Jesús confirma a sus discípulos

Domingo 1 de septiembre de 2019 

Texto base: Juan 20:19-23.

Nos encontramos en el glorioso primer día de la semana luego del Calvario y sepultura de nuestro Señor Jesús. Es el día en que nuestro Salvador resucitó con poder y gran gloria, con lo que venció sobre el sepulcro y consumó su obra de redención, además de darnos una esperanza indestructible y segura, que no se marchita ni se puede contaminar.

A estas alturas, Jesús ya se ha aparecido personalmente a María Magdalena, a las mujeres que le siguieron desde Galilea, a Cleofás y su compañero, quienes iban camino a Emaús, y también a Pedro, y todo esto había ocurrido en la misma jornada. Aunque Jesús había aparecido a algunos por separado, aquellos a los que llamó “apóstoles”, de los que sólo quedaban 11, no habían vuelto a ver a Jesús como un grupo.

Los hechos estaban bastante frescos. La predicación de Jesús en el aposento alto la noche previa a su crucifixión, diciendo una gran cantidad de verdades muy profundas y difíciles de entender, el vergonzoso arresto de Jesús en el huerto, donde todos sus discípulos le dejaron y huyeron; luego el indignante juicio en casa del sumo sacerdote, donde Pedro le negó cobardemente, el terrible proceso ante Pilato donde Jesús fue desfigurado por los azotes, y luego la traumática agonía en el Calvario, donde vieron a su maestro padeciendo los más terribles dolores en su cuerpo y en su alma; todo eso estaba aún vivo y consumía sus corazones.

Todo esto resultaba en una mezcla de vergüenza, angustia, tristeza, cobardía, a lo que se sumaba el temor a los judíos, lo que los mantenía encerrados en el lugar donde se encontraban. A todo ese contexto se sumaban los confusos rumores que se habían difundido durante el día, sobre la tumba vacía, los ángeles y las apariciones de Jesús, lo que el grupo en general consideró una locura.

Lo que ignoraban es que estaban por presenciar algo realmente glorioso, y que demostraría la gran misericordia y bondad de Cristo. Él mismo aparecería frente a sus ojos para confirmar su fe, capacitarlos para su misión y ordenarlos ya oficialmente en su ministerio. Ese grandioso primer día de la semana cambió la historia de la humanidad e impactó de manera definitiva la eternidad.

     I.        Restaurados en su relación

Los discípulos, entonces, se encontraban reunidos a puerta cerrada. Allí estaban 10 de los apóstoles (pues faltaba Tomás), Cleofás y su compañero con quien iba camino a Emaús, y un número indeterminado de otros creyentes (Lc. 24:33, 35-36). Todavía estaban procesando en sus corazones los testimonios recientes de algunos que habían visto a Cristo resucitado, además de que la tumba estaba vacía. Estaban siendo torpes y tardos para creer, y aún no recordaban lo que Cristo claramente les habían enseñado y anunciado.

Aun así, debemos destacar que estaban congregados. Aunque su fe era débil y torpe, era también verdadera, y estaban perseverando en ella como un náufrago que se aferra con lo último de sus fuerzas a una roca resbalosa. Aunque tenían miedo, no se entregaron por completo a ese temor, ya que de ser así se habrían dispersado en pánico de manera definitiva, y nadie se habría preocupado por su compañero. Pocas veces demostramos un egoísmo más crudo que cuando nos posee el pánico. “… así debemos luchar contra la debilidad de nuestra carne y no ceder al temor, que nos tienta a la apostasía” (Juan Calvino).

Lamentablemente, Tomás perdió esta bendición por estar disperso, separado del resto de los discípulos. Aunque podemos ser restaurados, cuando abandonamos nuestro puesto y dejamos la comunión del Espíritu en medio de nuestros hermanos, perderemos preciosas bendiciones.

Es así como Jesús vino y se puso de pie en medio de ellos. La forma precisa en que pudo entrar a ese cuarto cerrado ha dado lugar a mucha discusión, pero lo cierto y lo relevante es que vino a ellos, y lo hizo de forma sobrenatural, demostrando su poder y su gloria.

Pero no sólo eso: su sola presencia allí es una inmensa demostración de misericordia. Aunque Pedro fue quien le negó explícitamente, lo cierto es que todos ellos lo dejaron y huyeron, lo abandonaron en la hora más oscura, y su fe se pareció a la débil flama de una vela expuesta a fuertes vientos, a punto de apagarse. Por tanto, ninguno de ellos merecía que Jesús viniera a ellos.

