LA FE DE ABRAHAM Y SARA

Serie: El Buen Testimonio de la Fe

“Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ése ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar. Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad. Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir”.

(He. 11.8-19).

Cualquiera que haya leído la Escritura podrá decir que Abraham es una de las figuras más importantes de la Biblia. Si hacemos un comparativo con las vidas de Moisés, David o cualquier otro profeta, nos daremos cuenta que no fueron tan frecuentemente mencionados como lo fue Abraham, tanto en el Antiguo como Nuevo Testamento. La primera mención de Abraham la encontramos en Gn.11 mientras que la última se encuentra en la primera epístola de Pedro, por lo que su nombre es transversal a lo largo de la Biblia. Su nombre aparece en 26 libros de la Biblia, es decir, nada menos que en un 40% de los libros sagrados. Esto sin duda guarda relación con lo que el Señor le prometió a este santo: “engrandeceré tu nombre, y serás bendición” (Gn.12.2).

Recurrentemente el pueblo de Israel consoló sus malos tiempos y animó a sus compañeros recordando el pacto que Dios había hecho con Abraham. En la parábola de Lázaro y el rico, Lázaro acude a un lugar llamado “el seno de Abraham”, y es este padre quien entabla un diálogo con el atormentado rico. Se reconoce a Abraham como el padre de la fe y a los creyentes como sus hijos espirituales. No es menor que se nombre a Abraham como el amigo de Dios (Is.41.8). La figura de Sara, por su parte, también es famosa en la Escritura. La esposa de Abraham tiene una aparición protagónica en una buena parte del Génesis. También los profetas hablaron de ella como la madre que dio a luz al pueblo (Is.51.2), y el apóstol Pedro la asemeja a la madre de todas las creyentes (1 Pe.3.6). Es tanto lo que la Escritura nos refiere sobre este matrimonio que podríamos estar largo tiempo meditando sobre sus vidas. Es, sin duda, una tarea de largo aliento y de mucho tiempo el extraer todas las verdades que nos entrega la Escritura en la relación que Dios tuvo con Abraham.

Sin perjuicio de lo anterior, si nos sujetamos a lo que leímos de Hebreos, el Espíritu Santo quiso destacar ciertos momentos en la vida de este matrimonio, eventos que le son útiles para el tema que está recalcando. Como vimos en la primera exhortación de la serie, quienes recibían esta carta eran en su mayoría cristianos de origen judío que estaban arriesgando su trabajo, sus bienes, sus familias y hasta sus propias vidas, a causa de la fe en Cristo. Estos creyentes no debían sorprenderse del fuego de prueba que estaban experimentando, como si Dios les hubiese abandonado. Tan sólo debían recordar a todos los hombres y mujeres de la historia sagrada, que experimentaron grandes dificultades, pero que lograron un buen testimonio por medio de su fe. En este sentido, al Espíritu Santo le bastó recordar sólo tres episodios en sus vidas:

Primero, la fe que presentaron al ser llamados.

Segundo, la fe que mostraron cuando se les prometió un hijo, y.

Tercero, la fe que mostró Abraham cuando se les exigió su hijo en sacrificio.

 

Vamos primero a estudiar la fe que presentaron cuando fueron llamados. La fe de Abraham le llevó a obedecer a Dios. Dice Hebreos: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba”. El Libro del Génesis nos informa que el padre de Abraham tenía la intención inicial de partir de una localidad llamada Ur de los Caldeos, a la tierra de Canaán, acompañado de Abraham, Sara y la familia de Lot (Gn.11.31). Este trayecto tenía una distancia de aproximadamente 1.600 kilómetros, distancia que debían recorrer a pie, junto a familia, trabajadores, animales y bienes. Si nos hacemos una idea de la envergadura del camino, es como si caminásemos desde Santiago hasta cerca de Iquique. No obstante, a mitad de camino, vieron una localidad donde asentarse, Harán, lugar en donde se establecieron hasta que el padre de Abraham murió.

Aunque Harán era la nueva casa de Abraham, la cual ofrecía todo tipo de comodidades, Dios le había dicho: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn.12.2-3). Al respecto de esta travesía, lo primero que nos recuerda Hebreos es que la obediencia de Abraham fue inmediata. Él fue llamado y acudió. Sin quejas, sin cuestionamientos, sin salvedades, Abraham siendo de 75 años, tomó a Sara y a su sobrino Lot, junto con su ganado, sus bienes y sus trabajadores, y salieron para ir a tierra de Canaán y llegaron (Gn.12.5-6). Según el texto leído, el Espíritu Santo dejó claro en Hebreos que la fiel determinación de Abraham no hubiese sido posible si no es por la fe.

