Jesús ora por su glorificación

Domingo 7 de noviembre de 2021

Texto base: Juan 17.1-5.

En el contexto de la 2ª Guerra Mundial, el 6 de junio de 1944 ocurrió el famoso “Día D”, en que el ejército aliado ejecutó una operación de desembarco masivo en las playas de Normandía, con el objetivo de combatir el dominio alemán en la zona. Los comandantes aliados planificaron cuidadosamente este día, en que el sacrificio de más de doscientos mil jóvenes resultó clave para la liberación de estos territorios ocupados.

Así también, el Señor decretó desde la eternidad que, en la hora determinada, Jesucristo se daría en sacrificio para la liberar a Su pueblo del dominio del pecado y la muerte. Este no fue el “Día D”, sino la hora de la gloria. A diferencia de los comandantes humanos, el Señor estaba en pleno dominio de los hechos y nada podría frustrar Su plan.

Luego de terminar Su enseñanza íntima a los discípulos en el contexto de la cena pascual, (caps. 13-16), el Señor Jesús oró al Padre encomendándose a Sí mismo, a Sus discípulos y a quienes creerían en Él por la Palabra de ellos.

Se trata de la oración perfecta del Hijo de Dios, el mayor registro de una oración de Jesús, en el que podemos ver la gloria de su obediencia en Su ministerio como Mediador y Sumo Sacerdote.

Hoy nos detendremos en la primera parte de la oración de Jesús, en que se encomienda al Padre Celestial, porque ha llegado la hora de Su gloria a través de Su obediencia perfecta. Parte esencial de esa obediencia, es dar vida eterna a quienes el Padre le dio para que los salve.

 

I. La hora ha llegado (vv. 1b, 4-5)

(v. 1) Jesús inicia afirmando: “Padre, la hora ha llegado…”. En otros momentos de Su ministerio, había señalado que Su hora aún no había llegado: “Entonces procuraban prenderle; pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora” (7:30; vid. 8:20). Sin embargo, para este punto esa hora llegó.

Esto nos muestra que cada circunstancia y evento tiene un lugar determinado en el plan redentor del Señor. Esa que llamamos “la historia de la humanidad”, es en realidad la historia de Dios, el escenario en que hace Su voluntad, y todo ocurre en el tiempo preciso.

Así, el ministerio terrenal de Jesús fue perfecto incluso si se medía con un cronómetro. Todo lo hizo en el tiempo señalado, nunca se adelantó ni se atrasó, y en este instante la hora había llegado. Tú y yo también estamos en esa historia en la que el reloj del Señor está en marcha, y en que no dejará de cumplirse Su plan en el momento preciso.

Pero ¿A qué hora se refiere? La hora en que el Hijo del Hombre terminaría Su ministerio de humillación, transformándose en el sacrificio por el pecado. Los efectos de ese sacrificio se extenderían hacia el pasado, a toda persona que alguna vez creyó, y hacia el futuro, a toda persona que alguna vez creería. En esa hora, se transformaría en pecado por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser justicia de Dios en Él.

Era la hora en que se cumpliría el decreto de Dios hecho antes de la fundación del mundo, de que Cristo fuera crucificado para salvar a aquellos pecadores escogidos para que sean Su pueblo. Por eso la Escritura dice que Cristo fue “entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hch. 2:23).

Era también el momento en que las profecías, tipos y símbolos sobre el Mesías se cumplirían. Era la hora de la victoria sobre el príncipe de este mundo y sobre el pecado, la hora de desechar lo viejo y recibir lo nuevo, la hora de dejar las sombras y los velos, y recibir ahora la luz, la gracia y la verdad plenamente manifestadas en Jesús.

