Domingo 7 de marzo de 2021

Texto base: Juan 4:1-26.

El diccionario de la RAE define “sed” como “Gana y necesidad de beber”, y “Apetito o deseo ardiente de algo”. Sentimos sed porque tenemos una necesidad vital de agua. Aunque el ser humano puede sobrevivir varios días sin ingerir alimentos, sólo resiste de 3 a 5 días sin agua. A partir de un determinado momento, el cuerpo se vuelve incapaz de realizar sus funciones básicas debido a la deshidratación.

El Señor ha querido usar esta necesidad apremiante de la sed, para referirse a la necesidad que tiene nuestra alma de Dios, y la vida que sólo Él puede darnos. Quienes no conocen al Señor, pasan su vida buscando saciar esa sed con las cosas de este mundo, y por momentos pueden sentirse saciados, pero lo cierto es que la necesidad verdadera sigue allí.

En nuestro cuerpo, el verdadero problema no es la sed, sino la falta de agua. La sed sólo es una alarma que nos indica que existe ese problema. Así también, si hablamos en términos espirituales, no basta con sentirnos saciados, sino que debemos realmente haber satisfecho nuestra necesidad más profunda. Muchos piensan que porque se sienten llenos de las cosas de este mundo, ya no necesitan a Dios. Pero la ausencia de Dios en sus vidas terminará por matarlos, si no vienen a los pies de Cristo en arrepentimiento y fe.

Hoy nos concentraremos en la verdadera sed, y la verdadera agua que puede saciarla. A través del relato del encuentro de Jesús con la mujer samaritana, meditaremos sobre nuestra sed espiritual, y presentaremos a Cristo como el único que puede darnos el agua viva que calma nuestra sed para siempre.

I. La verdadera sed

El contexto nos muestra que Cristo fue realizando su ministerio paso a paso, nunca se adelantó ni se atrasó. Él tenía pleno control de lo que debía hacer, y esta vez se fue de Judea a Galilea para evitar una crisis temprana con los líderes religiosos. En ese tránsito, le era necesario pasar por Samaria. Esto era complejo, pues debemos recordar que Jesús era judío.

Pero ¿Quiénes eran los samaritanos? Eran una nación que surgió de la mezcla racial, cultural y religiosa entre los israelitas y los colonos paganos que los asirios instalaron en la región cuando la conquistaron (2 R. 17:24-36). Pese a su origen israelita, los samaritanos estaban dentro del grupo que hizo la vida imposible a los judíos cuando volvieron del exilio en Babilonia. No los dejaban reconstruir su templo y sus muros, así que entre judíos y samaritanos había una rivalidad histórica muy profunda.

A pesar de toda esta historia que había con Samaria, el Señor Jesucristo debía pasar por allí como parte de su ministerio, para un encuentro que estaba preparado desde la eternidad, en que Cristo se iba a revelar a ella como el agua viva, como el Mesías que había de venir, y que también esperaban los samaritanos.

Y Jesús llegó al lugar que todo viajero visitaría primero: el pozo. Y estaba cansado. Sí, Jesús también se cansó. Consideremos que había viajado kilómetros a pie, que los caminos de ese tiempo no estaban pavimentados y se trataba de un terreno muy accidentado. Además, era la hora sexta (cerca del mediodía), así que debió haber estado agotado, sediento y polvoriento. El Evangelio de Juan nos deja muy claro que Jesucristo es Señor y Dios, pero también demuestra que fue hombre, y como tal debió soportar el cansancio. Por eso puede compadecerse de nuestras debilidades (He. 4:15).

Cuando estamos cansados, nuestro egoísmo aflora más que de costumbre, e incluso podemos demostrar irritabilidad. No deseamos servir, sino ser atendidos. Pero Jesús pensó en lo que Él podía entregar, cómo podía hacer bien a esta mujer. Él no vino a ser servido, sino a servir, vino a entregarse por nosotros, para nuestra salvación, como queda claro aquí.

Así estaba Jesús junto al pozo en el mediodía, cuando vino una mujer a sacar agua. Pero había algo atípico: lo normal era que las mujeres hicieran esta tarea en grupo, llevando sus cántaros. Otra cosa fuera de lo común es que las mujeres solían ir temprano en la mañana, o cuando ya el sol se estaba escondiendo, justamente para evitar estas horas de calor tan insoportables.

