Domingo 7 de enero de 2024

Texto base: Mt. 6:19-24.

Pueblos tan lejanos y distintos entre sí como los vikingos y los incas tenían algo en común: enterraban a sus muertos con objetos que les habían pertenecido en vida y con ofrendas que preparaban en el momento, para que les acompañaran en el viaje sin retorno de la muerte y les sirvieran para una estadía más cómoda en el más allá. Este tipo de ritos funerarios, que se observan también en varios otros pueblos, pueden parecernos ridículos hoy, pero reflejaban un anhelo que aún hoy abrigamos: deseamos acumular tesoros que permanezcan y que nos puedan acompañar más allá de esta vida. Tenemos la esperanza de que aquello por lo que hemos trabajado vaya con nosotros más allá de la tumba.

Otra imagen que puede ayudarnos es lo que hemos visto en cuentos o películas: imaginemos una cueva secreta de los piratas, llena de joyas y objetos de oro, y a la vez con calaveras aferradas a los tesoros, demostrando que las vidas de esos hombres se entregaron por completo a reunir esas riquezas, tanto así que murieron junto a ellas.

Estas dos ilustraciones nos hablan de nuestra relación con los bienes de este mundo, que es el tema que Jesús aborda en este pasaje. Hasta este punto ya ha realizado un retrato del corazón del verdadero discípulo, en las Bienaventuranzas. Luego describió la justicia del reino, que es mayor que la de los escribas y fariseos, a través de varias situaciones prácticas. A continuación, habló de la manera correcta de realizar las obras de justicia, representadas en la limosna, la oración y el ayuno. A propósito de la oración, enseñó la oración modelo, conocida como “Padrenuestro”.

Con este pasaje, inicia una nueva sección, en la que presenta la vida de los discípulos en este mundo. Aquí expone los dos grandes peligros de la mundanalidad: uno es el amor a este mundo y lo que hay en él, y el otro es el afán y la ansiedad ante nuestra vida aquí. Ambas son dos caras de la misma moneda.

En este pasaje notamos tres contrastes: el tesoro en esta tierra vs. el tesoro en el Cielo, el ojo malo vs. el ojo lleno de luz, y, por último, los dos amos: Dios o las riquezas. A través de estos paralelos, aprenderemos sobre el corazón que Jesús demanda de sus discípulos, dedicado exclusivamente al Señor.

I.¿Cuál es tu tesoro?

Jesús comienza mandando no acumular tesoros en la tierra. Con esto, no está prohibiendo disfrutar del resultado de nuestro trabajo en esta tierra, lo cual es una bendición según el libro de Eclesiastés. Es decir, no está enseñando que sea malo recibir una remuneración y administrarla responsablemente, de una forma que nos permita un buen pasar material en esta vida. No está imponiendo el ser pobre ni está prohibiendo el ahorro o la inversión.

Ninguna de estas cosas es el objetivo de Jesús al hablar estas palabras. Ni siquiera se trata de la cantidad de dinero que podamos tener en nuestra cuenta, sino de nuestra actitud hacia nuestras posesiones. ¿Somos nosotros los que poseemos bienes de este mundo y los administramos según la voluntad de Dios, o son los bienes los que poseen nuestro corazón y determinan lo que hacemos en esta tierra?

Es más, no debemos limitar la exhortación de Jesús al dinero o a los bienes materiales. Él se refiere a esto como una figura de algo mucho más profundo, y es cualquier cosa en este mundo que escojamos como el fin supremo por el cual vivir, aquello a lo que destinamos nuestro interés supremo, nuestras fuerzas, nuestras pensamientos e imaginaciones, a lo que dedicamos nuestro tiempo y dinero, en resumen, nuestro tesoro. Como las riquezas materiales son uno de los anhelos más comunes, se usan aquí para representar todo lo demás.