Era la hora de redención, donde las promesas de Dios sobre la salvación serían cumplidas y no sólo anunciadas. La hora del sacrificio eficaz de Cristo, que con una sola ofrenda hace santos a todos aquellos que han creído en Su Nombre, antes y después del Calvario. Es la hora de la cruz, el todo, la consumación, el clímax, la hora de la gloria, donde se elimina el poder de la maldición, donde Dios se reconcilia con los hombres, donde brilla la luz eterna en medio de las tinieblas, donde se produjo la muerte que daría vida a muchos, el sacrificio que quita la mancha de rebelión de una multitud incontable.

Una hora que fue decretada desde la eternidad, y que fue planificada en detalle (Salmo 22, Is. 53). Es la hora de la crucifixión, y luego de la resurrección, ascensión y coronación. No es un período de 60 minutos, sino un hito magnífico: aquel en que la eternidad se refleja en el tiempo y el tiempo tiene un eco en la eternidad, la hora de la salvación, en que la fuente de la vida eterna sería abierta desde la cruz para salvar a todo aquel que lave sus ropas en Él.

Una hora en que el cielo se oscureció y la tierra tembló, en que muertos salieron de sus tumbas, en que el velo del templo se rasgó (Mt. 27:51-53). No hubo ni habrá jamás una hora como esta, tan terrible y gloriosa a la vez. Esta hora tan anhelada y anunciada, es la que había llegado[1].

Por todo lo dicho, esta hora tiene un apellido: es la hora de la gloria. En el cap. 12, que marca el paso a los últimos días de Su ministerio terrenal, el Señor Jesús dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado” (v. 23). Sin embargo, no sería glorificado como uno más de tantos reyes y conquistadores terrenales que han existido. Su gloria sería muy distinta e infinitamente superior a la de todos los poderosos de este mundo: la gloria del Unigénito Hijo de Dios y Redentor de los pecadores.

Y como Salvador de su pueblo, el camino a esa gloria pasaba por la cruz. Por eso, más adelante en el cap. 12 dijo: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (v. 27). Esa angustia de su alma no se debía principalmente a los clavos, azotes, la corona de espinas y el áspero madero que le esperaba, sino ante todo la copa de la ira de Su Padre Celestial, esa que debía ser derramada sobre ti y sobre mí por nuestros pecados, pero que fue soportada por el Justo Hijo de Dios en nuestro lugar.

Cristo debía vivir todo lo que estaba envuelto en esta hora y no debía huir de ella, pese a toda la aflicción que significaría para Él, pues según Sus Palabras, para esa hora fue que vino al mundo. Pero esa aflicción no era la meta, sino la forma en que sería glorificado el Nombre del Padre en el Hijo.

 

II. La Gloria de Cristo

La gloria de Cristo es el hilo dorado que atraviesa toda esta oración (vv. 1, 5, 10, 22, 24), es el motivo tras las otras peticiones que el Señor Jesús dirige a Su Padre. Su ruego por los discípulos sólo tiene sentido si se entiende a la luz de este ruego que hace Cristo para que el Padre lo glorifique.

La gloria del Hijo va de la mano con la del Padre. En el cap. 12, Él rogó: “Padre, glorifica tu nombre…” (v. 28), y aquí en el cap. 17 ruega diciendo: “Padre… glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (v. 1). La gloria del Hijo no le resta gloria al Padre, ya que Él apareció para mostrarnos al Padre y ambos son Uno en poder y gloria. Esto es fundamental, porque el Señor declaró: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria” (Is. 42:8). Por tanto, Jesucristo es Dios con el Padre.

Esta hora de la crucifixión, refleja lo que ocurre desde la eternidad: El Padre da gloria al Hijo, el Hijo glorifica al Padre, y el Espíritu Santo los glorifica a ambos y revela esa gloria a la creación.

