Iglesia de Laodicea: Estoy a la puerta y llamo

Por Álex Figueroa

Domingo 29 de agosto de 2021

Texto base: Apocalipsis 3:14-22.

Imagina que eres un viajero del siglo I, y has pasado días caminando bajo el sol, recorriendo caminos pedregosos y de tierra para llegar a la ciudad de Laodicea. Cuando llegas a la fuente de agua, acalorado y sediento, tomas un gran sorbo para saciar tu sed, pero el agua está tibia y turbia, llena de sarro. Es tan desagradable, que te da náuseas y debes escupirla.

El Señor ocupa esta imagen tomada de la realidad, para describir la situación de la iglesia en esa ciudad. ¿Qué problema tan grave podría encontrarse en esta iglesia, como para que el Señor diga que le resulta repulsiva y que le da asco?

Tal como seguimos con atención a Filadelfia para notar lo que la hacía agradable a los ojos del Señor, debemos considerar con cuidado a Laodicea, para notar aquello que Dios aborrece en una congregación.

En este mensaje, veremos el contexto de los creyentes en Laodicea y el saludo que les extiende Jesucristo. Analizaremos el diagnóstico espiritual que el Señor hace de esta iglesia, así como la exhortación y la promesa que ellos deben atender.

 

I. Contexto de la ciudad y saludo de Jesucristo

A. Contexto de la ciudad

La ciudad de Laodicea estaba ubicada a 69 km al sureste de Filadelfia. Hasta mediados del s. III a.C. se le conocía como Dióspolis (la ciudad de Zeus). Alrededor del año 250 a.C. el gobernante sirio Antíoco II conquistó la ciudad y la llamó Laodicea, en honor a su esposa del mismo nombre.

Los romanos convirtieron la ciudad en un centro judicial y administrativo. Se encontraba en una encrucijada de carreteras, por lo que era un centro comercial importante, rico e influyente. Dentro de sus productos principales estaba el préstamo de dinero, la lana con la cual se fabricaban ropas costosas y la invención de un colirio eficaz para los ojos.

Fue una ciudad destruida más de una vez por terremotos, pero sus recursos le permitían volver a levantarse. De hecho, en una oportunidad rechazaron la ayuda económica romana, argumentando que tenían suficientes recursos, e incluso ayudaron a levantar las ciudades vecinas.

El suministro de agua de Laodicea llegaba desde Hierápolis, en un acueducto subterráneo. La fuente de agua era termal, así que luego de 10 km de trayecto, llegaba a Laodicea tibia y turbia, cargada de carbonato de calcio. Estas aguas tenían valor medicinal, pero provocaban náuseas al viajero sediento que buscaba refrescarse.

La iglesia en la ciudad al parecer fue fundada por Epafras, colaborador del Apóstol Pablo. En Col. 4:13 vemos que el Apóstol escribió una carta a esta iglesia, que debía compartirse con la escrita a la iglesia en Colosas.

Laodicea fue el destino de centenares de familias judías trasladadas a la región por Antíoco III. Se calcula que la población de judíos libertos era de 7.500. Sin embargo, es extraño que Cristo no menciona el acoso de los judíos, que habían sido tan hostiles a las iglesias de Esmirna y Filadelfia. Parece que la predicación de los laodicenses resultaba inofensiva para los numerosos judíos de la ciudad.

Tampoco se menciona persecución por parte de los paganos, como en Pérgamo y Tiatira, ni falsos profetas destacados como los nicolaítas, Balaam o Jezabel.

La iglesia de Laodicea estaba libre de problemas y persecuciones, tenían una vida regular, sin los peligros derivados del evangelismo, ni los estragos provocados por los falsos maestros. Era una iglesia acomodada en lo material, que disfrutaba de la riqueza de la ciudad.

B. Saludo de Jesucristo

El Señor Jesucristo se presenta a esta iglesia con tres títulos: El Amén, el Testigo Fiel y Verdadero; y el Principio de la Creación de Dios.

i. El Amén: es una palabra hebrea. Significa “ciertamente”, “así sea”, “verdaderamente”. Proviene de raíz de tres letras, que significa “firme”, “confiable”, “confirmado”, “fiel”.

Se trata de una palabra muy familiar para quienes adoran al Dios de las Escrituras, desde antiguo. Está presente en varios idiomas de la región del medio oriente, con palabras muy similares entre sí, incluyendo el árabe.

