LA FE DE JESUCRISTO

“Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar”

(He.12.1-3).

Esta serie se basa en el capítulo 11 de la carta a los Hebreos. En este capítulo se recuerdan una serie de eventos que tuvieron que experimentar los santos del Antiguo Testamento,  en los cuales lo que más se destaca es la fe, como el medio por el cual ellos pudieron obedecer. En este extenso catálogo se nos presenta la fe de Abel,  Enoc,  Noé,  Abraham,  Sara,  Isaac,  Jacob,  José,  Moisés,  Josué,  Rahab, de los jueces, de los reyes y de los profetas del pueblo de Israel. Y en cada uno de ellos nos hemos detenido para comentar cómo esa fe acompañó su obediencia en difíciles momentos. Persecuciones, incomodidades, desprecios, incluso la misma muerte, fueron las dificultades que estos creyentes tuvieron que sobrellevar tomados de la fe.

Sin embargo, si sólo nos quedamos con el capítulo 11 perdemos el verdadero foco que quiere darle el Espíritu Santo a la carta. Jesucristo es el “autor y consumador de la fe” de ellos. Sin Jesucristo, no tenemos el capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Esa certeza de lo que se espera y convicción de lo que no se ve, esa fe, por la cual alcanzaron buen testimonio los antiguos, esa fe, por la cual estos santos fueron considerados justos delante de Dios, esa fe, que les hizo atravesar todo tipo de dificultades, persecuciones, batallas y pruebas, esa fe viene del mismo taller de Cristo. Él es su Autor y Consumador.

El capítulo 11 no tiene como fin que admiremos la fe de estos santos, sino que adoremos a Aquel en quien ellos depositaron su fe. En cada una de las exhortaciones de la serie insistimos en que estos santos, aunque no alcanzaron a ver a Jesucristo, fueron salvos por creer en Él en forma de profecía, anuncio o promesa. No hay otra forma en que el hombre pueda ser salvo, sólo por la fe en Jesucristo. Así lo declara la Escritura: "no hay otro nombre, bajo el cielo, dado a los hombres, en quien podamos ser salvos” (Hch.4.12), sólo Jesucristo. Ya lo hemos señalado en otras exhortaciones. La fe es como una cuerda hecha a la medida, en la que en un extremo se sujetan los creyentes, y en el otro extremo se amarra a la cruz de Cristo. Unos se han sujetado desde este lado, creyendo en el Cristo anunciado, profetizado, prometido, que está adelante. Otros nos hemos tomado desde este otro lado, creyendo en el Mesías que vino, en el Cristo revelado. Sea que se hayan tomado desde antes o después, el único sacrificio de Cristo es el epicentro de la salvación de todos los creyentes que han pisado la tierra, desde Abel hasta el último de los escogidos que se salvará antes de su segunda venida.

Nuestro texto, en el capítulo 12, partía diciendo “Por tanto”. Luego de haber presentado un detallado y extenso catálogo de las historias de fe, el Espíritu Santo dice “Por tanto”. Todo lo que hemos estudiado en la serie es un llamado a algo más: “Por tanto, nosotros también”. El Espíritu Santo nos llama a unirnos a esa misma fe. El capítulo 11 no es como un paseo de la fama cerrado, donde están los supercreyentes; no, es nuestro árbol familiar, donde están nuestros hermanos que recorrieron este camino antes que nosotros. Ahora, nosotros también, tengamos esta misma fe perseguida y probada.

Nos dice el texto: “nosotros también, teniendo en derredor tan grande nube de testigos”. El Espíritu Santo quiso representar a los santos antiguos como una gran nube. La presencia de Dios se manifestó en una gran nube en el Monte Sinaí, cuando el pueblo recibió la ley (Éx.24.16). También fue por una nube de perfume que la presencia de Dios estaba velada en el Lugar Santísimo del Templo del Antiguo Testamento (Lv.16.2,12-13). La nube fue una de las formas que Dios utilizó para manifestar su presencia y santidad. Y la nube de testigos de la que se nos habla no es lejana, no se nos dice que está arriba en el cielo, sobre nosotros, sino que la tenemos en derredor, nos rodea. El pastor Juan Calvino dice respecto de esta nube que, “a donde quiera que volvamos nuestros ojos inmediatamente nos topamos con muchos ejemplos de fe” (Comentarios a Hebreos).