Porque, como decía el Pastor Juan Calvino, la fe es la maestra de la obediencia. Nadie puede cumplir sus santas obligaciones para con Dios si no atraviesa por el puente de la fe. Como nos dice la misma carta: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que todo el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He.11.6). Como decía el profeta, Dios se agrada más en que se obedezca su Palabra, que en los generosos holocaustos (1 Sa.15.22). Dios se complacía en su Hijo Amado, porque era obediente, incluso hasta la muerte y muerte de cruz (Fil.2.8). Con todo, la Palabra nos enseña que el que quiera ser obediente a Dios primero ha de partir con el curso básico de la fe.

Lo segundo que destacó el autor de Hebreos fue que Abraham obedeció a pesar de no saber adónde iba. Dios no le informó adónde iría, simplemente le dijo: “Vete de tu tierra… a la tierra que te mostraré” (Gn.12.1). Aunque Abraham no lo conociera, creía que en manos de Dios se encontraba su destino y suerte final.

No obstante, a excepción del lote funerario que compró para enterrar a Sara, cuando ella murió (Gn.23.3), la Escritura nunca nos menciona que Abraham haya llegado a ser propietario de un solo metro de esa tierra. Evidencia de esto es el versículo 9 de nuestro texto: Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa” (He.11.9). Simon Kistemaker comenta este pasaje diciendo que “El hecho de que Abraham viviera en una tienda indicaba que él era un ganadero errante que poseía innumerables animales, pero que no poseía una tierra” (Kistemaker, S., Comentario a los Hebreos, p.295). La Escritura nos dice que cuando Abraham llega a Canaán nunca se establece en un lugar de forma permanente, sino que su estadía termina siendo un incesante migrar desde un lado a otro. En este sentido, Abraham nunca pudo ver la efectiva posesión de la tierra de Canaán, tampoco lo vieron sus hijos ni sus nietos. Esto sólo se concretaría unos 500 años después en las conquistas de Josué.

Vemos por tanto que, a diferencia de Noé, quien logró ver con sus ojos cómo el juicio de Dios caía sobre los impíos a través de ese Gran Diluvio, Abraham nunca vio cumplirse la promesa de poseer la tierra de Canaán. Sin embargo, el Espíritu Santo no nos informa esto como un fracaso en el plan de Dios, por el contrario, nos presenta esta fe como digna de ser imitada. Recordemos que uno de los componentes de la fe es la certeza de lo que se espera (He.11.1). Abraham estaba seguro de que Dios cumpliría lo prometido, aunque la muerte golpeara su puerta antes. En este sentido, Abraham sí que vivió por la fe, porque se apropió de la promesa con una fe tal que lograba ver esa tierra y esa descendencia con ojos espirituales. No sólo Abraham murió sin ver consumada la promesa, también su hijo Isaac y su nieto Jacob, coherederos de la misma promesa. La carta a los Hebreos nos dice que: “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo” (He.11.13).

Esto nos revela que el propósito de Dios en Abraham superaba el sólo hecho de ver como suya la tierra prometida. La misma carta nos dice que el motivo por el que habitó como extranjero en la tierra prometida era que “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (11.10). Y en la Biblia ninguna ciudad puede gozar de dichos atributos más que la Jerusalén Celestial. Ap.21 nos dice sobre esta ciudad que su “calle… era de oro puro, transparente como vidrio. Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella” (Ap.21.21-22).

Abraham, por la fe, esperaba aquella Ciudad Perfecta. No por nada Hebreos también nos dice que Abraham, junto a su descendencia, confesaron que eran “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Gn.23.4). Nos aclara el texto que “los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (11.13-16). Esto nos muestra que la tierra de Palestina no es la tierra prometida final y definitiva, sino, como dice la misma carta a los Hebreos, es una “figura y sombra de las cosas celestiales” (He.8.5). Entendemos que Abraham contempló tal como el apóstol Juan, “la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descendiendo del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (Ap.21.2).