En la Biblia, los 4 Evangelios terminan con “amén”, y lo mismo ocurre con el Apocalipsis. Es muy utilizado también para finalizar los salmos. Jesús usó esta palabra como nunca se había usado: para introducir una frase (“De cierto, de cierto os digo”). Este pasaje es el único en que ‘amén’ se usa como un título para describir a Jesús.

Se aplica el título a Dios, en Is. 65:16: “Cualquiera que en el país invoque una bendición, lo hará por el Dios de la verdad [lit. ‘amén’]; y cualquiera que jure en esta tierra, lo hará por el Dios de la verdad…”. Se trata de un Dios absolutamente veraz y confiable, en cuyo nombre los juramentos y las bendiciones se cumplen sin sombra de duda.

ii. El Testigo Fiel y Verdadero: se atribuye a Cristo en 1:5. Se puede considerar una ampliación de su título “el Amén”, porque las palabras “fiel” y “verdadero” son ambas traducciones de ese término hebreo.

Estos términos “fiel y verdadero” se utilizan de nuevo en Ap. 19:11 para referirse al jinete que monta un caballo blanco, y que viene a consumar su victoria final sobre sus enemigos. Casi al terminar el libro, en Ap. 22:6, dice “Estas palabras son fieles y verdaderas”.

Este saludo comunica que todo lo que Jesús dice es indudablemente verdadero. Él no dice nada que tenga siquiera un viso de falsedad o de error. Es completamente confiable y veraz.

Nos dice que, para Cristo, las palabras tienen importancia. Si Él promete algo, lo cumple, si anuncia que hará algo, lo lleva a cabo. Esto es parte del carácter de Dios. Por ello, Jesucristo nos exhorta: “Cuando ustedes digan “sí”, que sea realmente sí; y cuando digan “no”, que sea no. Cualquier cosa de más, proviene del mal” (Mt. 5:37).

iii. El principio de la creación de Dios: esta frase no significa que Cristo fue el primer ser creado. Junto con los verdaderos cristianos de todas las edades, confesamos que Cristo no es creado, sino que es eterno al igual que el Padre. En este contexto, la palabra “principio” (gr. ἀρχή) significa que Cristo es el autor de la creación. Otro sentido claro del término griego se relaciona con autoridad y posición de privilegio. De hecho, la palabra “principado” en la Biblia, es la misma que la usada en este pasaje[1], usándose también para magistrados y gobernantes. Este texto también puede traducirse “el soberano de la creación de Dios” (NVI).

Ambos significados, es decir, el de originador y el de autoridad, están unidos en Cristo, ya que al ser el Creador de todas las cosas, es también la autoridad suprema de ellas (Jn. 1:3; Col. 1:15-17).

Incluso con mayor fuerza, considerando los pasajes relacionados, se refiere a “Jesús como el que inaugura la nueva creación[2], con su poderosa resurrección.

Jesucristo, entonces, no sólo es plenamente confiable, veraz e infalible, sino que además es antes de todas las cosas, es el Creador de todo y tiene autoridad absoluta. Esto lo hace supremo e incomparable.

En Él todo se origina, y en Él todo se cumple. En Él todo se inicia, y en Él todo se consuma, es el alfa y la omega. El que nunca falla, el que permanece, el que habla y es hecho, el que dice y no echa pie atrás.

 

II. El diagnóstico infalible de Jesucristo

Como declaró respecto de cada iglesia anterior, el Señor aseguró conocer las obras de los laodicenses. Para ellos como para los de Sardis, sólo tuvo palabras de reproche y ningún elogio. Pero incluso en el caso de Sardis, había unos pocos que no habían manchado sus vestidos. Sobre Laodicea, ni eso se dice. Sobre ellos, Jesús diagnostica:

i. Tibieza espiritual (vv. 16-17): La presentación de Jesucristo contrasta con la ambigüedad y la indefinición de la congregación de los laodicenses. El Señor es firme, ellos indeterminados. El Señor es confiable, ellos no eran de fiar. El Señor es el Testigo Fiel y Verdadero, pero los laodicenses estaban avergonzándose del Evangelio y mezclándose con su cultura pagana.

Para que no fueran perseguidos en una ciudad como Laodicea, debían participar de banquetes a los ídolos, del culto al emperador, de la veneración a los dioses patronos de los gremios, y mantener silencio ante los judíos. Habían renunciado a ser iglesia, perdieron de vista su misión y su razón de existir.

