La Ciudad que esperamos

Domingo 10 de noviembre de 2019

Texto base: Ap. 21:9-27.

El libro de Apocalipsis es el mensaje del Señor a su Iglesia, dando a conocer lo que ocurrirá entre la primera y la segunda venida de Cristo, a fin de consolarlos y afirmarlos en esperanza. Quienes lo leen pueden ver cómo el Señor vencerá sobre sus enemigos, establecerá su reino en Cristo y hará parte a su Iglesia de esta victoria. Recordemos lo que dice el Señor sobre este libro: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca” (Ap. 1:3).

En los capítulos anteriores a este, el Señor ya ha anunciado cómo vencerá de manera total sobre el gobierno perverso (la bestia), el engaño del mal (el falso profeta) y el sistema humano de maldad (Babilonia). Ha juzgado a la humanidad y ha lanzado al lago de fuego para siempre tanto al diablo como a quienes lo siguieron en su rebelión.

Luego de todo eso, en este pasaje muestra la santa ciudad que Él ha dispuesto para habitar con su pueblo en la gloria. Esta debe ser nuestra esperanza, el lugar al que llamamos “hogar”, y que esperamos con ansias mientras vivimos en esta tierra como extranjeros y peregrinos. Esta espera es lo que hace que la Iglesia sea única, y debe moldear toda nuestra vida como pueblo de Dios. Esto nos lleva a reflexionar: ¿Creemos realmente las palabras de Dios? ¿Tenemos nuestra esperanza en lo que Él nos ha prometido?

     I.        Una esposa preciosa

El Señor describe a la Nueva Jerusalén no sólo como una ciudad, sino también como “la esposa del Cordero”, y se refiere con esto a la Iglesia en la gloria eterna. Desde el A.T. el Señor habla de su pueblo como su esposa, de tal manera que cuando se entregaban a la rebelión y la idolatría, se refería a ellos como una mujer adúltera. El mismo matrimonio es una imagen de Cristo y su Iglesia:

 “25 Esposos, amen a sus esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella 26 para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, 27 para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable” (Ef. 5: 25-27).

Con esta imagen el Señor nos dice que disfrutaremos de un compañerismo directo con Él por toda la eternidad, que estaremos unidos a Él y recibiremos su cuidado, atención y protección, que Él se dedicará a hacernos bien y nos amará por toda la eternidad. Es maravilloso pensar en esto, ya que en otro tiempo fuimos enemigos del Señor, llevando sobre nosotros la corrupción y las marcas horribles del pecado, pero ahora se puede decir que llevamos la gloria de Dios, y algún día el pecado dejará de estar presente en nosotros, quedando sólo la gloria de Dios que llenará todo nuestro ser.

Creo que todos los maridos podemos recordar ese momento en que nuestra esposa entró vestida de novia por las puertas de la iglesia; preciosa, resplandeciente, con su cara llena de luz, con una hermosura que llenaba todo el lugar, y mientras avanzaba por el pasillo no podíamos más que conmovernos hasta las lágrimas con tanta gloria, y había una fiesta en nuestros ojos y nuestro corazón. Si ese momento aquí en la tierra fue lleno de toda esa gloria, imaginemos cómo será este instante glorioso cuando la esposa del Cordero descienda del Cielo, siendo adornada y arreglada por el mismo Dios, vestida con su justicia y santidad, y llena de su gloria.

Y esto sólo pudo ser posible por la obra de Cristo. Fue Él quien nos amó y se entregó por nosotros para hacernos santos. Fue Él quien nos purificó y nos lavó, quien nos hizo radiantes con su luz admirable, quien quitó de nosotros toda mancha y arruga para hacernos santos e intachables. Él tomó sobre sí nuestros trapos de inmundicia, y nos vistió con sus ropas de gala, su lino fino y resplandeciente. Es Él quien tomó sobre sí la fealdad abominable de nuestro pecado, y nos concedió la belleza deslumbrante de su justicia.

