Domingo 21 de febrero de 2021

Texto base: Juan 5:1-18.

¿Alguna vez has podido ver tu completa incapacidad? En general, por más humildes que seamos, queda en nosotros un sentido de que podemos valernos por nosotros mismos. A veces tiene que ocurrir un accidente o una enfermedad, para que nos demos cuenta lo frágiles e impotentes que somos.

Lo cierto es que mientras más autosuficientes nos creemos, más engañados estamos. Mientras más cosas creemos poder hacer por nosotros mismos, mientras más capacidades pensamos tener, más lejos estamos de ver nuestra real condición. La verdad, sea cual sea nuestro sexo, condición económica, posición social o estado de salud, es que ante el Señor somos completamente incapaces por nosotros mismos. El pecado nos atrofió, retorció nuestros miembros y nos paralizó, de manera que nada bueno podemos hacer por nuestras fuerzas.

Por lo mismo, la historia del paralítico de Betesda es un espejo en el que nos vemos reflejados: estamos postrados, completamente dependientes y necesitados de que Dios venga en nuestra ayuda y nos salve.

Hoy veremos nuevamente la compasión de Jesús, manifestada a un hombre sin esperanza y lleno de miseria. En medio de una situación de resignación y abandono, el poder y el amor de Cristo brillan con fuerza incomparable.

I. Un hombre completamente incapaz

El relato nos lleva a una fiesta en Jerusalén. Los comentaristas estiman que debió tratarse de la fiesta de la Pascua o de los Tabernáculos. Estas eran fiestas de peregrinación, es decir, asistían judíos de todas las regiones a Jerusalén para celebrarlas, y entre ellos estaba el Señor Jesús. Esto generaba grandes tumultos en esta ciudad.

En aquel tiempo las ciudades tenían muros y grandes puertas. Una de las puertas de Jerusalén se llamaba “Puerta de las ovejas”, y allí había un estanque llamado Betesda o Betzatá. Allí había una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban que el agua se moviera.

¿Por qué esperaban esto? Porque tenían la creencia de que un ángel agitaba el agua de vez en cuando, y el primero que descendía al agua después de que el ángel la moviera, quedaba sano. No queda claro si lo que se registra aquí es sólo la creencia de los enfermos que esperaban al borde del estanque, o si de verdad había un ángel que descendía y hacía esta obra milagrosa. Algunas versiones de la Biblia no incluyen esta explicación del ángel, ya que no aparece en los manuscritos más antiguos, pero parece ser una explicación conocida de porqué los enfermos se encontraban ahí y esperaban que el agua se moviera.

En cualquier caso, debe haber sido una escena realmente penosa. Intentemos visualizar por un momento esa multitud de enfermos de distinta clase, postrados, necesitados, desesperados por algún alivio que llegara desde el cielo para su dolor. Podemos imaginarlos allí, una multitud maloliente, andrajosa, llena de harapos, sucia, en mal estado, con gemidos y lamentos, simplemente miserable, mirando ansiosamente hacia el agua para ver si se movía, para luego lanzarse con movimientos torpes cuando se agitara, y así poder encontrar la sanidad que esperaban.

En medio de esa multitud se encontraba un paralítico. La palabra en griego que aquí se tradujo como “paralítico”, significa literalmente “seco” o “marchito”. Era una persona tullida, con brazos y piernas flacos, débiles, retorcidos, sin movimiento, sin fuerza, inútiles. Se encontraba recostado sobre su lecho, que era algo así como una camilla, entre toda esa triste multitud de desvalidos.

Todo esto da para meditar en la inmensa miseria que introdujo el pecado al mundo. Esta multitud era un vivo y triste testimonio de los efectos de la rebelión contra el Señor, de las consecuencias del pecado en la creación y en el género humano. Toda esa muchedumbre oscura y penosa, esa masa de lamentos y dolores, era un registro de que una vez el pecado entró al mundo, y con él entró el dolor, las enfermedades y la muerte.

Este hombre era paralítico hace 38 años, es decir, prácticamente cuatro décadas de sufrimiento y miseria. Y es que los ciegos, cojos, y paralíticos no eran gente acomodada. La cultura religiosa de la época pensaba que estaban malditos por algún pecado, así que en vez de compasión recibían reproches y desprecio. Eran profundamente pobres, quizá los más pobres que se podían encontrar, pues por su condición quedaban destinados a ser pordioseros.

38 años, verano tras verano, invierno tras invierno, día y noche recostado con su cuerpo marchito sobre su camilla sucia y hedionda. En algún momento había dado con este estanque, no sabemos cómo, llevado por la esperanza de ser sanado de manera milagrosa.