La Escritura describe esta gloria eterna como la “luz inaccesible en la que el Señor habita (1 Ti. 6:16). Pensemos que sólo una muestra de esa gloria hizo resplandecer el rostro de Moisés (Ex. 34:29), lo que causaba terror al pueblo. Sólo un resplandor de esa gloria hizo que Isaías exclamara con pavor “¡Ay de mí! que soy muerto” (Is. 6:5), y de no ser por la misericordia de Dios, así habría sido. Así de imponente, pura y maravillosa es la gloria de Dios, tan grandiosa que ni siquiera podemos imaginarla ni dimensionarla en su pleno esplendor.

Por eso dice: “Jesús [] por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2). Nuestro Señor en ningún momento vio la cruz como separada de la gloria. De hecho, para Cristo esa gloria pesó infinitamente más que los tormentos y la oscuridad del Calvario, y fue Su motivación suprema para ser obediente hasta la muerte.

La cruz, la ascensión y la exaltación de Jesús son inseparables… Dios se viste de esplendor al llevar a cabo la muerte y exaltación de su Hijo” (Donald Carson).

Si tuviésemos que hablar en profundidad sobre la gloria de Cristo, daría para una biblioteca completa. Pero en el marco de este pasaje, esa gloria se manifiesta:

1. En su posición como Hijo Unigénito de Dios.

2. En la autoridad que recibió sobre toda la humanidad para dar vida

3. En su obediencia perfecta y hasta el fin

 

III. En su posición como Hijo Unigénito de Dios

Jesús ruega diciendo: “Padre, … glorifica a tu Hijo” (v. 1). Él es llamado en este Evangelio “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (Jn. 1:18), quien estaba (era) con Dios (1:1), es decir, estaba cara a cara con el Padre en una comunión perfecta. Es la comunión más estrecha que puede haber entre dos personas, que sólo se encuentra en el Dios Uno y Trino y no tiene paralelo en la creación.

Hablando de Cristo, el Padre dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17). Por ser el Hijo Unigénito, Jesús tiene es lleno de gloria y digno de adoración, siendo quien revela al Padre ante la creación. Quien lo ha visto a Él, ha visto al Padre, y es el único camino para llegar al Padre (Jn. 14:9).

Hablando de Cristo, la Escritura dice: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. 16 Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. 17 Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:15-17).

 

IV. En la autoridad que recibió sobre toda la humanidad para dar vida

Al comienzo de este Evangelio, dice sobre Cristo: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1:4). Esta es una verdad fundamental de la fe cristiana, que la distingue de toda otra religión: en Cristo no sólo está la vida, sino que Él ‘es’ la vida (Jn. 14:6), y esto lo impacta todo.

Cristo es la vida por el hecho de ser Dios, pero además, como Salvador de Su pueblo recibió autoridad sobre toda la humanidad, para dar vida eterna a aquellos pecadores que el Padre le dio (v. 2). Por eso la Escritura dice: “como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida” (Jn. 5:21, ver Mt. 28:18).

Así, Cristo es glorificado como Salvador de Su pueblo. El Padre da gloria al Hijo como Redentor, y el Hijo glorifica al Padre sometiéndose a Su voluntad, dando vida a los que el Padre escogió para salvación (Ef. 1:3-4).

 

V. En su obediencia perfecta y hasta el fin

(v. 4-5) Además de Su gloria como Hijo Unigénito de Dios, Jesús es glorificado como el siervo sufriente de Dios, exaltado por Su justicia perfecta:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, 6 el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. 9 Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, 10 para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; 11 y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:5-11).

Siendo el Hijo Unigénito de Dios, lleno de dignidad y gloria, Él se despojó a sí mismo, no de Su divinidad, pero sí de su gloria visible, escondiéndola temporalmente bajo el velo de Su humanidad para poder identificarse con nosotros. Así, sin dejar de ser Dios y Señor venció al pecado, a la muerte y al diablo también como hombre, para poder llevarnos al Padre.

No podemos imaginar lo que significó para Cristo despojarse de esa gloria celestial, aunque sea de manera temporal, sometiéndose al hambre, la sed, el frío, el calor, el cansancio y el sueño, y además tener que soportar a una generación incrédula y rebelde que lo rechazó y humilló, juzgándolo injustamente y luego ejecutándolo en la cruz.

