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Texto base: Mr. 5:21-43.

¿Cuál ha sido tu momento de mayor desesperación? ¿Puedes recordar un instante en tu vida en que ya no podías más, en se esfumaron todas tus seguridades en esta tierra, y te sentiste completamente impotente para salvarte a ti o a un ser querido de una situación angustiante?

En momentos como ese, daríamos todo lo que tenemos para ser librados de esa angustia. Cuando una enfermedad parece que pondrá fin a nuestra vida, o sufrimos un dolor que parece no tener fin. Cuando un hijo o un ser querido están en grave peligro o sufriendo un mal que pareciera que los arrebatará de nuestro lado, son momentos en que se seca nuestra boca, se crea un abismo en nuestro pecho y pareciera que no hay a quién acudir, corremos a todas partes, pero no avanzamos ni logramos nada, nuestra alma grita y caemos presa de la más profunda desesperación.

Pero, aunque nosotros gemimos y nos angustiamos, Dios no se desespera. Dios está en su Santo Templo, y es nuestra firme ancla en momentos como ese. Nos libra de ser consumidos por la desesperanza, y, por el contrario, nos permite ser llenos de esperanza y paz, aunque todavía no veamos ningún cambio en nuestra realidad.

En este pasaje se exponen dos hechos que siempre aparecen relatados en conjunto en los Evangelios, ya que ocurrieron en el mismo contexto. Uno es “La sanidad de la mujer que tenía flujo de sangre”, y el otro, “La resurrección de la hija de Jairo”. Encontramos aquí a una mujer y a un padre desesperados, que encuentran a un Salvador compasivo que termina llenándolos de fe y esperanza.

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I. Una mujer desesperada

El contexto nos muestra que Jesús había estado en Decápolis, una región poblada mayormente por gentiles, donde acababa de liberar al endemoniado gadareno. Desde ahí había cruzado el mar de vuelta a Galilea, una zona poblada mayormente por judíos.

Allí fue inmediatamente rodeado por la multitud, quienes le esperaban con gozo (Lc. 8:40). Esto fue común en el ministerio terrenal de Jesús: al ver sus sanidades y milagros, era buscado por muchedumbres de gentes que buscaban ser aliviados de sus males; persiguiendo las bendiciones que Jesús vino a traer como Mesías Hijo de Dios.

Dentro de toda esta multitud que lo rodeaba apenas descendió de la barca, hubo un hombre que se le acercó, llamado Jairo, principal de la sinagoga. Este hombre lo llamó angustiado, ya que su hija estaba muriendo y necesitaba que Jesús fuera a su casa para sanarla. Sin embargo, dejaremos este relato hasta aquí, porque mientras Jesús se dirigía hacia la casa de este hombre, apareció una mujer que padecía de flujo de sangre, y estaba ahí, entre la multitud, porque buscaba también sanidad.

Esto abre un paréntesis en el relato de la hija de Jairo: un relato dentro de otro relato, y esto se describe de la misma manera en los registros de Mateo y Lucas. Y es que la historia de la mujer del flujo de sangre no deja de ser importante y necesaria; primero, porque esta mujer debía ser sana y el Señor quería enseñar algo particular a través de esta señal, y segundo, porque este episodio daría un margen de tiempo para que la hija de Jairo falleciera, y así Jesús se glorificaría en resucitarla, como Señor de la vida.

Concentrándonos, por tanto, en la mujer que padecía esta hemorragia, notemos que estaba en una situación de extrema vulnerabilidad, porque la ley la señalaba como impura ceremonialmente, es decir, si alguien la tocaba, o si estaba en contacto con lo que ella había tocado, quedaba también impuro.