En ese sentido, nuestro tesoro en la tierra puede ser de lo más diverso: puede tratarse de una persona a la que amamos desordenadamente y por la cual hacemos todas las cosas, situándola incluso por sobre Dios, y esto se notará en que seremos capaces de desobedecer a Dios con tal de agradar a esa persona. Puede ser también la reputación, o la carrera profesional, dejando todo lo demás postergado con tal de alcanzar ese tesoro. Podría ser el afán de tener una casa y una familia perfectas, viendo esto como el mayor logro y orgullo de nuestra vida y lo que nos define ante los demás. Puede ser también el entregarse a los placeres que ofrece este mundo, muchos de ellos legítimos, como la buena Comida, los viajes o ciertas diversiones, o incluso podemos hablar de vicios y adicciones que terminan destruyendo la salud ya sea física mental de quienes se aferran a ellas.

Así, más que hacer una lista de cosas que pueden transformarse en nuestro tesoro terrenal, debemos entender que se trata de una actitud hacia la vida en este mundo bajo el pecado. Es lo que se llama ‘mundanalidad’ o amor a este mundo. Pero aquí debemos tener cuidado, porque muchos han confundido la mundanalidad con una lista de cosas prohibidas. Más allá de eso, se trata de un amor por este mundo bajo el pecado y la vida que nos ofrece lejos de Dios, en rebelión contra Su voluntad. Otra palabra para este pecado es la codicia, el deseo desordenado y en sí maligno por las cosas de este mundo.

Aquí debo hacer otra advertencia, ya que es posible que alguno de los presentes piense algo así: “yo soy pobre o me contento con poco, así que esta exhortación es para otros”. Nada más lejos de la realidad: esta exhortación de Jesús no es sólo para los ricos, sino para los pecadores, entre los que estamos todos nosotros. Nuestros corazones son fábricas de ídolos, siempre estamos en peligro de acumular nuestro tesoro con las cosas de esta tierra, de poner nuestra esperanza y mayor deseo aquí.

Es la actitud que hubo en el joven rico, quien se acercó a Jesús preguntando cómo podía ser salvo. Él estaba seguro de que obedecía todos los mandamientos, prácticamente estaba esperando que Jesús le confirmara que ya tenía la vida eterna. Sin embargo, la respuesta de Jesús fue: “Te falta todavía una cosa; vende todo lo que tienes y reparte entre los pobres, y tendrás tesoro en los cielos; y ven, sígueme” (Lc. 18:22). Ante esto, el joven rico se entristeció y se fue, renunciando a seguir a Jesús.

Algunos piensan que con esto Jesús estaba condenando a todos los ricos al infierno y exaltando la pobreza como un estado necesario para ir al cielo. Lejos de eso, lo que el Señor hizo con esto fue demostrar que el joven rico ni siquiera cumplía el primer mandamiento: “no tendrás otros dioses delante de mí”, ni tampoco el gran mandamiento que resume la ley y los profetas: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt. 6:5). Esto porque el joven rico tenía su tesoro en esta Tierra y amaba sus posesiones sobre todas las cosas, aun por sobre Dios.

Una buena prueba para saber si tu tesoro está en esta tierra es hacerte la siguiente pregunta: si de alguna forma se te garantizara que tendrás el dinero suficiente para tener comodidades y un buen pasar, una buena salud que te permita vivir libre de dolores, y además disfrutarás del amor permanente de tus seres queridos, de aquellos con los que deseas estar (“los precisos”). En otras palabras, lo que las personas resumen en el deseo “dinero, salud y amor”. ¿Te molestaría vivir así para siempre? Algunos responderían “¡pero si eso es el paraíso, es lo que toda persona desearía!”. Justamente eso es lo que significa el tesoro terrenal, poner nuestro mayor anhelo y esperanza en las cosas de esta tierra.

Y es así porque el paraíso no es donde están estas cosas aseguradas, sino donde está Dios, donde el centro no son nuestros deseos, sino Su gloria, donde nada creado tiene el lugar supremo, sino que Dios es exaltado por sobre todo, eternamente.

Otra prueba para analizar dónde está tu tesoro es preguntarte: ¿Qué te enoja? ¿Qué te frustra y te amarga? ¿Qué cosas tienen la capacidad de arruinarte el día? ¿Qué te angustia y llena tu cabeza de afanes y dudas? ¿Qué cosas te desvelan por la noche e incluso afectan tu salud física? ¿En qué piensas cuando estás solo, de qué cosas conversas más frecuentemente? ¿Con qué te apasionas, qué hace que brillen tus ojos al pensar en eso o hablar de ese tema? Estas preguntas revelarán cuál es tu tesoro y dónde está puesto tu corazón.