Se nos dice que su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como el jaspe, que es transparente como el cristal, y luego el v. 18 en adelante nos dice que es de oro puro, y en sus cimientos está llena de las piedras más preciosas que podemos encontrar en la creación. Todo esto nos habla de una ciudad hermosa como ninguna que se haya visto jamás, y que es inmensamente rica, y tanto su belleza como su riqueza se deben a la obra del Señor.

Juan intenta describirnos las cosas gloriosas que él vio, con imágenes de su tiempo y de su cultura. Por eso, si creemos que él está hablando en términos literales de esta ciudad, perderemos el rumbo. Las piedras preciosas mencionadas, eran parte de la indumentaria del sacerdocio. En el Antiguo Pacto, sólo el sacerdote podía entrar al lugar del templo en el que se podía tener una comunión más íntima con el Señor. Sin embargo, el Señor nos ha hecho un reino de sacerdotes, lo que significa que podemos entrar a su presencia y disfrutar de la comunión con Él.

Además, la ciudad es un cubo perfecto. Esto nos recuerda al lugar santísimo, que también era un cubo perfecto (1 R. 6:20). El lugar santísimo era la parte en el templo donde se manifestaba la presencia gloriosa de Dios. Así, la Nueva Jerusalén será un gran lugar santísimo, en el que nosotros como su pueblo estaremos siempre ante su presencia gloriosa, eternamente y para siempre.

Es claro que esta ciudad ya no necesita muros, porque no hay enemigos que la puedan atacar o saquear, pero se nos habla de un muro alto y grande que la rodea. Con esto se quiere representar la seguridad eterna de esta ciudad. Quien la sostiene es el Señor, por tanto, los que habitan en ella pueden vivir en paz perpetua, resguardados por el poder y la presencia gloriosa del Señor.

Ahora, aunque este pasaje está lleno de términos simbólicos, no por eso debemos pensar que la ciudad misma es simbólica. El Apóstol Pablo dice: “Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre” Gá. 4:26. No olvidemos que en Edén había un huerto, y este huerto debía ser trabajado por Adán. Es maravilloso pensar que a medida que avanzó la historia de la salvación, ahora hablamos de un pueblo santo que habita no ya en un huerto, sino en una Ciudad, donde seguiremos sirviendo a Dios como pueblo, sólo que ahora libres de toda maldad y llenos de gloria.

Y es gracias al Señor Jesucristo que ante el Padre ya somos una novia hermosa, llena de belleza, pureza, justicia y santidad, ya estamos adornados de todas estas piedras preciosas, de toda esta gloria. Llegará un día en que nuestra maldad será quitada de en medio, y llegaremos a ser plenamente lo que ya somos ante Dios.

     II.            La Ciudad Santa

La visión que el Señor muestra a Juan en este pasaje es un claro contraste con la del cap. 17 sobre Babilonia, la gran ramera. El mismo ángel que llevó a Juan a ver a Babilonia, es ahora el que le muestra esta hermosa ciudad, la Nueva Jerusalén.

Mientras en el cap. 17 habla de la gran prostituta, aquí habla de la novia, la esposa del cordero. La gran ramera estaba en el desierto, mientras que la esposa del Cordero estaba en un monte alto y elevado. La gran ramera estaba sentada en una bestia, llena de nombres de blasfemia, con una copa de inmundicia en su mano, mientras que la esposa del Cordero desciende del Cielo, tiene la gloria de Dios y está adornada con una belleza que supera toda descripción.

Recordemos que Babilonia representa la ciudadanía espiritual de todos quienes están en rebelión contra el Señor. Es un sistema de maldad, una estructura de corrupción moral y espiritual, descrita como “la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra”. Su imagen es grotesca, como lo es una ramera. Resulta atractiva, pero es un atractivo perverso, porque no apela a la nobleza, sino al pecado que hay en nosotros. Quienes se dejan engatusar por sus encantos obscenos no son los justos, sino los malvados. Todo en ella es grotesco, incluyendo sus riquezas y su poder, que están contaminados con la maldad. Y su vino no es de aquel que alegra el corazón (Sal. 104), sino aquel que embriaga e intoxica y que lleva a la destrucción.