19 Cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su cuerpo, siete días estará apartada; y cualquiera que la tocare será inmundo hasta la noche. 20 Todo aquello sobre que ella se acostare mientras estuviere separada, será inmundo; también todo aquello sobre que se sentare será inmundo. 21 Y cualquiera que tocare su cama, lavará sus vestidos, y después de lavarse con agua, será inmundo hasta la noche. 22 También cualquiera que tocare cualquier mueble sobre que ella se hubiere sentado, lavará sus vestidos; se lavará luego a sí mismo con agua, y será inmundo hasta la noche. 23 Y lo que estuviere sobre la cama, o sobre la silla en que ella se hubiere sentado, el que lo tocare será inmundo hasta la noche. 24 Si alguno durmiere con ella, y su menstruo fuere sobre él, será inmundo por siete días; y toda cama sobre que durmiere, será inmunda. 25 Y la mujer, cuando siguiere el flujo de su sangre por muchos días fuera del tiempo de su costumbre, o cuando tuviere flujo de sangre más de su costumbre, todo el tiempo de su flujo será inmunda como en los días de su costumbre. 26 Toda cama en que durmiere todo el tiempo de su flujo, le será como la cama de su costumbre; y todo mueble sobre que se sentare, será inmundo, como la impureza de su costumbre. 27 Cualquiera que tocare esas cosas será inmundo; y lavará sus vestidos, y a sí mismo se lavará con agua, y será inmundo hasta la noche” (Lv. 15:19-27).

Al saber esto, podemos ver que esta mujer estaba desesperada, ya que el padecimiento que sufría le impedía todo tipo de contacto normal y cotidiano con la gente. Ella estaba en una situación parecida a la de un leproso: aislada, inmunda permanentemente. Es decir, no sólo estaba debilitada físicamente, sino que estaba condenada a estar fuera de toda comunión con su pueblo, de manera permanente. Ella no podía estar en el templo ni participar de las ceremonias, en los ritos ni las fiestas, estaba fuera de toda la vida social y espiritual de su pueblo.

No es menor considerar que ella padeció esta situación por 12 años (v. 25); es difícil imaginar todo el dolor y sufrimiento de esta mujer. No se menciona a ningún marido, ¿Qué hombre habría querido casarse con ella en esa situación? Decía la ley: “Si alguien se acuesta con una mujer y tiene relaciones sexuales con ella durante su período menstrual, pone al descubierto su flujo, y también ella expone el flujo de su sangre. Los dos serán eliminados de su pueblo” (Lv. 20:18 NVI).

Además de que sus fuerzas físicas y espirituales estaban agotadas por este azote, durante esos años que sufrió ella fue explotada y abusada por médicos fraudulentos, quienes, aprovechándose de su situación de desamparo, le sacaron todo el dinero que pudieron. No sólo no la ayudaron a encontrar una cura, sino que se encontraba peor que antes (v. 26).

Es en este contexto que ella vio a Cristo, y lo único que supo es que tenía que abrirse paso hacia Él. Se acercó desde atrás, entre gente que le iba a tener asco porque y la rechazaría por ser impura, porque además se trataba de personas que podrían reconocerla. Incluso podrían reprocharle el hecho de tocar a Jesús y hacerlo impuro mientras Él se dirigía a sanar a la hija de Jairo, pero ella dejó la vergüenza atrás, se esforzó dentro de su debilidad y lo único que sabía era que tenía que llegar a tocar a Cristo, aunque fuera para tomar el borde de su manto, porque sólo Él podía sanarla.

Esa debe ser también nuestra actitud: debemos sobreponernos a todos los obstáculos, a toda esa “multitud” que nos rodea espiritualmente hablando, a todo aquello que se interpone entre nosotros y Jesús; incluso cuando eso implique exponernos a vergüenza o rechazo, y extendernos hacia adelante, como decía el apóstol Pablo, y hacer todo lo posible, utilizando todas nuestras fuerzas para alcanzar a Jesús y llegar a tocar siquiera el borde de su manto.

Cuando ella llegó a Jesús, “en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote” (v. 29). Luego de doce años de sufrimiento, debilidad, soledad, rechazo y humillación, por fin se sentía sana. Pero esto no terminaba aquí.

Jesús se detuvo y preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (v. 30). Los discípulos consideraron que la pregunta del Señor no tenía sentido, ya que todos estaban tocando a Jesús, pues la multitud lo apretaba. Es como si alguien que camina en el Metro de Santiago, en la hora punta, preguntara quién lo tocó, ¡Mientras se encuentra rodeado y apretado por un mar de gente!

Pero Él les dijo: “...Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí” (Lc. 8:46). Esto significaba que algo especial había ocurrido, y no es que Él no lo supiera. Jesús quería que ella diera un paso adelante para dar testimonio de esa fe que había tenido, cuando ella respondió, también se movió por fe. Esto nos recuerda la pregunta que hizo el Señor a Adán en el huerto, cuando le dijo, ¿dónde estás?, pero acá tiene el significado opuesto, ya que la pregunta a Adán era para que él se diera cuenta de que había sido rota su comunión con Dios por el pecado, en cambio, en este caso, Jesús preguntó ¿Quién es el que me ha tocado?, para que esta mujer se diera cuenta que había tenido fe en Él y que esa fe la había salvado.

