LA FE DE ABEL Y ENOC

SERIE – EL BUEN TESTIMONIO DE LA FE

 

 

“Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella. Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios. Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He.11:4-6).

En el primer sermón de la serie, pudimos ver el contexto general de este capítulo, aclarando que los destinatarios, los Hebreos que recibían esta carta o sermón escrito, estaban experimentando el azote de la persecución, la soledad de la cárcel y la impotencia de ver cómo eran despojados de sus bienes, todo esto a causa de su fe. Mediante este recorrido por la historia sagrada, el autor busca consolarles contemplando cómo hombres y mujeres de Dios atravesaron situaciones incómodas, peligrosas y desafiantes en la antigüedad, pero alcanzaron un buen testimonio por medio de la fe. Si algo podía destacarse de todos los casos que se mencionan es la paciencia con la que esperaron en Dios el cumplimiento de las promesas que desembocan en Cristo, el Mesías prometido para ellos y el Cristo que vino para nosotros.

También estudiamos que esta fe es el medio por el cual el justo vive y persevera. Sin embargo, no consiste en cualquier fe. La fe que justifica al impío es la que reposa única y exclusivamente en Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe. A través de la fe hacemos nuestra la justicia de Cristo y declaramos que su muerte agotó completamente la ira de Dios que debíamos soportar. La fe, puede ser sencilla y pequeña como un grano de mostaza, pero al estar depositada en Jesucristo producirá los efectos gloriosos que Dios ha prometido. La fe verdadera produce frutos dignos de arrepentimiento, obras justas y perseverancia en la santidad. Si la fe carece de estos efectos, es sólo una imitación barata. Todo esto pudimos tratar el domingo antepasado.

Hoy, veremos los primeros dos nombres que figuran en este recorrido por la historia sagrada, los nombres de Abel y Enoc, los cuales tienen dos aspectos iniciales en común. Primero, ambos vivieron en el mundo antes del diluvio, detallado en el Libro del Génesis, y segundo, el texto nos declara que ambos agradaron al Señor. Estos pertenecen a las primeras generaciones de la raza humana. Abel fue nada más y nada menos que el segundo hijo de la primera pareja en la tierra, Adán y Eva; y Enoc, por su parte, pertenece a la séptima generación, por lo que lo primero que debe impactar nuestro corazón es que la fe ya comienza a destacarse en las primeras generaciones de la historia humana.

Y a fin de ordenar nuestro estudio, dividiremos éste en tres partes:

  • La fe de Abel, el Justo.
  • La fe de Enoc, el que caminó con Dios.
  • La fe de Abel y Enoc en Jesucristo.
  1. La fe de Abel, el Justo.

“Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella” (He.11.4).

A fin de recordar la vida de Abel les pido que leamos juntos el Libro del Génesis 4.1-11.

“Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido varón. Después dio a luz a su hermano Abel. Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra. Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante. Entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaído tu semblante? Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él. Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató. Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? Y él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano” (Gn.4.1-11).

Un policía podría identificar esto como el relato del sitio del suceso, es una crónica de cómo se fue gestando un asesinato a sangre fría. Abel fue la primera víctima de un homicidio premeditado e intencional. Nos encontramos en un momento de nuestra historia humana donde todos los días una persona muere a manos de otro, perdiendo nosotros la capacidad de sorprendernos frente a tales sucesos. Nuestra tierra se encuentra teñida de la sangre de millones y millones de personas cuyas vidas han sido arrebatadas, interminable listado que encabeza la primera víctima, Abel.

El asesinato es una de las más violentas expresiones del pecado que habita en nosotros. Sin embargo, como la rama de un árbol frondoso y gigantesco, el asesinato es sólo una de las miles de maneras que los hombres hemos diseñado para manifestar nuestro odio contra los mandatos de Dios. El pecado no es muy lejano a Abel, sus padres cometieron el primero y con ello no sólo confinaron sus vidas a la muerte espiritual, sino que arruinaron también a su descendencia, los cuales heredamos la naturaleza corrupta y cosechamos los pocos frutos de una tierra hostil. La Escritura nos dice: “He aquí, solamente esto he hallado: que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones” (Ec.7.29). No se culpa sólo a la primera pareja por el pecado, todos hemos participado de dicho motín contra Dios. La carta a los Romanos nos aclara que: “… como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro.5.12). No obstante, la Escritura no nos dice que por cuanto Adán pecó todos estamos destituidos de la gloria de Dios, no, dice la Palabra: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro.3.23). Si bien nuestro padre Adán instaló el pecado en nuestra mesa, todos hemos decidido darle un cariñoso bocado. Ninguno puede ser acusado de haber sido obligado o motivado por Dios para pecar, sino que todos nosotros, de forma consciente y voluntaria hemos decidido enfrentar a Dios al transgredir sus mandatos.