Él veía año tras año que algunos lograban descender a este estanque estando enfermos, y se levantaban curados. Veía como los que llegaban desesperados, se retiraban contentos luego de su sanidad milagrosa. ¿Qué efecto habrá causado esto en su corazón?

Cuando habló con Jesús, podemos ver que en sus palabras hay tristeza, resignación, desesperanza. Él le dice: “Señor, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (v. 7). Este paralítico no tenía a nadie. Estaba allí, sin amigos, desamparado, a su propia suerte miserable, sin esperanza, sin fuerzas.

38 largos años de espera, y ya su esperanza de ser sanado parecía haberse desvanecido. Nada podía hacer él para sanarse. Sus miembros retorcidos, flacos, sin fuerza, no le servían de nada. Estaba condenado a esperar su muerte, luego de una vida profundamente miserable. Se encontraba en medio de una multitud, pero estaba profundamente solo y desamparado. Sus movimientos torpes se perdían en la muchedumbre. Sus gritos se ahogaban en el tumulto. Tenía razón en pensar como pensaba, si su ayuda no venía desde el cielo, no le quedaba más que la muerte.

II. Un Salvador compasivo

Pero el Señor conocía a este hombre, vio su aflicción y se compadeció de su miseria. El v. 6 dice que Jesús “lo vio acostado”. En ese lugar debió haber muchos postrados, mucha gente acostada esperando el movimiento de las aguas, pero los ojos de Jesús se fijaron en este hombre.

Se acercó a él y le preguntó: ¿Quieres ser sano?. Cuánto amor, cuánta compasión hay en esta pregunta. Era evidente que aquel hombre quería ser sano, pero debía poner su fe en Jesús. Con esta pregunta Jesús deja claro que el paralítico estaba completamente necesitado y dependiente, pero era Él quien podía aliviar su dolor y curar su mal.

Sin embargo, el paralítico seguía pensando en el estanque. Le dijo a Jesús que no tenía quién lo llevara, que otros eran más rápidos que él para descender a esas aguas milagrosas. Quizá pensó que Jesús podía ofrecerse para llevarlo al estanque en esta competencia en la que cada uno de esos miserables veía por lo suyo, y debían adelantarse a los demás y quedarse con el milagro. Pero él seguía pensando que ese estanque era la solución, que ahí se encontraba el fin de 38 años de miseria.

Y aquí debemos entender que nosotros, sin Cristo somos como este paralítico, aunque no nos demos cuenta. Aunque estemos rodeados de personas, en realidad estamos en la más profunda soledad, tullidos espiritualmente, secos, marchitos, sin posibilidad de salvarnos a nosotros mismos, y estamos en medio de una multitud incontable que se encuentra en la misma necesidad.

Estamos allí postrados, sin fuerzas, sin capacidad de movernos. El discurso de moda hoy quiere que todos nos consideremos ganadores y campeones, dice que todos somos líderes innatos y triunfadores que sólo necesitan creer en sí mismos para lograr una vida llena de victoria. Pero la verdad es que sin Cristo somos como este paralítico, postrados, desamparados, solos, sin esperanza posible.

Sin embargo, aun cuando Cristo se revela a nuestras vidas, seguimos buscando en esos estanques en los que no encontraremos nunca la salvación, pero que se presentan como la solución a nuestra condición de miseria. A veces seguimos buscando que alguien nos lleve a eso que siempre buscamos como salvación. Por momentos, Cristo el Creador, Señor y Rey de todo está en frente nuestro como estaba en frente de este paralítico, pero queremos que Él simplemente nos lleve a otra cosa, que nos guíe a nuestros propios sueños, proyectos o metas, o incluso a nuestros ídolos, a aquello en que siempre pusimos nuestra esperanza pero que no podrá nunca salvarnos.

Este paralítico, después de 38 años de miseria, tenía frente a él a la fuente de vida eterna, el manantial de agua viva que podía calmar su sed para siempre, pero era incapaz de darse cuenta de esto.

Sin embargo, Jesús demostró su compasión, como en tantas otras ocasiones. Aunque la fe del paralítico era deficiente y torpe, tanto como podían serlo sus brazos y piernas, Jesús se preocupó de la necesidad de este miserable, y se compadeció de su aflicción sin dilatarlo, sino que lo hizo inmediatamente.

Y la manera en que Jesús se compadece de este hombre es muy extraña si uno la ve con ojos humanos. Porque le dice a un hombre que llevaba paralítico 38 años, que se levante, tome su camilla y ande (v. 8). ¿Acaso si él hubiera querido y podido, no era obvio que habría tomado su camilla hace mucho tiempo? La orden podría parecer absurda, o incluso insultante para ese hombre postrado y miserable.

