Jesús es crucificado
Domingo 3 de marzo de 2019
Texto base: Juan 19.17-22.
En las predicaciones anteriores, vimos que Jesús, luego de compartir la última cena con sus discípulos, fue traicionado por Judas, arrestado por los principales de los judíos, negado por el Apóstol Pedro, abandonado por sus discípulos, juzgado injustamente ante el Sanedrín, y sentenciado también injustamente por Pilato a muerte de cruz, pese a no tener pecado alguno.
Pasamos así del aposento alto a Getsemaní, de Getsemaní a la casa de Anás y Caifás, de allí al pretorio, y del pretorio al Gólgota, todo en el transcurso de menos de un día.
Hoy veremos a Jesús recorriendo el via crucis hacia el Calvario, tomando voluntariamente la cruz para ser clavado en ella para nuestra redención. Aunque esto parece una derrota, es en realidad la hora de su gloria y exaltación, que define también la esencia de lo que significa ser sus discípulos en medio de un mundo bajo el pecado..
I. Via crucis [Jn. 19:16-17; Lc. 23:26-31]
Habiendo recibido ya la sentencia más injusta de la historia, Jesús tomó la cruz y comenzó el camino al Calvario. Se discute si cargó la cruz completa o sólo el patíbulo (madero horizontal). Sea cual sea el caso, se trata de un esfuerzo sobrehumano, ya que Jesús había pasado toda la noche despierto, sometido a 6 audiencias judiciales en total, además de haber sufrido una brutal tortura por parte de los soldados romanos, quienes ya habían despedazado su cuerpo y le hicieron derramar mucha sangre con la flagelación y la corona de espinas.
Además, se trata de una humillación inmensa para el Justo: “Todo criminal, como parte de su castigo, carga la cruz en su espalda” (Plutarco, La venganza divina). Es decir, este desfile por la ciudad del condenado con la cruz a su espalda, estaba destinado a ser una humillación pública, ya que en el camino recibía azotes, burlas y escupitajos de la masa que se reunía morbosamente a mirar.
El relato de Lucas arroja más luz de este camino a la cruz. Vemos allí que no todo el pueblo estaba en contra de Jesús, sino que “le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él” (23:27). Jesús, lejos de sentir autocompasión, les respondió: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. 29 Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. 30 Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos” (vv. 28-30).
Aunque no eran discípulas de Jesús, se conmiseraron al verlo, pero debían llorar más bien por ellas y por su pueblo, porque con esto habían pecado contra su Dios hasta lo sumo, al rechazar a su Mesías, y con eso estaban desatando el juicio definitivo sobre ellos mismos. Este juicio se desataría en primer lugar con la sanguinaria destrucción de Jerusalén y su templo, en el año 70 d.C. a manos del general romano Tito, aprox. 40 años después de la crucifixión de Cristo. Esto corresponde al cumplimiento de la profecía que Jesús ya había pronunciado, cuando dijo refiriéndose al templo: “¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (Mt. 24:2).
Pero Jesús también apuntó al fin de los tiempos, cuando venga por segunda vez a destruir a sus enemigos. En el libro de Apocalipsis dice que aquellos que le rechazaron “se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; 16 y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; 17 porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?” (Ap. 6:15-17).
Esto nos muestra una vez más que Jesús estaba en pleno dominio de la situación. Aun llevando el madero de la cruz sobre su espalda herida y condenado a la cruz, Él sabía que se estaba cumpliendo la Escritura y que el Israel nacional sería juzgado por rechazar a su Mesías, y además tenía en vista aquel día final, el de su venida, cuando aquellos que lo rechazaron preferirán ser aplastados por los montes antes que comparecer ante el Juez de toda la tierra, aquel de quien se burlaron, a quien maltrataron, crucificaron y traspasaron.
Pero esto no se debe tomar solo como el anuncio de un juicio, sino como un llamado al arrepentimiento a aquellas mujeres y al pueblo que escuchaba. Aun camino a la cruz, Jesús sigue proclamando el arrepentimiento y buscando la salvación de su pueblo.