Es una gran nube de testigos. Un testigo es alguien que testifica, que da testimonio. Como dice el versículo 39 del capítulo 11: “todos ellos alcanzaron buen testimonio mediante la fe”. Pero no sólo eso, la palabra que utiliza para testigo aquí viene del griego mártus, que traducido es “mártir”. Esa nube de testigos es una nube roja, teñida con la sangre derramada de todos los santos antiguos. Como nos dice Hebreos 11:37-38: “Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra”. Esta nube que nos rodea es el agradable incienso del buen testimonio de millones de creyentes que acudieron con alegría al sepulcro porque su fe descansaba en el Rey de todas las cosas.

El texto nos dice que al ser rodeados con las historias de fe del pasado, nos debemos despojar de todo peso y del pecado que nos asedia, para correr la carrera que tenemos por delante. El objetivo detrás de abandonar todo peso es correr una carrera. No es la única vez que la Escritura hace esta comparación. El apóstol Pablo animaba a los Corintios al recordarles los grandes atletas de su tiempo: “¿No saben que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corran de tal manera que lo obtengan” (1 Co.9.24). En otro lugar también dice: “prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil.3.14). O cómo olvidar las bellas palabras del apóstol cuando dijo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Ti.4.7). La vida cristiana es una carrera.

Y si la hemos de correr eficientemente, es de sentido común que nos libremos de cualquier peso que podría perjudicarnos. Ustedes han visto a los deportistas olímpicos. ¿Acaso ellos corren los 100 metros planos de terno y corbata? ¿Acaso pedalean cientos de kilómetros llevando un saco de cemento? No, todos ellos utilizan vestimenta muy cómoda, y no llevan nada que pudiese significarles alguna resistencia a su velocidad. De hecho, se tiene registro histórico que los primeros atletas griegos corrían desnudos. En este sentido, el texto nos dice: “despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia”. Note que el Espíritu Santo dice “despojémonos de todo peso Y del pecado que nos asedia”.

Primero, despojémonos de toda cosa que, sin ser pecado, podría estorbarnos en la carrera. Y aquí cada uno debe examinar su corazón y repasar su vida. Y una buena forma de empezar es la siguiente: ¿Cuáles son las cosas que Dios nos dejó para que podamos avanzar en la carrera de la fe? Los medios de gracia. La comunión diaria con Dios por medio de la oración; la lectura, el estudio y la meditación de la Palabra de Dios; la predicación del evangelio y la comunión con los santos (con la Iglesia); son los medios de gracia que tenemos para poder correr la carrera de la fe. Y pensemos en todas aquellas cosas que, no siendo malas en sí, comprometen el tiempo que tenemos a solas con nuestro Dios y con el pueblo de Dios. Todas aquellas cosas que administradas sabiamente pueden ser muy beneficiosas para nuestra vida, pero que, por el uso que le estamos dando, pueden significarnos un gran peso.

Mencionaré algunos ejemplos que son los más comunes. Para muchos quizás el tiempo o dedicación que le prestan a su trabajo es uno de sus grandes pesos. El trabajo no es una maldición, Adán labraba el huerto antes de su caída en el pecado. Dios nos manda a trabajar si queremos comer, y  debemos hacerlo como para Él, no sólo para agradar a los hombres. El trabajo es algo bueno, sin embargo, aquello tan bueno puede transformarse en kilos y kilos de cemento que te dificultarán  la carrera de la fe. Cuando la exigencia de tu trabajo te hace sacrificar tiempos necesarios para los medios de gracia, el ánimo que le concedes a tu trabajo te está frenando, a cambio del pretexto que te da de comer.