Pero algo ocurrió cuando el Señor Jesús pronunció esas palabras. Esas palabras no fueron como cualquier otras. Algo inmediato sucedió, que hizo que en ningún momento el paralítico pensara que se trataba de una broma de mal gusto. Esas Palabras estaban vivas, tenían poder, no eran como las palabras de un hombre, eran como las Palabras de Dios.

Hebreos 4:12 nos dice que la Palabra de Dios es “viva y eficaz, es decir, causa un efecto; y eso es lo que ocurrió aquí: junto con decir al paralítico que se levante, tome su camilla y ande, el Señor le dio el poder para hacerlo; de otra forma habría sido un chiste de mal gusto. Y es lo mismo que hizo con Lázaro cuando le ordenó salir de la tumba. Si Jesús no le hubiera dado vida y poder primero, Lázaro ni siquiera podría haber escuchado su orden, ya que estaba muerto hace días. Pero el Señor le dio la vida, le dio la fuerza, y además le ordenó obedecer.

Este paralítico había recibido ahora vitalidad en sus miembros, podían moverse, tenían fuerza y capacidad. Ahora él podía obedecer la orden de Jesús, y por primera vez después de 4 décadas, ese cuerpo que antes estaba seco y marchito, ahora se puso de pie y caminó.

Reflexionemos en esto: en este pasaje podemos ver el poder de la Palabra de Cristo: con tan solo mencionar las palabras "levántate, toma tu lecho, y anda", Cristo pudo sanar completamente a este paralítico. Su Palabra es suficiente y es verdadera, y demuestra el valor de toda la Palabra que viene de Dios.

Con su Palabra, el Señor creó el universo por medio de Cristo. Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha hombre. Por su Palabra fue que también el Señor sanó a este miserable. Y esa misma Palabra es la que Él nos ha dejado, dándonos a conocer su voluntad y sus promesas, y es por oír esa Palabra que viene la fe que nos salva.

Y es en la Palabra de Cristo en la que debemos creer para salvación, es ella la que debe impactar nuestras vidas y transformar todo nuestro ser, es ella la que nos puede dar vida y la que debemos buscar más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Y fijémonos que con esta orden “Levántate, toma tu lecho, y anda”, el Señor Jesús dirigió la atención hacia Él, no hacia el estanque. Ni siquiera usa el estanque, ni lo menciona. Es Él quien le dio sanidad, no el estanque. Es Él quien obró el milagro, no el supuesto ángel que agita el agua. Es Él la fuente de salvación y sanidad para este paralítico, y no ese montón de aguas en las que él siempre esperó, pero nunca recibió nada.

Y lo que ocurrió con este paralítico es también nuestra realidad. Cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1), alguien nos predicó el Evangelio, y nos ordenó arrepentirnos y creer en Jesucristo. Pero eso para nosotros, en nuestras fuerzas, era imposible. Pero el Señor, junto con esa orden de arrepentirnos y creer, nos dio también la fuerza, el poder para obedecer, para poder venir a Él en arrepentimiento y fe.

Fue Él quien nos dio vida espiritual, fue Él quien nos hizo nacer del Espíritu, quien obra como quiere y cuando quiere, fue Él quien nos reveló a Cristo, quien hizo alumbrar su gloria en nuestros corazones; cuando nosotros estábamos llenos de muerte y tinieblas y nada podíamos hacer para salvarnos.

Al ver al paralítico levantarse y andar, tenemos que ver también nuestro propio caso, es tan milagroso lo que ocurrió con este hombre miserable como lo que ocurrió con nosotros, quienes también estábamos perdidos en nuestra miseria.

El paralítico de nada podía jactarse, ya que no hizo nada para poder ser sano, y así también nosotros, de nada podemos jactarnos ya que toda la gloria y la honra son para el Señor por habernos dado vida en Cristo.

III. La miopía legalista

Lo que acababa de ocurrir sin duda era maravilloso y sorprendente. Algo tan hermoso, tan lleno de gloria, un testimonio tan poderoso de amor, una historia de vida tan increíble sólo podía venir de Dios: ¡Un hombre paralítico tenía movimiento en su cuerpo luego de estar desvalido casi cuatro décadas! Sin duda debió haber sido conocido en la ciudad como pordiosero, postrado en ese lecho miserable, ahora andaba por ahí como cualquier transeúnte, con el lecho en sus manos.