Si bien Caín y Abel vivieron antes de Moisés, por medio del cual Dios formalizó sus mandatos, no debemos pensar que Caín no sabía lo que hizo. Dice la Palabra que Dios escribió la ley en los corazones y conciencias de los hombres (Ro.2.14-15), y aunque aún no existían las piedras que tenían esculpidas el “No matarás” (Ex.20.13), Caín sabía que lo que hizo es un pecado.

Caín y Abel fueron los primeros hombres que nacieron, y como nacidos también acarrean lo que señaló el rey David: “En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal.51.5). Todos nos hemos desviados, todos nos hemos descarriados, todos nos hemos hecho inútiles (Ro.3.12). Todos los que hemos nacido de la unión entre un hombre y una mujer, traemos el mal tesoro de nuestro corazón, desde donde sacamos malas cosas.

Caín y Abel no eran excepciones a esta regla. Si bien de Abel no se detalla algún pecado, esto no significa que debamos asumir que era perfecto o que nació puro. Él no podía evadir los efectos del pecado, debemos pensar en Abel como un pecador de nacimiento. Pero entonces, ¿Por qué razón se nos dice que Abel alcanzó testimonio de ser justo? No sólo lo dice el texto que leímos de Hebreos, también nuestro Señor Jesús lo dijo: “para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías…” (Mt.23.35). Lo primero que debemos descartar es que Abel haya sido considerado justo por haber nacido justo, porque el único que ha tenido esta característica ha sido Jesucristo. Entonces, ¿por qué Abel alcanzó testimonio de ser llamado justo?

La primera alternativa es que haya alcanzado la justicia por medio de este único acto que nos informa la Escritura. Su ofrenda excelente podría ser el motivo por el que Dios le llamó justo. Sin embargo, esto únicamente sería posible si leyésemos Hebreos 11:4 tapando la frase “Por la fe”. De hecho, si hacemos este ejercicio, si omito esas palabras, quedaría de esta manera: “Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas”. Sólo omitiendo la frase “Por la fe” es que podría llegar a pensar que Abel fue considerado justo delante de Dios por sus obras. Sin embargo, es esta gloriosa frase que antecede la mayoría de los versículos del capítulo 11 de Hebreos, la que nos permite concordar con toda la Palabra de Dios que fue la fe de Abel lo que le hizo alcanzar testimonio de ser llamado justo.

El relato del Génesis nos dice que Dios miró con agradó a Abel y a su ofrenda (Gn.4.4). No se nos dice que Dios se agradó de Abel por causa de su ofrenda, sino que se agradó de Abel y de su ofrenda. Por contraparte, se nos dice que Dios no miró con agrado a Caín y a su ofrenda (Gn.4.5). Nuevamente, Dios no se desagradó de Caín por la mala calidad de su ofrenda, sino que Dios se desagradó de Caín y de su mala ofrenda. Esto muestra hermanos, que Dios se agrada del creyente, pero no se agrada del incrédulo. Fue por la presencia de la fe que Dios se agradó de Abel, y por cuanto se agrada de Abel también se agrada del fruto de sus manos, y fue por la ausencia de la fe que Dios aborreció a Caín, “Porque sin fe es imposible agradar a Dios”. El que Dios se haya agradado de uno y no del otro, no dependió de la ofrenda presentada, sino de la fe del que la ofreció.

