La comunión con Jesús resucitado

Domingo 5 de enero de 2020

Texto base: Juan 21:1-14.

Después de los impactantes eventos del Getsemaní, el Calvario y la resurrección, algunos de los discípulos de Cristo se encontraban realizando tareas cotidianas, cuando Jesús nuevamente se manifestó a ellos. En dos ocasiones anteriores, se les había aparecido para restaurar su fe en Él. En esta oportunidad, se manifiesta para restaurar la comunión con ellos y renovar la misión que les había entregado.

¿Por qué nos alejamos de Dios? ¿Por qué tendemos a perder nuestro rumbo? ¿Por qué Dios nos busca de forma tan persistente?

Al analizar este pasaje, podremos maravillarnos con la inmensa misericordia y el tierno amor de nuestro Salvador, quien realmente anhela la comunión con nosotros, y en las ocasiones en que nos enfriamos o perdemos el Norte, se preocupa de restaurarnos y renovar nuestra fe y nuestro servicio a su Nombre.

     I.        La noche infructuosa

A estas alturas, los discípulos habían dejado Jerusalén y habían vuelto a Galilea, de acuerdo con lo que Jesús les había ordenado. Habían pasado días muy agitados: en menos de un mes habían entrado junto con Jesús a Jerusalén, donde fue recibido como un rey, para unos días más tarde ser arrestado, juzgado y crucificado en la fiesta de la pascua. Ante eso, ellos huyeron y se dispersaron, hasta que el mismo Jesús se les apareció resucitado, para confirmar la fe de ellos.

Todos estos acontecimientos tienen que haber causado un impacto colosal en sus corazones, y debe haber sido muy difícil para ellos procesar lo que ocurría. Lo más probable es que estuvieran aturdidos o confundidos en su espíritu, y que sus fracasos espirituales los tentaran a caer en un desánimo profundo, a olvidar las promesas que habían recibido de Cristo, su misión y también la hermosa comunión que disfrutaban con Él. Es esperable que no supieran qué cosas iban a cambiar luego de la resurrección, y cómo este hecho transformaría sus vidas, después de haber vivido este verdadero terremoto espiritual.

En medio de esta situación, Pedro, Tomás, Natanael, Juan, Jacobo y otros dos discípulos, en total 7 hermanos, se dirigen al lago llamado Mar de Galilea, para pescar. Simón les dijo Me voy a pescar, y el grupo mencionado fue con él. Aunque no se puede decir con certeza absoluta que Pedro y los demás estaban abandonando la fe, claramente no es el retrato de discípulos que han recibido el Espíritu prometido. No hay esa unanimidad, esa alegría y sentido de misión que vemos en la Iglesia después de Pentecostés. No hay esa valentía y esa pasión que resultaron en la expansión explosiva del Evangelio por todo el mundo conocido. Se puede percibir un tono de “me retiro” en ese “me voy a pescar”, considerando que ese era su oficio antes de entregarse por entero a seguir a Cristo, durante aproximadamente 3 años. Esto toma fuerza si vemos las preguntas que hace Jesús a Pedro más adelante en este capítulo.

A pesar de que en este grupo había al menos 4 pescadores expertos, y que habían escogido la mejor hora para lanzar la red al mar, lo cierto es que no pudieron pescar nada durante toda la madrugada. Se trató, entonces, de una noche infructuosa, llena de esfuerzo sin frutos, de trabajo sin resultados, de frustración ante el fracaso. En todo ese lago, ningún pez, ni siquiera uno, se había dignado a entrar en su red.

En nuestra vida cristiana y en la obra del Señor, es frecuente que pasemos por momentos como este. Nos gustaría no tener que pasar por ellos, pero ya que ocurren, quisiéramos que sólo duraran unas cuantas horas. Pero pueden extenderse por días, meses y hasta años, en los que sabemos que Cristo vive, que el Señor es real, que es fiel y guarda a su pueblo, pero nos sentimos trabajando en la oscuridad, haciendo a veces grandes esfuerzos que nos dejan exhaustos, pero sin ver los resultados que esperamos. Echamos la red a un lado y nada. La echamos al otro, y lo mismo… nada. Nos preguntamos: “¿Qué pasa, Señor? ¿Por qué tanto esfuerzo en vano? ¿Por qué, si quiero servirte?”.