Toda esta imagen abominable contrasta con la belleza, pureza y santidad de la Nueva Jerusalén. Babilonia está llena de tinieblas, mientras que la Nueva Jerusalén es radiante de luz. Babilonia tiene este atractivo grotesco de ramera, mientras que la Nueva Jerusalén tiene la belleza pura de una novia que va al encuentro de su esposo. Mientras Babilonia atrae a los impíos y es habitación de demonios, la Nueva Jerusalén es la patria de los justos, los redimidos por Cristo y glorificados por su poder. Mientras las riquezas de Babilonia están contaminadas de pecado y bañadas de sangre de los santos, las riquezas que adornan la Nueva Jerusalén son una manifestación del poder y la gracia de Dios en su pueblo.

Los habitantes de la Nueva Jerusalén vienen de toda tribu, pueblo, lengua y nación. No se unieron por tener un interés común de construir una comunidad, sino que están unidos por el sacrificio de Cristo, y el Espíritu Santo que ha hecho de ellos un solo cuerpo. Entonces, su unidad no es humana, sino que viene del Señor. Y la sobrevivencia de esta ciudad no depende de la capacidad de sus habitantes para mantenerla en pie, sino que es el Señor quien la sostendrá eternamente con su poder, porque es SU ciudad, su Santa Ciudad.

Así, la Iglesia es la única unidad verdadera que puede alcanzar un grupo de personas. Un partido político, un club social, un grupo de activismo estudiantil o sindical, o incluso un grupo de amigos, por unido que sea y por fuerte que sea su afecto, nunca, NUNCA se comparará a la unidad que hay en la Iglesia, porque la unidad de la Iglesia viene de lo alto, es obrada por el Espíritu Santo, y su fundamento es el sacrificio y la resurrección de Jesucristo. Incluso, a pesar de las divisiones y los problemas, esta unidad va a trascender a la eternidad. Ningún grupo humano puede decir lo mismo. Entonces, debemos aprender a amar, apreciar y valorar a la Iglesia como algo único y sobrenatural, un lazo que nos unirá eternamente.

Por otra parte, mientras Babilonia se describe como una ciudad grande y antigua, la Nueva Jerusalén se describe como “Santa” y “Nueva”. Es santa porque ha sido apartada del mundo por el Señor para ser su posesión, para reflejar su gloria, su santidad y pureza. Es nueva porque Dios la ha renovado del pecado y la corrupción, de modo que puede decirse que las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas.

Todo esto debe llevarnos a recordar que la Iglesia no nos pertenece, sino que es del Señor. Son sus instrucciones las que debemos seguir, no las nuestras. Es su ley la que debe prevalecer, y no nuestra opinión o criterio. Es su Palabra la que debe predicarse, y no nuestras ocurrencias. Es a Él a quien debemos fidelidad, y no a los hombres, y es a Él a quien debemos agradar, no a nosotros mismos ni a la sociedad. Es SU iglesia, Él determina quiénes son suyos y quiénes no, y es a Él a quien debemos honrar con todo lo que hagamos aquí.

Si hoy eres ciudadano de la Nueva Jerusalén, la madre de todos los creyentes, es porque Él te amó primero, es porque Cristo se entregó por ti para hacerte santo, para purificarte y lavarte por medio de su Palabra, para quitar de ti toda mancha y arruga y presentarte delante de Él como una novia hermosa y resplandeciente. La única manera de ser ciudadano de la Nueva Jerusalén es la ciudadanía por gracia, y por esa gracia es que Él quiso adornarte con la hermosura de su santidad y su gloria.

¿Cuán agradecido estás del Señor? ¿Te das cuenta de lo que significa ser parte de su Iglesia? ¿Valoras siquiera ser parte de una congregación de redimidos por Cristo? ¿Cuán a menudo das gracias al Señor por formar parte de un cuerpo de creyentes? La diferencia entre ser parte de Babilonia y la Nueva Jerusalén, sólo la hace Jesucristo. No eres tú, no son tus capacidades, ni tus talentos, ni tus virtudes, sino Cristo y su obra.