El Señor da una razón poderosa de por qué no debemos acumular con lo terrenal: todas estas cosas son pasajeras. La polilla, la herrumbe y el ladrón son figuras para significar que todo lo terrenal se corrompe, se pudre, se desintegra, se envilece, o está en riesgo permanente de ser tomado por otros. En la antigüedad, las personas comunes se vestían de lana, mientras que las acomodadas usaban ropa hecha de seda. La polilla se comía ambos tipos de prendas. La herrumbe destruía materiales de construcción y herramientas. El ladrón podía robar bienes de una casa sólo perforando los muros de adobe, que era lo más común.

Hoy, más allá de que podamos acumular fondos en los bancos o realizar inversiones, una guerra, una caída en la bolsa de comercio o la inflación pueden hacer aguas nuestro patrimonio y alterar toda nuestra vida.

Incluso si lográramos un buen nivel de “dinero, amor y salud”, nada de esto dará satisfacción a nuestra alma. Cuántos famosos, llenos de riquezas, en la flor de su juventud y con matrimonios glamorosos han terminado con sus vidas arruinadas, llenos de excesos y vicios y con sus familias destruidas. El predicador de Eclesiastés comenta que dedicó su vida a acumular bienes, a crecer en conocimiento, a trabajar duro y también a todos los placeres que pudo disfrutar, y descubrió que ninguna de estas cosas era el todo el hombre, todo era vanidad y aflicción de espíritu.

Por eso, el Señor manda: “acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen, y donde ladrones no penetran ni roban” (v. 20). Esto nos dice que sí o sí estamos acumulando un tesoro, la pregunta es dónde: en la tierra o en el cielo.

Esto en ningún caso significa que debemos realizar la suficiente cantidad de buenas obras como para acumular suficiente mérito para entrar en el cielo. Tristemente algunos han interpretado así este pasaje, perdiendo completamente el sentido de lo que Jesús quiere decir. Se trata de que nuestro mayor anhelo y toda la esperanza de nuestro ser esté puesta en el Señor y la herencia eterna que Él tiene reservada para nosotros en los cielos.

Hay un pasaje relacionado que nos ayuda a entender qué significa hacer tesoro en los cielos:

17 A los ricos en este mundo, enséñales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, el cual nos da abundantemente todas las cosas para que las disfrutemos. 18 Enséñales que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, generosos y prontos a compartir, 19 acumulando para sí el tesoro de un buen fundamento para el futuro, para que puedan echar mano de lo que en verdad es vida” (1 Ti. 6:17-19).

Nota que el Apóstol no exhorta a los ricos a que dejen de ser ricos, sino a que usen sus riquezas para servir a Dios y a su prójimo, para la extensión del reino. Quienes estén haciendo tesoros en los cielos, lo evidenciarán en que no son esclavos de sus posesiones, sino que las usan para servir y bendecir, ya que su verdadero tesoro está en el Señor y no se desvanece como las riquezas engañosas de este mundo.

Justamente así refuerza Jesús su exhortación, resaltando que en el cielo no hay polilla ni herrumbre ni ladrones que pongan en peligro nuestro tesoro, porque hablamos de bendiciones que son eternas y que no pertenecen a este mundo bajo el pecado y sujeto a corrupción, sino que pertenecen a la nueva creación donde la gloria de Dios lo llena todo y donde ya no hay más pecado, ni muerte ni dolor.

Por eso el apóstol Pablo habla de las riquezas de gloria y las riquezas de su gracia, y cuando el autor de Hebreos habla de la fe de Abraham, dice que esperaba no una patria terrenal, sino “la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (He. 11:10).

Este tesoro en los cielos resume toda la salvación y vida eterna que recibimos por medio de la fe en Cristo. Es “… un manantial de agua que jamás dejará de fluir en el interior del que la bebe (Jn. 4:14), un don que jamás se perderá (Jn. 6:37, 39), una mano de la cual jamás será arrebatada la oveja del buen Pastor (Jn. 10:28), una cadena que jamás se romperá (Ro. 8:29, 30), un amor del cual jamás seremos apartados (Ro. 8:39), un llamamiento que no será jamás revocado (Ro. 11:29), un fundamento que jamás será destruido (2 Ti. 2:19)…”.[1]

En palabras del Apóstol Pedro, es “una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para obtener una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará, reservada en los cielos para ustedes” (1 P. 1:3-4). ¡ESE ES NUESTRO TESORO! Y nadie puede arrebatarlo de nosotros.

