nombre, ese que teníamos al momento de ser llamados por el Señor, pero una vez que hemos nacido de nuevo, hemos sido renombrados, ahora estamos bajo la autoridad de Cristo y somos su propiedad.

Luego, nos encontramos con algo distinto (v. 43). Ahora es Jesús quien ordena a alguien a que le siga, en este caso a Felipe. La orden no deja lugar a dudas, es fuerte y clara: “Sígueme…”.

Aquí nos damos cuenta de que hay diversas maneras de entrar en el camino de salvación. Andrés fue movido por la predicación pública de Juan el Bautista, Simón Pedro fue atraído por lo que le compartió su hermano Andrés de manera íntima, y en el caso de Felipe es un llamado personal de parte de Cristo.

¿Te gustaría que Cristo te llamara de esta manera, personalmente? Bueno, si has creído en Él verdaderamente y eres su discípulo, fuiste llamado personalmente por Cristo. Todo verdadero discípulo se ha encontrado de frente con este llamado directo y claro: “Sígueme…”.

Sabemos que la salvación es más bien un proceso y que muchas veces no conocemos realmente en qué minuto exacto creímos y fuimos salvos, pero hay un momento en que la Palabra de Dios llegó a lo más profundo de tu ser, sea porque escuchaste una predicación, o porque un conocido te conversó de Cristo, o porque leíste una Biblia que estaba guardada en tu casa, esa Palabra llegó a ti y te confrontó personalmente, y supiste que debías seguir a Jesús y que no había vuelta atrás, no podías hacer otra cosa que ser su discípulo.

Esta es una obra sobrenatural del Espíritu, quien a través del Evangelio llega a nosotros y nos despierta de entre los que están muertos espiritualmente, dándonos vida para ver a Cristo en el Evangelio y rendir nuestras vidas a Él. Y aunque es el mismo Espíritu, obra de distintas maneras, salva en múltiples formas y llama a cada uno como Él quiere soberanamente, pero finalmente todos los salvados “son lavados por la misma sangre, sirven al mismo Señor, descansan en el mismo Salvador, creen una verdad y caminan según una regla” (Ryle).

Felipe, tal como Andrés, quedó profundamente impactado al conocer a Cristo, y no pudo sino compartir esto con Natanael, quien en los otros evangelios se llama Bartolomé, y sería más adelante uno de los doce. Fijémonos que al hacerlo, Felipe dice: “Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (v. 45). Esto es muy significativo, ya que Felipe relaciona a Jesús con toda la Escritura anterior. Jesús no es un simple aparecido, no surgió de la nada, sino que es el cumplimiento de las promesas, es la realización de todo lo que el Señor anunció antes en el pacto que hizo con su pueblo. Jesús es la esencia, el hilo conductor de toda la Escritura. Es la Palabra de Dios hecha hombre, la revelación de Dios a la humanidad, la vida y la luz de los hombres.

Pero antes que Felipe hablara, Cristo ya había dispuesto que esto ocurriera, y conocía a Natanael. Le dijo: “Te vi cuando estabas bajo la higuera” (v. 48). Felipe fue el instrumento para alcanzar a Natanael, pero fue realmente Jesús quien lo hizo, y lo conocía desde antes de la Fundación del mundo.

En Natanael encontramos nuestra propia historia. ¿Dónde estabas cuando Jesús te llamó? Él te conocía desde mucho antes de ese momento. “Mi embrión vieron tus ojos” (Sal. 139:16), dice el salmista. El Señor conoce todas las cosas de manera perfecta, pero pasajes como este nos hablan de que la vida de sus hijos es preciada para el Señor, y que Él nos conoce y nos cuida desde el momento más temprano de nuestra existencia.

Uniendo esta hermosa verdad del Salmo con este pasaje de Natanael, podemos ver que el Señor nos guarda desde antes de que seamos efectivamente creyentes. Nos guía con amor paternal durante toda nuestra vida hasta que se revela a nosotros en Cristo, a través de su Palabra. En ese momento miramos hacia atrás y nos damos cuenta que en todo momento estuvimos ante los ojos del Señor, que Él nos libró de muchos males, que aun cuando vivimos momentos muy difíciles y complejos, su mano estuvo allí para impedir que nos perdiéndose por completo, y nos llevó por distintas estaciones hasta que finalmente pudimos reconocerle, y ver que Él nos encontró cuando hacíamos todo lo posible por escapar.

Por esto la Escritura dice que su benignidad nos guía al arrepentimiento (Ro. 2:4). Nos va preparando toda nuestra vida para ese momento hermoso. Va disponiendo todos los acontecimientos, lugares, personas y situaciones, hasta que en un momento estamos bajo esa higuera como Natanael, listos para ser llamados a su encuentro, a punto de que nuestra existencia cambie para siempre y recibamos la vida verdadera; y Él abre nuestros ojos para que podamos verle.

No es que Jesús haya visto a Natanael a varios metros de distancia. No, fue un acto sobrenatural, porque a pesar de estar en lugares distantes entre sí, Jesús vio a Natanael y pudo escudriñar hasta lo profundo de su corazón. Cuando lo vio aparecer, dijo: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”. Es decir, no era un hijo de Abraham sólo en lo sanguíneo, como lo eran también los fariseos y saduceos hipócritas. Él era un verdadero israelita, un verdadero hijo de Abraham, es decir, Él tenía la fe de Abraham, la que lo llevaría a recibir al Cristo. Por eso dice la Escritura: “Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham” (Gá. 3:7).