Esto tampoco nos debe llevar a pensar que el creyente puede hacer lo que sea y de todos modos agradar a Dios. Si Abel hubiese ofrecido una montaña de barro eso no daría cuenta de su fe. Abel, siendo justo por la fe, ofreció a Dios un sacrificio bajo los términos que Dios había establecido. Cuando sus padres fueron expulsados de Edén, Dios cubrió su vergüenza con las pieles de un animal que tuvo que morir. Asimismo, Abel adoró a Dios representando en esos animales sacrificados el sustituto que murió para cubrir su pecado, reconociendo que era pecador, por ello se nos dice que Dios dio testimonio de su ofrenda, porque le obedeció según lo que había establecido y sirvió como el iniciador de una historia de sacrificios expiatorios que harían necesaria la venida del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Jesucristo.

Por el contrario, Caín, ofreció un sacrificio a su manera, compuesto de los frutos de la tierra que Dios había maldecido. Como dice la Palabra: “todo lo que no procede de fe, es pecado” (Ro.14.23). Si Caín hubiese ofrecido exactamente lo mismo que Abel, de todas maneras no hubiese agradado a Dios, porque su obra provenía de un corazón donde la fe estaba ausente. Si una ofrenda no surge de un corazón con afectos profundos por Dios, dicha ofrenda, aunque costosa y voluminosa no será agradable a Dios. Recordemos la ofrenda de la viuda, cómo el Señor exaltó su ofrenda no por la cantidad, que sin duda era nada en comparación al acaudalado aporte de los ricos, sino que destacó el cuantioso sacrificio de desprenderse de todo su sustento, con fe en que Dios le proveería (Mr.12.41-44).

El cristianismo es la religión que no sólo se concentra en las obras que el hombre hace, sino en la naturaleza del hombre que hace dichas obras y los motivos por los que las hace. Mientras el catolicismo romano manda a Don Francisco al cielo por su obra en la Teletón, el cristianismo bíblico aún le llama al arrepentimiento, porque de no haber creído en Cristo la ira de Dios está sobre él (Jn.3.36). Las obras buenas son aquellas que se hacen con fe verdadera, de acuerdo a la ley de Dios y para su gloria. Jesús les dijo a los fariseos: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, porque lo que entre los hombres es de alta estima, abominable es delante de Dios” (Lc.16.15). También la Palabra nos dice que nuestras más altas obras de justicia son trapos inmundos delante de Dios (Is.64.6). Sin importar los sentimientos, los argumentos y las excusas que inviertas en entregar a Dios un culto bajo tus propios términos, Dios no se agradará de ti mientras seas incrédulo, y por esa incredulidad, desobediente.

  1. La fe de Enoc, el que caminó con Dios.

“Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios” (He.11.5).

Nuevamente hermanos les pido que para profundizar en las vidas de estos creyentes, leamos Gn.5.21-24.

“Vivió Enoc sesenta y cinco años, y engendró a Matusalén. Y caminó Enoc con Dios, después que engendró a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Enoc trescientos sesenta y cinco años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Gn.5.21-24).

Enoc fue el tatara-tatara-tatara nieto de Adán, es la séptima generación luego de la primera pareja. Adán y Eva tuvieron a Caín y Abel, pero luego del asesinato de Abel, engendraron un tercer hijo, Set, y luego hijos e hijas (Gn.5.4). Precisamente de la descendencia de Set viene Enoc. El nombre Enoc significa “consagrado”, y su nombre da cuenta de lo que era en verdad. En el capítulo 5 del Génesis, donde se detalla toda la descendencia de Adán, Enoc es el único que se nos dice que caminó con Dios. De todos los otros se nos dice que simplemente vivieron una cantidad de año, pero de Enoc se nos dice que caminó 300 años con Dios. También del resto cada uno termina diciendo “y murió”, recordándonos la triste consecuencia del pecado.

Enoc vivió en totalidad 365 años, a los 65 años tuvo su hijo Matusalén, y luego de ello se nos dice que caminó con Dios 300 años. Es decir, luego de haber engendrado a su hijo, Enoc caminó todo el resto de su vida con Dios, vida terrenal que no culminó con la experiencia de la muerte, sino que se le exceptuó de ella a través de una trasposición. Mucho se especula de lo que esto significa, algunos hasta han alucinado con la teletransportación o la abducción de Enoc, pero no debemos suponer más de lo que está escrito. En Génesis se nos dice que Enoc desapareció porque le llevó Dios. Hebreos nos dice que no fue hallado porque fue traspuesto o, en otras traducciones, trasladado al cielo. Esta situación también se dio una segunda vez. El profeta Elías culminó su ministerio subiendo al cielo en un torbellino, desde lo cual nunca más le vieron (2 Re.2.11-12).