Podemos entrar en estas noches infructuosas porque estamos dedicando nuestros esfuerzos al lugar o a la misión equivocada. Echamos la red donde no hay peces. Otras veces, es porque estamos haciendo algo, pero no lo que deberíamos hacer. Pensamos que basta con hacer algo, incluso en nombre de Dios, pero no nos estamos dedicando realmente a la misión que Él nos ha dado. Otras veces es porque olvidamos que la prioridad es nuestra comunión con Él, y en lugar de eso nos concentramos en hacer cosas, en el activismo. O puede ser por una mezcla de todas las situaciones anteriores.

Tengamos cuidado, porque el pecado que mora en nosotros constantemente nos desvía del objetivo que el Señor nos ha entregado. Es como una tela que nubla nuestros ojos y que debemos estar quitando constantemente para poder ver bien. Como nos dice el Señor en su Palabra, sólo andando en dependencia de su Espíritu es que podemos batallar contra estos deseos torcidos y estos impulsos de maldad que nos distraen y nos desvían. Además, tenemos un enemigo que ocupa artimañas y maquinaciones para entorpecer nuestra obra y servicio al Señor. Pero el Señor nos promete: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Stg. 4:7).

No bajemos la guardia. Por eso nos necesitamos unos a otros, para animarnos mutuamente a las buenas obras, y ayudarnos a poner los ojos en Jesús. Durante esas noches infructuosas, es necesario que nos mantengamos aferrados al Señor por la fe, sabiendo que llegará un amanecer en el que veremos claramente la luz del Señor, en el que nos encontraremos con Cristo claramente de nuevo. Si no damos con el rumbo correcto, Él nos irá a encontrar.

    II.        El amanecer del reencuentro con Cristo

Luego de esta noche, Jesús se manifestó a sus discípulos, “… es decir, hizo despliegue de su gloria. No sólo hizo una aparición física repentina, de forma que los discípulos pudieran verlo, sino que demostró su poder y amor permanentes, su majestad divina y tierna compasión divina y humana” (W. Hendriksen).

La Escritura nos dice que “a quienes [sus apóstoles] también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” Hch. 1:3. Ciertamente esta aparición tiene que ver con dar un nuevo testimonio de su resurrección, pero también apunta directamente al corazón de sus discípulos de ese entonces, y al nuestro.

Y es así porque esta nueva aparición de Jesús a sus discípulos es mucho más íntima y familiar. Aunque ellos lo habían abandonado y negado, y aunque habían sido tardos para creer y entender, es Él quien va en busca de ellos para refrescar y fortalecer su comunión.

Las circunstancias que rodean este encuentro están llenas de significado: Cuatro de los cinco discípulos que son mencionados, estuvieron también al inicio del ministerio público de Jesús. Uno de ellos, la noche anterior a la crucifixión de Jesús le hizo una pregunta que demostraba que no había entendido nada del mensaje de su Maestro. Otro había negado a Jesús, y otro había dudado de su resurrección, y estos hechos estaban muy frescos en la memoria. Además. Jesús escogió como escenario el Mar de Tiberias (o de Galilea), que es donde llamó a Simón, Andrés, Jacobo y Juan para que fueran sus discípulos (Mr. 1:16,19), y donde mostró su poder como Hijo de Dios ante ellos andando sobre el mar y calmando la tempestad. Todo en este encuentro, entonces, es muy significativo.