Entonces, por alguna razón, esta mujer no quería compañía, o no le quedaba otra opción que esta. Todo indica que esta era una mujer con una moralidad cuestionada. Había tenido cinco hombres, y el que la acompañaba actualmente no era su marido, es decir, se encontraba en una relación ilegítima. Probablemente, las otras mujeres del pueblo no querían mezclarse con esta mujer de mala reputación y mal vivir. Ella, por su parte, quizá tampoco quería exponerse. Todo indica, entonces, que era una mujer solitaria.

Podemos imaginarnos que ella quería llegar al pozo, sacar el agua rápido y retirarse, evitando el contacto con la gente. Pero allí estaba Jesús, un judío, quien lo primero que hace es hablarle, encima para pedirle un favor: que le diera de beber. Recordemos que este era un pozo, no era una llave de agua potable. Para poder beber, tenías que traer algo para sacar el agua, y se calcula que este pozo tenía 30 m de profundidad. Jesús no tenía algo así, pero la mujer sí.

Al comienzo ella opuso algo de resistencia. No quiere hablar ni relacionarse. Además, Jesús rompió dos barreras culturales muy importantes: le habló a una mujer que no conocía, cosa que en ese entonces no era bien vista, y además, siendo Él judío, le habló a una samaritana, para pedirle un favor. Entonces, ella con razón le pregunta, ya que por las normas de los rabinos judíos, ellos ni siquiera podían tomar del mismo vaso que los samaritanos, ya que los consideraban impuros y podían contaminarse si usaban los mismos utensilios. Por tanto, ella debe haber quedado atónita con esta intervención de Jesús.

Pero Jesús, lejos de detenerse, va más allá. Le dice: “Si tú conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber,’ tú Le habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva” (v. 10). Jesús le está diciendo que hay algo que ella no conoce. Usa esta escena de la vida cotidiana, tan común en ese tiempo y en ese lugar como era ir a sacar agua del pozo, para enseñar algo muy profundo a esta mujer, que apuntaba a la vida eterna.

Con esto, Jesús quería evidenciar algo: Él le estaba pidiendo agua, pero era ella la que tenía la sed más profunda y apremiante, y era Él quien podía solucionar su problema.

Ella ese día se había levantado como cualquier otro, sin saber que tendría un encuentro extraordinario: el mismo Señor y Dios la iría a buscar a ese pozo para decirle algo que ella nunca había escuchado, algo que iba a cambiar su vida y su visión del mundo para siempre.

Jesús le había pedido agua, y ella no accedió inmediatamente, sino que opuso una resistencia, impresionada de la petición del Señor. Pero el Señor le respondió que si ella conociera quién era Él realmente y qué es lo que Él podía darle, sería ella la que le habría rogado por agua viva, y Él se la habría dado sin resistencia ni demora.

II. La verdadera agua

Jesús le estaba diciendo que Él podía darle agua viva, es decir, agua que corre como en un manantial, una fuente que brota constantemente, que es más deseable que la de un pozo, que es agua subterránea. Ese pozo lo había hecho Jacob, el patriarca de las doce tribus, de quien tomó el nombre la nación de Israel. Así, ese pozo tenía un valor incalculable, ¿Acaso Jesús, este forastero judío, se creía mejor que Jacob?

Y Jesús confirma que sí: Él es superior, es antes que Jacob. Jacob les dejó ese pozo del que podían sacar agua física. Esa agua podía calmar su sed, pero sólo de forma temporal. El que bebiera de esa agua, luego de un tiempo volvería a tener sed, y se vería obligado a volver a sacar más agua. Pero el agua que Jesús tenía por entregar no se agota, y una vez que alguien la bebe, no vuelve a tener sed. O sea, no sigue buscando otras fuentes, no sigue sediento intentando calmar esa sed con otra cosa, sino que queda satisfecho.

Más aún, quien venga a esta beber de esta fuente de agua viva, tendrá a la fuente en sí mismo, se convertirá en un manantial del cual brota agua que salta a borbotones, y salta para vida eterna.

Ahora, tratemos de ponernos en la mente de una mujer samaritana de ese tiempo, que diariamente tenía que caminar bastante con un cántaro para llegar a un pozo, luego bajar el cántaro, subirlo y llevarlo de vuelta más pesado con el agua. Al escuchar a Jesús, quien le ofrece un manantial de agua viva, fresca, que más encima le quitará la sed para siempre, lo único que deseaba era encontrar esa agua.