El hecho que Abraham se halla confesado “extranjero y peregrino”, manifiesta que este mundo es sólo un paso transitorio. El apóstol Pedro habla de esto en su primera epístola cuando dijo: “conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pe.1.17), y también cuando dijo: “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pe.2.11). Tal como lo dijo el Señor, sus escogidos, aunque están en el mundo, no son de este mundo (Jn.17.11,16). Su patria es la ciudad celestial, y, por ende, su vida en la tierra se trata de un peregrinar en un mundo extranjero hacia la Jerusalén definitiva, como nos dice He.13.14: “porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir”. Tal como Abraham salió de la casa de su padre por la fe, así ninguno de los pasos que demos en dirección a la ciudad celestial podremos darlos sin la fe. Así como Abraham dio una mirada de fe a las doradas avenidas de la ciudad de Dios, los cristianos debemos buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col.3.1).

El segundo punto que es resaltado por el autor de Hebreos es la fe que mostraron cuando recibieron la promesa de un hijo. No sólo Dios llamó a Abraham desde la casa de su padre a Canaán, sino también le prometió una descendencia. Pero no se trataba de cualquier descendencia, era una que haría inútil toda intención de cuantificarla. Cuando Dios llamó a Abraham le dijo: “Haré de ti una nación grande”, y más adelante le dijo: “A tu descendencia daré esta tierra”. Nos dice la Palabra que, pasado un tiempo desde la llegada a la tierra prometida, Dios hizo un pacto con Abraham que consistía en la promesa del nacimiento de un hijo. En dicha oportunidad Dios hizo que Abraham alzara su mirada a los cielos, e intentara contar las estrellas, mientras le decía: “Así será tu descendencia” (Gn.15.5)Recordemos que en tiempos de Abraham no había contaminación lumínica, la noche era sólo iluminada por la luna y las estrellas, por lo que mirar al cielo era un maravilloso espectáculo. Con este simbolismo Dios prometió a Abraham una descendencia numerosa.

Es por este motivo que más adelante Dios cambia el nombre de Abraham, de Abram (corto) que significa “padre exaltado”, a un nombre más adecuado a la promesa, Abraham, que significa “padre de multitudes”, porque como le dijo Dios: “te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti” (Gn.17.5-6). No debemos perder de vista que Abraham estaba ad portas de cumplir los 100 años y su esposa los 90. La posibilidad de tener hijos era médicamente imposible, por lo que la única manera en que Dios cumpliría la promesa sería mediante un milagro.

Dios dijo que el nombre del niño prometido sería Isaac, nombre que significa “risa”. La razón por la que tuvo este nombre fue en cierta medida una lección de Dios frente a la actitud irónica con la que recibieron la promesa. Primero, Abraham, al decirle Dios que su esposa sería madre de un niño, “se postró sobre su rostro, y se rio, y dijo en su corazón: ¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” (Gn.17.17). Luego Sara, cuando el mismo Creador se hospedó en la tienda de Abraham, se ríe al escuchar de Dios mismo que sería madre (Gn.18.10-12), diciendo entre sí: “¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?” (Gn.18.12). A pesar que Sara no expresó esta duda en voz alta, Dios le dijo a Abraham: “¿Por qué se ha reído Sara diciendo: ¿Será cierto que he de dar a luz siendo ya vieja? ¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Gn.18.13-14). Tanto el padre como la madre del niño prometido, recibieron la promesa como si se tratase de una broma de mal gusto, y ambos la cuestionaron en la intimidad de su corazón y sus pensamientos. Sin embargo, ¿Qué pensamiento se ha escondido de nuestro Dios? ¿Y qué intención ha quedado ajena a su conocimiento? (Lc.6.8). Podemos engañar a todo el mundo, incluso a nosotros mismos, pero Dios no puede ser burlado (Ga.6.7).

Es notorio que este matrimonio no recibió con una fe inmediata la promesa, sino con cierto grado de incredulidad. Luego de que Dios hiciese el pacto con Abraham, Sara le sugiere a su marido que es mejor que se acueste con su sierva Agar, y que ella conciba el hijo esperado (Gn.16.2). A pesar que la promesa había sido clara, este matrimonio dudó sobre la capacidad que Dios tenía de cumplir sus propias promesas, e intenta “cooperarle”. Este matrimonio intentó precipitar humanamente el cumplimiento de las promesas de Dios, sin embargo, fracasaron vergonzosamente. Incredulidad similar ocurrió cuando salen de Canaán a Egipto, buscando mejores horizontes. La prosperidad material de dicho lugar, prometía más que la hambruna de la tierra prometida, con lo que manifestaron ansiedad, y no paciencia. Vemos que el “padre de la fe”, no fue tan creyente en algunos momentos de su vida.

