Domingo 18 de diciembre de 2022

Texto base: Mt. 5:33-37.

Este mes, se publicó una investigación de la PDI sobre licencias médicas falsas, descubriéndose una red fraudulenta que entregaba 30 licencias falsificadas por hora, siendo responsables de emitir entre el 35 y 40% de todas las licencias en el país[1], cometiendo un fraude estimado en más de $55 mil millones. Por otro lado, según estadísticas del Ministerio Público, entre enero y septiembre de este año los delitos denunciados que implican algún nivel de engaño, estafa o fraude, superan los 45 mil[2], y esto desde luego sin contar todos los casos que no llegaron a denunciarse.

Si a estas cifras sumáramos todas las “mentiras blancas”, las deshonestidades y engaños cotidianos, la lista aumentaría dramáticamente. Vivimos en medio de una cultura acostumbrada a la mentira, tanto así que no sólo se espera como algo natural, sino que llega a justificarse y defenderse, y en ellas están involucrados desde la persona que camina por la calle hasta los políticos que gobiernan el país y establecen nuestras leyes.

En este contexto, la enseñanza de Cristo es un rayo de luz en las tinieblas. Mientras sigue describiendo aquella justicia del reino de Dios, que es mayor que la de los escribas y fariseos, nos habla en esta ocasión de la necesidad de que nuestras palabras sean veraces, naciendo de un corazón que ama la verdad en lo más profundo. En este sentido, analizaremos la enseñanza de la Ley de Moisés, la enseñanza de los fariseos y, por último, la enseñanza de Jesús sobre la manera en que la verdad debe expresarse en nuestras palabras.

I.Enseñanza de la Ley

Las palabras “No jurarás falsamente, sino que cumplirás tus juramentos al Señor” no se encuentran escritas exactamente de esa forma en el A.T. Se trata más bien de un resumen de las enseñanzas del A.T. sobre los votos y juramentos, y en una primera impresión parece correcto, pero el énfasis que ponían los escribas y fariseos era incorrecto, como se explicará.

Se debe entender la enseñanza de la Ley sobre los votos y juramentos en un contexto más amplio. Recordemos que toda la Ley moral del Señor se condensa en los Diez Mandamientos. Dos de esos mandamientos se relacionan directamente con la forma en que hablamos:

No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano” (Éx. 20:7)

No darás falso testimonio contra tu prójimo” (Éx. 20:16).

El tercer mandamiento, que tiene que ver con la reverencia debida al Nombre de Dios, y el noveno, que dice relación con nosotros mismos y nuestro prójimo. Implica guardar respeto, prudencia, lealtad, dominio propio y veracidad al hablar.

Sobre el tercer mandamiento, Juan Calvino sostiene que ordena “… que tanto de corazón como oralmente cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran reverencia y sobriedad; y que al considerar sus obras no concibamos nada que no sea para honra y gloria suya[3].

En este mandato aprendemos que el Señor nos ha entregado Su Nombre para que lo invoquemos. Es decir, para cumplir este mandato no hay que permanecer en silencio, sino clamar a su Santo Nombre con la mayor devoción, y no podemos dar esa misma gloria a ningún otro Nombre. Así, hay sólo dos formas en que podemos usar el Nombre del Señor: de forma legítima o de manera vana.

Una de las acciones en que se aplica directamente esto, es en el juramento. Cuando juramos, ponemos a Dios como testigo de que nuestras palabras son ciertas. La práctica de jurar está ausente casi de manera absoluta entre los evangélicos actuales, por un mal entendimiento de las Palabras de Jesús, como se verá. Pero Cristo no puede haber prohibido el juramento, ya que la ley lo ordena: “A Jehová tu Dios temerás, y a él solo servirás, y por su nombre jurarás” (Dt. 6:13; Dt. 10:20). De hecho, en la Escritura el hecho de jurar por el Señor es una forma de rendirle culto y de demostrar que la fe está puesta en Él:

Y si ellos de verdad aprenden los caminos de Mi pueblo, jurando en Mi nombre: “Vive el Señor”, así como ellos enseñaron a Mi pueblo a jurar por Baal, entonces serán restablecidos en medio de Mi pueblo” (Jer. 12:16).