¡Ah!, pero hubo un grupo de personas que pareció estar completamente ajeno a este hecho tan maravilloso, tanto así que llegan a ser ridículos. Estos hombres, que son los judíos (término que se ocupa en el Evangelio de Juan para referirse a líderes religiosos como fariseos, saduceos y escribas), les llamó más la atención que este hombre llevara carga en sus manos, antes que la increíble sanidad.

Para ellos lo importante fue que este hombre estaba quebrantando sus reglamentos. Para reprochar a este hombre, se basaban en pasajes como el de Jeremías cap. 17:

Así ha dicho Jehová: Guardaos por vuestra vida de llevar carga en el día de reposo, y de meterla por las puertas de Jerusalén. 22 Ni saquéis carga de vuestras casas en el día de reposo, ni hagáis trabajo alguno, sino santificad el día de reposo, como mandé a vuestros padres” (vv. 21-22).

Algunos dirán: “bueno, lo que hacían estos judíos era interpretar estos pasajes de manera estricta”. Pero no es así, ellos derechamente estaban interpretando mal la ley, estaban haciendo una caricatura exagerada de lo que la ley realmente decía, la habían deformado con sus reglamentos humanos. Esto porque cuando la Palabra prohíbe llevar carga el día de reposo en pasajes como el de Jeremías, se refiere al comercio y actividades laborales, y no a casos como el del paralítico.

Estos judíos habían perdido el espíritu de la ley, e ignoraban que como dijo Jesús, “El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo” (Mr. 2:27). Es decir, el Señor estableció ese día de descanso para el bien del hombre, no para aplastarlo con reglamentos minuciosos, sino para que pudiera disfrutar de manera especial de la comunión con Él en ese día.

Los judíos veían el día de reposo como un día para no hacer nada, pero Jesús reveló su verdadero sentido: es un día para hacer el bien. Los judíos lo veían como una carga, pero el Señor lo estableció para descanso de nuestras almas.

Fijémonos que no preguntaron al hombre quién lo sanó, sino “¿Quién es el que te dijo: Toma tu lecho y anda?”. O sea, lo que le estaban diciendo es: “¿Quién osa hablar en contra de nuestras tradiciones? ¿Quién se atrevió a decirte que desobedezcas las reglas del día de reposo?” Para ellos la sanidad milagrosa pasó a segundo o tercer plano, ni siquiera la mencionaron ni la tomaron en cuenta.

Esto nos muestra la miopía del legalismo: pierde de vista el espíritu de la Palabra de Dios, se equivoca por completo al ignorar la esencia de las Escrituras, creyendo que la espiritualidad se trata de lo que nosotros hacemos para ganarnos el favor del Señor, en vez de una gratitud profunda por lo que Él ha hecho en nuestro favor. Estos judíos eran tan miopes y su religiosidad estaba tan muerta, que habrían preferido que este hombre siguiera postrado en su camilla, antes que verlo sano, llevándola en sus manos en día de reposo.

Habían perdido de vista completamente la Palabra de Dios, estaban cegados con sus regulaciones humanas. Eso es lo que hace el legalismo, pierde la alegría de recibir la gracia de Dios, y en su lugar muestra el rostro riguroso de las reglas inventadas por los hombres, pero que son impuestas como mandamientos del Señor. Son como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. En vez de alegrarse del regreso de su hermano a la casa de su padre, se enojan porque el padre recibe a su hijo arrepentido y no los exalta a ellos, que son los “obedientes”.

El legalista es miope, ha perdido de vista el Evangelio y se queda con lo que él cree que son mandamientos de Dios, pero son imposiciones humanas. No deja que los hijos de Dios disfruten de la gracia de su Padre Celestial con descanso en sus almas. Ahoga a los hijos de Dios con sus reglas humanas, quiere que sean como él: ya sea orgullosos con lo que hacen para Dios, o angustiados por no poder cumplir con todas las reglas que se han impuesto.

Pero una cosa es clara: el legalista ha perdido de vista la gloria y el amor de Cristo. Por eso es necesario que nos analicemos. Asegurémonos de alegrarnos de lo que la gracia de Dios está haciendo en nuestros hermanos, y de no estar imponiendo sobre ellos reglas que la Palabra no impone. Aunque haya reglas que a nosotros nos parezcan buenas y convenientes, si no están en la Palabra de Dios no tenemos derecho a imponerlas sobre nuestros hermanos, ni menos podemos creer que ellas son la forma en que debemos agradar al Señor.

El Señor nos lleve a ver siempre la gloria de Cristo, y la grandeza de su obra en nuestros hermanos. Alegrémonos al ver su gracia obrar, y nunca entristezcamos a nuestros hermanos imponiendo doctrinas de hombres como si fueran mandamientos de Dios.