Por otra parte, vemos en Lucas que Jesús no cargó la cruz por mucho tiempo, debido a todo el castigo físico y el agotamiento mental y emocional que ya acarreaba. Esto nos dice que Jesús, siendo plenamente Dios, también fue completamente hombre, y en este momento Él debía sufrir como varón de dolores, experimentado en quebranto, plenamente humano.
Eso explica lo que relata Mateo: “Cuando salían, hallaron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón; a éste obligaron a que llevase la cruz” (Mt. 27:32). Probablemente vieron en este Simón a un hombre fuerte que podía cargar el madero, ante el agotamiento de Jesús. Debieron obligarlo, porque voluntariamente nadie querría llevar la gran humillación del condenado a la crucifixión.
Jesús, entonces, se dirigía al Gólgota (lat. calvariae, y gr. kranio), un lugar con un nombre nada alentador: “Calavera”, que estaba fuera de las puertas de la ciudad, cumpliendo así lo anunciado en la ley de Moisés: “Y sacarán fuera del campamento el becerro y el macho cabrío inmolados por el pecado, cuya sangre fue llevada al santuario para hacer la expiación”, “Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (Lv. 16:27, He. 13:12).
Con esto Jesús se identificaba como el sacrificio ofrecido por nuestra salvación. Llegó al clímax de su ministerio terrenal, y siendo el Justo, quiso voluntariamente cargar la vergonzosa cruz, la más terrible y pesada de todas, esa en la que sufriría por todos los pecados de su pueblo, ya que allí tomó nuestro lugar. Ese madero destinado a los criminales más impíos, se convertiría el altar donde sería ofrecido el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Simón de Cirene no sabía que esa cruz que él rechazaba llevar era en realidad la cruz que le correspondía llevar a él por su pecado, mientras que Jesús, quien tomaba esa cruz voluntariamente, la estaba llevando por amor a él en su lugar, siendo que no le correspondía tomarla porque nunca hizo mal alguno, sino que obró con justicia perfecta. Este Simón sería el padre de dos creyentes en la iglesia de Roma, llamados Alejandro y Rufo (Mr. 15:21) y el esposo de una mujer que el Apóstol Pablo consideró como una madre para él (Ro. 16:13). A raíz de este episodio, la salvación llegaría a Simón y a su casa. Aún en la agonía del via crucis, Jesús siguió siendo fuente de vida y salvación.
II. La crucifixión de Jesús
El Apóstol Juan y los otros evangelistas son bastante breves en su relato de la crucifixión. Él dice simplemente “y allí le crucificaron…” (v. 18). Este método de ejecución fue inventado por los asirios, un imperio sanguinario y brutal que dominó ca. ss. VIII y IX a.C. Después de ellos, la crucifixión fue usada por los persas, los griegos y sobre todo por los romanos, quienes perfeccionaron la forma de ejecutar este castigo (p. ej. crucificaron a 6.000 esclavos en la rebelión de Espartaco, 71 a.C.). Entonces, para los lectores originales del Ap. Juan, estaba claro a qué se refería y todo lo que eso implicaba, pero nosotros nunca hemos visto una crucifixión, lo que hace necesaria una explicación:
Sin duda no debemos centrarnos morbosamente en el sufrimiento físico de Jesús, ya que el significado de la cruz va mucho más allá de este aspecto, pero eso no quiere decir que ese elemento no sea importante.