Pero ella todavía pensaba en el agua física: debía entender correctamente lo que Jesús le estaba diciendo. Por eso Jesús, quien había capturado la atención de esta mujer, y había cautivado su curiosidad, ahora iba a hablar directo a su consciencia. Ella no desearía el agua que Jesús tenía para ofrecer, hasta que no entendiera su necesidad absoluta de esa agua.

Entonces, Jesús le pidió que llame a su marido, y ahí se revela el drama de esta mujer. Ella, tratando de ocultar su vergüenza, le dice a Jesús que no tenía marido, pero Jesús conocía perfectamente la historia que había detrás: ella había tenido cinco maridos, y el que tenía actualmente no era su marido, sino que era un hombre con el que tenía una relación ilícita.

En ese tiempo era fácil que los hombres dieran carta de divorcio a sus mujeres si ellas no eran de su agrado, y como la mujer estaba en una posición social vulnerable y precaria, cuando era despreciada por su marido quedaba en la mayor fragilidad. Probablemente haría todo lo posible por agradarlo, para no quedar desamparada. Ella había pasado por varios hombres, y el sostener una relación ilícita la ponía en una posición muy vergonzosa como mujer. Las demás mujeres probablemente la juzgaban en público, la evitaban, se burlaban de ella o la rechazaban. Ella necesitaba un hombre que pudiera protegerla y cubrir sus necesidades, y se había entregado a esta relación de pecado.

Ella trató de ocultar su vergüenza a Jesús, pero se vio expuesta y desnuda delante de Él, ya que Jesús sabía absolutamente todo sin siquiera conocerla. Ella estaba ante alguien que podía saber quién era ella realmente, y aun así, se había interesado en hablarle, llegar a su corazón, y ofrecerle esa agua que sólo Él podía dar.

Cuando la mujer vio que Jesús pudo conocer lo que ella había hecho, su percepción sobre él comenzó a cambiar. Para ella este forastero judío ahora era un profeta, lo que significaba en su mente que Jesús podía conocer lo secreto, podía conocer cosas o hechos que él no había presenciado, y sin que nadie le contara.

Esto obviamente no fue al azar. Jesús estaba revelando cada vez más claro quién era Él, que estaba hablando con ella. Él le estaba haciendo saber que no era cualquier hombre, y esto hizo que ella se interesara aún más en su mensaje, que quisiera saber más y seguir escuchándolo.

III. La verdadera fuente

Ella de alguna manera entendió que esto se trataba del Señor, de la verdad, de su relación con Dios y de cómo debía adorar. Por eso investiga, ya que los samaritanos adoraban en un monte, pero los judíos decían que se debe adorar en Jerusalén. ¿Quién estaba en lo correcto? Hoy podríamos hacernos la misma pregunta, hay tantas voces, y todas ellas nos llaman a adorar a un dios.

La respuesta de Jesús es de una profundidad impresionante. Estaba revelando a esa mujer común de Samaria, algo que ni los escribas más preparados de Jerusalén conocían. Quiso hablar estos misterios profundos a esa mujer que estaba viviendo en inmoralidad, que no tenía preparación teológica y que además estaba limitada por ser mujer, por la condición que se les daba en esa cultura.

Quiere decir que el templo físico hecho con piedras inertes era una sombra de ese templo que el Señor iba a edificar con piedras vivas, que son los creyentes (1 P. 2:5). Su Espíritu Santo habita en su Iglesia, y ese es el templo definitivo donde se encuentra la presencia de Dios (1 Co. 3:16).

Lo decisivo en la adoración no es el lugar en el que se encuentra el creyente, ni los ritos externos que practique, sino el estado de su corazón. No se trata de templos de piedra, sino de corazones renovados por Dios, que han recibido vida del Espíritu, que adoran como una consecuencia necesaria de haber sido pasados de muerte a vida. Aunque nuestra adoración es imperfecta, podemos adorar verdaderamente a Dios, anticipando lo que pasará en la gloria, cuando estemos en la presencia misma de Dios.

Y es una adoración en espíritu, pero también en verdad. Se hace de acuerdo con lo que Dios ha hablado en su Palabra, y se somete a lo que Dios ha ordenado. Hay una sola forma correcta de adorar. Para adorar correctamente, debes atender a la revelación de Dios, no a tu imaginación ni tu creatividad.