Nos dice la Escritura que Enoc caminó con Dios. La palabra que utiliza el hebreo para “caminar” en este versículo tiene una cantidad de aplicaciones tan extensa que da para pensar que ese caminar no sólo debe entenderse en términos literales. Podemos entender que Enoc caminó con Dios aunque no necesariamente le haya visto, pero sí o sí debemos entender ese caminar como una comunión cercana con Dios. El libro del profeta Amós dice: “¿Andarán dos juntos si no estuviesen de acuerdo?” (Amos 3.3). El caminar o andar con Dios implica estar en una unión y acuerdo continuo con Él. El comentarista Mathew Henry señaló que caminar con Dios es “tener a Dios siempre delante de nosotros, actuar como estando siempre bajo su mirada. Es preocuparse constantemente de agradar a Dios en todas las cosas y en nada ofenderle” (Henry, M., Comentario de la Biblia).

Para que Enoc hubiese caminado 300 años con Dios, era necesario que estuvieran ambos de acuerdo y compartieran intereses. Estar de acuerdo con Dios es estar de acuerdo con su Palabra. Si esta nos dice que somos pecadores, que necesitamos de Él, que debemos arrepentirnos, que sólo en Cristo hay salvación y que vendrá el juicio venidero, el que tiene fe le dirá a Dios: “Sí Señor, tienes razón, estoy de acuerdo”. Es más, Enoc, manifestó estar de acuerdo con Dios cumpliendo una misión que muchos desconocíamos. Dice la epístola de Judas que fue profeta de Dios y que anunció el juicio contra todos los impíos de su tiempo (Jud.14).

Enoc fue un hombre especial para su tiempo. Otro tatara-tatara-tatara nieto de Adán, fue Lamec. Lamec era de la misma generación que Enoc, séptimo después de Adán. Sin embargo, se caracterizaba por ser un hombre arrogante, bígamo y vengativo (Gn.4.18, 23-24). Esto nos muestra hermanos, que las diferencias entre los santos y los impíos deben ser marcadas. El mundo no debiese tener dificultades para reconocer a un hijo de Dios. La fe verdadera, por tanto, es un elemento diferenciador. Separa, no sólo a incrédulos y creyentes, sino también a verdaderos y falsos creyentes.

  1. La fe de Abel y Enoc en Jesucristo.

La fe si no se encuentra depositada en Jesucristo, es una creencia inútil. El apóstol Pablo señaló que sólo somos justificados por la fe en Jesucristo (Ro.5.1), porque como decían los apóstoles: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch.4.12). De la misma forma como Abel y Enoc no son excepciones a la regla de que todos somos pecadores, asimismo tampoco son excepciones a la regla de que solamente por la fe en Cristo Jesús podemos ser salvos. Alguno de inmediato objetará “¿cómo entonces pudieron ser declarados justos Abel y Enoc si Jesús aún no había venido a la tierra? ¿Acaso ellos quedaron en una especie de plataforma en donde después que Jesús viniese se les predicó el evangelio para ver si se salvaban?”.

No. Nuestro Dios es Alfa y Omega. Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el principio, el Padre hizo todas las cosas a través del Hijo (Jn.1.1-3). Jesús mismo dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn.8.58). Y de la misma manera como Jesucristo no viene a la existencia sólo en el Nuevo Testamento, tampoco el evangelio es un anuncio exclusivo del Nuevo Testamento. Los primeros en recibir el evangelio fueron Adán y Eva, cuando en presencia de ellos le dijo al diablo: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gn.3.15). Se les prometió que de una virgen vendría un Salvador que vencería al diablo y deshiciera sus obras. Adán y Eva debieron haber transmitido este evangelio a sus hijos. Abel por lo tanto conocía el evangelio que prometía un redentor. También estaba muy al tanto que sólo podía acercarse a Dios en los términos de la redención. Sabía que sólo podía agradar a Dios si le adoraba por medio de un sustituto que moría en sacrificio. Abel, por lo tanto, en última instancia, creyó en Jesucristo, su Mesías prometido, su Cordero inmolado, su Salvador.