Por eso los que acumulan su tesoro en los cielos son descritos como extranjeros y peregrinos, que no tienen aquí su ciudad permanente, sino que buscan la por venir. Por eso, es necesario que te preguntes: ¿Eres un extranjero y peregrino en esta tierra bajo el pecado, o eres un ciudadano de este mundo? ¿A qué nacionalidad pertenece tu corazón: a la Nueva Jerusalén, la ciudad eterna; o a Babilonia, la ciudad del pecado?

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II.¿Cómo ven tus ojos?

Todo esto, finalmente, tiene que ver con la manera en que vemos la vida, nuestra perspectiva del mundo. Con esto tiene que ver precisamente la metáfora de los ojos como lámpara del cuerpo, lo que puede ser para bien o para mal.

Jesús no quiere decir que el ojo es la fuente de la luz para nuestro cuerpo, sino que es el medio por el cual todo nuestro cuerpo conoce visiblemente la realidad que nos rodea, lo que nos permite interactuar con ella. Si somos privados de nuestros ojos, nos encontramos en oscuridad, ciegos. Por tanto, el punto es que “Así como una persona tiene [ojos naturales] para iluminar su existencia física y para ponerlo en contacto con su ambiente terrenal, así tiene [ojos espirituales], a saber, la mente, para iluminar su vida interior, para guiarle moral y espiritualmente”.[2]

De esta forma, el ojo representa la visión y perspectiva que tenemos sobre nuestra relación con Dios, con este mundo bajo el pecado y con las cosas que están en el mundo. Por otra parte, el cuerpo representa a todo nuestro ser, y esta metáfora era común en la cultura hebrea.

Siguiendo esta línea de razonamiento, el ojo sano implica una perspectiva correcta sobre nuestra relación con Dios y de nuestra vida en este mundo, mientras que cuando se habla del ojo malo no se refiere a uno que no funciona, sino que la palabra tiene la connotación de maligno, y en la cultura hebrea el hablar de ‘ojo malo’ guardaba relación con la codicia y la envidia. Por ejemplo, en la parábola de los obreros de la Viña, aquellos que trabajaron desde más temprano esperaban recibir más salario que los que sólo trabajaron al final de la jornada. Al ver que esto no fue así reprocharon al dueño de la viña, pero éste les respondió: “¿O es tu ojo malo porque yo soy bueno?” (Mt. 20:15). Aquí tiene la connotación de envidia ante la situación de otros. Así, al hablar de ‘ojo malo’ o ‘maligno’ se refiere a una visión afectada por el pecado, una perspectiva corrupta de las cosas.

Y es que la pregunta sobre nuestro tesoro se relaciona con la pregunta de si nuestro ojo está sano o es maligno, si nuestro ser está lleno de luz o si se encuentra en la más densa oscuridad.

Recordemos que aquí Jesús no está hablando a la población en general, sino a Sus discípulos. Es a ellos y a nosotros que nos está advirtiendo sobre el grave peligro de la mundanalidad, de vivir amando las cosas de este mundo bajo el pecado. ¿Cómo es posible que nos veamos atraídos a hacer nuestro tesoro en esta tierra, donde todo se corrompe, se degrada y se destruye, y donde nos pueden quitar todo lo que hemos acumulado? ¿Cómo puede ser que esto nos quite el sueño? ¿Cómo se explica que nos desgastemos por esto, que seamos capaces de sacrificar nuestra propia salud, o las relaciones con nuestros seres queridos y aun nuestra propia vida con tal de acumular algo que se desvanecerá, o que finalmente quedará en manos de otro? Esta acumulación vana sólo se explica por un ojo maligno, que lleva a ese ser a vivir a ciegas, en oscuridad.