Por eso debe ser en espíritu y en verdad. Cualquiera de estas dos cosas que destaquemos exageradamente por sobre la otra, hará que nos desviemos. Debe surgir de un corazón sincero y devoto a Dios, pero siempre según lo que Él haya establecido en su Palabra.

La adoración va en directa relación con el Dios que adoramos. Jesús dice: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (v. 24). ¿Por qué estudiamos los atributos de Dios? No es para darnos un gusto o un lujo intelectual, sino porque es esencial conocer a Dios como Él se revela en su Palabra. Sólo así podremos adorarlo como debemos, y esto es un asunto de vida o muerte. O lo adoramos a Él, o adoraremos un ídolo, pero no podemos dejar de adorar. Y es así como debemos hacerlo, en espíritu y en verdad.

Ante esta explicación, la mujer se dio cuenta de que Jesús es extraordinario, está fuera de la medida simplemente humana. Había algo único en Jesús: comenzó viéndolo como un forastero judío, luego como un profeta, y ahora estaba relacionándolo con el Mesías.

Y Jesús no se fue con rodeos, sino que se presentó claramente como el Mesías; hizo una revelación a esta mujer que ningún escriba, fariseo o líder religioso escuchó con tanta ternura y claridad: “Yo soy, el que habla contigo” (v. 26). Esto debió sonar muy impactante para la mujer, ya que “Yo soy” era la forma en que el Señor se presentó a Moisés (Ex. 3:14), y que Jesús usó varias veces para dar a entender que Él es Dios.

La Palabra de Jesús debe haber sido como una espada que atravesó el corazón de esa mujer, pero no para darle muerte, sino para darle vida. Ella quedó maravillada ante esta revelación, la hizo dejar el cántaro allí y salir corriendo a contar a todo el mundo que se había encontrado con el Cristo, el Mesías, ese que podía dar agua viva que saciara la sed para siempre.

IV. Nosotros y la fuente

En esos minutos que habían pasado, en medio de una labor tan cotidiana como ir a buscar agua al pozo, la vida de esta mujer había cambiado para siempre, y es que en ese momento había comenzado a vivir realmente. Había bebido de ese manantial de agua viva y veía todo distinto, en esos breves instantes había recibido más luz que en toda su vida.

Lo que Jesús dijo a la mujer samaritana nos recuerda Ap. 21:6: “Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida”, y también lo que dijo el mismo Jesús: “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba!” Jn. 7:37.

Como seres humanos, naturalmente ansiamos cosas. Tenemos necesidades físicas que, si no satisfacemos adecuadamente, podemos enfermarnos gravemente o morir. Pero nuestra alma también tiene sed, desea fervientemente que sus deseos sean satisfechos.

Lamentablemente, el pecado que hay en nosotros contamina con maldad nuestros deseos. No deseamos sanamente, ni buscamos la fuente que debemos buscar, sino que codiciamos, no estamos contentos con lo que tenemos y ardemos de deseos por cosas materiales, por personas o por placeres buscando que calmen la sed de nuestra alma. Tenemos sed de ser exitosos, de ser prósperos, de bienestar material, de placeres y momentos agradables, de reconocimiento, de aprobación social; en fin, sed de muchas cosas que si son buscadas como el objetivo máximo, sólo esconden vanidad y destrucción.

Pero en estos pasajes no se habla de cualquier sed. No se trata simplemente de querer algo, sino de la sed del Señor, de la única sed que nos conduce a buscar desesperadamente la vida verdadera y que puede ser satisfecha realmente. No es sólo ansiar algo bueno: es ansiar a Cristo. No es sólo querer estar bien, sino querer ser encontrados en Él, cubiertos por su manto de justicia, saciados de su misericordia, alumbrados por su perdón. No es sólo querer paz, es querer SU paz, la paz que Él vino a traer, la reconciliación con el Señor.

Y no es casualidad que el Señor ejemplifique nuestra necesidad de Él con la sed. La sed es una necesidad apremiante, urge por ser satisfecha, comienza a molestarnos hasta que no podemos hacer otra cosa sino darle atención, si permanece por mucho tiempo comienza a estorbar nuestros pensamientos y en lo único que podemos pensar es en agua fresca.

Como dijo Agustín de Hipona, “nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti”. Él ha puesto la eternidad en nuestros corazones, buscamos ser saciados, buscamos aquello que sólo el Señor puede darnos, pero lo buscamos en lugares incorrectos, en aquello que no sacia. Por eso el alma puede estar en esta búsqueda sin saber bien qué busca, hasta que es confrontada con la Palabra viva del Señor, y allí se da cuenta que es eso lo que estaba buscando, ansiando con todo su ser.