“El criminal condenado llevaba el madero horizontal en sus hombros al lugar de la ejecución, donde la viga vertical de la cruz ya estaba fijada al suelo. La víctima era luego recostada sobre su espalda en el suelo, donde sus brazos eran estirados ya sea para atarlos o para clavarlos al patíbulo [madero horizontal]. El patíbulo era entonces levantado junto con la víctima, y fijado al poste vertical. Los pies de la víctima eran atados o calvados al poste vertical, al cual era también adherido a veces una pieza de madera que servía como un tipo de asiento (lat. Sedecula) que soportaba parcialmente el peso del cuerpo. Esto fue diseñado para aumentar la agonía, no para aliviarla… Desnudo y golpeado hasta quedar ablandado de debilidad… la víctima podía colgar ante el sol abrasador por horas, incluso días. Para respirar, era necesario presionar con las piernas y tirar con los brazos para mantener la cavidad del pecho abierta y funcionando. Terribles calambres golpeaban todo el cuerpo, pero dado que la relajación del cuerpo significaba asfixiarse, el esfuerzo continuaba y continuaba. Esta era también la razón por la cual la sedecula… prolongaba la agonía: soportaba parcialmente el peso del cuerpo, y por tanto animaba a la víctima a seguir peleando… En el mundo antiguo, este, que es el más terrible de los castigos, siempre se asocia con vergüenza y horror” Donald Carson.
Los brazos extendidos y la posición colgante del cuerpo, amplían al máximo las costillas e impiden respirar normalmente. Para poder tomar aire, el crucificado debía impulsarse con los pies y tirar con sus manos, pero al estar clavado y al rozar la madera áspera de la cruz con su espalda magullada, esto producía un dolor terrible, lo que a su vez exigía respirar con mayor frecuencia y esfuerzo, además del cansancio muscular de tener las extremidades tensas en todo momento. Por eso se cree que el crucificado moría de asfixia la mayor parte de las ocasiones, sumado a los efectos de la flagelación. No había posición cómoda en la cruz, el sufrimiento agudo y punzante acompañaba en todo momento al crucificado.
La cruz estaba pensada para que antes de la muerte, el condenado sufriera una larga y dolorosa agonía, todo esto con humillación y horror público, lo que debía servir como intimidación a quienes miraran este terrible espectáculo. El objetivo de la crucifixión, entonces, no era solo ejecutar a un criminal, sino a través de eso demostrar el poder del gobierno y aterrorizar a los espectadores, lo que no terminaba con ese momento, ya que después de eso el cadáver era dejado allí para ser devorado por animales carroñeros y descomponerse a vista de todos.
Era una situación tan terrible, que ningún ciudadano romano podía ser crucificado sin la orden del emperador. Tanto así que Hendriksen comenta que existía un dicho, según el cual “la persona crucificada moría mil muertes”.
La humillación de nuestro Señor aumentó al ser desnudado previo a la crucifixión, y al ser ubicado al medio de dos criminales (lêstai), como si fuera el principal y más detestable entre ellos. Siendo el Justo que nunca hizo mal alguno, sino que hizo sólo bien, fue tratado y castigado como impío, y moriría entre ellos, como si fuera uno de ellos. Por eso decía la profecía de Isaías: “fue contado con los pecadores” (Is. 53:12).
Además, los que pasaban se burlaban de Él, al igual que los principales sacerdotes, escribas y fariseos, quienes lo insultaban, e incluso se sumaron a esto los dos ladrones que estaban uno a cada lado de su cruz (aunque uno de ellos luego se arrepintió):
“Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, 40 y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. 41 De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: 42 A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. 43 Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios. 44 Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él” Mt. 27:39-44.
Podemos decir que todos quienes le rodeaban (salvo las mujeres y el Ap. Juan que se mencionan más adelante), se burlaban de Él y lo insultaban mientras se ofrecía a sí mismo como sacrificio por el pecado de los hombres. Sin duda, esta es la hora en que se manifestaron con más fuerza las tinieblas del pecado del hombre. Esto era una tentación inmensa para que reaccionara dejando la cruz y fulminando a todos en su ira, pero con valentía y dominio propio, fue obediente a su Padre hasta la muerte.