Otros podemos hacer de nuestra salud o del bienestar de nuestra familia un yunque difícil de llevar. Si mi familia está cómoda y sana me siento tranquilo y feliz, pero cuando desfallecen o les falta algo, caigo en una espiral descendente de estrés y amargura. Nuevamente, el tener familia y cuidar de ella es un mandato de Dios, el cuidado de la familia está lleno de belleza y bondad divina. Pero aquello tan bueno puedes convertirlo en una piedra dura de arrastrar. Recordemos la parábola del sembrador, cómo aquella semilla que cayó entre los espinos no pudo dar fruto, dijo el Señor: "éstos son los que han oído, y al continuar su camino, son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y su fruto no madura" (Lc.8.14).

Y qué podemos decir sobre la administración de nuestro tiempo. Porque para orar, para meditar la Palabra de Dios, para tener comunión con un hermano, necesitamos de tiempo, un recurso que en nuestros agitados tiempos parece ser el más escaso de todos. Sin embargo, aunque contamos con poco tiempo libre, preferimos invertirlos en la televisión, series, redes sociales, sacrificando tiempo valioso de estar con Dios. Y aún si no fuésemos muy amigables con la tecnología, y sólo llenáramos crucigramas o sopas de letras, aún así, si no destináramos tiempo a los hábitos santos, esas cosas que parecen tan inofensivas pueden convertirse en una piedra difícil de cargar. Y aún si pasásemos leyendo libros cristianos de sana doctrina, de excelentes maestros de la Palabra de Dios, a costa del tiempo personal para nosotros mismos ser expuestos a la Escritura, aquel material que es de tanta utilidad podría sernos un pie en el pedal del freno de nuestra vida espiritual.

Quiero recalcar, que nuestra familia, nuestro trabajo, el uso de la tecnología, las entretenciones, el esparcimiento, la lectura de buenos libros, la educación, nada de esto es algo malo, sino por el contrario, son regalos que Dios nos hace para que precisamente glorifiquemos su Nombre mediante su uso sabio y responsable. Pero nuestra carne, tan astuta y sutil como siempre, es capaz de presentarnos todas estas cosas como mejores que los medios de gracia de Dios. Cada uno de nosotros tiene tarea para la casa, debe examinar su corazón y preguntar, qué cosas, que no son malas en sí mismas,  me están impidiendo progresar. Como dijo el apóstol Pablo "todo me es lícito, mas no todo me conviene" (1 Co.10.23). Aún en el ejercicio de nuestra libertad cristiana necesitamos de nuestro Señor.

Y si hay cosas que no son pecaminosas, pero que podrían sernos de peso en la carrera, imaginemos cuánto peso producen los mismos pecados. Hace mucho tiempo, Jonathan Edwards predicó el gran sermón “Pecadores en manos de un Dios airado”, y en él mostraba cómo Dios ha puesto a todos los impíos en deslizaderos, donde cada uno caerá al abismo por el peso de sus propias culpas. Cada vez que cometen un pecado añaden una gran roca a su espalda, que los hacen cada vez más pesados y más cercanos al infierno. Nuestros pecados son como yunques o piedras de molino amarradas a nuestro cuello, que nos atraerán, por nuestro propio peso, al mismo lago de fuego.

¿Cómo entonces podemos despojarnos de todo este peso agobiante? ¿Cómo podemos librarnos de todo peso y del pecado que nos asedia? Sólo hay una receta, sólo hay una vía, sólo hay una forma: contemplar al Señor Jesucristo. Toda la pesada carga del pecado se suelta sola y rueda colina abajo cuando te encuentras de frente con la gloria del Hijo de Dios. Cómo seguir cargando esa pesada mochila si Cristo dijo: "Venid a mí, todos los trabajados y cargados, que yo os haré descansar" (Mt.11.28). ¿ Por qué te sujetas a pecados que en la cruz de Cristo han sido pagados? ¿Por qué cargarse con peso, cuando Jesucristo ha ofrecido correr esa carrera con su yugo liviano y su carga ligera? Ningún pecado, ningún pasatiempo, ninguna carga, por muy pesada que parezca, permanecerá sujeta a ti cuando te expongas a la gloria de Cristo. El sólo resplandor de esa gloria pulverizará toda pesada mochila que durante tu vida te has propuesto llevar.