Ahora medita sobre lo que significa ser parte de la Iglesia de Cristo, el único grupo de personas que no terminará con la muerte, sino que permanecerá por la eternidad. El único grupo de personas que Dios mismo formó desde la eternidad. El único grupo de personas por las que Cristo murió para salvarlos. El único grupo de personas en las que vive el Espíritu Santo, y que caminan hacia este glorioso destino.

Mírate a ti mismo aquí sentado, y reconoce que sólo por la gracia de Dios estás aquí. Mira a tus hermanos que están a tu lado, y reconoce que sólo por el Espíritu Santo pueden estar unidos. Mira a tu congregación aquí reunida, y reconoce que sólo podemos estar aquí porque Cristo murió y resucitó por nosotros. Gracias al Señor por su misericordia.

   III.        Nuestro hogar definitivo

¿Qué tipo de sociedad quieres? Bueno, sabemos qué tipo de sociedad queremos. Queremos una sociedad de hombres y mujeres libres. Libres de la pobreza, libres del miedo, capaces de desarrollar plenamente sus facultades en colaboración con sus compañeros, cada uno prestando y teniendo la oportunidad de prestar servicio a su comunidad, cada uno mirando por su propio interés privado a la luz del interés de los otros y de la comunidad; una sociedad unida por derechos y obligaciones… una sociedad libre de grandes desigualdades… no dejaré de luchar en mi mente, ni la espada dormirá en mi mano, hasta que hayamos construido la [Nueva] Jerusalén en la tierra verde y agradable de Inglaterra”. Estas fueron las palabras del primer ministro Clement Attlee en Inglaterra, perteneciente al Partido Laborista.

Es increíble encontrar declaraciones tan explícitas como esta, dichas por gobernantes de las naciones, donde dejan ver que ellos son los que nos traerán un nuevo mundo, un mañana mejor, en otras palabras, que nos van a redimir, siendo ellos nuestros supuestos salvadores. Este primer ministro prometió que su empeño sería hacer de su país una Nueva Jerusalén, y la verdad es que no podía estar más equivocado en su vana ilusión, y además de eso llegó al colmo de la insolencia y la blasfemia.

Sin embargo, es lamentable que en este terrible pecado no está solo. Este grave pecado consiste en creer que podemos llegar al Cielo por nuestras fuerzas, que podemos construirlo nosotros desde aquí, que podemos redimirnos a nosotros mismos, que podemos restaurar el reino perdido en Edén por nuestros medios, a nuestra manera y para nuestra gloria. Es el terrible pecado de desear el Cielo pero sin Dios, de ansiar la redención pero sin Cristo, la regeneración pero sin la obra del Espíritu Santo; y es porque el hombre persiste en desconocer el reinado del Señor y pretende usurpar su Trono para sentarse en él.

Es el pecado que vemos en Adán y Eva al desechar la ley de Dios e imponer la suya propia. El pecado en la adoración de Caín hecha a su manera, el pecado de los constructores de Babel que quisieron llegar hasta el Cielo por ellos mismos para su gloria, el pecado de toda la idolatría y la rebelión que observamos en el Antiguo Testamento, el pecado de quienes crucificaron a Cristo y escogieron a Barrabás; y es el mismo pecado que sobrevive en el humanismo y todas sus formas, donde la esperanza está puesta en el hombre y en sus esfuerzos para redimirse y reformarse.

Todo parte de este mismo principio, donde el hombre busca lo que sólo Dios puede darle, pero lo busca fuera de Dios, levantándose sus propios ídolos, lo que no es otra cosa que una forma perversa de adorarse a sí mismo, ya que esos ídolos son hechos a imagen y semejanza del hombre, reflejan sus anhelos y esperanzas carnales, y su deseo de autogobernarse rechazando la soberanía del verdadero y único Dios. Cuando un hombre se levanta un ídolo, está proyectando en ese falso dios, una imagen agrandada de sí mismo.