Y desde luego, esto es así porque Cristo ya tenía planificado este encuentro con sus discípulos. Una vez más, ellos son incapaces de reconocerlo en un principio. Nuevamente, tendrían que verlo con los ojos de la fe. Él los llevó a pasar por esta noche infructuosa, para que luego su señal milagrosa fuera mucho más notoria, y para que ellos se dieran cuenta de que lo necesitaban y que dependían de Él. Esa noche en oscuridad y frustración daría paso a un amanecer de gozo y de bendición, y el Señor quiso también dar esa carga de simbolismo a esta aparición.

Se dirige a ellos con una ternura paternal: “hijitos”, y les pregunta si tienen algo de comer. Esa interrogante no es porque sí, Él quiere que ellos tengan muy presente que no habían pescado nada y que no tenían nada para comer sin Él. En ese momento, les dice que echen la red al otro lado de la barca, lo que no es un cambio significativo, ya que era una barcaza, el área que cubría la red no era muy distinta si la echaban a un lado o al otro. Parece, entonces, un cambio sin importancia, de no ser porque ahora es Jesús quien da la orden. Mientras Jesús todavía les daba esta instrucción, podemos recrear la imagen de un gran cardumen de peces dirigiéndose a toda velocidad hacia el costado derecho de la barca. Luego ocurrió que no podían sacar la red de tantos peces que contenía.

Al principio de su ministerio, Jesús había hecho un milagro similar, conocido como “la pesca milagrosa” (Lc. 5:1-11). En esa ocasión, los discípulos también habían pasado por una noche en que no habían podido pescar nada, y luego de la orden de Jesús de echar la red, resultó que ahora salían llenas, hasta el punto de romperse. Esto causó un gran impacto en el corazón de Pedro: “Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8). Pedro vio la majestad de Cristo y su propia bajeza, y lo mismo ocurrió con Juan y Jacobo. En esa ocasión, Jesús los llamó a dejar las redes y pasar a ser pescadores de hombres. Se dice que ellos, “dejándolo todo, le siguieron” (v. 11).

Ese era el momento en que fueron llamados definitivamente a seguirle como discípulos. ¿Qué estaba haciendo ahora el Señor con este milagro? Les estaba recordando cuando recién fueron llamados, cuando llenos de fervor y de pasión, se entregaron por completo a seguir a Jesús. Les estaba evocando ese primer amor que ahora pareciera estar bajo nubes negras. Ellos debían darse cuenta de que huir de su misión, volviendo a su ocupación anterior, sería un fracaso. No podían escapar de su llamado, y no podían pretender tener éxito sin Cristo: “...separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5).

… el propósito del milagro fue abrir los ojos de estos hombres, hacerlos ver que por sí mismos no podían hacer nada, y fortalecer su fe en él” (W. Hendriksen). Jesús quería restaurar su comunión personal con ellos y la misión que les había encomendado. En la pesca milagrosa de Lucas cap. 5, el Señor estaba dando un testimonio público de su gloria como Mesías durante su ministerio terrenal. En esta nueva pesca milagrosa, Él quería reavivar la fe y el amor de quienes ya creían en Él.

Este hecho sobrenatural y el recuerdo de la pesca milagrosa anterior hicieron que Juan concluyera con entusiasmo: “¡Es el Señor!”. Pedro, fiel a su ímpetu habitual, no esperó a terminar la pesca y se arrojó al mar para ir al encuentro del Señor. Tal fue su ánimo al ver a Jesús, que nadó los doscientos codos que separaban la barca de la orilla, algo así como 90 mts. Como solía suceder, Juan demuestra ser pronto para comprender, y Pedro rápido para actuar. En el reino de Dios, el hombre de visión y el hombre de acción se complementan mutuamente.

Una vez que Juan se da cuenta de cómo Jesús les estaba hablando a través de las circunstancias y de cómo demostraba otra vez su poder sobrenatural, los ojos de la fe fueron abiertos y pudo ver que se trataba de su Señor resucitado, y animó a su hermano Pedro a verle también. Debemos tener este discernimiento espiritual que nos permita ver cómo el Señor nos habla a través de su Palabra, aplicándola también a las circunstancias que nos rodean. Haciendo eso, no sólo son abiertos nuestros ojos para ver al Señor en nuestro día a día, sino también podemos animar a nuestros hermanos a verlo y seguirlo.