Él no ganaba nada tomando forma de siervo, pero quiso hacerlo para ser glorificado por Su obediencia perfecta y así también dar gloria al Padre. En esto, quiso amarnos y bendecirnos, no por algo que vio en nosotros, sino por pura gracia.

Cristo cumplió toda la obra que el Padre le encargó. Por Su obediencia perfecta mereció esa gloria, se ganó el ser exaltado hasta lo sumo con un Nombre sobre todo nombre, para que toda rodilla se doble ante Él y toda lengua confiese que Él es Señor, para gloria de Dios Padre.

A diferencia del primer Adán, quien falló en hacer la voluntad de Dios y trajo el pecado al mundo, el segundo Adán hizo todo, y no dejo incompleto nada de lo que vino a hacer” (J.C. Ryle).

En respuesta a la obra terminada de Cristo, el Padre lo exaltó hasta lo sumo (Fil. 2:9; Ap. 5:8-10).

 

VI. Nuestra visión de la gloria de Cristo

Si hasta este punto tu corazón se ha mantenido indiferente, si lo dicho te parece demasiado lejano, abstracto o aburrido, debes examinar con urgencia tu corazón, ya que no hay tarea más alta ni más noble que meditar y maravillarnos en la gloria de Cristo.

Habiendo conocido su amor, el corazón del creyente siempre estará inquieto hasta que vea la gloria de Cristo… el ver la gloria de Cristo es una de las experiencias y uno de los más grandes privilegios posibles en este mundo y en el venidero… En la vida venidera, ningún hombre verá la gloria de Cristo, a menos que la haya visto por la fe en esta vida” (John Owen).

El Espíritu Santo vino para glorificar a Cristo (Jn. 16:14). El Hijo pide al Padre que lo glorifique, y el Padre glorifica al Hijo y respondió esa petición exaltándolo hasta lo sumo. Así, toda la Santísima Trinidad da gloria a Cristo, y este es el tema principal de la Escritura. De hecho, fuimos salvos no porque Dios estaba centrado en nosotros, sino que lo hizo “para alabanza de su gloriosa gracia” (Ef. 1:6 NVI).

Entonces ¿Cómo podrías permanecer indiferente a este asunto? ¿Cómo podría parecerte algo aburrido? ¿Qué cosas de este mundo atrapan tu atención y entretienen tu alma, al punto que podrías estar días enteros escuchando de ellas? ¿Pueden esas cosas siquiera compararse a la gloria de Cristo como Señor y Redentor de su pueblo?

La plena gloria de Cristo es inaccesible para ti mientras te encuentres en este cuerpo mortal, pero el anhelo de tu corazón debe ser contemplar esa gloria cara a cara en la eternidad, y mientras estés aquí, debes contemplarla con el ojo de la fe, y eso se hace meditando profundamente en las Escrituras.

Sólo en ese ejercicio, empapado de oración, la gloria de Cristo te irá pareciendo cada vez más maravillosa y tu vida espiritual se hará más rica y plena, tu amor más grande y tu fe más viva.

¿Estás pasando por un período de decaimiento espiritual? ¿Sientes que tu corazón está seco, tu fe está marchita y tu devoción está apagada? Necesitas meditar en la gloria de Cristo. Si estás gozoso y pleno, debes también meditar en la gloria de Cristo, para asegurarte de que la fuente de tu alegría sea la única verdadera: el mismo Cristo, y para que no estés buscando tu felicidad en las cosas corruptas de esta tierra.