Uno de los grandes lamentos del predicador en Eclesiastés era este: “Asimismo aborrecí todo el fruto de mi trabajo con que me había afanado bajo el sol, el cual tendré que dejar al hombre que vendrá después de mí. 19 ¿Y quién sabe si será sabio o necio? Sin embargo, él tendrá dominio sobre todo el fruto de mi trabajo con que me afané obrando sabiamente bajo el sol. También esto es vanidad” (Ec. 2:18-19). Aún quienes logren conservar su tesoro terrenal durante toda la vida, no podrán llevarlo más allá del sepulcro, esas cosas no los acompañarán a la eternidad, sino que quedarán para otro que no trabajó por ellas.

El salmista se refiere a la misma verdad de una manera crudísima: “Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, Y sus moradas por todas las generaciones; A sus tierras han dado sus nombres. 12 Pero el hombre, en su vanagloria, no permanecerá; Es como las bestias que perecen” (Sal. 49:11-12).

Alguien podría aquí preguntar: Pero, ¿Qué tiene esto de malo? ¿Qué hay de perverso en querer un buen pasar e inmortalizar nuestro nombre? Podemos suavizar la realidad presentando esto como si fueran buenas intenciones, pero quien vive acumulando tesoros en esta tierra y confiando en las riquezas de este mundo, busca construir su propio reino, no el reino de Dios, lo que sólo se puede hacer desde un corazón rebelde que no se somete a la Palabra de Dios sino que sigue sus propios caminos, y para ese fin torcido sólo puede echar mano de lo que hay en esta creación bajo el pecado, es decir, cosas que perecen y se degradan. Es como los constructores de Babel, que buscaban llegar al cielo con ladrillos y asfalto, intentando levantar un reino que no podía prevalecer, con cosas que no pueden permanecer.

De ahí que el salmista habla en un lenguaje tan crudo a quienes confían en sus riquezas: por más que crean que sus casas serán eternas y que sus nombres pasarán a la historia, mueren y vuelven al polvo igual como ocurre con una vaca o un buey. El hombre que está envanecido en sus pensamientos muere tal como las bestias.

Por eso, Jesús hace la pregunta clave: “¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma?” (Mt. 16:26). ¿Qué importaría incluso si pudiera conseguir todas las cosas de este mundo si resulto condenado por toda la eternidad?

En consecuencia, ¡si vives para hacer tesoros en esta tierra debes darte cuenta de que es un absurdo! Estás despreciando la gloria eterna por lo que se marchita. Este es el corazón que tuvo Esaú, cuando despreció la bendición del pacto, que no era otra cosa que la salvación, y la cambió por un guiso de lentejas simplemente porque en ese momento tenía mucha hambre. Le pareció que ese plato que terminaría en unos minutos era más sublime que la bendición eterna de parte de Dios. Por eso la Escritura lo llama profano y nos advierte para que no seamos como él (He. 12:16-17).

Si tu tesoro está en este mundo, no estás viendo nada como debes verlo. Tu ojo es malo y tu ser está en las más densas tinieblas. Estás ciego caminando hacia un abismo del que no podrás volver. ¡Necesitas que tus ojos sean alumbrados! Pero si tu ojo está sano, tu ser está lleno de luz, porque la Palabra alumbra tu entendimiento.

Es triste, porque aun cuando vivir para este mundo es un absurdo, es lo que la mayoría de las personas hacen, y por eso Jesús dice que entraron por la puerta ancha y van por el camino espacioso, que la mayoría escoge para su propia perdición. Y al mismo tiempo, una de nuestras mayores tentaciones es caer en este absurdo de vivir para lo que se marchita.

Por ello, debemos cuidarnos del autoengaño. Jesús advirtió: “si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande será la oscuridad!” (Mt. 6:23). Si nuestra visión, que debía guiarnos a Dios, se oscurece como consecuencia del pecado, ¡cuán grande será esa oscuridad! Si, donde debería haber luz, en realidad hay oscuridad, ¡qué tinieblas más terribles envolverán a esa persona!

El tesoro de nuestro corazón controlará nuestra visión, para bien o para mal. La única forma de que nuestro ojo esté sano es que no andemos por la vista, sino por la fe. La Escritura nos llama reiteradamente a poner la mira no en lo terrenal, sino en lo eterno, como cuando dice: “Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque ustedes han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:2-3).