   III.        Un Dios que busca la comunión

Al llegar a la orilla, Jesús había preparado desayuno para ellos. Ante esto debemos detenernos un momento y preguntarnos: ¿Quién es el que les esperaba allí en la orilla? El Verbo de Dios, el Creador de todas las cosas, quien recibió toda potestad en el Cielo y en la tierra. Es Él, quien en sus manos recibió todas las cosas, quien con esas manos les preparó un desayuno a sus discípulos.

¿Por qué fue que el Señor restauró la comunión con ellos? La respuesta es inmensamente profunda y simple a la vez: porque Él desea esa comunión con nosotros. Nos resulta difícil creer que el Dios Todopoderoso y Eterno pueda desear realmente tener comunión con nosotros, que estamos llenos de pecado. Esto es por su pura gracia y misericordia. Como dice la Escritura:

¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miq. 7:18-19).

Este desayuno en la orilla del lago nos muestra la gran misericordia de Dios hacia nuestras vidas. El Señor preparó todo, puso la mesa para sus discípulos. Es Él quien los busca, y aún después de resucitado les sigue sirviendo. Es Él quien los invita, diciéndoles que vengan y coman. Se preocupa por sus necesidades físicas, pero estaba apuntando directo a sus corazones. De la misma forma, ellos retomarían fuerza en sus cuerpos luego de una dura noche, pero sus almas serían aún más fortalecidas por la comunión con el Cristo resucitado.

Tal fue el impacto que esto produjo en los discípulos, que recordaban el número exacto de los pescados que entraron en esa red. Tal como en la primera pesca milagrosa, esto les daba un mensaje de doble significado: por una parte, les mostraba el poder del Señor y su dominio de la creación; y por otra, les mostraba la misión a la que estaban llamados: ser pescadores de hombres.

La redacción del texto nos sugiere que físicamente Jesús se había presentado ante ellos de una forma velada. Sin embargo, todos sabían que Él era el Señor. No se trata simplemente de saber que Jesús está allí, sino de conocerle espiritualmente. Ellos sabían esto no por vista, sino por fe. Esto nos recuerda las palabras de la Escritura sobre el pueblo del Nuevo Pacto: “Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jer. 31:34).

La cultura hebrea, a diferencia de la nuestra, daba mucha importancia a los símbolos. Cada detalle en este encuentro fue cuidadosamente preparado y dispuesto por nuestro Señor para impactar poderosamente las vidas de sus discípulos. Este momento debe haberlos animado en gran manera; lo que el Señor estaba hablando a sus corazones es que seguiría estando con ellos, su poder seguiría ayudándolos, a medida que ellos se entregaran por completo a cumplir la misión que Él les encomendó.

A veces debemos volver al “ABC”, que es lo más básico pero lo que más fácilmente olvidamos:  reencontrarnos con el Señor y renovar nuestra relación con Él, como cuando recién fueron abiertos nuestros ojos y pudimos ver su gloria como nunca antes. A veces nos concentramos tanto en el servicio, como Marta, que perdemos de vista a quién estamos sirviendo y de qué se trata el ser sus discípulos. Otras veces nuestro pecado parece tan abominable a nuestros ojos, que no creemos que pueda haber perdón para nosotros, olvidando que siempre hemos sido aceptados en Cristo por Su obra, no por la nuestra, y siempre ha sido por gracia, no por los puntos que podamos habernos ganado en el marcador espiritual.

Por momentos nos parece algo demasiado increíble que Dios busque la comunión con nosotros, pero esto es lo que Él siempre ha hecho. Ya el mismo hecho de que Él quisiera crearnos, nos muestra esto. Él, a pesar de que nunca nos necesitó, deseó formar a nuestro padre Adán del polvo de la tierra, le dio aliento de vida, lo hizo un ser viviente y lo puso en el huerto para que como humanidad tuviéramos comunión con Él y fuéramos felices en su presencia; de tal manera que nuestros padres podían oír su voz, y Él “...se paseaba en el huerto, al aire del día...” (Gn. 3:8).