Tanto es así, que desde tiempos de Josué (Jos. 7:19, ca. 1400 a.C.) hasta el tiempo de Jesús (Jn. 9:24), la expresión “da gloria a Dios se usaba en procesos judiciales para que una persona declarara la verdad bajo juramento, dando a entender que Dios es deshonrado si se usa su nombre para jurar una falsedad. Se usaban también fórmulas como “Vive Jehová” (1 S. 14:39), y “así me haga Jehová y aun me añada” (2 S. 3:9). Es decir, para jurar no necesariamente hay que decir “lo juro”, sino invocar de alguna forma el Nombre del Señor como testigo de la veracidad de nuestras palabras, y pidiendo su castigo si es que ellas son falsas.[4]

En ese sentido, comenta Calvino que “… siempre que ponemos como testimonio el nombre del Señor, testificamos nuestra religión para con Él, pues de esta manera confesamos que es la verdad eterna e inmutable, ya que no sólo lo invocamos como testigo de la verdad, por encima de cualquier otro, sino además como único mantenedor de la misma, capaz de sacar a la luz las cosas secretas, e igualmente como a quien conoce los secretos del corazón[5].

El noveno mandamiento, en tanto, también ordena hablar y honrar la verdad de corazón, especialmente en lo que se relaciona con nuestro prójimo, buscando preservar el buen nombre del otro. Esto claramente involucra cuando juramos y damos testimonio en un juicio, pero va mucho más allá de eso, envolviendo toda nuestra vida y todas nuestras relaciones.

Lo que Dios ordena en los mandamientos tercer y noveno se expresa en otros mandatos específicos sobre los juramentos:

Cuando hagas un voto al Señor tu Dios, no tardarás en pagarlo, porque el Señor tu Dios ciertamente te lo reclamará, y sería pecado en ti si no lo cumples” (Dt. 23:21)

Y no jurarán en falso por Mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor” (Lv. 19:12)

Si un hombre hace un voto al Señor, o hace un juramento para imponerse una obligación, no faltará a su palabra; hará conforme a todo lo que salga de su boca” (Nm. 30:2).

En cada caso el énfasis está puesto en la veracidad: una persona debe ser veraz cuando solemniza su promesa con un voto. Su intención debe ser sincera.[6] Si no es posible confiar en las afirmaciones de los demás, se hace caótica y hasta imposible la vida en sociedad.

Por tanto, la verdad en nuestro hablar es esencial, ya que prácticamente todo lo que conocemos, lo recibimos por la comunicación, y si lo recibimos de otra forma (por ej. por la vista), lo interpretamos con palabras. Por eso, “la veracidad no es solo una virtud, sino es también la raíz de todas las otras virtudes y la base de todo carácter justo” (Pink, 81). Para la Escritura, la verdad es sinónimo de rectitud. Cuando se habla del que habitará en el monte santo, dice que “habla verdad en su corazón” (Sal. 15:2).

La Escritura dice que “La muerte y la vida están en poder de la lengua” Pr. 18:21, y “La lengua apacible es árbol de vida” (Pr. 15:8). Cuando honramos al Señor con nuestra lengua, nuestras palabras pueden dar vida, pero cuando usamos nuestra lengua de manera perversa, causamos mal a otros y podemos llegar a causar la muerte de nuestro prójimo con intrigas, calumnias y mentiras.

En consecuencia, el propósito de estos mandamientos es frenar la tendencia a mentir, que es natural en nosotros por efecto del pecado. El Señor, aunque permitió los juramentos incluso en Su Nombre, los restringió a asuntos realmente importantes, así que no debían emplearse en cosas triviales.

Con esto, el Señor recuerda a Su pueblo que toda la vida debe vivirse para Él, lo que ciertamente incluye lo que hablamos. Todos estos juramentos y promesas, van destinados a potenciar la verdad, o hacer de la veracidad algo más solemne y fiable. Así, “Eran el pueblo de Dios, y se les recordaba que incluso en su hablar y conversación, y sobre todo en los juramentos, todo había que hacerlo de tal forma que reflejara que Dios los miraba”.[7]

II.Enseñanza de los fariseos

Ante esta clara enseñanza, los intérpretes de la Ley habían deformado los mandatos de Dios, rebajando el estándar para hacer posible su obediencia. Esto es característico del legalismo, que se contenta con un mero cumplimiento externo de los mandamientos. Así, los escribas y fariseos habían reducido todo únicamente a no cometer perjurio.

Esto lo habían hecho simplemente cambiando el énfasis de las Palabras de Dios. Citando los mismos pasajes ya expuestos, ellos los leerían así:

Cuando hagas un voto AL SEÑOR TU DIOS, no tardarás en pagarlo, porque el Señor tu Dios ciertamente te lo reclamará, y sería pecado en ti si no lo cumples” (Dt. 23:21)

Y no jurarán en falso POR MI NOMBRE, profanando así el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor” (Lv. 19:12)

De esta forma, sin cambiar una sola letra de la Ley, el sólo poner el acento engañosamente en una parte del mandamiento, les dejaba un campo libre para la desobediencia.