Y consideremos esto. Jesús no los llamó a que ellos se acercaran a un lugar determinado. No se limitó a que las mujeres les entregaran la noticia de la resurrección, aunque con eso habría sido más que suficiente. Fue Él quien, habiendo sido abandonado, vino y se acercó a ellos. No hay orgullo en nosotros que pueda sostenerse en pie ante la gran humildad y misericordia de nuestro Señor.

Él aparece allí para animarlos, para consolarlos, para alegrarse con ellos, para confirmar su fe y también su misión. Viene a ellos para levantar su cabeza, para darles una esperanza firme, para restaurar su relación con ellos, y así vean que todavía Él es su Señor y ellos sus discípulos. ¿No es eso lo que más necesitamos cuando caemos? Cuando nuestra mirada apunta al suelo, cuando nuestro corazón está en el pantano de la angustia, la vergüenza y el temor, lo que más ansiamos es que el Señor haga resplandecer su rostro sobre nosotros, que nos restaure y conforte nuestra alma.

Las palabras del salmista parecen describir la situación de los discípulos: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? [...]  ¿Por qué te abates, oh alma mía, Y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, Salvación mía y Dios mío” (Sal. 42:1-2,5). ¡Y aquí estaba el mismo Señor, viniendo a ellos para calmar esa hambre y esa sed, para vivificar esos corazones quebrantados y abatidos! Ese es nuestro precioso Salvador.

Y las primeras palabras que les dirige luego del arresto en Getsemaní y todo lo que ocurrió después, no son reproches, ni recriminaciones, ni acusaciones: lo primero que les dice es “Paz a vosotros (v. 19). Se trata de una forma tradicional de saludar entre los judíos, el “Shalom Aleijem”, que todavía se usa hoy. Pero ahora cobraba un nuevo sentido, ya que esa paz es la que Él les había prometido en su enseñanza la noche previa a su crucifixión, y es la paz que Él había comprado para ellos a través de su sacrificio, y que ahora podía derramar sobre ellos como un regalo.

Esta paz que estuvo en la enseñanza y obra de Cristo, se transformaría también en un tema central en la predicación de sus discípulos, de tal manera que el Apóstol Pablo afirmó “Cristo es nuestra paz” (Ef. 2:14), y explica que es algo que define la esencia de nuestra función como predicadores del Evangelio: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; 19 que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Co. 5:18-19).

    II.        Tratados con paciencia y bendecidos con gozo

Otra gran muestra de misericordia de Cristo fue su disposición a confirmar la fe de sus discípulos mostrándoles las evidencias de su crucifixión, que eran las cicatrices en sus manos y su costado. Al mismo tiempo, eran evidencias irrefutables de su resurrección, ya que la herida del costado era necesariamente mortal, y no había dudas de que había estado muerto y sepultado; pero tampoco había dudas ahora de que estaba vivo ante los ojos de ellos.

Esto también nos habla de que Cristo había resucitado con un cuerpo real, como había sido también durante su ministerio terrenal, pero ahora ese cuerpo se encontraba transformado, para nunca más morir. El relato de Lucas nos dice que los discípulos en un comienzo se espantaron y atemorizaron ante la aparición de Jesús, pensando que era un fantasma (24:37). Por lo mismo, nuestro Señor quiere explícitamente distinguirse de un simple espíritu, y hacerles ver que tiene un cuerpo real y concreto: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (v. 39); tanto así que incluso comió delante de ellos en ese momento para comprobar que era así (vv. 41-42).

Esto también era importante, porque el Evangelio de Juan fue el último en ser escrito, para fines del s. I; y en ese entonces ya había surgido la herejía docetista, que negaba que Jesús tuvo un cuerpo material, y sostenían que fue algo parecido a un holograma. Al Ap. Juan le interesaba dejar muy claro que no fue así, sino que Jesús fue plenamente humano, con un cuerpo concreto, además de ser también completamente divino.

Con esto también nos enseña una importante lección: “El Señor no nos pide creer nada en contra de nuestros sentidos. En una religión que viene de Dios, podemos esperar cosas ‘por sobre’ la razón, pero no cosas ‘contrarias’ a la razón” (J.C. Ryle).