Eran creyentes insípidos, sin compromiso ni determinación; no por cansancio, sino por desinterés y apatía. Para ellos daba igual ser frío o caliente, daba lo mismo consagrarse a Cristo o no, servir a los hermanos o no. Ni siquiera había falsos maestros connotados entre ellos como en Pérgamo y Tiatira, ¡Ni siquiera para eso daban! No eran ni decididamente falsos ni decididamente celosos de la verdad, no eran consagrados ni entregados completamente al mundo, como se dice popularmente, no quedaban mal con nadie.

Los creyentes de Laodicea eran como el agua de su ciudad: tibia y repulsiva. Pero “Cristo no tiene ni un interés en un cristianismo tibio, porque no vale nada”.[3]

Una iglesia tibia e indefinida es una que el Señor vomita de su boca, no la puede tragar ya que sólo sirve para ser escupida. Los tibios son quienes quieren tener un pie en el camino angosto y otro en el ancho. Quieren lo mejor de Dios y lo mejor del mundo. Dicen seguir a Cristo, pero quieren mantener los altares a sus ídolos, afirman vivir por Cristo, pero no están dispuestos a pagar el costo.

Lamentablemente, en nuestros días abundan los laodicenses. Dicen creer en Jesús, pero que no quieren perder su reputación ante los hombres. No están dispuestos a ser mal mirados, ni perseguidos como Jesús lo fue. Se identifican con la fe cristiana, pero no quieren consagrarse ni crecer en el conocimiento de Cristo y de su Palabra, por miedo a perder lo que aman en el mundo. Se disgustan con quienes se santifican para el Señor, o con quienes los exhortan a la fidelidad y la obediencia, acusándolos de graves y de fanáticos. Puede gustarles escuchar la Palabra del Señor, pero a la hora de aplicarla a sus vidas oponen toda clase de excusas y justificaciones.

El sabor de los tibios es vomitivo, porque es el de la hipocresía y la cobardía. Es esa obediencia a medias, que no es sino rebelión; que dice “sí” con la boca, pero con los hechos dice “no”; que dice “te sigo, maestro”, pero que a la primera oportunidad huye a escondidas; que se presenta como fe, pero es incredulidad. Es la cobardía imitando a la valentía, la hipocresía imitando a la devoción, la mundanalidad imitando a la consagración, el “no quiero” que quiere sonar como “amén”.

La tibieza pretende mezclar los manjares del banquete del Señor con los desperdicios del basural, el agua del manantial con los desechos de la alcantarilla. Quiere tomar con una mano a Cristo y en la otra sostener lo que ama del mundo, pensando que podrá tener ambas cosas a la vez.

La tibieza espiritual evidencia un corazón que no ha sido impactado por el Evangelio. El Hijo de Dios se humilló y murió por nosotros, ¿y permaneceremos como si nada? ¿No es ese un terrible y despreciable pecado?

ii. Autoengaño y complacencia (v. 17): explica el porqué de esta tibieza: Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…”. Hay un engaño que los laodicenses habían creído: pensaban que eran ricos y que no tenían necesidad de nada. Era una iglesia que estaba satisfecha de sí misma, que se sentía rica y saciada, pero había sacado del mapa a Cristo.

Al parecer, los hermanos de Laodicea eran prósperos y ricos como su ciudad, y eso los había engañado, pensando que su vida consiste en tener un buen pasar. Se habían convencido de que lo importante era satisfacer sus necesidades económicas, y que con eso ya estaban saciados. Estaban viviendo para este mundo y para ellos mismos.

La actitud de esta congregación se parecía a la del joven rico, quien estaba lleno de amor a sí mismo y a este mundo, y se encontraba muy confiado en su propia condición espiritual. Esta fue también la disposición del Israel rebelde, que fue exhortado por el Señor a través del profeta Oseas: “Efraín dijo: Ciertamente he enriquecido, he hallado riquezas para mí; nadie hallará iniquidad en mí, ni pecado en todos mis trabajos” (Os. 12:8).

Habían olvidado las palabras de Cristo, quien afirmó: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12:15). Por el contrario, el Señor dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti [el Padre], el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3).

Los laodicenses habían olvidado el objetivo de la vida, habían escogido sus prioridades pésimamente, estaban poniendo sus esperanzas en aquello que no puede saciar ni salvar. ¿Puede haber una situación más miserable?

Inexplicablemente, los laodicenses, siendo iglesia, habían sacado a Cristo de mapa. ¡Qué insulto más terrible! Ellos decían a Dios “no te necesitamos, con lo que tenemos estamos bien”.

iii. Miseria, vergüenza y ceguera: el Señor no deja a esta iglesia en su engaño, sino que le enrostra su realidad: “y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”.

