Domingo 3 de marzo de 2024

Texto base: Mt. 7:1-5.

Durante toda la historia existieron ejecuciones públicas, en las que el condenado era expuesto como escarmiento ante sus conciudadanos. Una de las cosas que llama la atención, es cómo una escena tan terrible como una ejecución en la guillotina o en la horca podían generar que se reunieran multitudes llenas de morbo, disfrutando de la muerte de otro como si fuera un espectáculo.

Pareciera que esos tiempos de barbarie hubiesen quedado atrás, pero nuestra naturaleza sigue siendo la misma: hoy las llamadas funas y hasta los programas de farándula, demuestran que seguimos deleitándonos en juzgar pecados ajenos y hacer de esto un triste espectáculo.

Paralelamente, es curioso que con la misma fuerza se levante el estandarte del “no juzgues”, para exigir que los pecados propios o los de otra persona puedan expresarse sin ningún obstáculo.

Estas actitudes aparentemente contradictorias se ven confrontadas por Jesús en este pasaje, que inicia la última sección del Sermón del Monte, que enfatiza nuestra responsabilidad delante de Dios y con nuestro prójimo.

Para exponer este pasaje, i) primero analizaremos el mandato de no juzgar, para luego ii) explicar las razones que da Jesús contra el juicio hipócrita, terminando con iii) el remedio que presenta Jesús contra este pecado.

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I.El mandato de no juzgar

Este pasaje es uno de los más citados y al mismo tiempo peor interpretados en toda la Biblia. Muchos invocan este versículo como si fuera simplemente una orden de no opinar ni meterse en la vida de los demás, dejándolos tranquilos en sus pecados y malas decisiones. Pareciera que sólo existen dos versículos en la Biblia para estas personas: uno es “Dios es amor”, y el otro es “no juzguéis”.

Tristemente, este error ha tenido serias consecuencias en la sociedad no creyente, lo que se aprecia en la creciente impunidad y en la decadencia que ha producido el libertinaje. Hoy está socialmente prohibido emitir juicios sobre las decisiones y conductas ajenas, sobre todo si se trata del plano sexual.

Esta disposición también ha permeado a la Iglesia, en la que se observa un cristianismo diluido, en el que las personas que dicen creer en Cristo se permiten estilos de vida completamente alejados de Su Palabra y al mismo tiempo reclaman estar bien con Dios, alegando una especie de derecho a no ser confrontados ni corregidos.

Ante casos de disciplina eclesiástica, especialmente en la excomunión, es común escuchar a hermanos citando el “no juzguéis” con mucha convicción, como si fuera la palabra final que resolviese todo y que prohibiera todo ejercicio de disciplina en la iglesia. Lo mismo ocurre cuando se trata de denunciar a falsos maestros que tuercen la Palabra de Dios y hacen que muchos se desvíen de la fe: nuevamente se invoca el “no juzguéis”.

Un autor llamado Tolstoi, llegó a sostener que este pasaje prohíbe establecer cualquier tipo de tribunal o juez humano no solo en la iglesia sino en la sociedad.

Sin embargo, es imposible que el “no juzguéis” en este pasaje signifique no juzgar en absoluto, ya que en el mismo Sermón del Monte Jesús llama a no dar lo santo a los perros (v. 6), lo que implica ejercer un juicio en los discípulos, y un poco más adelante llama a cuidarse de los falsos profetas (vv. 15ss) y evaluar sus frutos, lo que implica nuevamente el ejercicio de un juicio.

Por lo demás, el mismo Jesús enseñó cómo se debe tratar con quien no está dispuesto a arrepentirse de su pecado, y estableció así un proceso de disciplina en la iglesia (Mt. 18:15ss). Si la persona rehúsa reconocer su falta, el paso final de este proceso es “sea para ti como el gentil y el recaudador de impuestos”, lo que sin duda implica un ejercicio de juicio no sólo personal, sino como congregación.

Esta fue también la enseñanza de los Apóstoles, quienes profundizaron en la disciplina eclesiástica. Hablando sobre la autoridad que Dios dio a la iglesia para juzgar sus conflictos y pecados internos, el Apóstol Pablo dice: “¿O no saben que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo es juzgado por ustedes, ¿no son competentes para juzgar los casos más sencillos?” (1 Co. 6:2).