Lo anterior nos muestra una vez más cuánta paciencia y compasión tuvo nuestro Señor. Todo esto estaba anunciado en la ley y los profetas, y además Cristo lo había recalcado una y otra vez durante su enseñanza. Además, Él mismo les estaba diciendo esto en ese momento, y era suficiente su sola Palabra, ellos debían creer y tenerla por fiel. Pero tiene compasión de la debilidad de ellos, es paciente con su torpeza, como un padre con sus hijos pequeños.

Además, era importante que ellos pudieran palpar y dimensionar el costo que había tenido la paz que Él les da. Por eso, luego de mostrarles sus heridas, nuevamente los saluda diciendo “Paz a vosotros”, recalcando que no es un simple saludo de costumbre, sino que quiere que atiendan bien a sus Palabras, y vean que ahora la paz de ellos está asegurada en Él.

Por otra parte, esto debía darles una fuertísima esperanza: Cristo había vencido a la muerte, y había resucitado no sólo su alma, sino también su cuerpo. Entonces, la victoria que Él había prometido salva al hombre por completo, en su alma y su cuerpo. Podían enfrentar ahora la persecución, el hambre, la escasez, la desnudez y la muerte, sabiendo que aunque sus cuerpos mortales se fueran desgastando, su hombre interior se renovaría por el poder de Dios, y en el día final su cuerpo mismo sería transformado conforme al de Cristo. Aunque todavía no comprendieran esto del todo, el fundamento de su esperanza estaba frente a sus ojos: Cristo resucitado en un cuerpo transformado.

Y más allá de todas estas hermosas verdades, ¡su gran alegría en ese momento es que Jesús vive! Su amado Maestro no fue vencido por el sepulcro, sino que estaba lleno de vida frente a sus ojos. Podían abrazarlo, tocar su rostro, estrechar su mano, y todo esto era una alegría infinita que desbordaba sus corazones. Así se cumplió lo que Cristo les había prometido la noche anterior al Calvario:

De cierto, de cierto os digo, que vosotros lloraréis y lamentaréis, y el mundo se alegrará; pero aunque vosotros estéis tristes, vuestra tristeza se convertirá en gozo. 21 La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo. 22 También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn. 16:20-22).

Esto es lo que produce contemplar a Cristo resucitado, que nuestro lamento se transforme en una alegría indestructible, que está fundamentada en la roca firme de la Persona y la obra de Cristo.

   III.        Capacitados para su misión

Sabiendo que hasta aquí hemos visto ya mucha misericordia, aún queda más (v. 22). Aunque este versículo ha dado lugar a mucha discusión, nos centraremos en lo relevante: los Apóstoles habían ya dado muestras de su evidente incapacidad de comprender hasta las verdades elementales enseñadas por Jesús, y su constante debilidad y torpeza para seguir los pasos de su Maestro. Y esto no porque ellos fueran especialmente ineptos, sino simplemente porque eran hombres bajo el pecado, tanto como nosotros.

Por lo mismo, no podrían haber desarrollado ninguna tarea de las que Jesús les iba a encomendar, de no ser porque el mismo Señor los capacitara y fortaleciera para esa misión. Está escrito que “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. 12:3), es decir, hasta el mismo hecho de confesar a Cristo como Señor de manera sincera y genuina requiere de una obra del Espíritu Santo, ¿Cuánto más dedicarse a proclamar a ese Cristo y su Evangelio? Era absolutamente necesario que fueran entonces capacitados por ese Espíritu.

Esto considerando además que el ministerio de los Apóstoles es único e irrepetible. La Escritura nos dice que la Iglesia de Cristo se edifica “… sobre el fundamento de los apóstoles y profetas” (Ef. 2:20), y esto es así porque ellos son testigos autorizados por Cristo para hablar en su Nombre y para enseñar Palabra inspirada por Dios. Esa no es una atribución que se haya entregado a la Iglesia en general, sino particularmente a ellos. Por lo mismo, Jesús les prometió que el Espíritu les iba a enseñar todas las cosas y les recordaría todo lo que Él les había dicho (Jn. 14:26), y además los guiaría a toda verdad y les haría saber las cosas por venir (Jn. 16:13). Es así como pudieron escribir sus epístolas y realizar su obra misionera plantando y confirmando iglesias enseñando una doctrina infalible e inspirada.