Pero resuenan las palabras del Señor al comienzo de este capítulo: “Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de DiosHe aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (vv. 2-5). Es el Señor quien trae la salvación al mundo, y el único que tiene el poder de renovar todas las cosas. Sólo Él puede traernos ese reino, esa ciudad que esperamos, donde gobernará la justicia, la verdad y la paz, porque todas estas cosas se encuentran sólo en Él.

Ese es el contraste: Babilonia es la ciudad que construye el hombre corrompido por el pecado y lleno de rebelión. La Nueva Jerusalén es la ciudad que desciende de Dios. Es el Señor quien la establece, quien echa los cimientos y la edifica, quien la llenó de su gloria y esplendor.

En este mundo corrompido por el pecado, lo único bueno es lo que desciende del Señor: “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación” (Stg. 1:17). La ley del Señor descendió de Él. La Palabra hecha hombre, Cristo, también descendió de lo alto, y en su segunda venida también vendrá desde lo alto. La Nueva Jerusalén también sigue la misma lógica, desciende de Dios hacia su Creación.

Es decir, la Nueva Jerusalén es el pueblo de Dios, bajo el gobierno de Dios, en el lugar que el Señor estableció para manifestarse de forma directa, para estar en plena comunión y en un compañerismo eterno con su pueblo, en el que Él puede llamarse nuestro Dios, y nosotros podemos llamarnos su pueblo.

Por eso, cuando Hebreos 11 nos habla de Abraham como ejemplo de verdadera fe, nos dice que “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (v. 10), y luego, hablando en general de los hombres de fe, el autor de esa carta señala que vivieron como “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (v. 13), es decir, no buscaban una patria terrenal, sino que “anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (v. 16).

No encontraremos la ciudad que esperamos dentro de las ciudades de esta tierra, por muy próspera y avanzada que sea, y por mucho progreso que podamos ver en ella. No la podemos construir, porque su arquitecto y constructor es Dios. No podemos traerla nosotros, porque Dios es quien la hace descender del Cielo, y es Él quien la ha preparado para los suyos.

Muchos desean el oro de esta ciudad, otros ansían sus joyas preciosas, otros quieren su seguridad, y aun otros su gloria, pero debes tener muy claro que, quien hace que esta ciudad sea hermosa, llena de gloria, riquezas y virtudes, es el Señor; es porque su presencia y bendición la llenan por completo.

En ella el Señor cumple todas sus promesas de perdonar nuestros pecados y de salvarnos por completo. Ahora ya no hay velo ni separación entre Él y nosotros, su presencia está completamente en medio nuestro, y nosotros podemos ver el rostro y la gloria de quien nos dio vida eterna y nos perdonó de nuestra maldad.

El templo de Dios es el lugar donde su presencia especial y favorable se manifiesta en el mundo. Pero el hecho de que haya un templo significa que todo el resto no es templo. En otras palabras, si hay un templo es porque esa presencia especial de Dios no lo llena todo, sino que está limitada a ese lugar, que en el Antiguo Pacto era el templo de Jerusalén y en el Nuevo Pacto es la Iglesia congregada en nombre del Señor. Entonces, lo que dice el v. 22 es tremendamente significativo, ya que si no hay templo, es porque la gloria y la presencia especial de Dios ya no estará limitada a un lugar, sino que lo llenará todo, cubrirá por completo toda la creación, y no habrá más pecado ni maldad.

No habrá muerte, ni corrupción, no habrá nada podrido, nada que se desgaste ni que se oxide, nada que nos recuerde la ruina del pecado, sino que la luz de la gloria de Dios será lo único que veremos; tanto así que no habrá necesidad de sol ni de luna, no habrá noche, sino que será un día eterno lleno de la gloria de Dios.

Uno de los mayores deseos de los discípulos de Cristo en esta tierra, es ser libres de las cadenas del pecado y la maldad. El Apóstol Pablo clamaba: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). ¿Te imaginas una vida sin pecado? Ese pecado del que surgen las guerras, los conflictos, los homicidios, las vidas arruinadas, las familias destruidas, las palabras hirientes y los fraudes vergonzosos. ¿Te imaginas un mundo sin maldad? Bueno, eso es lo que nos dice el v. 27, “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero”. Allí y sólo allí se cumplirá nuestro deseo, y será por la obra sobrenatural de Dios trayendo la vida de Cristo a nosotros.