Además, el Apóstol exhortó a la iglesia a estar alertas contra los que enseñan otras doctrinas: “Les ruego, hermanos, que vigilen a los que causan disensiones y tropiezos contra las enseñanzas que ustedes aprendieron, y que se aparten de ellos” (Ro. 16:17). Cuando un hombre de la iglesia de Corinto llegó a tal punto de acostarse con la mujer de su padre, el Apóstol reprendió a la iglesia por no tomar medidas disciplinarias, y les ordenó: “Expulsen al malvado de entre ustedes” (1 Co. 5:13). El Apóstol incluso llegó a denunciar específicamente con nombre a los que estaban causando división. Hablando de los que naufragaron en la fe y dejaron la buena conciencia, dice: “Entre ellos están Himeneo y Alejandro, a quienes he entregado a Satanás, para que aprendan a no blasfemar” (1 Ti. 1:20).

Por tanto, si hemos de interpretar bien el “no juzguen” de este pasaje, debemos considerarlo a la luz de la enseñanza de Jesús en el mismo Sermón del Monte, en el resto del Evangelio de Mateo y además teniendo en cuenta toda la enseñanza de la Escritura.

Sabiendo esto, ¿Qué significa, entonces, el “no juzguen”? Jesús primero expone el principio y luego lo explica. El pasaje paralelo en el Evangelio de Lucas puede aclarar el sentido de estas palabras: “Sean ustedes misericordiosos, así como su Padre es misericordioso. 37 »No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen, y serán perdonados” (Lc. 6:36-37).

Lo que Jesús está prohibiendo es atribuirse la posición que sólo corresponde a Dios, además de un juicio que no tiene en cuenta el propio pecado. “Lo que nuestro Señor pretende condenar es una actitud condenatoria [e hiper]crítica. La disposición a culpar a los demás por ofensas insignificantes o cuestiones de poca importancia, el hábito de expresar opiniones negativas precipitadamente, el estar siempre listo para recalcar los errores y defectos de nuestros semejantes, y de ese modo rebajarlos; esto es lo que nuestro Señor prohíbe”.[1]

El que se describe aquí “Es un espíritu de autojusticia. El yo siempre está detrás de esto, y siempre es una manifestación de autojusticia, un sentimiento de superioridad y un sentimiento de que estamos bien mientras que los demás no. Esto conduce entonces a la censura y a un espíritu siempre dispuesto a expresarse de manera despectiva. Y luego, junto con eso, está la tendencia a despreciar a los demás, a mirarlos con desdén”.[2]

Este espíritu que Jesús reprueba se aprecia en la parábola del fariseo y el publicano. Sobre esa enseñanza, dice que Jesús la dirigió “a unos que confiaban en sí mismos como justos, y despreciaban a los demás” (Lc. 18:9). El fariseo de esta parábola se describe así: “El fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. 12 Yo ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano”” (vv. 11-12).

Sin duda, el juicio que podía ejercer este hombre sobre otros no se basaba en la gracia, sino en su autojusticia. Era una persona llena de sí misma, orgullosa de sus obras religiosas y con un altísimo concepto de sus propios méritos. Confiaba en sus propios logros para estar aprobado delante de Dios, mientras que miraba hacia abajo a quienes no lograban su estatura espiritual. Por lo mismo, un hombre como este, si se acerca a otro para confrontarlo no es con el objetivo de ayudarlo, sino solo para correrlo del camino como a un estorbo, y con esto se exalta a sí mismo y se siente satisfecho con su condición espiritual.