Todo esto hace resaltar aun más la insolencia y la necedad de quienes se hacen llamar “Apóstoles” hoy en día. El cimiento de un edificio no se está echando varias veces, sino que se establece de una sola vez. Atendamos, entonces, a ese fundamento que ya fue echado por aquellos a quienes el Señor escogió para esa función, en lugar de atender a los delirios de quienes hoy presumen de cosas que no entienden, torciendo la Escritura para su propia condenación.

Se ha discutido mucho en qué consistió esta acción de soplar el Espíritu, y cuál fue la finalidad, sabiendo que luego vendría Pentecostés. Más allá de esos debates, vemos que se trata de capacitarlos para la misión y el ministerio que les va a encomendar, y es que como se dice comúnmente, “el Señor no llama a los capacitados, sino que capacita a los llamados”. Siempre que llama a alguien a un ministerio (y aprovecho de aclarar que todo cristiano está llamado a uno) también capacita para ejercer ese oficio, proveyendo lo necesario para ese fin. No es como faraón, quien ordenaba hacer ladrillos pero no proveía la paja para eso, sino que es un Padre amoroso que nos da el privilegio de servir en su casa como hijos que son siervos.

En esta ocasión fueron de alguna manera rociados con su gracia, pero todavía no llenos de poder. En Pentecostés serían llenos de poder y transformados por completo, tanto así que comenzaría una obra que iba a trastornar el mundo por completo, y 2.000 años después, al otro lado del planeta, somos un testimonio vivo de eso.

Por su parte, dado que debían esperar en Jerusalén 50 días, ese Espíritu los confirmaba como discípulos y les iba a permitir perseverar en la fe durante esa espera. No es descabellado pensar que Lucas está hablando de ese Espíritu que Jesús les dio, cuando dice que “les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (v. 45), sabiendo que está relatando los mismos hechos.

También es cierto que esta acción refleja con claridad la divinidad de Jesús, quien envía el Espíritu a sus discípulos desde sí mismo, recordemos que también es llamado “el Espíritu de Cristo” (Ro. 8:9; 1 P. 1:11), y sólo Él puede enviar al Espíritu de esa manera, por eso podía afirmar con propiedad “yo os enviaré [al Consolador]” (Jn. 16:26). Por eso también es una espantosa blasfemia que hoy algunos pretendan soplar al Espíritu, tomando este pasaje como si se pudiera aplicar a ellos, con lo que se condenan también a sí mismos.

Veamos entonces la gloria de Cristo en esto, y la gran esperanza que nos da, al saber que nosotros también hemos recibido ese Espíritu (Ro. 5:5). Ese Espíritu, que viene de Cristo hacia nosotros, nos revela lo que está en lo profundo de Dios, nos abre el entendimiento para comprender su Palabra, nos fortalece para perseverar en la fe y en la obediencia, es nuestro auxilio en la tentación y en la lucha, es quien nos da el querer y el hacer y nos permite vencer sobre nuestro pecado. Ese Espíritu es el que nos capacita para servir, quien da a cada uno un ministerio para provecho del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y que habita en nosotros haciéndonos templo del Dios vivo.

Por eso, en medio de todos sus conflictos y carnalidades, el Ap. Pablo exhorta a los corintios diciendo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Co. 3:16). Amados hermanos, ese Espíritu vive en nosotros, se manifiesta en nuestra comunión, seamos conscientes de que está aquí, ¡es la presencia del Dios vivo en medio nuestro! En el Espíritu recibimos todo lo necesario para vivir conforme a la voluntad de Dios, como a Él le agrada, para crecer y perseverar en la fe hasta el fin, y el saber estas cosas nos debe llevar a estar seguros, agradecidos, confiados en el poder de Dios; y a poner nuestras manos a la obra por amor a ese Dios que nos salvó.

todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 P. 1:3).

  IV.        Ordenados para una gran comisión

(v. 21b; 23) Cristo los hace parte de un inmenso privilegio. Tal como Él fue enviado (Apóstol) del Padre, así también Cristo los envía a ellos para dar testimonio de su Nombre y de su Evangelio. Es una increíble muestra de gracia la sola comparación que Cristo hace de su ministerio como enviado del Padre con el ministerio de ellos, como enviados en su Nombre. Es por eso que pueden ser llamados propiamente Apóstoles (‘enviados’), quienes ahora son ordenados formalmente como ministros del Evangelio y testigos de Cristo.