Y ya que no habrá más pecado, tampoco habrá más dolor (v. 4). Es Dios quien secará nuestras lágrimas, tal como un padre lo hace amorosamente con un hijo que llora. Es el Señor quien echará para siempre de este mundo el llanto, la muerte, el clamor y el dolor, tanto así que todos los quebrantos sufridos en este mundo nos parecerán algo así como un mal sueño.

¿Cómo podríamos construir nosotros algo así? ¿Cómo de nosotros, pecadores y mortales, podría salir esta gloria eterna? ¡Qué necedad! Y sin embargo, el hombre lo intenta una y otra vez, sólo para encontrar ruina tras ruina. No busques en los gobiernos, en los hombres o en ti mismo lo que sólo el Señor puede darte. ¡Deja de buscar en la basura y ven a la casa de tu Padre! ¡Vuelve a tu Señor, deja de pasear tus ojos por esta tierra y levántalos al Cielo, a tu Dios!

¿Quieres ir al Cielo? En otras palabras, ¿Quieres entrar en la Nueva Jerusalén para siempre? Bueno, no entrarás allí a menos que te rindas ante el Dios de la Nueva Jerusalén y reconozcas que sólo Él es Señor, y que necesitas su salvación. Por eso, si adorar a Dios no te trae ningún interés ni gozo hoy, entonces el Cielo no tendrá ningún atractivo para ti, es más, querrás salir corriendo de allí. Sólo entrarán al Cielo para adorar a Dios por toda la eternidad, quienes hicieron de la adoración a Dios su ocupación principal y suprema aquí en la tierra.

Al ver toda la muerte y el dolor que ha traído y sigue trayendo el pecado, debemos ver su gravedad y su asquerosidad, esto nos debe llevar a no querer nada con él, a alejarnos de toda clase de mal y ver que Babilonia caerá, que el diablo, la bestia, el falso profeta y sus seguidores serán juzgados y arrojados al lago de fuego, y que por tanto, el único fruto seguro del pecado es la destrucción.

Pero todo esto nos debe llevar a ver también la gran misericordia de Dios, y lo inmenso de la obra de Cristo para nuestra salvación, porque fue necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre, que muriera en la cruz, que fuera sepultado y que resucitara al tercer día, para que toda la creación pudiera ser restaurada. Si mañana entraremos en la Nueva Jerusalén, es porque el Señor Jesús murió y resucitó por nosotros. Si pudieras tener un ticket de entrada a esta Ciudad Santa, allí estaría escrito: CRISTO.

Cristo es el camino a la Ciudad, es también su puerta de entrada, y es también nuestra ciudad. Donde está Cristo, allí es nuestro hogar. Él dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:2-3).

Aunque nosotros no podemos construir esta ciudad ni traerla por nuestra fuerza, sí podemos y debemos vivir como es digno del Señor de la ciudad. Podemos anticipar la bendición de estar en ella, viviendo en fe y obediencia agradecida al Señor. Vive como un ciudadano de la Nueva Jerusalén, pero que temporalmente se encuentra como extranjero y peregrino en Babilonia. Que todos puedan ver que este no es tu hogar definitivo, sino que esperas una ciudad, que fue preparada y construida por el Señor para los suyos.

Recuerda que tu ciudadanía está en los cielos. No vivas como los que no tienen esperanza. No vivas como los que dicen “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, o esos que dicen “sólo se vive una vez”, y usan eso como excusa para entregarse como animales irracionales a sus pasiones más oscuras. Vive como quien espera su hogar, como quien ansía llegar a su destino, que no es la ciudad en sí, sino Cristo, el Señor de la ciudad.

No cambies el oro por el barro. No confundas las falsificaciones y las ilusiones del pecado con la verdad eterna y preciosa de Dios. Recuerda: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio; porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (He. 13:13-14).