Por esto, Jesús le respondió diciendo: “...Hija, [Ten ánimo, Mt. 9:22] tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (v. 34). Jesús se refirió a ella con una expresión tierna e íntima, llamándola “hija”, la animó y le hizo saber que no sólo había sido sanada, sino que también salva.

Y eso es maravilloso, porque el Señor siempre mira con favor a quien acude a sus pies con fe. Recordemos lo que dice la Escritura: “sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan” (He. 11:6). La verdadera fe es una que se extiende hacia Jesús, no una que se queda en la pereza o la cobardía espiritual. Es una fe que llega a Cristo a pesar de que deba enfrentar burlas o vergüenza.

Cristo dijo: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Quien va a sus pies no será rechazado, sino que será salvo por la fe, y puede ir en paz porque ha encontrado la vida en Él. Vemos en esta mujer una imagen viva de la fe verdadera. Ante esa fe, Jesús no sólo sanó su cuerpo, sino que salvó su alma, dándonos así una visión de la restauración que vino a traer Jesús como el Mesías. Incluso más allá: al declararla sana y salva públicamente, la restituyó en su lugar en la sociedad, ya que todo el pueblo ahora sabía que ella había sido librada de su aflicción.

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II. Un padre desesperado

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Mientras esto ocurría, Jairo probablemente estaba impaciente y lo único que quería era que Jesús se fuera con él a ver a su hija. Es posible que él viera esto como una interrupción; y a veces así nos pasa, suceden cosas que nos parecen retrasar o interrumpir lo que creemos que debería ocurrir y nos impacientamos, nos angustiamos pensando que Dios se está demorando, o que hay estorbos que deberían ser removidos ya mismo. Sin embargo, lo relatado era algo que Jesús tenía contemplado, para mostrar aún más su poder y glorificarse en la hija de Jairo.

El relato había comenzado mencionando a Jairo, señalando que era un principal de la sinagoga (v. 22), es decir, era alguien que ocupaba un puesto de importancia. “Aunque era un laico, las responsabilidades de Jairo eran social y religiosamente importantes, incluyendo no solo el mantenimiento del edificio, sino también el debido desarrollo del servicio y la elección de las lecturas de la Torá”(Biblia de Estudio de la Reforma).

Y este varón se postró a los pies de Jesús, con lo que demostraba que estaba poniendo su esperanza en Jesús, en un momento de completa angustia. Así, le rogaba al Señor que entrara en su casa, “diciendo: Mi hija [única, Lc. 8:42] está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá...” (v. 23).

Jairo, sumado al caso de José de Arimatea y Nicodemo, nos muestra que no todos los líderes religiosos se opusieron a Jesús, aunque la mayoría lo rechazó. Por eso llama la atención que Jairo acudiera a Jesús, ya que, probablemente, tenía que haber sido de alguno de los partidos conocidos de la época, quizá de los fariseos, o al menos de algún grupo importante de la región.

Por más impaciente que pueda haber estado Jairo ante la demora de Jesús, debió tener fe, ya que no vemos que lo apresuró ni se quejó porque Él se detuvo. Además, Jairo sabía que aquel que tocaba a una mujer con flujo de sangre quedaba impuro, y eso es lo que había hecho Jesús ¿Cómo podría sanar a su hija? Debió tener fe en que Jesús no había sido afectado por la impureza de la mujer, sino que más bien fue Él quien la hizo pura.

Pero mientras Jesús todavía hablaba con la mujer, llegaron a avisar a Jairo que su hija había muerto (v.35), haciéndole ver que era mejor dejar que Jesús se fuera, porque no veían que Él pudiera hacer algo para revertir esa situación.

Ante esto, Jesús animó a Jairo diciéndole: “...No temas, cree solamente” (v.36). Esas palabras fueron como un rayo de luz en medio de las tinieblas, y atravesaron el corazón de Jairo. Él debía tener fe en que Jesús podría salvar a su hija de la muerte. Para eso, debía creer que Jesús tenía poder sobre la vida y la muerte, que era dador de vida, algo que sólo Jehová puede hacer. Jairo todavía no había visto nada. No había ninguna prueba concreta ante él, de que Jesús pudiera devolver la vida a su hija. Jairo fue impactado por la noticia de la muerte de su pequeña, y en medio de ese tremendo golpe, debió decidir si creía en Jesús o no. En ese escenario, él creyó en Jesús, y en eso precisamente consiste la fe: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (He. 11:1).