En otras palabras, según estos intérpretes de la Ley, cuando se hacía un voto “al Señor” era necesario cumplirlo; pero si se juraba sin decir explícitamente el nombre del Señor, entonces era algo menos importante y no había necesidad de cumplir con la palabra empeñada. Con esa distinción engañosa, ocurrió que en las conversaciones del día a día comenzaron a jurar “por el cielo” y “por la tierra” y “por Jerusalén”, y por cosas como el templo y el altar, lo que por un lado daba un aire de solemnidad al juramento, pero como no era hecho directamente “en el Nombre del Señor”, era más fácil de romper sin consecuencias. Si un juramento así se quebrantaba, no era algo tan malo, porque al fin y al cabo, según ellos, no habían roto la Ley.

Esto se parece a cuando las personas en nuestros días aseguran algo con su boca y pueden decir “te lo juro” o “te lo prometo”, pero cruzan los dedos tras su espalda, lo que según ellos les da el derecho de romper lo que juraron.

Sin embargo, Jesús deja muy claro que los antiguos, así como los escribas y fariseos de su tiempo, habían hecho una distinción que la Escritura no hace, y con eso actuaban engañosamente. Esto no era más que hipocresía, que Jesús denunció en su predicación y a la cual se opuso.

En sus “ayes” sobre los escribas y fariseos, Jesús amplió su acusación contra ellos sobre su falsedad en los juramentos:

¡Ay de ustedes, guías ciegos! Porque dicen: “No es nada si alguien jura por el templo; pero el que jura por el oro del templo, contrae obligación”. 17 ¡Insensatos y ciegos! Porque ¿qué es más importante: el oro, o el templo que santificó el oro? 18 »También ustedes dicen: “No es nada si alguien jura por el altar; pero el que jura por la ofrenda que está sobre él, contrae obligación”. 19 ¡Ciegos! Porque ¿qué es más importante: la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda? 20 Por eso, el que jura por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él; 21 y el que jura por el templo, jura por él y por Aquel que en él habita; 22 y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que está sentado en él” (Mt. 23:16-22).

Así, por la acusación de Jesús podemos deducir que ellos incluso habían hecho reglas con distinciones sobre los juramentos que eran obligatorios y los que no, dependiendo de lo que se mencionaba al jurar. Estas sutilezas permitían clasificar los juramentos en absolutamente obligatorios, no tan obligatorios, y los que no comprometían a nada. Sin embargo, estas distinciones ni siquiera eran lógicas, no tenían ningún sentido:

Jesús les aclara que un juramento “por el cielo” es también obligatorio y se debe decir la verdad allí, porque el Cielo es el trono de Dios, así que tal juramento igual está invocando el nombre de Dios. Igual cosa se aplica cuando se jura “por la tierra”, pues ella es el estrado de sus pies (Is. 66:1). Lo mismo cuando se jura por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey (Sal. 48:3). En consecuencia, “cuando se pronunciaban juramentos apelando a cualquiera de estos objetos, eran tan obligatorios como si el nombre de Dios se hubiera invocado expresamente en conexión con ellos.”[8]

Lo que habían hecho los intérpretes de la Ley con estas distinciones era un grave daño no sólo a la vida en sociedad y a las relaciones entre personas, sino a su propia alma y su relación con el Señor. Esa clase de juramentos falsos “… ya no promueven la veracidad, sino que debilitan la causa de la verdad y invitan (sic) al engaño. Jurar de forma evasiva se convierte en una justificación para mentir.”[9]

Una sociedad en la que se permite “cruzar los dedos tras la espalda”, es una caótica, llena de pecado y engaño, donde no se puede confiar en nadie y es necesario suponer segundas y terceras intenciones en los demás. Es una sociedad acostumbrada a la mentira y el aprovechamiento de unos a otros, donde todos se miran de reojo y esperan lo peor de los demás.