Qué hermoso es ese libro que muestra al peregrino llegando a la cima del collado y se encuentra con la cruz de Cristo, y sus pesadas cargas cayeron y rodaron hacia abajo, yendo a parar en el mismo sepulcro del Señor. Qué hermoso fue su canto:

Vine cargado con la culpa mía

De lejos, sin alivio a mi dolor,

Más en este lugar, ¡oh que alegría!,

Mi solaz y mi dicha comenzó;

Aquí cayó mi carga y su atadura

En este sitio santo yo sentí:

¡Bendita cruz! ¡Bendita sepultura!

Y más bendito el que murió por mí.

Por ello es que el autor dice que debemos correr esa carrera con los ojos puestos en Jesús, el autor y consumador de la fe. Otras versiones dicen, "Fijos los ojos en Jesús". Se trata de concentrar nuestra mirada en el Salvador y no moverla de ahí. Paradójicamente, nuestros ojos han sido las principales tuberías por las que nuestra mente reprobada se alimentó con toda clase de pecado. Fue así desde el principio, aquel fruto del árbol prohibido fue "agradable a los ojos" (Gn.3.6) de la primera pareja. Y desde aquel fatídico día, la vista ha sido uno de los principales vehículos con los que el pecado ha llevado a miles de almas al infierno.

Sin embargo, si por la vista el mal abundó para nuestra desdicha, por la vista la gracia de Dios sobreabundó para nuestra salvación, porque nos dice que debemos poner nuestros ojos en Jesús. Si nuestros ojos por toda nuestra vida se habituaron en el mal hacer, una sola mirada al Salvador es suficiente para librarnos de todo pecado. Por medio del profeta Isaías Dios dijo: “Mírenme a mí, y sean salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Is.45.22). Mírenme y sean salvos, dice el Señor. Pongan sus ojos en mí y reciban la salvación. En la antigüedad, Dios mandó una plaga de serpientes para herir de mortandad a los rebeldes del pueblo de Israel, pero al mismo tiempo mandó a Moisés a levantar una serpiente de bronce en el desierto, de tal forma que cualquiera que fuese mordido por una serpiente podía mirar a aquella serpiente de bronce y ser sano de aquel veneno mortal. Jesucristo dijo que “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en Él crea, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn.3.14-15). Todos nosotros hemos sido voluntariamente mordidos por la serpiente de nuestro pecado, pero Dios llama a todo hombre a mirar a su Hijo Jesucristo, levantado en la cruz y resucitado de entre los muertos, no sólo para ser librados del veneno mortal de la muerte eterna, sino para tener vida, y vida en abundancia.

¿Y cómo es que fijaremos nuestros ojos en Jesucristo, siendo que Él ya no se encuentra entre nosotros? Ahí es donde hace su entrada triunfal la fe, y así la define el mismo autor de Hebreos: “Es, pues, la fe… la convicción de lo que no se ve” (He.11.1). Bien nos dijo nuestro Señor, “... bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn.20.29). Nosotros no vimos al Señor Jesucristo, sin embargo, tenemos su Palabra, y confiamos en ella como viéndole. El versículo 27 del capítulo 11 nos dice acerca de Moisés que: “Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible”. El apóstol Pedro nos dice que amamos a Jesucristo sin haberle visto, y en quien creyendo, aunque ahora no lo veamos, nos alegramos con gozo inefable y glorioso (1 Pe.1.8).

Por tanto, corre mirando a Jesucristo, tu meta, y no te desatiendas de Él. Si en verdad deseas correr esta carrera y terminarla, el secreto del éxito no está en ti; Jesucristo es tu Blanco Perfecto, Él está adelante esperándote. Pero si, por el contrario, te desconcentras de Cristo y miras a cualquier otro norte, el fracaso es tu destino seguro. Si luchamos contra el pecado, no quitemos nuestros ojos del Señor, si en verdad anhelamos la victoria. Si en verdad quieres ser libre de los pecados que tanto te asedian, no dejes de orar a tu Salvador, no dejes de meditar en sus Palabras, no dejes de esforzarte en la gracia de Dios. Porque el momento en que decidas mirarte a ti mismo, perecerás. Como decía Martín Lutero: “Me miré a mí mismo y vi imposible salvarme. Miré a Jesús, y vi imposible perderme”. No olvides el ejemplo de Pedro, cuántos pasos anduvo sobre el mar mientras miraba a su Señor. Pero no fue hasta que retiró su mirada de Cristo, desconcentrado por el agitado mar, que comenzó a hundirse y clamar “Señor, sálvame”. ¿Cuál fue la reprimenda de Jesucristo? “... ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mt.14.31). Así nos dice Santiago en su epístola, que cuando pongamos nuestra fe en Dios no dudemos nada, "... porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stgo.1.6).