Este conocimiento de Jesús asombró a Natanael, y lo llevó a exclamar extrañado primero: “¿De dónde me conoces?”, y al darse cuenta de que Jesús conocía todas las cosas, Natanael dijo: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (v. 49).

Natanael, luego de creer en este Hijo de Dios que manifestó ser Dios mismo delante de Él, no pudo evitar alabarlo, exaltar su nombre y darle gloria. Así también ocurre con todo cristiano: al recibir la salvación de parte de Dios, al ser abiertos nuestros ojos ante su majestad y las maravillas de su ley, al pasar de muerte a vida, no podemos evitar glorificarlo. Por eso la Escritura dice: “ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre” (He. 13:15).

Así, cuando tengamos oportunidad, cuando nos acordemos, sea que vayamos solos caminando por la calle o que estemos en nuestra casa o nuestro trabajo, o antes de dormir o al despertar, alabemos al Señor, exaltemos su nombre, y que esto se haga un sano hábito en nosotros. Incluso si creemos que nuestra oración está seca y no sabemos qué decir, comencemos a alabar su nombre y las palabras se destrabarán.

Y notemos algo: Natanael dudó por un momento. No creyó de primera que Jesús pudiera ser el Mesías prometido. La reacción de Felipe es notable: le dijo con total seguridad “Ven y ve” (v. 46). Esto nos recuerda el Salmo que dice: “Prueben y vean que el Señor es bueno; dichosos los que en él se refugian” (34:8 NVI). No debemos hablar de Cristo como pidiendo disculpas, ni tampoco con inseguridad en nuestras palabras como si ni nosotros mismos nos creyéramos lo que estamos diciendo. Debemos pedir al Señor la seguridad que hubo en Felipe, y dar testimonio de Cristo con absoluta certeza, de manera que incluso podamos desafiar a los dudosos diciendo “Prueben y vean, vengan y vean”.

Por otra parte, Jesús no reprochó la duda de Natanael, sino que fue misericordioso y le dio pruebas de ser Dios. Quizá esto es porque Jesús podía ver el corazón de Natanael, y percibió que no se trataba de una incredulidad rebelde. Él estaba dispuesto a creer en el Mesías y servirle, si era el verdadero, pero no podía creer a cualquiera que se llamara Mesías. Por eso el Señor le dio una prueba y animó su corazón.

En esto podemos vernos reflejados. Muchas veces hemos sido escépticos, hemos tenido cierta incredulidad, pero el Señor ha tenido misericordia y nos ha demostrado que su poder puede llegar muchísimo más allá de lo que entendemos o imaginamos.

Y lejos de quedarse ahí, Jesús anima aún más a Natanael, diciéndole que verá cosas mucho más gloriosas que las que acababa de presenciar (v. 51), y le revela algo importantísimo: que Cristo es el mediador entre Dios y los hombres, el puente entre el Cielo y la tierra, el llamado a reconciliar lo que estaba separado por un abismo insuperable.

Así, Cristo es esa escalera que vio Jacob. Sólo por Él es que el Padre desciende se da a conocer a nosotros, y sólo por Él es que nosotros podemos subir ante su presencia. Mientras estemos aquí, lo hacemos por medio de la oración, pero un día podremos estar para siempre con Él en gloria.

Aquellos que crean en Él, tendrán comunión íntima con Cristo, y conocerán cosas que están ocultas para el mundo. Eso lo pudimos ver en el propio ministerio terrenal de Cristo, cuando habló con sus discípulos cosas que no habló con la gente en general, y les enseñó verdades hermosas y asuntos profundos que son sólo para sus ovejas, para quienes sean de la casa de su Padre.

Por eso Cristo dijo a sus discípulos: “A ustedes se les ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no” (Mt. 13:11). ¿Podemos darnos cuenta del privilegio que significa ser hijos de Dios? ¿Podemos dimensionar lo glorioso que es creer en Cristo? El mismo Dios, ese que en su justicia podía consumirnos, tiene misericordia de nosotros y envía a su Hijo a pagar el precio de nuestros delitos, pero además lo envía como su Palabra hecha hombre, y nos revela cosas grandes y ocultas, para nuestra salvación y la edificación de nuestras almas.

Si no has venido a los pies de Cristo, ven ahora ante su presencia para conocerle, y tendrás la verdadera vida. Si ya has creído en Él como único Señor y Salvador, busca más de su comunión y su presencia, y el Señor te alumbrará con un conocimiento mayor de Él mismo, que sólo regala a sus discípulos, quienes invocan Su Nombre y buscan Su rostro.

Meditemos en estas cosas, que esto nos lleve a proclamar a Cristo con valentía y claridad como Juan el Bautista, a buscar la comunión con Cristo como lo hizo Andrés, a conocerle como hizo Simón Pedro, a compartirlo con seguridad como Felipe y a rendirle alabanzas reconociéndole como Hijo de Dios y Rey de su pueblo, como lo hizo Natanael. Que puedas decir personalmente, como estos hombres, “He encontrado al Mesías”. Amén.