III.Enseñanza de Jesús

Jesús se dejó en evidencia el engaño de esta enseñanza de los escribes y fariseos, aclarando que no importa qué fórmula se use para hacer votos y juramentos, e incluso no es relevante si se menciona a Dios explícitamente o no. “Por más que lo intentes, dijo Jesús, no puedes evitar alguna referencia a Dios, porque todo el mundo es el mundo de Dios y no puedes borrarlo de ninguna parte de él.[10] Es decir, “Jesús relaciona cada juramento con Dios; jurar por algo es jurar por Dios, porque Dios, de alguna manera, esta detrás de todas las cosas”.[11]

Por tanto, nuestra palabra nos obliga. No debemos depender de repetir ciertas fórmulas para sentir que tenemos que cumplir nuestra palabra. Todo lo que decimos debe ser como jurando ante Dios, y eso es lo que significa ser veraz, no tener doblez ni hipocresía en nuestras palabras y relaciones.

Así, donde se libra la batalla en todo esto es en el corazón, donde debe reinar la verdad en primer lugar. Un corazón que cree en la verdad y la ama, será uno que hablará según esa verdad, sin necesidad de invocar fórmulas para ser creíble. Por ello, en las conversaciones del día a día no se debe recurrir a juramentos. El discípulo de Cristo debe ser tan veraz y digno de confianza, que su simple palabra debe ser tomada como sincera y fiel. Cuando dice ‘sí’ es ‘sí’, y cuando dice ‘no’ es ‘no’. No se le tiene que pedir que confirme o que compruebe lo que está diciendo, sino que su testimonio es de ser veraz y confiable.

Muchos evangélicos, malinterpretando este pasaje, piensan que Jesús prohibió jurar. Así, incluso se niegan a jurar si están en un juicio o algún otro acto solemne que requiere su palabra. Sin embargo, esto no es así: “Lo que tenemos en Mt. 5:33–37 (Cf. Stg. 5:12) es la condenación del juramento impertinente, profano, innecesario y, con frecuencia, hipócrita, usado para impresionar y para sazonar la conversación ordinaria. Contra ese mal Jesús recomienda la sencilla veracidad de pensamiento, palabra y hecho.”[12]

Notemos que incluso el Apóstol Pablo juró, como cuando dijo: “yo invoco a Dios por testigo sobre mi alma” (2 Co. 1:23), y “Digo la verdad en Cristo, no miento, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo” (Ro. 9:1).

Pero es claro que el juramento no es un acto cotidiano que pueda hacerse en cualquier momento. Si juras por cosas sin importancia, tu palabra perderá valor y no será digna de confianza. Pero si te niegas a jurar en asuntos solemnes y serios, cuando tu juramento es requerido, ocurrirá lo mismo: tu palabra perderá credibilidad. Por lo mismo, hay momentos de especial solemnidad y seriedad que requerirán juramento, y es en ellos en los que debemos invocar el Nombre de Dios como testigo, lo que será una demostración de que creemos en Él y le servimos. En este mundo de engaño y de falta de honradez a veces es necesario el juramento para añadir solemnidad y la garantía de confiabilidad a una afirmación o promesa importante[13]

Considera que la Escritura dice que Dios mismo jura: “Pues cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por uno mayor, juró por Él mismo” (He. 6:13). Esto lo hizo no porque Su Palabra no fuera digna de confianza, ni porque Él pudiera cambiar en lo que anunció que haría, sino porque tuvo compasión de nuestra debilidad y para mayor seguridad de nuestra fe, interpuso un juramento por sí mismo, no habiendo nadie más alto por quien jurar.

De hecho, el mismo Jesús declaró bajo juramento: “Y el sumo sacerdote le dijo: «Te ordeno por el Dios viviente que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». 64 Jesús le contestó*: «Tú mismo lo has dicho…»” (Mt. 26:63-64).

Y más allá de estas verdades sobre los juramentos, volvemos al punto central: la necesidad de creer, abrazar y amar la verdad en el corazón primeramente. Esto llevará a que la palabra sea fiel, honesta y digna de confianza, aunque no se interponga un juramento de por medio.

Esto es que tu sí sea sí, y que tu no sea no. Nota que el Señor dice que todo lo que no corresponda con esto, “procede del mal”. Para el Señor no hay lugar neutral: o tu palabra es fiel y veraz, o procede del mal.

Esta enseñanza de Jesús caló tanto en sus discípulos, que Santiago la reitera de una forma casi idéntica: “Y sobre todo, hermanos míos, no juren, ni por el cielo, ni por la tierra, ni con ningún otro juramento. Antes bien, sea el sí de ustedes, sí, y su no, no, para que no caigan bajo juicio” (Stg. 5:12).