A pesar de ello, la fe de este matrimonio se destaca en la Escritura. Nos dice Gn.15.6, que Abraham creyó a Dios y fue contado como justo. Fue el sólo hecho de creer la promesa lo que justificó a este hombre delante de Dios. El Espíritu Santo nos dice en Hebreos que “Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido” (He.11.11). A pesar de sus deslices, que no fueron pocos, la fe que había sido sembrada en ellos no fue quitada. La fe, aunque pequeña y sencilla como un grano de mostaza, si descansa en Dios, producirá los efectos gloriosos que Él ha prometido.

El pastor John Bunyan, en su libro “El Progreso del Peregrino”, ilustró esto con una historia en la que un hombre llamado “Poca-Fe” se acostó en un sendero peligroso, en el cual se apersonaron tres delincuentes a robarle. Sus nombres eran Cobardía, Desconfianza y Culpa. Luego de que le golpearon y robaron una bolsa donde llevaba todo su dinero, el magullado Poca-Fe se puso de pie y notó que no se habían llevado algunas monedas sueltas que llevaba entre sus ropas, como tampoco su pergamino, que era su certificado de entrada a la puerta Celestial. Con estos pocos recursos persistió en su camino, y aunque muchos días con el estómago vacío, siguió perseverando.

Así debemos entender que nuestra fe puede ser sencilla, pero si Dios la ha puesto, aunque se vea golpeada tristemente con nuestros propios pecados, producirá perseverante obediencia. Como nos dice Hebreos: “Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para la preservación del alma” (He.10.39). Recordemos que la semilla que cayó en buena tierra representa a aquellos que con corazón bueno y recto retienen la Palabra de Dios y dan fruto con perseverancia (Lc.8.15). Como nos dice mediante el profeta Isaías, Dios guardará en completa paz a aquellos que alberguen pensamientos que perseveren en Él (Is.26.3). Si el Señor te ha concedido fe, la Palabra dice que aunque fueres torpe no te extraviarás (Is.35.8).

Este matrimonio, por la fe, creyó que era fiel quien había hecho las promesas (He.11.11). Ellos creyeron a Dios como fiel a su Palabra. Esto es importante, porque la fe está íntimamente ligada con la Palabra de Dios. Donde la Palabra de Dios no es proclamada, no puede haber fe, porque “La fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios” (Ro.10.17), y en otro lugar nos dice: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Ro.10.14). La fe, por tanto, nos viene mediante la Palabra de Dios. Hermano, si en verdad deseas que Dios haga una obra en tu vida o te haga seguir perseverando, será mejor que te envuelvas de su Palabra, y ames meditar en ella de día y de noche (Sal.1.2).

El tercer punto que el Espíritu Santo quiso destacar de Abraham, fue la fe que demostró cuando se le solicitó su hijo en sacrificio. Sin duda este fue el momento más difícil que tuvo atravesar. Sin embargo, fue la manera en que su fe se reflejó en las obras (Stgo.2.21). Dios le dijo a este padre: “Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en Holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Gn.22.2). Imaginemos todo lo que pudo haber pasado por la mente de Abraham. Isaac, su único hijo, su hijo amado, el cumplimiento de la promesa de Dios, y ahora resulta que debe matarlo. ¡Acaso Dios estará jugando conmigo! Podría haber pensado. No obstante, la Biblia no nos dice que Abraham presentó retraso alguno a lo que se le pidió, por el contrario, se levantó temprano para atender esta dura solicitud (Gn.22.3).

Sin duda su corazón estaba destrozado, Isaac era su hijo amado. No obstante, nuestro texto nos da a entender que Abraham tenía una fe tan grande en la promesa que sabía que su hijo resucitaría, porque Dios le había dicho: “En Isaac te será llamada descendencia” (Gn.21.12). Si Isaac sería el continuador de la descendencia, ese día no se pondría el sol sin que su hijo siguiera viviendo. Por esto nos dice el texto que leímos que “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos” (He.11.17-19).

Prueba de que Abraham creía que su hijo resucitaría luego del sacrificio, fue lo que le ordenó a los criados que le acompañaban en tal difícil procesión hacia el monte del holocausto: “Esperen aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros(Gn.22.5). Abraham estaba convencido que ese día volvería con su hijo. William Hendriksen comenta que: “cuando Dios le mandó sacrificar a su hijo, tuvo la convicción total de que la muerte no tendría la última palabra, sino que Dios, de ser necesario, devolvería a Isaac a la vida” (Hendriksen, W., El evangelio según San Juan, p.330-331).