Así, eran el extremo opuesto de los fieles de Esmirna, a quienes el Señor dijo que parecían pobres pero realmente eran ricos (2:9), mientras que los laodicenses pensaban que eran ricos, pero en realidad eran miserables.

Estaban viviendo para el dios falso de las riquezas. Sus lujos encubrían una espiritualidad muerta, la inmundicia de su corazón. Las palabras que ocupa el Señor son muy fuertes. La palabra griega para “desventurado” (ταλαίπωρος), la encontramos en Ro. 7:24, cuando el Apóstol exclama: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”. El griego para ‘miserable (ἐλεεινὸς) la vemos en:Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos, de todos los hombres, los más dignos de lástima” (1 Co. 15:19). Añade que son pobres, ciegos y desnudos. Estas tres condiciones los habrían colocado en lo más bajo de la escala social, en lo más vil y despreciado por los hombres.

La desnudez se relaciona con la vergüenza de la miseria, la pérdida de la dignidad y el honor. Para la cultura hebrea, la desnudez es sinónimo de vergüenza pública, muy distinto a lo que ocurre en nuestros días.

No pienses que este pecado se comete sólo con el dinero. Si pones cualquier cosa en tu vida en el lugar que sólo corresponde al Señor, y piensas que con eso estás pleno y no te falta nada, al igual que los laodicenses eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

 

III. Exhortación y promesa

A. Exhortación

Ante esta realidad, el Señor los exhorta a venir a Él (v. 18). Pone a los laodicenses en su lugar. Es Él quien provee de todos los bienes. No hay bien fuera de Dios, toda cosa aparentemente buena que encontremos fuera de Dios es en realidad un ídolo que nos llevará a la perdición.

La disposición de nuestro corazón debe ser la que encontramos en estos salmos:

Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti” Sal. 16:2

“¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Sal. 73:25.

La esencia de la exhortación en el v. 18, en conjunto con el siguiente v. 19, es que la iglesia debe renovar su compromiso con Cristo y transformarse en un testigo efectivo”.[4]

Los productos principales de la ciudad de Laodicea eran el préstamo de dinero (oro), el comercio de lana de excelente calidad y el colirio para los ojos, conocido como “polvo frigio”. Justamente el Señor usa estas tres áreas para exhortar a la iglesia al arrepentimiento.

a) Oro: en las Escrituras repetidamente se compara la fe genuina y los frutos de obediencia con el oro (p. ej., 1 P. 1:7). Esto no lo podemos lograr por nosotros mismos, sólo el poder de Cristo obrando en nosotros puede hacer que creamos en Él de corazón y podamos obedecerlo con gratitud y amor.

b) Vestimentas: Sólo de Jesucristo podemos obtener la justicia que la nuestra desnudez de nuestro pecado, como un manto blanco y sin mancha. Jesucristo obedeció perfectamente a Dios, cosa que nosotros nunca podríamos hacer, y si vamos a Él por fe, Él nos regala su justicia y nos arropa con ella.

c) Colirio: sólo Él puede hacernos ver nuestra real condición. Como hizo con los caminantes de Emaús al abrirles los ojos del entendimiento para que comprendieran las Escrituras (Lc. 24:31), Él es ese colirio milagroso que cura nuestra ceguera y nos permite ver la verdad que nos hace libres.

Toda congregación que, como los laodicenses, saque a Cristo Su lugar, está destinada a la destrucción y de persistir en esa condición, ya no puede ser llamada iglesia. Pero el Señor, lleno de misericordia, llama al arrepentimiento a los laodicenses y les ofrece la redención de su miseria.

La única forma de tener ese oro refinado, esas vestimentas finas y ese colirio sobrenatural, es ir a Jesús, reconociendo nuestra absoluta necesidad, admitiendo que fuera de Él somos eso: desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos, que separados de Él nada podemos hacer.

Esto nos recuerda la conmovedora invitación del Señor: “Todos los sedientos, venid a las aguas; y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad vino y leche sin dinero y sin costo alguno” (Is. 55:1).

Junto con esta invitación, el Señor aclara que ellos necesitan la reprensión (v. 19). Hoy se malentiende el amor, pensando que se trata de consentir al otro en todo lo que esa persona quiere hacer. Pero el Señor no es como nosotros, Su amor es puro, santo y conforme a la verdad. Busca nuestra santidad. El amor de Dios lo lleva a reprender y castigar a los que ama. Así, el amor al pecador no consiste en tranquilizar su conciencia, ni en respaldarlo en su pecado. Quien ama, no evita confrontar el pecado para no hacer sentir incómodo al otro.