Por ello, fijemos sin dudar nuestros ojos en Jesucristo, a quien el texto llama "autor y consumador de la fe". Ya en otras oportunidades el Señor Jesucristo ha sido llamado autor. En la misma carta, en dos ocasiones se habla de Él como el autor de nuestra salvación. En el Libro de los Hechos, el apóstol Pedro acusó a los judíos y romanos de haber matado al Autor de la Vida (Hch.3.15). Cuando hablamos de Jesucristo, entonces, hablamos del Autor de la Vida, el Autor de la Salvación y el Autor de la Fe. Si Jesucristo es Autor de la Fe, y tú eres un verdadero creyente, estás creyendo con una fe que no surgió de ti, sino que Él mismo ha creado para ti. Esa cuerda de la fe que está atada a la cruz, fue enhebrada, unida, reforzada y decorada por el mismo Cristo. No podemos unirnos a Cristo sin la fe que procede de Él mismo. Cualquier otro intento de creer, será una fe semejante a la de los demonios, que creen y tiemblan (Stgo.2.19), pero que no les puede salvar. Todos los redimidos alcanzarán el cielo por la misma fe que les entregó Jesucristo. Si fuese por nuestros intentos por creer, nadie llegaría al reino de Dios.

Cuando vemos una pintura maravillosa nos pasan dos cosas, por lo general. Primero, nos quedamos anonadados por la belleza de tal obra, y segundo, reconocemos en el pintor una genialidad y destreza fuera de lugar. Porque detrás de cada pintura, hay un pintor. Lo mismo ocurre cuando vemos enormes rascacielos, quedamos asombrados por la inmensidad del edificio, y pensamos “¡qué magnífica obra de su arquitecto!”. Porque es de sentido común que detrás de una gran obra hay un gran creador, arquitecto o mente maestra. Así mismo, cuando vemos en la Escritura la fe de Noé, quedamos admirados de cómo estuvo largos años construyendo un arca en días soleados, creyendo que Dios traería ese gran diluvio. Pero no sólo eso, sabemos que Jesucristo, el Autor de la fe, estuvo detrás de la fe de Noé. Cuando pensamos en la gran fe de Abraham, quien alzó el cuchillo contra Isaac, su hijo. ¡Cuán firme fue su determinación de creer a Dios, y cuán glorioso es el Señor que creó su fe! Cuando leamos las historias de fe en la Palabra de Dios, hagámoslo sabiendo que Jesucristo es el autor y consumador de la fe de ellos. Ninguno de los que aparece en el capítulo 11 de Hebreos, ni tampoco ninguno de los creyentes de todo tiempo, podría haber creído un solo segundo, sino fuera por el Autor y Consumador de la fe, Jesucristo.

Por esto es que, como dijo el apóstol Pablo, debemos ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor, sabiendo que no estamos creyendo por nuestra cuenta, sino que el mismo Dios, que creó el mundo y su plenitud, está detrás de nuestra fe. Porque no sólo es Autor de la fe, como quien crea algo para abandonarlo a su suerte, Él también es consumador de la fe. La palabra consumador significa perfeccionador o terminador, aquel que ejecuta el proceso y lo lleva a su fin. Jesucristo no sólo diseña, construye y termina el barco de la fe, sino que también se embarca con nosotros, toma el timón y lo lleva a buen puerto.