Mientras subían la pendiente del triste monte se produce uno de los diálogos más hermosos que he podido leer en las Escrituras.

Isaac - Padre mío… He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto? 

Abraham - Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío.

Cuando llegaron al lugar, Abraham edificó un altar, puso la leña y sobre ella a su hijo atado (Gn.22.9). Isaac era un muchacho, posiblemente un adolescente, mientras que Abraham era un anciano. Al ver a su padre que empezaba a atarlo podía forcejear y salir huyendo, sin embargo, no opuso ninguna resistencia, porque entendió que era el cordero elegido.

 

Cuando el brazo de Abraham se extendió con el cuchillo para degollar a su hijo, el ángel de Jehová le detuvo diciendo: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gn.22.12). Este muchacho estaba totalmente entregado a la muerte, cuando la oportuna y consoladora voz del cielo le hizo abrir los ojos, como quien vuelve a la vida. Es por ello que nuestro texto nos decía que Abraham recibió de vuelta a Isaac, en sentido figurado, como si hubiese resucitado de los muertos.

Luego de todo este tenso pero glorioso momento, Dios vuelve a recordar la promesa a Abraham: “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena del mar... En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (Gn.22.16-18).

Vemos que el holocausto tiene un simbolismo. Antes de Cristo la única manera de adorar a Dios era por intermedio de un sacrificio. Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados de Edén, Dios cubrió su vergüenza con las pieles de un animal que tuvo que morir. Esta enseñanza la transmitieron a su hijo Abel, quien adoró a Dios representando en animales sacrificados el sustituto que murió para cubrir su pecado. Él parte una historia de incesantes sacrificios hasta los días de Cristo. Pero no sólo es el precio de la expiación, el sacrificio también es el sello del pacto de Dios. Noé al salir del arca ofreció sacrificio, cuando recibió el pacto de que Dios no volvería a destruir la tierra (Gn.8.20). Abraham al recibir el pacto de que sería padre de una gran descendencia, hizo un sacrificio de animales cortados a la mitad (Gn.15.9-11).

En este sentido el sacrificio de Isaac tuvo un significado importante, porque al estar su cuerpo sobre la leña representaría al cordero que debía morir para cubrir el pecado de quien ofrecía el sacrificio, en este caso, su padre Abraham, y también representaba el sello del pacto que Dios estableció con Abraham. Sin embargo, al consistir todo en una prueba de fe, Abraham comprendió que Isaac no sería aquel cordero perfecto que debía inmolarse para quitar el pecado. Tanto él como su hijo necesitaban de un Cordero Perfecto, sin mancha y sin contaminación (1 Pe.1.19), que, de forma última y definitiva, sirviera de manera eficaz para quitar su pecado.

Este es el motivo por el que Jesucristo le dijo a los judíos: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se alegró” (Jn.8.56). Si Abraham en verdad esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios, debió compartir la misma visión del apóstol Juan: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera(Ap.21.23). Abraham, al ver la Ciudad Celestial, contempló a Jesucristo en su trono. Ante la pregunta de su hijo: “¿Dónde está el Cordero?”, él pudo responder “Dios se proveerá de Cordero, hijo mío”, saludando a lo lejos a Jesucristo, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn.1.29).

Dios juró por sí mismo (He.6.13) la promesa de que de la descendencia de Abraham vendría una bendición para todas las familias de la tierra (Gn.22.18). Si avanzamos en la descendencia de Abraham, veremos que a medida que su descendencia iba creciendo, más fue el alcance de la Palabra de Dios. Moisés libera al pueblo, Josué conquista la tierra, David rige el reino, Daniel predica en tierra extranjera, entre muchos hombres y mujeres que extendieron la fe en el Dios de Israel, empujando los límites de la religión hacia parajes impensados. Sin embargo, no fue sino por Jesucristo que el evangelio es encomendado los confines del mundo. Nuestro Señor le contestó a Nicodemo que: “De tal manera Dios amó al mundo, que dio a su hijo unigénito, para que todo aquel que en Él crea, no se pierda, sino que tenga la vida eterna” (Jn.3.16). La bendición de Dios no sólo alcanzaría a la etnia de Israel, sino que los gentiles también invocarían el nombre de Dios. Jesucristo, es el Bendito de Dios, que viene de la descendencia de Abraham, y que proclama el evangelio revelado a todo hombre en todo reino, pueblo y nación. Por esta razón, el apóstol Pablo decía que “La Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, predicó antes el evangelio a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las familias de la tierra” (Ga.3.8).