Debes guardarte de esto, porque “… en los corazones de todos, incluidos aun los seguidores de Cristo hasta al punto que no han sido transformados por la gracia, se aloja un fariseo, la conclusión a que se llega es que este pasaje se aplica a todos, en el sentido que todos necesitamos examinarnos a nosotros mismos”.[3]

Hay una gran diferencia entre ejercer una sana crítica y ser hipercrítico. Mientras que la Palabra nos llama a ejercer discernimiento y estar alertas, la disposición que Jesús reprocha es la del hipercrítico, quien disfruta la crítica por sí misma como una forma de enaltecerse a sí mismo y destruir a otros. Aquí algunos rasgos del hipercrítico:

 Se deleita en encontrar faltas en el prójimo, y hasta se desilusiona si no es así. Se alegra cuando sospechaba de alguna falta ajena y luego la ve confirmada.
 Al mismo tiempo, se ofende cuando es confrontado o corregido por otro. No está dispuesto a recibir las observaciones que otro pueda hacer sobre sus faltas y rápidamente levanta escudos y defensas para responder a estos comentarios.
 Tiende a elevar aspectos de menor importancia como si fuesen fundamentales. Por eso, el Apóstol Pablo exhorta en Ro. 14 a que no se juzguen en temas de comida, bebida o días de fiesta. El reino de Dios es más que eso (Ro. 14:17).
 Supone las peores motivaciones posibles en los demás. Le gusta “ver debajo del agua”, pensando que los demás están escondiendo o simulando sus reales intenciones. Es rápido para asumir que los gestos, los dichos o incluso los silencios de los demás son evidencia de una mala motivación y que detrás de eso hay un pecado. Su lema parece ser: “siempre sospecha de tu prójimo. Aunque aún no sepas por qué, él sabe por qué”.
 Juzga apresuradamente, sin conocer todos los hechos o las circunstancias. Se adelanta a hacerse juicios y luego se niega a cambiar su pensamiento. Rehúsa escuchar excusas o razones, pues para él, el caso ya está juzgado y cerrado y su prójimo ha sido declarado culpable.
 Es implacable ante los errores y caídas de los demás. Ante el hipercrítico, no hay redención posible. Aunque asegure haber perdonado, en realidad anotó el pecado del prójimo en su libro de memoria, y a la primera oportunidad que pueda lo enrostrará. Si alguien se equivoca o peca y luego sufre por ello, el hipercrítico estará contento de ver ese padecimiento, con la convicción de que “él se lo buscó”.
 En las discusiones, no se centran en principios sino en las personas. “no es tanto un juicio sobre lo que hacen, creen o dicen, sino sobre las personas mismas. Es un juicio final sobre un individuo, y lo que lo hace tan terrible es que en ese momento se está arrogándose algo que pertenece a Dios”.[4]

Esta disposición hipercrítica es la que Dios prohíbe, y cuando alguien juzga de esta forma siempre lo hará con hipocresía, ya que se olvida de su propio pecado mientras agranda las faltas ajenas. No considera que al apuntar a su prójimo con un dedo, hay tres dedos apuntándolo a él. Al escuchar esta enseñanza, no pienses en otro, sino que analiza tu corazón para evaluar sinceramente si esta disposición está en ti.

El Señor luego fundamenta por qué no debes juzgar de esta forma.

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II.Las razones contra el juicio hipócrita

El Señor no solo dice “no juzguen”, sino que agrega: “para que no sean juzgados”. La pregunta aquí es: ¿Por quién? Algunos toman esto como si quisiera decir: “no te metas en la vida del resto y ellos no se meterán en la tuya”. Pero no es eso lo que significa el texto.

Aquí se refiere al juicio que Dios puede traer sobre la vida de quienes juzgan a su prójimo sin misericordia, sin considerarse a sí mismos. Ahora bien, recordemos que Jesús dirigió este sermón está dirigido a Sus discípulos. Si Él es el Salvador de los suyos, cómo los va a juzgar entonces?

Aquí debemos recordar lo enseñado sobre el “Padrenuestro”, cuando Jesús dijo: “Porque si ustedes perdonan a los hombres sus transgresiones, también su Padre celestial les perdonará a ustedes. 15 Pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus transgresiones” (Mt. 6:14-15). Sobre esto, considera dos cosas:

i.Por un lado está el perdón de pecados para salvación, que distingue a los salvos de los que están bajo condenación. Pero entre Dios y sus redimidos hay también un perdón relacional, que tiene que ver con su andar cotidiano de comunión con Dios. En ese sentido, Dios puede retener su gracia cuando uno de sus hijos rechaza perdonar a su prójimo, para hacerles ver su pecado de orgullo y llevarlos al arrepentimiento. Lo mismo con sus redimidos que caen en juzgar hipócritamente a su prójimo: pueden ser disciplinados por Dios para llevarlos a quebrantar su corazón y arrepentirse. De esta forma, Jesús enseña: no juzguen, para que Dios no los discipline por su corazón orgulloso e hipócrita.
ii.Por otro lado, está el hecho de que muchos son discípulos sólo en apariencia, y su corazón rebelde se manifestará en sus frutos. Así, quien se caracteriza por un corazón que no perdona y que juzga de esta forma hipócrita, demuestra con ello que no ha conocido al Salvador, y será juzgado por Dios si persevera en este espíritu. En este caso, es un juicio condenatorio.

Por tanto, Dios es tu Juez, así como el de todo ser humano. Sólo Él tiene esa posición de autoridad, mientras que tú no tienes jamás esa posición divina respecto de otro. Todos los seres humanos son consiervos tuyos. Ninguno responde ante ti, sino que tú respondes al Juez Supremo junto con todos los demás.

Así, la primera razón para no juzgar con orgullo e hipocresía es porque Dios es tu Juez, y te juzgará. Esto debería hacernos temblar y reconsiderar profundamente nuestra disposición. Pero el Señor da más razones.

En segundo lugar, Jesús agrega: “Porque con el juicio con que ustedes juzguen, serán juzgados; y con la medida con que midan, se les medirá” (v. 2). Es decir, si decidimos usar contra otros el estándar orgulloso, hipercrítico e hipócrita, esa regla con que medimos a otros se volverá en contra nuestra. Al juzgar así, no sólo nos acarreamos juicio, sino que fijamos el estándar de nuestro propio juicio.

Así como Amán fue colgado en la horca inmensa que él había preparado para ejecutar a Mardoqueo, el hipercrítico será juzgado de la forma que él lo hace con los demás.

El hipócrita afirmará estar preocupado de la verdad y la justicia, y por eso es que justifica actuar así contra su prójimo. Pero si su preocupación realmente fuera la verdad y la justicia, estaría muy ocupado juzgándose a sí mismo primero, con ese mismo estándar que quiere aplicar a su prójimo.

En tercer lugar, Jesús añade una imagen muy llamativa en el v. 3 (leer). Con esto, está diciendo que el hipócrita no puede juzgar adecuadamente, es incapaz de tener el criterio correcto y hacerlo de la forma que corresponde, por lo que debe abstenerse de ponerse en el sillón de juez.

Sin duda, el ejemplo que da Jesús es una ironía muy fina y hasta contiene un brillante sentido del humor. Cuando hablamos con alguien, desde el momento de saludarlo, miramos a los ojos. Si alguien tiene algo extraño en su ojo, lo notamos de inmediato. Por nuestra parte, evitamos tener algo en nuestro propio ojo, no sólo por la molestia que significa, sino porque queremos evitar obstáculos en el trato con los demás.

Así, si alguien tiene una paja o una astilla en su ojo podríamos notarlo. Pero además, la operación que significa sacar algo del ojo de otro es muy delicada, porque el ojo es un órgano muy frágil y se daña fácilmente. Por lo mismo, extraer algo del ojo requiere de gran cuidado y sutileza. Así de delicado es también tratar con el alma de tu prójimo. Pero, en este caso, el que se las quiere dar de oculista en primer lugar no está en condiciones de ayudar, pero por otro lado, no quiere realmente ayudar. Es un oculista cegado por su propio pecado, que quiere recriminar a otro por el suyo.

Efectivamente, tu propio pecado te ciega. Esta condición es más compleja que la mentira. Por último, cuando mientes, sabes que lo que dices no es verdad. Pero acá, estás endurecido y cegado por tu propio pecado, y ni siquiera puedes dimensionar la inmensa gravedad de tu propia falta, mientras estás proponiéndote como juez de los pecados ajenos.