El Señor dice: “Yo reprendo y castigo. El griego para “reprendo” (ἐλέγχω), significa censurar, inculpar, acusar, convencer de un error o falta, con una connotación de vergüenza en el que es reprendido (ver Mt. 18:15; 1 Ti. 5:20).

La palabra para “castigo” (gr. παιδεύω) significa entrenar a un niño, enseñar, instruir, y también disciplinar (ver Lc. 23:16; Hch. 7:22). La doble connotación de enseñar y castigar; se ve muy bien resumida en la disciplina bíblica, que busca corregirnos, pero también instruirnos en Su voluntad.

Con su castigo, el Señor nos está diciendo algo hermoso: nos ha adoptado como sus verdaderos hijos (He. 12:5-6), y Él forjará su carácter en nosotros, quitando de nuestro ser aquello que nos impide servirle.

Por lo mismo, se nos llama a recibir la disciplina con alegría, asumiendo que es algo desagradable en el momento, pero que es para nuestro bien (He. 12:10), y que resultará en una vida recta para los que han sido ejercitados en ella.

El Señor reprendería y castigaría a los laodicenses porque los ama. Es una declaración muy conmovedora, considerando que los laodicenses habían insultado al Señor con su tibieza repulsiva y su conformismo. Estaban viviendo como paganos, siendo cristianos. Incluso a una iglesia como la de Laodicea, el Señor no la desecha sin más, sino que los invita a venir a sus pies en arrepentimiento para ser perdonados y restaurados.

Afirmando que los ama, los exhorta a que respondan en consecuencia, diciendo: “sé, pues, celoso, y arrepiéntete”. Aquí el Señor hace un juego de palabras, ya que la palabra que ocupó para “caliente” más arriba (gr. ζεστός) tiene la misma raíz que la palabra para “celoso” (gr. ζήλευε). Está exhortándolos a que procuren con fervor hacer su voluntad y enmendar sus malos caminos.

El Señor les extendía Su misericordia, pero ellos no podían permanecer en su camino de destrucción, sino que debían reaccionar en arrepentimiento. No confundamos la gracia de Dios con indulgencia. Sin santidad, nadie verá al Señor (He. 12:14).

B. Promesa

i. Restauración de la comunión personal (v. 20): Vemos que este pasaje se ha sacado mucho de contexto, y se ocupa frecuentemente para evangelizar a los incrédulos, pero su contexto y su significado es otro: el Señor está hablando a una iglesia rebelde para que volviera a una comunión que habían abandonado. Claro que debieron existir incrédulos en medio de los laodicenses, pero el énfasis es un llamado a creyentes en profunda decadencia espiritual.

El hecho de que el Señor Jesús esté a la puerta llamando, significa que había sido dejado fuera. ¿Podría haber un insulto mayor, una osadía más inaceptable que dejar al Señor Jesucristo fuera de una iglesia? Eso habían hecho los laodicenses.

Sin embargo, no nos confundamos: no es un mendigo rogando por amor, sino que es el Señor que viene a pedir cuentas a sus siervos, y que los echará fuera si no se arrepienten.

Pero en este punto, el Señor nos conmueve aún más con su misericordia: El Dios Santo, el Alto y Sublime, a quien esta iglesia había ofendido y dejado fuera, ¡Es Él quien está a la puerta de la iglesia ofensora y llama!

Esto es una constante en la Biblia. Los profetas enviados a predicar al pueblo rebelde son un testimonio claro de un Dios que va en busca de sus hijos, exhortándolos a volver a Él y a serle fieles. En la parábola de la oveja perdida (Mt. 18:12-14), vemos al Pastor yendo en busca de la oveja que se ha descarriado, encontrando gran gozo cuando da con ella y la trae de vuelta. También vemos al Señor yendo a buscar a Pedro luego de que éste lo había negado tres veces, para restaurarlo en el ministerio.

Ejemplos encontraremos muchos, pero el más excelso de ellos y que da sentido a todos los demás, es justamente la venida de Cristo, que el Verbo que era con Dios y era Dios, se haya hecho hombre y haya habitado entre nosotros (Jn. cap. 1), viniendo a lo suyo pero sin ser recibido por su pueblo. El Señor, siendo el ofendido, se despojó a sí mismo y tomó forma de siervo, haciéndose obediente hasta el punto de morir en la cruz (Fil. cap. 2), el Pastor dando su vida por las ovejas (Jn. cap. 10), el justo por los injustos (1 P. 3:18), el que nunca cometió pecado viniendo a morir por los pecadores:

Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8).