IV. Mirando a Cristo

El hombre perdió de vista a Jesús una vez que fue sanado. No alcanzó a conocer su nombre, pues Jesús se apartó de la multitud que se encontraba en ese lugar y luego no pudo encontrarlo. Pero fue Jesús quien lo buscó nuevamente. Había sanado su cuerpo, pero ahora se preocupaba por su alma. Le dijo: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (v. 14).

Esto porque el verdadero problema de este hombre era el pecado, como es también el nuestro. Ahora su cuerpo podía moverse y caminar por sí mismo, pero su alma debía apartarse del pecado, porque es el pecado el que causó todos los males al entrar al mundo. J. C. Ryle, comentando este pasaje, dice:

"No hay mayor prueba de la incredulidad innata del hombre, que su despreocupación por el pecado. "Los necios se mofan del pecado", dice Pr. 14:9. Miles se deleitan en cosas que son explícitamente malas, y corren deseosos tras aquello que es claramente veneno. Aman lo que Dios aborrece, y les desagrada aquello que Dios ama... sus ojos están ciegos. Seguramente, si los hombres miraran en los hospitales y enfermerías, y meditaran sobre el caos que el pecado ha hecho en este mundo, nunca encontrarían placer en el pecado como ahora lo hacen".

Junto con el pecado se introdujo el dolor, las enfermedades y la muerte; pero Cristo vino a deshacer las obras del maligno, a abolir las consecuencias del pecado y a establecer su reino, a restaurar todas las cosas al orden que siempre debieron tener, sometiendo todo a la voluntad de Dios. Entonces, estos milagros son anticipos, son sinopsis de lo que Él hará en su segunda venida, cuando restaure todo y el reino de Dios sea plenamente establecido.

Por tanto, todos estos milagros nos deben llevar a poner la vista NO en las sanidades mismas, sino en Cristo, a orar que se haga su voluntad en la tierra como en el Cielo, a desear que venga su reino, que Él restaure todo con poder y llene de gloria su creación, que extirpe el pecado y la maldad de la humanidad y del universo.

Y es ese también el verdadero propósito de este milagro: este hombre debía poner sus ojos en Cristo y no pecar más, es decir, no vivir en pecado, ya que algo peor le podía sobrevenir, y eso es la muerte eterna. Peor que ser paralítico 4 décadas, es estar separado del Señor por toda la eternidad. Él ahora debía vivir para el Señor, creer en Cristo y entregar su vida a sus pies.

Pero no sólo eso: con este milagro Jesús demostró que es uno sólo con el Padre, que era el Hijo de Dios. Hay supuestos eruditos que dicen que Jesús nunca afirmó ser Dios, pero aquí vemos un ejemplo claro de que es todo lo contrario: los judíos querían matarlo, porque Él afirmaba ser igual a Dios (v. 18).

El Señor Jesús ocupó este milagro para demostrar que Él es Señor del día de reposo, que es el Hijo de Dios y Dios mismo. Todo milagro, cuando es bien entendido, apunta a la gloria de Cristo, a demostrar que Él es Rey y Señor sobre todo.

Y el milagro que Él ha hecho en nosotros, de pasarnos de muerte a vida, de hacernos nuevas criaturas, de resucitarnos en Cristo, también tiene el mismo fin: llevar gloria a Jesucristo. Nos dijo “sal fuera”, como a Lázaro. Nos ordenó “levántate y anda”, como a este paralítico. Y eso es para que nuestras vidas lleven gloria a Cristo, porque Él es digno, porque Él ha tenido misericordia de nosotros y ahora somos para alabanza de su gracia.

El pecado nos había hecho inútiles, ya que no podíamos hacer ningún bien. Estábamos con nuestras facultades espirituales entumecidas, nuestro cuerpo y nuestra alma estaban arruinados por el pecado, y no teníamos ningún poder en nosotros mismos para salir de esa condición. Estábamos desesperados, impotentes, nos esperaba la condenación eterna y nada podíamos hacer para evitar ese fin.

Pero el Señor nos vio en esa multitud de miserables y postrados incapaces de salvarse a sí mismos, se acercó con amor, tuvo compasión de nosotros y nos dio el poder para levantarnos por primera vez, dio la fuerza a nuestras piernas para que andemos en su camino de la vida, y dio fuerza a nuestras manos para que le sirvamos con alegría y gratitud en el corazón.

Por tanto, ya que hemos recibido libertad de la condenación del pecado, ya que hemos recibido el poder para andar en una vida nueva de fe y obediencia, que nuestras vidas glorifiquen a este Salvador que nos amó. Amén.