Incluso una vez que nuestros padres pecaron, y nosotros en ellos, antes de decretar cualquier maldición contra ellos por su desobediencia, el Señor les dio la promesa de salvación de que un hijo de la mujer aplastaría a la serpiente (Gn. 3:15), y nunca dejó a la humanidad sin algún creyente que invocara el nombre del Señor, de tal manera que Abel ofreció su sacrificio por fe (He. 11:4), y luego de su muerte a manos de Caín, Adán y Eva siguieron esperando al Salvador prometido cuando engendraron a su hijo Set (Gn. 4:25). Sabemos que Enoc caminó con Dios (Gn. 5:22), y que Noé halló gracia ante los ojos de Dios en medio de un mundo de maldad (Gn. 6:8).

A veces creemos que Cristo sólo se manifestó visiblemente al mundo cuando nació a través de María, pero su deseo de tener comunión con su pueblo lo llevó a aparecer en varias ocasiones, mucho antes de su nacimiento en Belén. En el Antiguo Testamento, aparecía en la figura del Ángel de Jehová, que era Cristo preencarnado. Fue ese Ángel de Jehová quien comió con Abraham afuera de su tienda (Gn. 18), y quien luego detuvo su mano para que no clavara el puñal sobre su hijo Isaac (Gn. 22:11), cuando Dios probó la fe del patriarca. Fue ese Cristo preencarnado quien luchó con Jacob y lo llamó Israel para animarlo a perseverar en la fe hasta el final (Gn. 32:24ss). Fue Cristo quien se apareció a Moisés en medio de la zarza ardiente (Éx. 3:2), y quien luego guió a su pueblo en el camino del desierto (Éx. 23:20), y quien luego se apareció a Josué para darles la victoria en la entrada a Canaán (Jos. 5:13ss). Fue Cristo quien llamó a Gedeón (Jue. 6), y quien anunció el nacimiento de Sansón (Jue. 13), y fue Él quien luego apareció en visiones al profeta Zacarías para animar a los judíos que habían vuelto del exilio en Babilonia (Zac. 1, 3). En toda época, Cristo ha estado en comunión con su pueblo.

Después de haberse manifestado de esta forma, la Escritura dice: Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros... (Jn. 1:14). Dejó esa gloria visible que tenía con su Padre para venir a poner sus santos pies en el polvo de la tierra. Vino a tocar a los leprosos y limpiarlos de su corrupción. Vino a tocar los ojos de los ciegos y así darles la vista, vino a abrir los oídos de los sordos, a poner en libertad a los oprimidos por las tinieblas, vino a soportar nuestra profunda y porfiada estupidez, nuestra rebelión insolente y nuestra incredulidad. No sólo soportó las blasfemias, insultos y golpes de sus enemigos, sino que también sufrió la traición, la negación, la cobardía, el abandono y la incomprensión de sus propios discípulos.

Al ver a los discípulos de ese entonces y a nosotros mismos hoy, vemos que nuestra necedad es persistente, pero aún más persistente es la misericordia del Señor. ¿Qué sería de nosotros si así no fuera? ¿Qué sería de ti y de mí si el Señor no nos hubiese buscado para salvarnos? Todavía más, ¿Qué sería de nosotros si el Señor no nos buscara cada día? El himno “Fuente de la vida eterna”, en inglés dice: “soy propenso a apartarme, Señor, lo siento, soy propenso a dejar al Señor a quien amo”. A pesar de ser el ofendido y de que no tiene necesidad de nosotros, el Señor, está más dispuesto a ir en nuestra búsqueda, de lo que nosotros, los ofensores y necesitados, estamos dispuestos a ir a su encuentro. Él estuvo más dispuesto a dejar su gloria celestial y venir a la cruz, de lo que nosotros estamos dispuestos a venir a Él para buscar su perdón y disfrutar de su comunión.