La Biblia no dice que Jesús es el autor y tú eres el consumador de la fe. No, Jesús es el autor y consumador de tu fe. La Palabra de Dios nos dice que el Señor es quien produce el querer como el hacer en nosotros (Fil.2.13). Él es quien inició la buena obra, y quien la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil.1.6). Nuestro Cristo, no abandonó la cruz en medio de la agonía, aunque muchos se burlaban de Él y le decían “sálvate a ti mismo”. Él soportó ese calvario hasta decir, “Consumado es”. Así también, no nos abandonará a medio camino, no nos dejará solos, sino que consumará nuestra fe. Dios nos dijo, a través del profeta Isaías, que habrá un camino, “llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Is.35.8). El mismo Dios que nos concedió creer es el que está preservando nuestra fe. ¿Qué nos dice el último versículo del capítulo 10 de Hebreos, precisamente antes de pasar al capítulo 11? “Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma”.

Muy hermoso es el ejemplo que tenemos en el Libro El Progreso del Peregrino. Intérprete le mostró a Cristiano un fuego encendido junto a una pared, fuego que representaba la obra de gracia en el corazón. Satanás estaba a un lado de la pared, echando cubetazos de agua para apagarlo, mientras que el fuego, lejos de apagarse, se acentuaba y avivaba cada vez más. El Intérprete hizo que Cristiano viera, desde el otro lado de la pared, donde se encontraba Jesucristo, que continua y secretamente estaba echando aceite en el fuego, manteniendo la obra de gracia en el corazón, a pesar de los esfuerzos del Demonio. Cuando seas tentado, recuerda que el que aviva el fuego de la gracia en tu corazón, es más poderoso que el que intenta apagarlo. Recuerda, que los enemigos de tu alma (el diablo, el mundo y tu propia carne), han sido vencidos en la cruz, y ninguno de ellos por sí solo, ni todos juntos, pueden hacer frente a nuestro Dios. Nos dice el apóstol Juan, “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn.5.4-5). Nuestra fe en Jesucristo vence al mundo, a los deseos de la carne, a los deseos de los ojos y a la vanagloria de la vida (1 Jn.2.16).

Debemos correr esta carrera como Cristo la corrió. Nos dice el texto de Jesús que, “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”. Jesucristo sufrió la cruz, por el gozo puesto delante de Él. La cruz fue el método por el cual nuestro Señor murió en cruenta agonía. Sin duda, los dolores físicos que experimentó no se comparan con ninguna tortura creada. Pero sus sufrimientos en su cuerpo, no se pueden comparar con la obra de propiciación que tuvo lugar en ese madero. Dice la Escritura que Jesucristo es nuestra propiciación, y propiciación significa agotar la ira de Dios. Nuestro pecado merece la justa ira de Dios, y Jesucristo, al hacerse pecado en aquella cruz, recibió toda la ira que merecía nuestro pecado. En aquella cruz nuestro Señor experimentó nuestra soledad, nuestro castigo y nuestro infierno.

Y sufrió esa cruz por el gozo puesto delante de Él. En los años 70 se escribió una ópera rock llamada Jesucristo SuperStar, una de las obras más blasfemas y alejadas de las Escrituras que ha presenciado la humanidad, que llegaría nada menos que a Broadway, y sería traducida a distintos idiomas, donde una de las versiones hispanas más vistas fue interpretada por Camilo Sesto. En esa obra, se nos presenta a Jesús como alguien que no tiene ni la más mínima idea de cuál era su misión en la tierra. De hecho, en una de sus canciones más populares, llamada Getsemaní, se nos presenta a Jesús reclamando a Dios hasta el cansancio poder saber por qué razón tenía que morir. De hecho, dice con todo descaro que, si no se apuraba el calvario de la cruz, Él se arrepentiría de ir a la cruz. Más allá de eso, a lo que quiero llegar es que la Biblia nos muestra todo lo contrario. Nadie más que nuestro Señor estaba totalmente al tanto de la obra de salvación que le fue encomendada. Nos dice el apóstol Pedro, que fue destinado desde antes de la fundación del mundo para ser un Cordero sin mancha y sin contaminación (1 Pe.1.20), que sustituiría a aquellos que también fueron predestinados desde antes de la fundación del mundo para ser salvos (Ef.1.4). Y, a diferencia de la obra blasfema que les comentaba, esta misión de salvar a un pueblo no le causó tristeza ni desconcierto a nuestro Señor, sino por el contrario, un gozo indescriptible.