Y en el relato de Lucas, vemos también que Cristo los dirige a la Escritura. Él podría simplemente enfatizar la experiencia que ellos están viviendo, aquello que ven sus ojos, pero el Señor quiere que pongamos nuestra atención en su Palabra, en lo que Él reveló progresivamente desde que prometió a Adán y Eva que vendría un hijo de la mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente: “Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (v. 44).

¡Cuántas personas hoy andan en busca de nuevas revelaciones, de señales, de grandes milagros, cuando el mismo Señor quiere que nos centremos en su Palabra, en lo que Él ha dicho, y que en eso encontremos la seguridad y el fundamento de nuestra fe!

Recordemos cómo inicia este Evangelio: Cristo es la Palabra de Dios que se hizo hombre y habitó entre nosotros. Su Palabra no es algo externo a Él, sino que es Él mismo, por tanto, debemos tenerla en el sitial supremo: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 P. 1:19).

También vemos en Lucas que el Señor les dice claramente en qué debe consistir su predicación: “les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; 47 y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. 48 Y vosotros sois testigos de estas cosas”.

Por eso vemos al Apóstol Juan, escribiendo en el saludo de su primera carta: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido

Y aunque como ya dijimos, la misión de ellos es única e irrepetible, y son ellos quienes reciben esta comisión de forma directa, esto tiene un eco en nosotros, quienes formamos parte de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo y la familia de Dios. ¡Esta es la misión de la Iglesia, predicar el Evangelio conforme al testimonio dado por los Apóstoles! Predicar a Cristo y a este crucificado, el Evangelio que es poder de Dios para salvación.

No es nuestra misión intentar agregar a este Evangelio aquello que nos parezca atractivo, entretenido o relevante para quienes nos rodean. No estamos llamados a ser relacionadores sociales, no estamos llamados a hacer publicidad a Jesús, sino a proclamar la buena noticia que Él mismo nos entregó, ese mensaje que no cambia, que en cada generación, en cada época y lugar es siempre el único poderoso para salvar a los pecadores, y por el cual nosotros mismos hemos conocido a Cristo y hemos pasado de las tinieblas a la luz.

Esa es nuestra misión, por este Evangelio, si los hombres lo creen, tendrán vida eterna, sus pecados serán perdonados y encontrarán la perla de gran precio, a Cristo el Rey de Gloria, serán limpiados de sus manchas y tendrán vida eterna junto a su Salvador y a su pueblo. Y por este Evangelio, si es rechazado, los pecados de los hombres son retenidos, su rebelión es juzgada y son desmenuzados al estrellarse contra esta Roca que es Jesucristo el Señor.

Esto es lo que se describe también como las llaves del reino entregadas a la Iglesia, por la predicación del Evangelio los cielos son abiertos para misericordia o son cerrados para juicio, dependiendo de si nuestra predicación es recibida o rechazada los pecados o son perdonados, o son retenidos. Y es así porque no hay Juan 3:16 sin Juan 3:36. No podemos predicar uno sin saber que está también el otro:

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).

¿Cómo descuidar esta salvación tan grande? ¿Cómo ser negligentes sabiendo que hemos recibido este privilegio tan glorioso de proclamar el Evangelio? ¡Qué gran honor y responsabilidad se nos ha entregado! “No hay honor más alto que se pueda imaginar que ser embajadores de Cristo y proclamar en su Nombre el perdón de pecados a un mundo perdido” (J.C. Ryle).

El Señor nos ha mostrado su gran compasión. Nos ha restaurado, y nos muestra su perdón y sus misericordias que se renuevan cada mañana. Nos ha capacitado y fortalecido con su Espíritu, dándonos todo lo necesario para hacer como nos ordena, y nos ha entregado una gloriosa misión, el más alto honor y la más elevada labor a la que nos podemos entregar. ¿Cómo rechazar ser obreros en esta mies tan gloriosa? ¿Cómo estar ociosos, sabiendo que la mies es mucha y los obreros pocos? El arado está delante de ti, ¿lo tomarás? ¿Mirarás hacia atrás? Te invito en el nombre de Cristo a tomar ese arado y mirar hacia adelante, hacia Cristo quien te ha llamado, te ha salvado y te ha amado al punto de dar su vida por ti, sigamos firmes y constantes, llenos de su Espíritu y para su gloria. Amén.