Esa agua viva es Cristo mismo, es la salvación que encontramos en Él, es la vida verdadera que sólo Él puede darnos, es la comunión con Él, su presencia, su amor en nuestra vida; Él es esa fuente de agua fresca que nunca se agota, que puede saciar nuestra sed. Si lo encontramos a Él, si bebemos de esa agua fresca que salta para vida eterna, sabremos que no debemos seguir buscando, que no necesitamos otras fuentes, ya que sólo en Él está el agua viva que nos sacia y no hay nada más que pueda calmar nuestra sed verdaderamente.

¿Adónde vas cuando tienes sed? ¿Dónde buscas ser saciado? ¿A qué fuente acudes para satisfacer tu necesidad? Cuando te sientes solo, cuando estás angustiado, cuando te ves en aprietos, cuando quieres escapar del vacío y del sinsentido de la vida, ¿Adónde vas? Sólo el Señor puede saciarte, y traer verdadera paz para tu alma. ¿Tienes sed del Señor? ¿Ansías su presencia, ansías su bien, su rostro resplandeciendo sobre tu vida? ¿Anhelas su mano misericordiosa, su perdón, su consuelo, su paz; o prefieres la que el mundo ofrece?

No seas como el pueblo rebelde de Israel, a quienes el Señor acusó diciendo: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13). Si buscas tu propia fuente, tu sed permanecerá, pero si vas a los pies del Señor, serás saciado.

La mujer samaritana había buscado calmar su sed en los hombres. Había idolatrado estas relaciones, buscaba a aquel que pudiera llenar su vida, ser todo para ella, pero no había encontrado más que vergüenza. Muchos hoy en día siguen haciendo esto, buscan en una relación con una persona lo que sólo Cristo puede darles, y van encontrando desilusión tras desilusión, y nunca pueden tener contentamiento. Pero hay otras cisternas rotas:

- Algunos quieren saciar su sed en sus hijos, y buscan que ellos completen su vida, pero sólo consiguen dañarlos y confundirlos.

- Otros buscan saciar su sed llenándose de entretenimiento, esperando olvidar el sinsentido y el cansancio de su existencia; pero no pueden encontrar satisfacción verdadera.

- Otros se vuelvan a buscar conocimiento, buscan sentirse mejores que el resto de las personas a las que consideran mediocres, pero no encuentran nunca la satisfacción.

- Otros, cuando sienten el vacío en sus vidas intentan llenarlo con compras voraces, pero que nunca logran saciar su sed.

- Otros buscan el esoterismo y los misterios, intentando encontrar en lo oscuro aquello que les dé satisfacción, pero sólo consiguen llenar sus vidas de tinieblas.

- Otros se dedican a la vida sana, hacen deportes, cuidan sus cuerpos y los cultivan, pero sus almas siguen igual de vacías.

- Otros intentan saciar su sed en los placeres y adicciones, en la pornografía, en el alcohol, en las drogas, en las apuestas y los juegos, todas estas cosas que envuelven totalmente nuestro ser y no permiten pensar en nada más; pero sólo consiguen destruirse y quedar más vacíos.

Así podemos seguir enumerando muchas cosas, pero todas ellas son cisternas rotas sin agua. De todas estas cosas ya se decía en Eclesiastés, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Todas estas cosas son vanas, vacías si se usan para saciar la sed. Sólo nos dejarán más sedientos, y nunca encontraremos satisfacción en ellas. Dime dónde buscas saciar tu sed, y te diré cuál es tu (D)dios. Sólo Cristo es la fuente de la vida eterna, y si nos acercamos a esta fuente a beber de su agua fresca, en nosotros mismos vivirá Cristo, brotará esa fuente de agua viva.

(vv. 28-30, 39-42) Por otra parte, la mujer dejó el cántaro y se fue corriendo a dar testimonio de su encuentro con Jesucristo. Ella había ido al pozo a buscar agua física, pero había encontrado la fuente de agua viva. Entendió el mensaje, tanto así que dejó el cántaro con agua ahí para que Jesús bebiera, y ella se fue a contar lo que había visto y oído.