Debes hacerte un examen de vista espiritual en esta hora, y analizar cómo ven tus ojos: ¿Es tu ojo sano o maligno? ¿Estás andando por la fe o por la vista? ¿La manera en que ves tu vida en este mundo está moldeada por la Palabra de Dios, o podría ser la misma perspectiva que tendría una persona no creyente? Si escuchamos tus conversaciones e intereses, si consideramos tus deseos y proyectos, ¿Tu visión es espiritual o terrenal?

La visión terrenal es la más común, pero implica ver todo al revés, significa que no vemos nada como debemos. Que tu ojo sea sanado por la fe en la Palabra de Dios.

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III.¿Cuál es tu (s)Señor?

Habiendo hecho el paralelo entre acumular tesoros en la tierra o en el cielo; y entre el ojo sano y el ojo malo, Jesús pasa al último contraste para exhortar contra la mundanalidad: los dos señores.

Aquí cuando habla de “señor” quiere decir ‘amo’, el dueño de un esclavo. Es decir, sí o sí seremos esclavos de un amo: o del Dios vivo, o de este mundo bajo el pecado, representado aquí por las riquezas; y es imposible servir a ambos al mismo tiempo: o somos de uno o del otro, pero no hay “camino del medio”.

Esto, porque un amo demanda dedicación absoluta y exclusiva. En la antigüedad, un esclavo era posesión de su amo, quien podía disponer de él como bien le pareciera. Si bien había ciertos límites muy mínimos, se podía decir sin problemas que el esclavo era propiedad de su amo. De esta forma, resulta imposible servir igualmente a dos señores, necesariamente uno de los dos tomará la primacía, mientras que el otro quedará postergado.

Aunque las palabras ‘aborrecer’ y ‘despreciar’ puedan parecernos fuertes, es una forma en la cultura hebrea para decir que se preferirá o se amará más a uno que al otro. Por tanto, es imposible e incompatible servir a dos señores. ¡Servir al Señor no es una actividad part-time, sino que demanda dedicación exclusiva!

No podemos pretender servir a Dios, y al mismo tiempo abrazar el materialismo, la codicia y la mundanalidad en nuestro corazón, pues ambos demandan una devoción completa. ¡El mismo Jesús está diciendo que es imposible! Tarde o temprano se revelará cuál es nuestro verdadero tesoro, qué es lo que verdaderamente amamos.

Pensemos en el caso de Demas, a quien Pablo contó entre sus colaboradores (Flm. 1:24), pero que luego reveló su verdadera cara, pues Pablo dice de él: “Demas me ha abandonado, habiendo amado este mundo presente, y se ha ido a Tesalónica” (2 Ti. 4:10).

¡Qué terrible es el peligro de la mundanalidad! Su engaño es muy sutil, y por lo mismo, la iglesia profesante ha encontrado la manera de presentar un “camino del medio”, aunque sin duda, tal cosa es imposible, como dijo Jesús. Pero esto es justamente lo que intenta el falso evangelio de la prosperidad: satisfacer la codicia y el amor por este mundo, mientras que se barniza eso de cristianismo para tranquilizar la consciencia.

Pero no sólo encontraremos este vicio en los charlatanes de la prosperidad. También lo encontraremos en esas iglesias y pastores humanistas, centrados en agradar a las personas y en decir lo que ellos quieren escuchar, con predicaciones motivacionales o moralistas, pero que finalmente dejan al asistente de esa iglesia viviendo como mejor le parece en el mundo, todo esto matizado con algunos principios cristianos de conducta, algunas pinceladas de consejos bíblicos, sin llegar al corazón.

Y así tenemos a muchos asistentes a las iglesias que están viviendo para acumular tesoros en esta tierra, pero que creen ser cristianos y piensan que siguen a Jesús. Esto es un peligro mortal, un engaño de muerte. No podemos rebajar a Dios a un ídolo doméstico, una especie de amuleto que simplemente me asegura que me vaya bien en mis proyectos, mi agenda, mis deseos. No hay algo así como un “materialismo santo”. No podemos servir a Dios sólo el domingo en la mañana y el resto del tiempo servir a mammon. No podemos pensar que el cristianismo son unos cuantos principios morales, que sirven para mejorar “MI vida”, para hacer que YO pueda prosperar mejor en esta tierra. ¡El Evangelio no es algo útil para tu vida, sino que es LA VIDA!