Ve a tu Señor, el Dios Todopoderoso, yendo a buscar a discípulos inconstantes y torpes. A veces pensamos que nosotros tenemos que limpiarnos, y tenemos que hacer esfuerzos para alcanzar la perfección, y sólo así Dios querrá tener comunión con nosotros. ¡Pero es al revés! Es Dios quien nos busca cuando nosotros vamos huyendo. Es Él quien va a nuestro encuentro cuando hemos perdido el rumbo, cuando estamos dando golpes contra el aguijón, cuando nos extraviamos o nos desenfocamos del llamado que Él nos ha hecho.

Pero Él fue a buscarlos allí, a sus labores cotidianas, donde ellos al parecer se estaban retirando, y fue allí donde los impactó con su amor tierno, con su paciencia a toda prueba, simplemente con su deseo persistente de tener comunión con ellos. ¡Eso destruye nuestro orgullo, indiferencia y estupidez! “El amor de Cristo nos constriñe”, ¡Claro que sí! Es ese amor de Dios en Cristo el que nos remece, nos despierta, nos impacta, nos levanta del sueño y fija nuestros ojos en Él, para que le amemos, le sirvamos, para que demos nuestra vida por Él. Es esta verdad tan simple y profunda a la vez: Cristo nos ama. ¡Sí, Cristo nos ama! Y quiere tener comunión con nosotros.

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:35,38-39).

¡Ni siquiera nuestra estupidez, porfía y necedad podrán separarnos del amor de Dios en Cristo! Él no sólo vence los obstáculos que hay fuera de nosotros, sino también los que nosotros mismos oponemos para que Él nos salve y nos ame.

Alguno quizá pensará: “Sí, muy bonito, pero ellos tenían a Jesús ahí, con ellos. Ojalá hoy tuviéramos eso”. Pero no olvidemos que Jesús dijo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Jn. 14:16-18).

Lo que está diciendo el Señor, es que Él sigue con nosotros en su Espíritu Santo. No es un Jesús de calidad inferior. No es una simple idea que nos da esperanza y consuelo. No es un simple poder que nos fortalece; sino que es el mismo Dios que viene a nosotros. Tal como Cristo vino al mundo a cumplir su ministerio, el Espíritu también vino enviado por el Padre al mundo a estar con quienes aman a Cristo, y no sólo por un tiempo, sino que para siempre.

Hermano amado, busca la comunión con el Jesús resucitado. No tenemos excusa, para eso fuimos creados, para eso vino Cristo al mundo, murió y resucitó por nosotros, para eso fuimos salvos: para tener comunión con el Señor, para conocer al único Dios verdadero y a Jesucristo, a quien ha enviado (Jn. 17:3); y esto lo hacemos por medio de su Santo Espíritu.

Dios se ha acercado a nosotros, se hizo hombre y vivió en medio nuestro, envió a su Santo Espíritu para vivir en nosotros y hacernos su templo; y es Él quien te llama hoy a través de su Palabra, ¡Ven a Él! ¿Por qué te sigues resistiendo? ¿Qué puede ser mejor que la dulce comunión con nuestro Creador, Padre y Salvador, quien nos amó hasta el punto de dar a su Hijo por nosotros? Nadie nos ama más que Dios, nadie nos conoce mejor que Él, nadie anhela algo mejor para nosotros que Él, ¡Déjate encontrar por ese bendito y tierno Salvador!

Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is. 57:15).

Ese maravilloso Salvador, que es digno de toda gloria y alabanza por los siglos de los siglos, y ante quien se rinde toda la creación, ese que les sirvió esos panes y esos peces a la orilla del lago, es el mismo que te llama hoy a la dulce comunión con Él. No es una simple idea para consolar nuestras almas, no son simples palabras bonitas, ¡Cristo vive!, y nos dice en su Palabra:

“...vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, Y seré su Dios, Y ellos serán mi pueblo… Y seré para vosotros por Padre, Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Co. 6:16,18)