La fe de Jairo se vio probada, no sólo por el hecho de que su hija ya había muerto, sino porque cuando Jesús por fin llegó a su casa, quienes estaban allí llorando a la niña se burlaron del Señor (v. 40). Muchas veces, cuando parece estar naciendo la fe en una persona, el diablo puede usar las burlas y reprensiones de gente cercana para hacerlos retroceder y endurecer sus corazones. En este caso, todo el entorno de Jairo se burló de Jesús, y él podría haberse sentido ridículo y desistir, pero siguió confiando en que Jesús podía salvar a su hija.

Así también nosotros, estamos llamados a creer en Jesús en medio de una sociedad burlona y blasfema, e incluso cuando nuestros familiares, vecinos y conocidos tengan palabras de desprecio y mofa hacia nuestro Salvador. Llegará un momento en que lo vendremos descendiendo del Cielo, y allí todas las bocas blasfemas y burlonas serán cerradas, mientras que toda fe en Cristo será confirmada y nuestra esperanza será consumada.

Nuestro Señor Jesús honró la fe de Jairo. Todos los incrédulos y burlones quedaron fuera, no pudieron presenciar el milagro. Sólo entraron quienes tenían fe: Pedro, Jacobo, Juan y los padres de la niña. Así, sólo los discípulos de Jesús, aquellos que ponen su fe en Él creyendo que es Todopoderoso y Fiel, recibirán una muestra de su gloria y de su favor. Los incrédulos y rebeldes son entregados a su ceguera y no podrán ver el amor de Cristo. Sólo quienes buscan el rostro del Señor podrán recibir más de Él.

Ante los creyentes, Jesús tomó la mano de la niña y le dijo “Talita cumi; que traducido es: Niña, a ti te digo, levántate. 42 [“Entonces su espíritu volvió, e inmediatamente se levantó”, Lc. 8:55] Y luego la niña se levantó y andaba, pues tenía doce años. Y se espantaron grandemente” (vv. 41-42).

El principal de la sinagoga le había pedido al Maestro que pusiera sus manos sobre la niña (v. 23). Sin embargo, Jesús hace algo aun mejor, porque con autoridad, poder y ternura toma a la niña de la mano. Al hacerlo se dirige a ella en su propia lengua nativa (cf. CNT sobre Jn. 20:16), usando las mismas palabras con las cuales probablemente su madre la despertó muchas veces por las mañanas[1]”.

Ante la sola palabra de Jesús, al instante la muerte perdió todo poder y ya no pudo retener a esta niña, como si sólo la hubiese despertado de un sueño.

Sus padres se espantaron grandemente, Lucas señala que estaban atónitos (Lc. 8:56). A veces ocurre así con nuestra fe: estamos orando por algo y creemos intelectualmente que Dios lo puede hacer, pero cuando efectivamente lo hace, quedamos asombrados, como si realmente no hubiéramos esperado que lo hiciera. Así ocurrió también cuando la iglesia de Jerusalén oraba por la liberación de Pedro cuando éste se encontraba en la cárcel (Hch. 12), pero una vez que el Señor lo soltó de la prisión sobrenaturalmente y Pedro golpeó la puerta de la misma casa en que estaba orando, los hermanos no creyeron que era Pedro quien golpeaba.

De todas formas, siempre el poder de Dios nos sorprenderá, porque estamos hechos para asombrarnos ante nuestro Dios y alabarlo por sus maravillas. Nuestra imaginación no puede contenerlo, y la Escritura dice que Él es “poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Ef. 3:20). Aunque tengamos el mayor nivel de fe posible, en esta tierra sólo podremos ver a través de un velo, pero la gloria eterna nos encandilará y nos dejará maravillados, pues no podemos dimensionar la grandeza y majestad de nuestro Dios.

La niña que hace minutos yacía sin vida, se había levantado, andaba y comía. Así fue como la salvación llegó a la casa de Jairo, cuando humanamente ya no había esperanza.