Y es maravilloso que este pacto de alcanzar bendición a todos los confines de la tierra, por medio de Jesucristo, se halla anunciado en el contexto de un sacrificio, en el que un padre debe sacrificar a su hijo unigénito, que se espera resucitará de los muertos. Esto es el anticipo más claro de la obra de Cristo en la cruz y de la Ira del Padre sobre su propio Hijo. El cuchillo que no clavó Abraham sobre su hijo Isaac, Dios Padre sí lo clavó sobre su Hijo Jesucristo, con lo cual aseguró un pacto de gracia que salvaría a muchos de entre todas las naciones.

 

Es igualmente maravilloso saber que la primera vez que la Escritura ocupa la palabra “amor” sea en Génesis cuando Dios le pide a Abraham: “Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas… y ofrécelo allí en holocausto” (Gn.22.2). La primera vez que la Palabra de Dios revela la palabra amor lo hace en el contexto del sacrificio efectuado por un padre sobre su único hijo. No por nada Abraham es amigo de Dios, porque no rehusó a su hijo amado, como Dios tampoco escatimó al suyo, para dar vida a muchos (Ro.8.32). La voz del Padre desde el cielo en el bautismo de Jesús fue: “Este es mi Hijo amado” (Mt.3.17). Y Jesús mismo dijo: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Jn.10.17). Tal como Isaac cerró sus ojos, entregándose voluntariamente a la muerte, para luego volver a dar un aliento de vida en los brazos de su padre, así nuestro Jesús se entregó voluntariamente a la cruz y resucitó de entre los muertos. De la misma manera como Abraham luego de escuchar la voz del ángel, desató a su hijo para reincorporarle, Dios Padre resucitó con poder a su Hijo Jesucristo.

Jesucristo es el Isaac de Dios, es el gozo de los santos pero también la risa de victoria sobre los malignos. El segundo salmo nos dice: “Se levantarán los reyes de la tierra, Y príncipes consultarán unidos Contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, Y echemos de nosotros sus cuerdas. El que mora en los cielos se reirá; El Señor se burlará de ellos” (Sal.2.2-4).

Sabemos que ningún hombre es justificado delante de Dios si no es por la fe en Jesucristo. Si Abraham creyó a Dios y fue contado como justo, fue porque finalmente creyó en Jesucristo, que a lo lejos saludaba como su Redentor. Al alzar la vista a las estrellas u observar la arena de la playa, Abraham también podía contemplar a Cristo, porque de esa descendencia numerosa, representada en esas creaciones, se alzaría el Redentor que bendeciría a las naciones.

Piensa un solo momento en esto, si Dios ordenó todas las cosas según su decreto, sabiendo todas de antemano, cuando descubre lo seco en el tercer día de la creación, y con ello crea la arena del mar, estaba finalmente disponiendo el símbolo que más adelante ocuparía con Abraham para predicarle el evangelio. Y al crear las estrellas en el cuarto día, estaba extendiendo el hermoso manto por el cual esperanzaría a Abraham con la venida de Cristo. Pues sabemos que todas las cosas fueron hechas por medio del Hijo, y para el Hijo (Jn.1.13; Col.1.16-17). Por ello el salmista al cantar el octavo salmo dice: “Has puesto tu gloria sobre los cielos…” (Sal.8.3).

Hermano, si Dios a través de su Espíritu Santo te está llamando, parte ahora de la tierra de tus padres, del reino de las tinieblas y del maligno, y dirígete con fe hacia la Ciudad Celestial. Parte sin demora y de prisa, no pongas la mano sobre el arado, ni mires hacia atrás, no sea que como a la esposa de Lot, la nostalgia del mundo te sea causa de cruenta muerte. No rehúses de Cristo, porque la Ira de Dios estará sobre ti, como bien dijo Él mismo: “Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos” (Lc.13.28). Que Cristo sea tu gozo, tu sonrisa frente al pecado y la muerte. Hoy es el día en que debes afirmar tus pasos hacia la ciudad celestial, en la cual podrás entonar el maravilloso himno al Cordero: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Ap.5.12). No te vayas de este lugar sin antes responder la pregunta de Isaac: ¿Dónde está el Cordero? El Cordero es Jesucristo, el que quitó mi pecado de en medio, en que me bendijo incluso en este lugar remoto.

Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Ga.3.13-14).