Hay una historia en la que se refleja claramente esta imagen dada por Jesús: la del rey David, cuando fue confrontado por el profeta Natán (2 Samuel caps. 11-12). Resulta que el rey David, en lugar de liderar a sus ejércitos a la batalla, se quedó en su palacio. Desde su terrado pudo ver a una mujer bañándose, y la deseó. Resulta que era Betsabé, mujer de Urías, quien era uno de sus soldados más cercanos y leales. Este soldado se encontraba peleando por Israel contra los amonitas. Sabiendo esto, David la mandó a llamar y tuvo intimidad con ella. Betsabé quedó embarazada, así que para encubrir su pecado, David tramó un plan: mandó a llamar a Urías desde el campo de batalla y lo emborrachó, para que él fuera con su mujer y tuvieran relaciones. Así podría encubrirse el pecado de David. Pero Urías fue tan leal que no quiso disfrutar con su esposa mientras sus compañeros estaban en la batalla. Como no resultó su plan, David decidió ir más allá: orquestó la muerte de Urías, ordenando a su general que lo enviara a lo más duro de la batalla y luego lo dejaran solo. Así ocurrió. Urías murió y David tomó a Betsabé como esposa.

Esto desagradó a Dios, quien envió al profeta Natán a confrontar al rey, y lo hizo con una historia (2 S. 12:1-4). Ahora, nota la reacción de David (vv. 5-6). Sin duda, el caso que presentó el profeta refleja una gran injusticia, pero David estaba tan cegado por su propio pecado, que reaccionó con furia contra el hombre de la parábola, demandando una sanción más estricta que la de la Ley de Moisés, sin considerar lo inmenso de su propia falta, y sin darse cuenta que al enjuiciar a otro, se estaba condenando a sí mismo, quien no había tomado la corderita de otro, sino que había caído en ociosidad, codicia, adulterio, mentira y homicidio; y todo esto contra uno de sus hombres más leales.

David creyó que podía señalar indignado la paja en el ojo ajeno, mientras tenía una viga inmensa metida en el suyo.

Esto tiene una explicación. Dios escribió una ley en nuestros corazones, un sentido básico de lo bueno y lo malo. Tenemos conciencia de que somos pecadores, y de que nuestro pecado debe ser castigado. Eso lleva a nuestro corazón engañoso a buscar un chivo expiatorio en el que pueda descargarse esa culpa. En lugar de ir hacia Cristo en arrepentimiento y fe, escogemos a nuestro prójimo para esconder la culpa de nuestra propia falta. Señalamos con fuerza la paja en su ojo, con la esperanza de que eso quite la atención de la viga en el nuestro, pero como queda claro del ejemplo de Jesús, eso es ridículo y es imposible. Nuestra viga seguirá ahí, acusándonos y condenándonos.

Por eso, muchas veces los que son morbosos, obsesivos e implacables con las faltas ajenas, evidencian con eso que hay grandes pecados en sus corazones, inmensas vigas en sus ojos que los ciegan y no les permiten ver su propia miseria. Esto no sólo ocurre con personas que tienes enfrente. Puede ser que los chismes sobre otros, o los programas de farándula, o las “funas” alimenten este pecado, y disfrutes saber de las faltas de otros para contentarte con tu vida y así olvidarte de las tuyas. Cuidado, porque este pecado es muy sutil.

En resumen, no debes juzgar a otros i) porque Dios te juzgará, ii) porque la regla con que mides a otros se te volverá en contra, y iii) porque tu pecado te ciega y te hace incapaz de tratar correctamente los pecados ajenos.

Si todo quedara aquí, simplemente habría que concluir que cada uno se preocupe de sus propios asuntos y ya, pero el Señor tiene un camino más excelente.

III.El remedio para el juicio hipócrita

Es necesario que reconozcas que estás en constante peligro de caer en este pecado, y por lo mismo, necesitas poner toda atención en este remedio del que habla Jesús.

Tristemente, caemos en este pecado comenzando por nuestros más cercanos. Los hijos juzgan a sus padres por distintas razones: porque no les dan lo que quieren, o por sus pecados y defectos de carácter, sólo para darse cuenta luego cuando ya son adultos de que están repitiendo lo mismo que hacían sus padres.