Vemos eso en la parábola de la oveja perdida, nuestro Señor nos dijo que aquel pastor que pierde una oveja y la encuentra, “... la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Lc.15.5-7). Jesucristo, el Buen Pastor, se goza en rescatar lo que se había perdido. Mediante el profeta Sofonías, el Señor dijo: “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, … se regocijará sobre ti con cánticos” (Sof.3.17).

El Señor se goza en sus escogidos. Nos dice el evangelio: “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y  entendidos, y las revelaste a los niños...” (Lc.10.21). También en otro lugar dijo: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.” (Jn.15.11). Jesucristo acudió a la cruz por el gozo que le esperaba en la meta. Podrá haber sido cruelmente vituperado en la cruz, pero millares lo aclamarán en el cielo como el Cordero que fue inmolado y que nos redimió para Dios, de todo linaje, lengua, pueblo y nación (Ap.5.9).

El Señor menospreció el oprobio, porque lo que le esperaba era sentarse a la diestra de su Padre. El Espíritu Santo nos llama a considerar cómo actuó el autor de nuestra fe; Él perseveró por el galardón que le esperaba. Nos dice el capítulo 11, versículo 24: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (He.11.24-26). Tal como Cristo, Moisés escogió el oprobio del pueblo de Dios, porque el galardón de Cristo era más valioso que los deleites y tesoros de este mundo.

Ese galardón no se obtiene surcando un camino de rosas, sino uno angosto y difícil. Así dijo el Señor: “Bienaventurados son cuando por mi causa los vituperen y los persigan y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gócense y alégrense, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros” (Mt.5.11-12). Esta carrera de la fe es una carrera con obstáculos, y no con cualquier obstáculo. Calumnias, burlas, discriminación, soledad, rechazo, malas atenciones, sufrimiento, lágrimas, acusaciones falsas, rechazos familiares, vituperios, golpes, escupitajos, lapidación, cruces y muerte. Si quieres correr esta carrera eso es lo que tendrás por delante. Si quieres que el mundo te reconozca, te trate bien, te atienda con guante blanco, te diga: “me encanta como eres, eres tan especial”. Si quieres que el mundo te ame, no seas cristiano, porque como dijo el Señor: “Si a mi me persiguieron, a ustedes los perseguirán” (Jn.15.20). El que se hace creyente se ha hecho acreedor del odio del mundo, porque ellos odian a nuestro Señor. El mundo ama lo suyo, pero, por cuanto los cristianos no son de este mundo, por eso el mundo los odia, dijo el Señor (Jn.15.19).

Nos dice el texto que debemos “Considerar a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar”. Jesucristo sufrió una hostilidad de pecadores contra sí mismo, que no ha tenido comparación en la tierra. Primero, Él era inocente, sin pecado, no merecía ninguno de aquellos insultos, golpes, azotes ni clavos. Siendo el Rey de Gloria se burlaban de Él mientras pendía de la cruz. No habiendo hecho mal alguno fue tratado como el peor de los delincuentes.

El Espíritu Santo nos dice que consideremos a este Cristo que sufrió de esta manera, para que cobremos ánimo en medio de pruebas y persecuciones. Consideremos a aquel que ha recorrido con éxito esta carrera, que la llevó a su fin, menospreciando el difícil oprobio de cargar con el pecado ajeno. Quiero que me acompañen a la primera epístola del apóstol Pedro, el capítulo 2, los versículos 19 al 25, y leamos cómo debemos considerar a Jesucristo como nuestro más excelso ejemplo: “Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados. Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 Pe.2.19-25).