El Señor invita a esta iglesia decadente a cenar con Él. La imagen evoca intimidad y familiaridad: “Esta comida se tomaba hacia el final del día, después de haber concluido el trabajo cotidiano, en un ambiente de ocio y estrecha comunión. Era el tiempo para conversar, durante el cual se hablaba de temas buenos, se oían risas, y se daban consejos para resolver problemas[5].

Quienes oyeran su voz, tendrían comunión personal con Cristo, lo que implicaba ser restaurados en el compañerismo espiritual que es vital para nuestra alma, “una fraternidad bendita con su salvador y Señor”.[6]

Si te has alejado del Señor, no permanezcas en tu rebelión. ¿A quién podrías ir? ¿Dónde podrías estar mejor que a los pies de Cristo? Él mismo te invita a abrirle la puerta. Aunque no te debe nada, es el Señor quien promete que restaurará su comunión contigo si reconoces tu pecado y quieres reestablecer tu relación personal con Él.

ii. Ser exaltados con Él (v. 21): Cristo promete a los vencedores que, si oyen su voz, Él los sentará con Él en su Trono, ¡Tal como Él se ha sentado con su Padre en su Trono! ¡Está compartiendo con ellos su posición, está regalándoles la victoria que Él conquistó!

Aquél que reconoce su miseria sin Cristo, que oye Su voz y le abre la puerta, recibirá como regalo el sentarse en el Trono con el Hijo de Dios, el Cordero que fue inmolado y que venció a la muerte resucitando de entre los muertos, ante quien se doblará toda rodilla.

¿Quién puede entender el significado de este privilegio? ¿Quién puede dimensionar algo tan magnífico? El Señor está diciendo que los creyentes reinaremos con Él. Casi al terminar el libro, dice: “Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios los alumbrará. Y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap. 22:5).

Esto había sido anunciado antes, en el libro de Daniel: “Entonces se dará a los santos, que son el pueblo del Altísimo, la majestad y el poder y la grandeza de los reinos. Su reino será un reino eterno, y lo adorarán y obedecerán todos los gobernantes de la tierra” (7:27). Esta es nuestra bendita esperanza.

Para ti, que dudas de la misericordia de Dios, que piensas que quizá Dios no puede perdonarte, que ves tu vida y tu pecado y crees que sólo puede haber condenación para ti; ¿Qué más pruebas necesitas de la misericordia de Dios? ¿Cómo podrías dudar de la infinita gracia de este Salvador tan grande? Tu pecado es grande, pero ¿Será más grande que la gracia de Dios? ¿Será tu maldad tan poderosa que te ponga fuera del alcance del Dios que va en busca del pecador? ¿Te llevará a una cumbre donde Él no pueda subir, a un abismo donde Él no pueda descender, o a una cueva tan profunda que Él no te pueda encontrar?

El grave pecado de esta iglesia, su atrevimiento, su osadía insultante, su tibieza repulsiva; son el telón negro sobre el cual brilló el hermoso diamante de la gracia de Dios.

Si estás viviendo en tibieza, o si tu corazón está frío hacia el Señor, si has puesto otra cosa en el lugar del Señor, el camino es uno solo: sé celoso, arrepiéntete, abre la puerta a este Señor que llama, a este Salvador que ha venido a tocar tu puerta, ¿Cómo habrías de dejarlo fuera? ¡Él cenará contigo, te permitirá sentarte junto a Él en su Trono!

Él se despojó de Su gloria celestial para vestirse de siervo y tomar tu lugar, sufriendo la muerte por tus crímenes, y hoy vive y te llama a reinar junto a Él. Sé, pues, celoso y arrepiéntete.

IBGS, escucha lo que el Espíritu dice a las iglesias. Amén.

  1. Pasajes de ejemplo: Ro. 8:38; 1 Co. 15:24; Ef. 1:21, 3:10, 6:12; Col. 1:16, 2:10,15; Tit. 3:1.

  2. G. K. Beale, Revelation, 301.

  3. Kistemaker, Apocalipsis, 194.

  4. Beale, Revelation, 306.

  5. Kistemaker, Apocalipsis, 200.

  6. Hendriksen, Más que vencedores, 80.