Lo que parecía la hora de la muerte y la humillación de Jesús, el mismo Jesús la llamó en realidad la hora de su glorificación (Jn. 12:23; 17:1). Sin embargo, no sería glorificado como un rey terrenal: Su gloria sería muy distinta, e infinitamente superior a la de todos los reyes y generales de este mundo: la gloria del Redentor de los pecadores, y el camino a esa gloria incluía la cruz. La angustia de su ser no se debía principalmente a los clavos, los azotes, la corona de espinas y el madero, sino ante todo la copa de la ira de su Padre Celestial, esa que debía ser derramada sobre ti y sobre mí por nuestros pecados, pero que fue soportada por el Justo Hijo de Dios en nuestro lugar.
Cristo debía vivir esta hora con todo lo que ella implicaba, y no debía intentar evitarla, pese a toda la aflicción que significaría para Él, ya que según Él mismo dijo, para esa hora fue que vino al mundo (Jn. 12:27). Él mismo determinó que la cruz sería el medio para su exaltación, y la manera en que sería glorificado. Debía ser levantado allí como lo fueron las serpientes de bronce, para que todo aquel que lo vea y crea en Él, sea salvo.
Por haber sido colgado del madero, era maldito según la ley, hecho por nosotros maldición para que nosotros pudiéramos recibir la bendición de la herencia prometida a Abraham (Gá. 3:13). Siendo el Justo, debía pagar como el más grande de los impíos, para que nosotros pudiéramos ser declarados justos delante de Dios y fuéramos libres del castigo del pecado, que es la muerte eterna (Ro. 6:23). “El Hijo de Dios… descendió de las regiones de deleite infinito en la comunión más íntima posible con su Padre (Jn. 1:1; 17:5) a las profundidades abismales del infierno” (Hendriksen), sí, porque eso fue lo que hizo: soportó el infierno para que nosotros no tuviésemos que sufrirlo, sino que pudiéramos estar con Él en el Cielo. Por eso dice que “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento…” porque puso “su vida en expiación por el pecado” (Is. 53:10).
“… debemos considerar… el terrible peso de su ira contra el pecado, y, por otra parte, su infinita bondad hacia nosotros. Nuestra culpa no podía ser removida de otra manera que por el hecho de que el Hijo de Dios se hiciera maldición por nosotros” (Juan Calvino).
“Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. 4 Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. 5 Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. 6 Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. 7 Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” Is. 53:3-7.
III. También tú debes tomar la cruz
Al ver este gran amor de nuestro Salvador, ¿Cómo no maravillarse y rendirse en adoración? Si esta fue su disposición y su obra para salvarnos cuando estaba en humillación, ¿Cómo no terminará su obra con poder en nosotros, ahora que está en la gloria?
Cristo hizo que la cruz pasara de ser un instrumento para dar muerte, a ser uno donde conquistó la vida para su pueblo. Pasó de ser el castigo de los criminales, a ser el altar donde fue ofrecido el Justo como sacrificio por el pecado. Pasó de ser un medio de humillación, a ser el escenario de la victoria más gloriosa jamás alcanzada. La cruz era el símbolo de la opresión de los reyes terrenales, pero ahora es el símbolo del amor de Dios a la humanidad; pasó de ser un crimen de guerra a ser la expresión de nuestra paz con Dios, pasó de ser el dolor agónico y sin propósito del condenado, a ser el dolor expiatorio del Salvador; pasó de ser un símbolo de condena, al símbolo del perdón y la reconciliación con Dios. Y pasó de ser la carga insoportable de los criminales, a ser el símbolo de la vida de los discípulos de Jesús.
Sí, porque el esclavo no es mayor que su amo, ni el discípulo es mayor que su maestro. Si Cristo llevó la cruz, nosotros también estamos llamados a llevarla, y eso es lo que caracteriza precisamente a un discípulo de Cristo: “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. 24 Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará. 25 Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?” Lc. 9:23-25.
Esta es una verdad esencial, pero está extraviada en el cristianismo moderno. La cruz ha quedado en el patio de atrás de la iglesia, en los púlpitos y en las vidas de los hermanos, se ha quitado la cruz del mensaje. El cristiano de hoy quiere una vida cómoda, sin costos ni sacrificios para él, teniendo las bendiciones y los beneficios pero sin la cruz, sin gastarse ni entregarse. Quienes escucharon a Jesús decir esto no podían entender otra cosa que esto: ser sus discípulos implica morir cada día, negarse a sí mismo y seguirlo.