Es decir, aquí se agrega otro elemento: si tu palabra no es fiel y veraz, estás bajo juicio, porque tus palabras proceden del mal que has abrazado en tu corazón. Dicho de otra forma, quien se caracteriza por quebrantar su palabra, no siendo sincero ni íntegro, está demostrando que su corazón está viviendo para lo que es malo, porque de la abundancia del corazón es que habla la boca, y por lo mismo, está bajo juicio.

Contrario a esto, la esencia de lo que el Señor ordena se encuentra en las palabras del profeta Zacarías: “díganse la verdad unos a otros,” (Zac. 8:16), y también en las palabras del Apóstol: “No salga de la boca de ustedes ninguna palabra mala, sino solo la que sea buena para edificación, según la necesidad del momento, para que imparta gracia a los que escuchan” (Ef. 4:29); y asimismo cuando dice: “sed llenos del Espíritu, 19 hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; 20 dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5:18-20).

Hay una relación directa entre ser llenos del Espíritu y hablar como debemos. En el pasaje paralelo al de Efesios, en la carta a los Colosenses, dice que la Palabra de Cristo debe morar en nosotros en abundancia (Col. 3:16). Si esto es así, es decir, si eres lleno de la Palabra de Cristo y del Espíritu Santo, esto se manifestará en que de tu boca saldrán palabras que edifican a quienes te oyen, y así podemos exhortarnos y edificarnos unos a otros, y por otro lado, estarás lleno de alabanza y gratitud a Dios.

En consecuencia, esta Palabra de Cristo no se cumple primeramente en nuestra vida pública, sino que nace desde lo más profundo del corazón, y desde allí se expresa hacia afuera. Por eso dice: “Tú deseas la verdad en lo más íntimo, Y en lo secreto me harás conocer sabiduría” (Sal. 51:6); y cuando describe al justo que habitará con Dios, dice que es “El que anda en integridad y hace justicia, Y habla verdad en su corazón” (Sal. 15:2).

Por ello, el amar la verdad de corazón, el hecho de que tu sí sea sí y tu no sea no es algo que únicamente puede obrar el Espíritu Santo en ti, y que va completamente en contra de nuestra cultura. Algunas aplicaciones sobre esto:

-No se deben encontrar en ti las llamadas “mentiras piadosas”, esas que parecen no dañar a nadie y que se dicen para justificarse o librarse de una vergüenza. Honrar la verdad en todo implica ser íntegro y honesto, aunque eso signifique tener que sonrojarse y reconocer un pecado, un desorden o desorganización. Ejemplos de estas típicas “mentiras piadosas” son decir “voy saliendo”, cuando recién te estás levantando; o decir “me faltan 5 minutos para llegar”, cuando bien sabes que son 15. O echar la culpa al tráfico o a un accidente, cuando bien sabes que habiéndote organizado mejor, habrías podido estar a tiempo.
-Debes ser sincero, sin doble ánimo. Lo que declaras con tu boca y lo que hablas, debe corresponder a lo que hay en tu corazón. La Escritura reprueba el elogiar con la boca cuando no es realmente lo que sientes: “El hombre que adula a su prójimo Tiende una red ante sus pasos” (Pr. 29:5). Ahora, no se debe confundir el ser sincero con ser imprudente, ni con ser impulsivo. Ser sincero no es decir lo primero que te pasa por la cabeza y lo que sientes en el momento, sino que lo que dices, corresponde con lo que realmente piensas y sientes, no simulando ni aparentando algo que realmente no pasa por tu corazón. La sinceridad es una virtud, mientras que la impulsividad y la imprudencia son pecados.
-Ten cuidado con prometer a la ligera, pues el comprometerse a algo y luego no cumplir es pecado. En ese caso, tu sí no ha sido sí, y tu no ha dejado de ser no, y esto procede del mal. Estamos acostumbrados a estas promesas a la ligera: decir: “oraré por ti”, y luego no orar. “Ahí nos estamos viendo”, y luego no vuelves a hablar con la persona en meses o años. A veces no queremos desilusionar al otro, y por lo mismo decimos rápidamente que sí a alguna invitación o petición de ayuda, pero luego nos vemos impedidos de cumplir o simplemente se nos olvida. Ruega al Señor que te ayude y haz el esfuerzo de ser consciente e intencional en estas cosas: no te comprometas a la ligera, aunque sean cosas que te parecen pequeñas o sin importancia. Tu sí debe ser sí y tu no debe ser no, sabiendo que Jesús advirtió: “de toda palabra vana que hablen los hombres, darán cuenta de ella en el día del juicio” (Mt. 12:36).
-La impuntualidad, cuando es un patrón, es desobediencia a la enseñanza de Jesucristo. A todos nos ha pasado que podemos tener imprevistos que nos impiden llegar a la hora. Pero no todo lo que llamamos “imprevisto” lo es. Si se te ha hecho costumbre llegar tarde a los compromisos, tu sí ha dejado de ser sí y tu no ya no es no, porque los demás ya tendrán claro que si dijiste una hora, a eso hay que sumar 10 o 15 minutos, y en varios casos mucho peor. Y claro, ya sabrán que tendrás alguna excusa para tu retraso.
-No te acostumbres a simular algo que no eres. Muchos guardan cierta actitud solemne y seria ante la presencia de ciertos hermanos o de los pastores, pero cuando ellos no están, se sueltan el cinturón y muestran su verdadera cara. Para muchos creyentes, sería un gran terror que sus hermanos de la iglesia vieran cómo ellos se comportan con entre sus conocidos incrédulos. Esta hipocresía no es amar la verdad en lo íntimo. Procede del mal y lleva al juicio, porque es un sí que deja de ser sí y un no que deja de ser no. Ahora, no me malinterpretes. No te estoy llamando aquí a dejar de esconder tu pecado y ahora pecar descaradamente. Si estás viviendo una doble vida, arrepiéntete y somete tu vida a la verdad, porque esa es la voluntad de Dios.
-Abandona las mentiras culturalmente aceptadas, porque aunque para ti sean cosas livianas, para el Señor proceden del mal y son dignas de juicio. Las licencias médicas falsas, la deshonestidad en los exámenes, la falsificación de datos para recibir becas o acceder a beneficios, y la falta de integridad en el trabajo, como cuando se simula que se está trabajando cuando en realidad se está haciendo otra cosa, son ejemplos de lo mismo: el sí no es sí, y el no dejó de ser no.