Los padres muchas veces juzgan a sus hijos de forma apresurada, enrostrándoles que siempre hacen lo mismo y que por tanto deben ser culpables de haber caído otra vez en ese patrón. Otras veces, exigen injustamente de sus hijos cosas que ellos no fueron capaces de hacer.

Los cónyuges exageran las faltas el uno del otro, mientras minimizan las propias. Suponen malas intenciones en el otro, o son implacables, sin compasión con las debilidades de carácter y los pecados que el otro exhibe en su vida. Muchas veces culpan al otro de cosas que no ha hecho, con tal de encontrar algún responsable y así satisfacer su deseo de justicia.

En la iglesia, los pastores, dada su experiencia con casos difíciles y por tener que lidiar con tantos pecados de los hermanos, pueden especular y suponer cosas que no son de parte de algún hermano o hermana, y quedarse con una idea que no corresponde.

Los hermanos son rápidos para juzgar a los pastores y sus familias, muchas veces suponiendo cosas que no son reales, y en otras exigiendo que tengan un estándar de santidad que esos mismos hermanos no están dispuestos a tener en sus vidas, pero achacan esta expectativa al pastor “porque es el pastor, él sí debe hacerlo”.

De hermanos a hermanos, suponemos cosas de los demás debido a sus gestos, sus acciones o sus silencios, y a veces podemos quedar con una idea completamente equivocada por mucho tiempo.

En fin, los casos son muchos y muy variados. Por lo mismo, el Señor no está promoviendo la apatía ni el individualismo con su enseñanza. Como señalamos, tampoco está diciendo que no debe haber juicio, ya que por un lado es inevitable, y por otro, es un deber. Lo que hace Jesús es enseñar cómo debemos lidiar con el pecado propio y con el ajeno.

En otras palabras, “... es claro que el propósito de Cristo en los vv. 3–5 no era frenar la disciplina mutua. Por el contrario, en este dicho se fomentan la autodisciplina y la disciplina mutua”.[5]

Esto lo vemos en las palabras de Jesús: “¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la mota del ojo de tu hermano” (v. 5). Es decir, lo que da la claridad de visión para tratar con el pecado de otro, es la humildad que resulta de lidiar con el propio pecado. Esto lleva a una actitud de compasión y mansedumbre, en lugar del orgullo y la hipocresía del juicio hipercrítico.

Pero, ¿Cómo puedes tratar con tu pecado?

En primer lugar, cuando te veas tentado a juzgar de esta manera viciada, recuerda la dura reprensión de Jesús, quien te llama: “Hipócrita”. Jesús está siendo duro, y es justo que así sea. Él nunca endulzó lo que debía ser presentado en su crudeza. Este es un pecado tan común y que se cuela tan sutilmente en nosotros, que debe ser desnudado y expuesto. No hay excusa, simplemente no debes juzgar a otros de la forma que Jesús reprueba aquí.

En segundo lugar, debes considerar primero tu propio pecado. Como exhorta el Apóstol Pablo en Ro. 2:

1Por lo cual no tienes excusa, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas, pues al juzgar a otro, a ti mismo te condenas, porque tú que juzgas practicas las mismas cosas. Sabemos que el juicio de Dios justamente cae sobre los que practican tales cosas. ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que condenas a los que practican tales cosas y haces lo mismo, que escaparás del juicio de Dios?”.

Agrega un poco más adelante:

21tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se debe robar, ¿robas? 22 Tú que dices que no se debe cometer adulterio, ¿adulteras? Tú que abominas a los ídolos, ¿saqueas templos? 23 Tú que te jactas de la ley, ¿violando la ley deshonras a Dios?”.

Por tanto, cuando te enfrentes ante un pecado en otro, el primer reflejo no debe ser enfocarte en la falta ajena, sino en tu propia disposición a pecar. Es la actitud que vemos en Jonathan Edwards, quien adoptó 70 resoluciones espirituales. La nro. 8 dice:

Resuelvo, actuar en todos los aspectos, tanto en lo que hablo o hago, como si nadie hubiera sido tan vil como yo, y como si hubiera cometido los mismos pecados, o hubiera tenido las mismas defectos o fallas que los demás; y permitiré que el conocimiento de sus errores promueva ninguna otra cosa sino vergüenza para mí y mostrara sólo una ocasión para confesar mis propios pecados y miseria a Dios”.