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III. Jesús, la única esperanza

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Encontramos así dos historias que están entrelazadas de manera maravillosa. La mujer llevaba enferma doce años; los mismos que tenía la hija de Jairo. Entonces, mientras la hija de Jairo estaba naciendo, esta mujer estaba comenzando a padecer su terrible mal. Y meditar en eso es hermoso, porque, sin saberlo, esta mujer enferma y Jairo junto a su hija, se iban a encontrar 12 años después en torno a la persona de Jesús. Esto nos enseña la maravillosa Providencia de Dios, cómo Él traza las circunstancias y gobierna todas las cosas para su propia gloria y para bien de sus amados.

Ambas historias inician en angustia y desesperación, pero terminan en alegría y esperanza. ¿Quién hizo la diferencia? Jesús. Él es quien nos toma de las profundidades y nos lleva a sus alturas.

En muchas ocasiones, el Señor nos permite pasar por el valle de sombra de muerte, nos despoja de todas nuestras seguridades, de aquello que más a amamos e incluso de nuestra salud, para que aprendamos cuál es nuestra verdadera necesidad, y para que entendamos quiénes somos ante Él.

Lamentablemente, nuestro pecado nos contamina a tal punto, y nuestro corazón nos engaña tanto, que muchas veces el dolor y la angustia son lo único que nos hace despertar y abrir los ojos. Por eso alguien ha dicho que el dolor es el parlante de Dios. Está claro que no basta el dolor, ya que ante situaciones de aflicción muchos endurecen sus corazones y hasta terminan en el suicidio. Pero cuando el Espíritu de Dios obra en nosotros a través de situaciones desesperantes y angustiosas, nos lleva a darnos cuenta de que sólo lo tenemos a Él, y que Él es todo lo que necesitamos.

Por eso dice el salmista: “¿A quién tengo en los cielos? ¡Sólo a ti! ¡Sin ti, no quiero nada aquí en la tierra! 26 Aunque mi cuerpo y mi corazón desfallecen, tú, Dios mío, eres la roca de mi corazón, ¡eres la herencia que para siempre me ha tocado!” (Sal. 73:25-26 RVC); y “Bueno me es haber sido humillado, Para que aprenda tus estatutos” (Sal. 119:71). Luego de recibir el trato de Dios por medio de la aflicción, Job concluyó: “De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:5).

En ese sentido, tenemos un Salvador que trata con nosotros. No sólo nos da vida, lo que ya es una inmensa misericordia, sino que quiere que le conozcamos, y nos lleva a darnos cuenta quién es Él, cuál es la gran salvación que nos ha concedido y quiénes somos nosotros ante Él. Trató con personas tan distintas como el principal de la sinagoga y su familia, y una mujer enferma y aislada hace doce años. Hizo que Jairo lidiara con su humildad, su fe y su paciencia, y motivó a la mujer a extenderse hacia adelante con una fe valiente y osada, dejando atrás su temor y su vergüenza. Así también trata con nosotros y nuestros pecados, llevándonos a conocerle y a saber quiénes somos realmente en Él.

El pasaje nos revela con especial belleza la gloria de Jesucristo. Según la ley de Moisés, quien estuviera en contacto con una mujer con flujo de sangre y quien tocara un cadáver quedaría impuro ceremonialmente, estando impedido de participar de la adoración pública del pueblo de Dios. Sin embargo, el contacto con la mujer y con la niña no hicieron a Cristo impuro, sino al contrario, fue Cristo quien purificó a la mujer y quien dio vida a la niña, venciendo sobre el pecado y sus consecuencias.

Esto también muestra lo que Cristo hizo: siendo el Dios llamado alto y sublime (Is. 57:15) puso sus pies en el polvo, vino a este mundo bajo el pecado y muerte y tomó nuestra impureza y nuestro pecado sobre sus hombros, para vestirnos con su pureza y su justicia.

La mujer enferma y Jairo se acercaron a Cristo por un problema que los afligía hasta lo más profundo. Con todo eso, se trataba de problemas temporales, propios de asuntos de esta vida. Sin embargo, hay un problema más profundo que Cristo atendió en ellos, y que todos compartimos tanto con la mujer como con la niña. Sea cual sea nuestra condición social, edad, sexo o nacionalidad, todos nosotros estamos contaminados por el pecado y somos impuros delante de Dios. Al igual que la mujer del flujo de sangre, no podemos estar ante Dios en nuestro propio nombre, porque el pecado nos hace inmundos y dignos de ser echados fuera de la comunión con Dios y su pueblo. La Escritura dice que incluso nuestras acciones justas son como trapos inmundos delante de Dios, ya que todo lo que hacemos está contaminado por el pecado (Is. 64:6). “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).