Se podrían seguir dando ejemplos, pero la idea de fondo es clara: nuestro Dios es personalmente la verdad, por tanto, nosotros debemos amar la verdad y vivir según ella.

El Señor es llamado “el Dios de la verdad” (Is. 65:16). Jesús es denominado “el Testigo fiel y verdadero” (Ap. 3:14), y que Él mismo se define personalmente como la verdad (Jn .14:6). Cuando se habla del Espíritu Santo, se le describe como el “Espíritu de verdad” (1 Jn. 4:6). Por lo mismo, “Los labios mentirosos son abominación a Jehová; Pero los que hacen verdad son su contentamiento” (Pr. 12:22 RVR60).

Ningún pensamiento, palabra ni obra de Cristo estuvo fuera de la verdad. Por el contrario, todo Su Ser siempre fue la expresión de la verdad más pura. En contraste, el diablo es descrito como “mentiroso y el padre de la mentira” (Jn. 8:44).

Por lo mismo, “Los cristianos afirman tener la verdad, y seguir a aquel que es la Verdad (Jn. 14:6). Por tanto, en nuestras conversaciones, nuestra seña de identidad debe ser la verdad”.[14]

Como telón de fondo de todo esto, está lo que nos ordena el Señor por medio del Apóstol: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto mediten” (Fil. 4:8). Tu corazón debe estar puesto en el Señor, quien es la verdad. Nota que no dice solo “hagan esto”, sino que va más allá, y ordena que pienses en todas estas cosas, porque es en tu corazón, en tus pensamientos donde se encuentra la raíz de todo lo demás que haces en tu vida.

Considera a Jesucristo, quien siendo la verdad en Persona, sufrió en la cruz el castigo por nosotros los mentirosos. Dado que Él es la verdad y siempre vivió perfectamente conforme a ella, Él es el único que puede salvarte. Confiesa tu pecado ante Él, y el Señor será fiel y justo para perdonar tu pecado y limpiarte de toda maldad.

  1. https://cutt.ly/z0Yi01u

  2. https://cutt.ly/P0Yp3r5

  3. Calvino, Institución, 278.

  4. Stott, Sermon on the Mount, 99.

  5. Calvino, Institución, 279.

  6. Hendriksen, Comentario a Mateo, 321.

  7. Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 355.

  8. Hendriksen, Comentario a Mateo, 322.

  9. Carson, Sermón del Monte, 60.

  10. Stott, Sermon on the mount, 100–101.

  11. Carson, Sermón del Monte, 60

  12. Hendriksen, Comentario a Mateo, 323–324.

  13. Hendriksen, Comentario a Mateo, 323.

  14. Carson, Sermón del Monte, 61