Usted que me escucha debo decirle: Hoy el Señor Jesús lo está llamando a correr la carrera de la fe. Puede que aún no estés corriendo esta carrera, puede que estés empezando, puede que lleves tiempo corriendo. Puede que estés mirando la pista desde afuera, cargado de pecados, miserable y sin esperanza. Si te preguntas, “¿acaso un Señor tan bueno podrá recibirme? Si amontonara todos mis pecados estos sobrepasarían las montañas más altas. Estoy en tinieblas tan oscuras que no logro distinguir mis propias manos. ¿Acaso ese Jesucristo recibirá en su casa al andrajoso que se revuelca con los cerdos?”. Amigo mío, ¡Por rufianes como tú bajo Cristo de la gloria, para hacer más evidente su gracia y poder! Él vino a salvar lo que se había perdido, descendió a buscar a los que no se atreven a alzar sus ojos al cielo, y claman: “Dios, sé propicio a mí, que soy pecador”. Ninguna de las quebradas, valles oscuros, ni peligrosos peñascos hicieron desistir al Buen Pastor de encontrarte y llevarte gozoso en sus brazos. No olvides las palabras del mismo Señor: “Todo el que a mí viene, no le echo fuera” (Jn.6.37), y Él es celoso de sus palabras, no permitirá que nadie en el infierno diga: “Acudí a Cristo por perdón, pero Él cerró su puerta”. Si eres hoy atraído a este Señor, es Dios quien te está trayendo, sólo pon tus ojos en Él y serás salvo.

Puede que lleves un tiempo en la carrera. Has tenido buenos tiempos con el Señor. Has degustado el don celestial y te has gozado en fijar tus ojos en el Hijo de Dios. Pero te has puesto grandes pesos, tus pecados no son mortificados como al principio, tus oraciones son más frías y secas, tu corazón no arde con la misma fuerza, tu mente ya no memoriza ni tiene a bien meditar la Palabra de Dios. No endurezcas tu corazón el día de hoy, mira cuánto te queda por delante y corre como nunca. Si estás buscando un estímulo para correr recuerda que Jesús sintió un gozo que no puedes imaginar por el sólo hecho de haberte traído. Su galardón fue su propia Iglesia, entre la que te cuentas por fe. Deja caer esos pesos muertos, y pon tus ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe.

Puede que lleves largo tiempo en la fe. Has nacido de nuevo, el Espíritu Santo te mueve cada día a orar. Tus tiempos a solas con el Señor parecen ser fuegos que descienden de lo alto. No hay día que Dios no te enseñe algo nuevo a través de su Palabra. Tienes un gozo indescriptible y maravilloso, llevas años amando a este Señor y siguiéndolo de todo corazón. Pero no olvides, que uno de los hombres más santos de la tierra se consideró el primero de los pecadores, y estimó su carne como un cuerpo de muerte. Si estás siendo formado a la estatura del varón perfecto, fija aún más tus ojos en Él.

Como vemos, ya sea que aún no hayas comenzado la carrera, ya sea que la hayas empezado hace poco, ya sea que lleves años o décadas corriendo, o que estés en los últimos 100 metros, la forma de correr es una sola, mirando a Cristo. ¿Aún no eres salvo? ¡Pon tus ojos en Cristo! ¿Llevas poco tiempo en la fe? ¡Pon tus ojos en Cristo! ¿Estás inseguro de tu salvación? ¡Pon tus ojos en Cristo! ¿Estás viviendo una transformación maravillosa de todo tu ser? ¡Pon tus ojos en Cristo! ¿Has alcanzado madurez y progreso en el evangelio? ¡Pon tus ojos en Cristo! No importa el avance que hayas tenido o el tiempo que lleves creyendo, siempre debes volver a esta preciosa y basal verdad, mira a Cristo, si no perecerás. La Iglesia de Cristo puede tener a miembros doctos y maduros, cristianos maduros de muchos años, grandes maestros y consejeros de la Palabra; otros están dando sus primeros pasos, aprendiendo las vocales del evangelio, otros pueden ser torpes, apresurados, atolondrados, pero la familia de la fe tiene algo en común en cada uno de sus miembros: todos miran a Cristo como su única salvación. Los ojos de la Iglesia están fijos en su amado, el Señor Jesucristo. Y los ojos de tu fe, ¿dónde están? “Ten fe en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch.16.31).