Piensa en Moisés, en el profeta Isaías y en el Apóstol Pablo cuando vieron la gloria de Cristo. ¿Se habrán acordado de sus afanes terrenales en ese momento? ¿Habrán estado pensando en los placeres de este mundo, aun los que parecen más atractivos y deliciosos? ¿O quizá en sus problemas, dolencias físicas, y aflicciones de esta vida? Está claro que fueron completamente envueltos por la visión de la gloria de Cristo, sus almas fueron como aquella zarza, ardiendo completamente por la gloria de Dios, pero sin llegar a consumirse.

Mientras más medites en la gloria de Cristo, poniendo toda tu vida a su servicio, menos aprecio tendrás por el mundo corrupto, sus afanes, sus metas torcidas y sus placeres desordenados, y más amor tendrás por Cristo, más ferviente será tu deseo de contemplar esa gloria en la eternidad. Al buscar esa gloria en esta tierra por la fe, te preparas para ver esa gloria en el Cielo, ya sin velo, cara a cara.

Considera que el gran objetivo de satanás, es que no veas la gloria de Cristo: “… el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co. 4:4). Por el contrario, el anhelo del verdadero discípulo de Cristo debe ser el mismo que hubo en Moisés cuando rogó: “Te ruego que me muestres tu gloria” (Éx. 33:18).

Al contemplar la gloria de Cristo por la fe, tu vida es transformada, eres capacitado para el cielo: “Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu” (2 Co. 3:18 NBLH).

Buscar esta gloria implica que renuncies a creer que eres el protagonista de tu vida. Ya no vives para hacer lo que se te antoja, no eres tu propio señor ni eres el centro de tu mundo. Ahora vives para Aquel que murió y resucitó por ti.

Al escuchar esto, no te apresures a decir ‘amén’ sin examinar tu vida. Hay una multitud de personas que se acercan a la fe cristiana, pero que ven a Cristo como un simple guía que les ayuda a conseguir sus propias metas, un genio en la botella que debe despejarles el camino para que consigan sus sueños y sean felices viviendo como mejor les parece.

Pero buscar la gloria de Cristo significa que Él es el Rey y Señor, y que tu vida le pertenece por completo. Implica que vives para servir a tu Salvador y que reconoces que sólo en Él está tu bien y felicidad. No se trata de ser esclavos que arrastran sus cadenas con amargura, sino de ser siervos llenos de alegría, que reconocen que no hay nada más sublime y hermoso que vivir para el Señor.

Buscar la gloria de Cristo significa que existes para conocerle, amarle y obedecerle. Lo que haces con tus relaciones personales, con tu tiempo, tu dinero y tus fuerzas, la manera en que organizas cada día, tus proyectos y decisiones, en fin; la manera en que orientas toda tu vida está direccionada a glorificar a Cristo.

Por tanto, debes poner la gloria de Cristo como la meta de tu vida, y esto debe impactar todo lo que haces, aun lo más cotidiano: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31).

Te aseguro que a ninguno de los incrédulos allá afuera le correrá una sola lágrima por su mejilla al considerar la gloria de Cristo en este pasaje. Sólo los discípulos de Cristo pueden conmoverse y ser impactados al considerar a Cristo en su gloria. Nadie allá afuera está viviendo para la gloria de Cristo. Sólo los discípulos pueden hacer de esto la meta de su vida. ¿Qué ocurre contigo? ¿Eres conmovido por la gloria de Dios? ¿Estás viviendo para Él?

No deberíamos esperar tener una experiencia distinta en el cielo de lo que hemos estado buscando en este mundo; es decir, no podemos esperar ver la gloria de Cristo en el cielo si no ha sido nuestro afán en la tierra… el cielo no daría ningún placer a las personas que no fueron preparadas para él en esta vida, por el Espíritu” (John Owen).

Entonces, prepárate para el Cielo, entrégate cada día a conocer a Cristo y a maravillarte de Su gloria por medio de la fe, y que esto impacte por completo tu vida, de tal manera que hagas todas las cosas para la gloria de Dios.

  1. Últimos 6 párrafos basados en predicación de John MacArthur sobre Juan cap. 17