Implica morir a nuestro orgullo, renunciar a ser considerados relevantes, razonables o importantes para nuestros seres queridos y la sociedad que nos rodea. Debemos estar dispuestos a sufrir humillaciones y soportarlas con paciencia y con mansedumbre, como lo hizo nuestro Señor, a llevar la vergüenza de la cruz, a ser señalados, apartados, discriminados e incluso maltratados, exiliados, despojados de nuestros bienes, de nuestra familia, de nuestros trabajos y nuestra reputación; porque Cristo no se compara a nada en este mundo, es la perla de gran precio que es digna de que vendamos todo para comprarla.
Significa morir a nuestros deseos, renunciar a hacer nuestra voluntad, lo que se nos antoja, ya no buscar vivir para nosotros mismos y según lo que pensamos que es mejor, sino tal como hizo Jesucristo, someter todo nuestro ser al Padre, obedeciéndolo hasta la muerte si es necesario. Esto significa someterte a la Palabra aun cuando estás cansado, cuando no tienes ganas, cuando te cuesta un sacrificio, cuando debes dormir menos o cuando debes dejar de hacer en ese momento algo que te gusta. Implica buscar la mejor manera de servir al Señor y a su pueblo aunque te signifique no vivir como te hubiera gustado, o dejar realizar proyectos o sueños personales, o tener que deshacerte de cosas a las que estimabas en gran manera; pero todo esto lleno de gozo y convencido de que no hay privilegio más grande que llevar la cruz por amor a Cristo.
En otras palabras, tomar la cruz implica renunciar a lo que somos sin Cristo, a la vana manera de vivir que llevábamos hasta ese momento, y abrazar la nueva vida en Cristo, donde su imagen es impresa en nosotros, donde su Espíritu nos transforma y nuestra vida se somete a la Palabra de Dios. Esto se va a reflejar en nuestras prioridades, en nuestras relaciones con otras personas, en nuestras decisiones, en nuestro carácter, en fin, en todo lo que somos. Hay dos cosas muy simples que reflejan si hemos tomado nuestra cruz: nuestra agenda y nuestro presupuesto, esto nos dirá para qué Dios vivimos y qué voluntad seguimos, porque “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la naturaleza pecaminosa, con sus pasiones y deseos” (Gá. 5:24).
Esto nos incomoda, nos confronta, nos desafía, nos enfrenta con nuestro amor a nosotros mismos, nuestro egoísmo y nuestro amor a este mundo y lo que hay en él. Por eso nuestra carne hará todo lo posible por evitar este mensaje, por suavizarlo, por excluirnos de él pensando que es para otros (pastores, líderes, hermanos más consagrados), por tranquilizar nuestra consciencia, pero el discípulo verdadero no podrá perseverar en esto, sino que tomará su cruz y seguirá a su Salvador, y llegará a decir:
“En cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” Gá. 6:14.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” Gá. 2:20.
No estamos llamados a tomar la cruz a regañadientes, como un castigo. Tampoco es que Dios nos ordena desde la distancia tomar la cruz como una prueba personal que debemos superar en nuestras fuerzas; sino que debemos tomar la cruz con gozo y sabiendo que es el Señor quien nos ha prometido sostenernos y llevarla junto con nosotros: “Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana” (Mt. 11:29-30 NVI).
Esta es nuestra motivación, que Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, la cruz que llevamos nosotros no es la misma que llevó Él. Él llevó la cruz cargada de todos nuestros pecados para poder comprar allí el perdón para nosotros y darnos vida. Nosotros cargamos la cruz sabiendo que espiritualmente morimos con Cristo, pero ahora vivimos para Él en victoria, porque la muerte ya no tiene poder sobre nosotros.
“12 Por eso también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad. 13 Por lo tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, llevando la deshonra que él llevó, 14 pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera” He. 13:12-14 NVI.