Por otra parte, al igual que la niña, estamos muertos en nuestros delitos y pecados delante de Dios (Ef. 2:1). Separados de Cristo, vivimos ajenos a la vida verdadera que sólo se encuentra en Él, y nos espera una condenación segura que es llamada en la Escritura la muerte eterna.

Sabiendo esto, la situación en la que nacemos y vivimos en este mundo es completamente desesperada, tenemos una urgente necesidad de ser lavados y de recibir la vida, y esto sólo puede ocurrir por medio de la fe en Cristo. Él es el Señor que nos purifica y nos resucita con Él, liberándonos del poder y la condenación del pecado.

Por eso dice la Escritura: “ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co. 6:11); y “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1). Encontramos así en esta historia que contiene dos milagros, un potente mensaje sobre quién es Cristo y la obra que realiza en nuestro favor: es quien nos purifica y nos da vida.

Y aquí las palabras de Jesús cuando dijo: “la niña no está muerta, sino duerme” (v. 39) son fundamentales, porque significan que en Él ya no somos los que mueren, sino los que duermen, porque Él, en su poder, nos despertará. “En presencia de Jesús, Señor de la vida, la muerte no es más irreversible que el sueño” (Biblia de Estudio de la Reforma) .

En el mundo existe el refrán: “todo tiene remedio, menos la muerte”. Eso es mentira, la muerte tiene remedio, y es el más glorioso de los remedios: Cristo, esperanza de gloria, venció al sepulcro y ha prometido que los suyos también vencerán. Él dijo: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” Jn. 14:19.

Entonces, sin Cristo somos los que mueren, pero en Cristo somos los que duermen. Cerraremos nuestros ojos por algún tiempo, pero sólo para volver a abrirlos y despertar en gloria. El problema de la muerte ha sido solucionado, Cristo conquistó el sepulcro. Y esta niña iba a ser una parábola viviente de esta hermosa verdad: Él se levantaría de la tumba como quien se levanta del sueño.

Y en la resurrección de esta niña, encontramos un anticipo de la resurrección final. Cuando Jesús la resucitó, dice que inmediatamente ella se levantó. De igual forma, cuando Cristo venga por segunda vez, nos llamará para despertarnos de la muerte: “vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; 29 y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn. 5:28-29).

Con esto se demuestra que Jesús tiene poder sobre la vida y sobre la muerte, que sólo Él es nuestra vida, y es nuestra esperanza más allá de la tumba, ya que en Él tenemos vida eterna.

Del relato aprendemos también que no es suficiente con la proximidad física a Jesús. Muchas personas lo estaban presionando y estaban cerca de Él físicamente, pero sólo la mujer que llegó a tocarlo con fe fue aquella que recibió la manifestación del Señor para darle sanidad y salvación. Así también, muchos estuvieron cerca de Jesús durante su ministerio terrenal, incluso algunos lo invitaron a su casa y otros como Judas fueron contados visiblemente entre sus discípulos, pero si no recibieron a Cristo creyendo en Él como el Mesías prometido, de nada les aprovechó esa cercanía. Sólo aquellos que recibieron a Cristo por la fe pudieron entrar en el reino de Dios: "Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios" (Jn. 1:12).

Así también debemos tener el cuidado de no sólo estar en medio del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, sino de pertenecer a ella realmente, y eso es posible únicamente por la fe en el Salvador y Cabeza de la Iglesia, que es Jesucristo.

¿Conoces a este Salvador? ¿Tocaste siquiera el borde de su manto? Si aún no le conoces, Él te llama hoy a venir a sus pies, y encontrarás salvación. Él es el Salvador compasivo que recibe a todo aquel que cree en Su Nombre, y nos asegura diciendo: “ten ánimo, tu fe te ha salvado”.

Si ya conociste a este Señor, recuerda que estamos llamados a seguir extendiéndonos hacia adelante, hasta que no toquemos sólo el borde de su manto, sino que estemos con Él para siempre en gloria: “una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14). Crezcamos más y más en esta fe, y maravillémonos con el incomparable amor de este cariñoso Salvador, quien nos limpia de nuestra impureza y nos da vida en Él.

  1. Hendriksen, W. (1998). Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Marcos (p. 220). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.