Muchos se contentan con orar por lo que ellos desean, pensando que al presentarlo a Dios se están sometiendo a Él, cuando lo que realmente desean es que Dios se someta a ellos. Sinceramente, ¿Te has sometido a Dios? ¿Deseas que se haga ante todo Su voluntad? ¿Estás sirviendo a Dios como tu amo, o quieres más bien que Él sea tu amuleto y que te ayude a servir a otro amo, que son las cosas de este mundo?

Este pasaje te confronta directamente hoy. Fíjate que este pasaje no llega simplemente a las conductas, sino al corazón. Dice: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Nuestro tesoro determina toda nuestra vida, allí está puesto todo nuestro ser. Para saber cuál es el tesoro de alguien, no basta ver a alguien los domingos. Eso se evidenciará en su agenda, sus prioridades, la manera en que gasta su dinero, sus intereses y conversaciones, etc.

Otra forma de decirlo es que, en nuestra vida, todo se trata de adoración. Esto se trata de dónde está nuestro corazón, a qué Dios servimos, cuál es el ojo a través del cual vemos toda la vida. Esto tiene que ver con la esencia misma de nuestra vida: lo que somos, pensamos, hacemos y hablamos.

Una vez más: si Dios es tu Señor, eso se notará en todo, y particularmente debe notarse en tu relación con tus bienes. Es común que, cuando la situación se pone difícil, lo primero que se resiente es la ofrenda al Señor, en lugar de los pasatiempos, diversiones y gustos. Una de las cosas que refleja la ofrenda, es justamente quién es nuestro amo, para quién vivimos, dónde está puesta nuestra esperanza.

De lo que se trata aquí es de tener un corazón unificado, sin lealtades divididas. No podemos tener un pie en el mundo y el otro en la iglesia. No podemos pretender caminar por el camino ancho y a la vez por el angosto, porque son vías paralelas, nunca se intersecan. Por eso, el salmista rogaba: “Enséñame, oh Señor, Tu camino; Andaré en Tu verdad; Unifica mi corazón para que tema Tu nombre” (Sal. 86:11).

Que, ante las pruebas y adversidades, tengas la fe de Job cuando lo perdió todo: “Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; Bendito sea el nombre del Señor” (Job 1:21). Él entendía que nada trajo a este mundo y nada puede llevarse más allá de la tumba, por lo mismo, no podía aferrarse a nada en esta tierra como su verdadero tesoro, sólo el Nombre del Señor podía ser su refugio y su verdadero tesoro.

Que tu disposición sea la de Asaf, cuando había tenido envidia de la prosperidad de los malos, pero luego entró en razón y dijo: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? Fuera de Ti, nada deseo en la tierra. 26 Mi carne y mi corazón pueden desfallecer, Pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre” (Sal. 73:25-26).

Debemos rogar al Señor que Él sea lo más precioso, lo más sublime, aquello que cautive nuestra mirada, nuestros pensamientos, el anhelo y esperanza más profundos de nuestra alma, ¡Que Él sea nuestro tesoro, nuestra visión y único amo!

Y sólo podemos enfocar correctamente nuestro corazón viniendo al Evangelio. Debemos entender que separados de Cristo estamos sin Dios en el mundo, abandonados a la oscuridad, y aunque seamos ricos materialmente somos los más dignos de conmiseración, porque nuestra esperanza se limita a lo que es temporal y se marchita; pero en Cristo tenemos vida eterna, recibimos el amor de Dios y nada ni nadie puede separarnos de Él. Jesús recibió el castigo de nuestro pecado, quedando en miseria, humillación y abandono, para que nosotros seamos exaltados en Su victoria y su verdadera riqueza. ¿Cómo podríamos cambiar lo eterno por lo que perece? ¿Cómo podríamos vivir para lo que se corrompe y se desintegra?

Pues el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. 15 Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15).

  1. Hendriksen, Comentario a Mateo, 361.

  2. Hendriksen, Comentario a Mateo, 363.