Y cuando el torrente de agua viva comienza a correr, esa agua no puede quedarse estancada. No puede formarse un pantano. El agua estancada se comienza a poner negra y hedionda, y comienza a criar renacuajos y bichos molestos. El agua viva necesita correr, fluir; quien ha bebido de esta fuente debe comunicarla a otros, esa agua debe saltar para vida eterna y salpicar con su frescura a todos alrededor.

Ahora, ¿Qué tanto podía saber ella? Lo suficiente como para compartir de Cristo. Como dijo J.C. Ryle, “el mismo día de su conversión ella se transformó en una misionera”. Esta mujer que probablemente tenía mal testimonio debido a la vida que llevaba, terminó evangelizando a muchos de los samaritanos que vivían en ese pueblo, tanto así que dice que mucho creyeron por el testimonio de ella (v. 39). Ella, quien evitaba encontrarse con más gente del pueblo y prefería andar sola por la vida que llevaba, ahora dejaba todo eso atrás y se dedicó a dar testimonio de Cristo.

No se preocupó de dar intrincados argumentos, ni siquiera pensó en sentirse incapaz o indigna de hablar de Cristo, ella simplemente necesitaba compartir a este Salvador que ofrecía agua viva, esa agua que ella había bebido y que ahora llenaba su corazón. Es la forma de presentar al Señor al mundo, llamándolos a venir a Cristo y contemplarlo por ellos mismos, llevarlos a que lo conozcan y tengan encuentro personal con Cristo. Y una vez que lo tienen, ellos mismos pueden contemplar al Salvador y son alumbrados por su luz.

No podemos escuchar el tono con el que habló ni las palabras exactas que usó, pero tal fue el testimonio de esta mujer, que muchos quisieron oír de este Salvador y conocerlo personalmente. Su testimonio debió haber estado lleno de vida y felicidad, de tal modo que resultó contagioso.

Y Cristo no los decepcionó. El testimonio de la samaritana sirvió para que los del pueblo se acercaran a Él y quisieran escucharlo, pero una vez que estuvieron a sus pies, fue Él mismo quien les habló directamente al corazón tal como lo hizo con la samaritana, y los convirtió. Las Palabras de los samaritanos nos recuerdan a las de Job: “De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:5).

Al escucharlo de forma directa, ellos no pudieron menos que reconocer que se trataba del Salvador del mundo. Sus Palabras, sus obras, su Ser completo estaba lleno de autoridad y poder. Era, sin duda, el que había de venir.

Vemos claramente que existe una cadena en donde cada eslabón es esencial: beber agua viva, rendir verdadera adoración y evangelizar. Quien beba el agua viva de la fuente que ofrece el Señor, no podrá menos que adorar a Señor en respuesta a su misericordia, y necesitará anunciar a Cristo, dar a conocer su majestad y su bondad para que otros puedan también venir a la fuente a beber.

Lamentablemente, la Escritura dice también que “por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”. Que la maldad que vemos en nosotros mismos, en la propia iglesia y en el mundo que nos rodea, no ahogue ese testimonio fresco de Cristo, ese gozo sencillo y la vez profundo de haberse encontrado con la fuente de agua viva y haber bebido de ese manantial. Que nuestros labios puedan naturalmente hablar palabras empapadas de gracia, que estén remojadas como esponjas que fueron sumergidas en Cristo, quien es la verdad.

Quizá hoy necesitas que Dios remueva aguas estancadas en tu corazón. Quizá necesitas que el Señor drene ese pantano fétido que has dejado que crezca en tu interior, y en su lugar haga nacer un río de agua viva. Necesitas reencantarte con el Señor, no porque Él haya perdido sus virtudes, sino porque has dejado de contemplarlo con los ojos maravillados de esta samaritana.

O quizá nunca te has acercado realmente a este manantial, y durante este mensaje te has dado cuenta de que aún tienes la boca amarga buscando saciar tu sed en otros manantiales, pero que estaban secos o tenían agua estancada; y has visto que Cristo es el único que puede saciar esa sed para siempre y darte esa agua que salta para vida eterna.

En cualquier caso, vengamos a este manantial precioso, vengamos a beber de esta agua que fluye para darnos vida, para refrescar nuestro interior.

¡Vengan a las aguas todos los que tengan sed! ¡Vengan a comprar y a comer los que no tengan dinero! Vengan, compren vino y leche sin pago alguno. 2 ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? Escúchenme bien, y comerán lo que es bueno, y se deleitarán con manjares deliciosos” (Is. 55:1-2).