En consecuencia, debes poder confesar de corazón junto con el Apóstol: “Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero” (1 Ti. 1:15). Esta no debe ser solo una declaración poética o de buena crianza. Debes procurar tener tal nivel de conciencia de tu propia maldad delante de Dios, que estés convencido de que eres el primero de los pecadores, pero esto no sólo para mortificarte, sino para recibir la salvación que se encuentra en Cristo.

Y precisamente este punto es esencial para tratar con tu pecado: no sólo debes reconocerlo y confesarlo, sino buscar a Cristo como tu única esperanza, el único que puede salvarte de tus pecados y limpiarte de toda maldad. Y esto es increíble, porque la Escritura dice que el Padre “todo juicio se lo ha confiado al Hijo” (Jn. 5:22). Es decir, el único que podía juzgarte, aquel que es el Juez de toda criatura, vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales estás tú.

Quien realmente haya sido salvo en Cristo y alumbrado por Su Evangelio, ha quedado con su orgullo hecho trizas a los pies de la cruz. No hay autojusticia que sobreviva ante Jesucristo el Justo padeciendo por nuestros pecados en el madero: “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él” (2 Co. 5:21).

Además, dice la Palabra: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:8-9). Si estás recordando diariamente el Evangelio y confesando tus pecados delante de Dios, entonces vivirás en la lógica del Evangelio: tus relaciones no estarán marcadas por la hipocresía de la autojusticia, sino por la sinceridad y compasión de la gracia.

Al hacerlo, demos gracias a Dios por tener un evangelio que nos dice que “siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”, que ninguno de nosotros está firme en su propia justicia, sino en la justicia de Cristo. Sin Él estamos condenados, completamente perdidos. Nos hemos condenado a nosotros mismos al juzgar a los demás. Pero entonces Dios el Señor es nuestro Juez, y Él ha provisto una manera por la cual pasamos “del juicio a la vida”. La exhortación es que debemos vivir nuestras vidas en este mundo como personas que han pasado por el juicio "en Cristo", y que ahora viven para Él y viven como Él, dándose cuenta de que hemos sido salvos por Su maravillosa gracia y misericordia”.[6]

Si lidias cotidianamente con tu pecado de esta forma, entonces reflejarás las bienaventuranzas: serás pobre en espíritu, reconociendo que en ti mismo no tienes ningún mérito y nada que ofrecer, dependiendo sólo de Dios. Serás de los que lloran por su pecado, y que tienen hambre y sed de justicia. Serás humilde, porque sabes que has sido perdonado sólo por gracia en Cristo, y serás misericordioso, porque has recibido misericordia. Además, serás de limpio corazón, no suponiendo lo peor del otro, sino como Pablo describe el amor, que “todo lo espera”, considerarás a tu prójimo de buena fe. En el mismo espíritu, serás pacificador, porque Dios ha hecho la paz contigo por medio de Cristo.

No se trata, entonces, de “cada uno viva su vida y nadie se meta con el resto”, sino de tratar con nuestros pecados para sí poder ayudar a otros con los suyos. Eso es lo que implica sacar primero la viga de tu ojo. Sólo al apreciar tu condición delante de Dios, allí recién tendrás la claridad para realmente ayudar a tu prójimo con su pecado, no para destruirlo, sino para que sea restaurado. Esa es la forma correcta de tratar con tu propio pecado y con el de tu prójimo: la lógica del Evangelio de la gracia de Dios en Cristo.

Hermanos , aun si alguien es sorprendido en alguna falta, ustedes que son espirituales, restáurenlo en un espíritu de mansedumbre, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Lleven los unos las cargas de los otros, y cumplan así la ley de Cristo” (Gá. 6:1-2).

  1. Ryle, Meditaciones sobre Mateo, 82.

  2. Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, 482–483.

  3. Hendriksen, Comentario a Mateo, 374–375.

  4. Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, 485.

  5. Hendriksen, Comentario a Mateo, 375.

  6. Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, 485–486.