Abel también anticipó en su vida a Jesucristo. Fue el primer pastor de ovejas, mientras que Jesús es el Buen Pastor que su vida da por las suyas (Jn 10.11-18). Fue el primer sacerdote que presenta un sacrificio de animales para presentarse ante Dios, mientras que Hebreos nos dice de Cristo es “sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (He.9.11-12). También Abel fue el primer mártir, que sin causa muere a manos de su hermano, mientras que de Cristo, Pilato preguntaba al pueblo: “Pues, ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!” (Mt.27.23). Y de Abel se nos dice que se derramó sangre justa, mientras que Cristo dijo: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada” (Mr.14.24). Abel presentó la primera ofrenda, pero Cristo mismo es la última y definitiva ofrenda. Por todo esto, se nos dice en Hebreos que por la fe, Abel, aún muerto, sigue hablando, porque de lo que finalmente dio testimonio es de Cristo, que vive por siempre.

Enoc puede confirmar lo que sintieron los discípulos de Cristo, cuando al caminar con el Señor hacia Emaús decían: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Lc.24.32). Lo único interesante del camino a la Ciudad Celestial es que Dios camina con nosotros. El profeta Isaías dijo: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Is.35.8). Porque el que es pastoreado por el Señor, aunque anduviese en valle de sombra y de muerte no temerá, porque el Señor estará con él (Sal.23.4). Tanto Enoc como Elías eran incapaces de trasladarse al cielo por su cuenta, siendo Dios el que los trasladó. No obstante, nuestro Señor Jesús, con todo su poder, ascendió al cielo y se sentó a la diestra de Dios, mostrando que Él es Dios también. De hecho, si tu indagas en la genealogía de Jesús que aparece en Lucas 3, te darás cuenta que Enoc fue parte de esa genealogía. Por lo tanto, también Enoc con fe esperó a Jesucristo, aunque no alcanzo a verlo.

Tanto Abel como Enoc agradaron a Dios a través de la fe, porque finalmente su fe estaba puesta en Jesucristo, en quien Dios se complace. Dios sólo puede agradarse de nosotros cuando somos mirados a través de su Hijo, a quien ama y en quien tiene pleno agrado. No obstante, para que Dios vea en nosotros a Jesucristo y con ello agradarse, era necesario que ocurriese el glorioso intercambio. Jesucristo se despojó de su justicia para vestirnos de ella, y se puso los ropajes inmundos de nuestro pecado. En la cruz, el Padre le abandonó y cargó toda su ira contra un megapecador, que es la suma de todas nuestras arruinadas vidas y que estaba representando Cristo al colgar de ese madero. El Padre no dijo “Hijo, hagamos cuenta que tú eres esos pecadores, pero esto no es en serio”, no hermanos, eso no fue una obra de teatro, el Padre sí descargó su ira contra Él. De la misma forma como Abraham alzó el puñal contra su hijo Isaac, sin saber que se trataba de una prueba de fe, y de no haber sido detenido por Dios, lo hubiese efectivamente clavado sobre su unigénito, así nuestro Dios mató a su propio Hijo en la cruz, haciéndole pecado por nosotros (2 Co.5.21).

Y si Dios no falta a la verdad cuando dice que cargó nuestros pecados sobre su Hijo, tampoco falta a la verdad cuando dice que se agrada de los que son de fe. Dios se agradó de Abel porque creyó finalmente en Cristo y Cristo murió por él y le hizo justo. Dios se agradó de Enoc porque creyó finalmente en Cristo y Cristo murió por él y le hizo justo. Y si has creído en Cristo, debes también creer que Dios se agrada de ti, porque Cristo murió por ti y te declaró justo por la fe. El Señor se agrada de nosotros, porque se agrada de su Hijo.

Hermanos, el evangelio de Cristo es como la nube que llena de nieve la cordillera, en cuyas alturas yace la fe de Abel y Enoc, y con el calor de su gracia derrite la nieve para que la fe corra ríos abajo, sumando a la corriente la fe de los creyentes posteriores, y ya llegando al mar sumamos nosotros nuestra fe al afluente, para que todo llegue caudaloso al amplio océano que es Cristo. Toda la fe de todas las épocas desembocan finalmente en Cristo.