LA FE DE LA IGLESIA DEL ANTIGUO TESTAMENTO

SERIE – EL BUEN TESTIMONIO DE LA FE

 

“¿Y qué más digo? Porque el tiempo me faltaría contando de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, así como de Samuel y de los profetas; que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección; mas otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra.” 

(He.11.32-38).

Si somos responsables con la Palabra de Dios, debemos leer estas palabras entendiendo la situación por la que estaban pasando sus lectores originales. Si vamos al capítulo 10 de esta misma carta, los versículos 32 al 34, podemos leer lo siguiente: “Pero traed a la memoria los días pasados, en los cuales, después de haber sido iluminados, sostuvisteis gran combate de padecimientos; por una parte, ciertamente, con vituperios y tribulaciones fuisteis hechos espectáculo; y por otra, llegasteis a ser compañeros de los que estaban en una situación semejante. Porque de los presos también os compadecisteis, y el despojo de vuestros bienes sufristeis con gozo, sabiendo que tenéis en vosotros una mejor y perdurable herencia en los cielos” (He.10.32-34). Por lo que podemos entender de lo que leímos, estos cristianos a los que se les escribió esta carta, estaban siendo perseguidos cruelmente por la causa del glorioso evangelio.

Ante esta difícil situación, nos dice el versículo 39 del mismo capítulo 10: “Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (He.10.39). A pesar de todos los contratiempos que la persecución les asignaba, ellos no echaban pie atrás, ellos no negarían a su Señor, sino por el contrario, perseveraban hacia adelante, porque tenían lo necesario, la fe. Y para precisamente fortalecer este don hermoso de Dios que es la fe, el Espíritu Santo trajo a su memoria los nombres de hombres y mujeres de Dios que, surcando pruebas y amenazas similares, alcanzaron un buen testimonio por medio de su fe.

Hasta el momento hemos podido reflexionar acerca de las vidas de Abel, Enoc, Noé, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, los padres de Moisés, Moisés, Josué y Rahab. Y volviendo a nuestro texto, el Espíritu Santo luego de recordar todos estos memorables ejemplos, se plantea la siguiente pregunta: “¿Y qué más digo?” (v.32). Esta pregunta es importantísima, es una pausa que el autor se toma para no seguir detallando uno a uno a los protagonistas de la fe, sino a abordarlos ahora de manera más general. Aunque arroja seis nombres en el versículo 32, no se ocupa de indicar uno a uno cuáles fueron los capítulos de su vida en que se destacó su fe, como lo ha estado haciendo al momento, sino más bien, ya consideró suficiente el nivel de detalle con el que ha venido, y ahora decide tratar el resto de la historia del Antiguo Testamento de manera más general.

Y esta economía se deja ver en las siguientes palabras del autor: “Porque el tiempo me faltaría… ”. Él reconoce que, si se tomase el tiempo de recordar los pormenores de cada uno de los creyentes de la Biblia, terminaría reescribiendo casi todo el Antiguo Testamento. Por lo que estimó mejor ahorrar palabras y recordar los hechos que tienen en común el resto de los creyentes que no han sido específicamente nombrados. Al respecto, el pastor Juan Calvino dice que el autor “se adelanta y dice que no terminaría siquiera detenerse en cada ejemplo; [porque] lo que había expresado de unos pocos, abarcaba a toda la iglesia de Dios” (Calvino, J., Comentarios a la epístola a los Hebreos).

Y con esto pasamos a aclarar que cuando el autor deja afuera de su listado tantos nombres de famosos creyentes que podrían venirnos a la memoria, no significa que dichas personas no hayan sido salvas o no hayan experimentado la fe. El capítulo 11 nada nos refiere sobre Lot, el sobrino de Abraham, a quien la segunda carta del apóstol Pedro lo recuerda como el justo que afligía su alma viendo y oyendo los hechos inicuos de sus vecinos en Sodoma y Gomorra (2 Pe.2.7-8). No menciona a María la hermana de Moisés, ni a Aarón, uno de los primeros sacerdotes. Nada nos dice de Caleb, el compañero piadoso de Josué, que le acompañó en sus victorias. Tampoco de Job, el justo que demostró fe a pesar de toda prueba.

Tampoco nos refiere algo de los reyes piadosos, como Josías, Ezequías o Ester. No nos comenta específicamente nada respecto de los grandes profetas, como Jeremías, Isaías, Daniel o Jonás. Y qué hay de todos aquellos creyentes que fueron parte del pueblo de Israel, y que no fueron elegidos por Dios para oficiar como profetas, jueces o reyes, pero que creyeron a sus palabras. ¿Negaremos acaso que todos ellos no fueron sinceros hijos de Dios, porque no se les menciona en el capítulo 11 de Hebreos? Por ello, es que es necesario aclarar que el propósito detrás de esta porción de la carta no es señalar quién fue o no salvo, como si el capítulo 11 fuese el Libro de la Vida. El propósito que se fijó el autor fue el de animar a creyentes que estaban siendo atribulados, con el buen testimonio de los santos que les precedieron. Todos aquellos nombres omitidos, deben entenderse incluidos en los hechos generales que describen los versículos siguientes.

Precisamente en estos versículos se nos dice que por la fe: “conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros” (He.11.33-34). Cuántas victorias podemos atribuir a la fe. Cinco de los seis nombres que aparecen en el verso 32, tienen algo en común: ser jueces. El Libro de Jueces, el séptimo libro de la Biblia, nos comenta de inicio a fin un periodo particular en la historia del pueblo de Israel, en donde las generaciones posteriores a las que habían presenciado las grandes conquistas de la mano de Josué: “Dejaron a Jehová el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses, los dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, a los cuales adoraron; y provocaron a ira a Jehová” (Jue.2.12).

La función del juez no era otra más que la de reestablecer el reino de Dios en la tierra de Canaán. Restauraba el altar del Señor, de donde proviene su gobierno y sus bendiciones, un altar que antes había sido usurpado por los falsos ídolos de los cananeos. El juez velaba por la obediencia del pueblo a la ley divina, y reclamaba con mano fuerte la promesa de Dios sobre la tierra pactada a Abraham. Por ello es que nos dice la Palabra de Dios que por la fe hicieron justicia. Sucedía que mientras el juez estaba vivo, Dios bendecía la fidelidad de Israel, librándoles de sus enemigos, pero una vez muerto, los israelitas, como ratones sin gato que les persiga, se entregaban a las impiedades antiguas, incluso con más obscenidad (Jue.2.19-23).

Entre los jueces podemos observar hazañas grandiosas como la que llevó adelante Gedeón, un agricultor de campos de trigo, a quien Dios levantó para batallar contra los madianitas y amalecitas, pueblos compuestos por malhechores que les robaban. Aunque el Israel de ese tiempo contaba con 32.000 hombres prestos a la batalla, Dios no dejaría que la vanidad y autosuficiencia de los hombres eclipsara su gloria, y reduciendo aquel número a sólo 300 hombres, derrotó al numeroso ejército opresor. Gedeón, por la fe, pudo ver cómo Dios le hizo fuerte en batalla (Jue.6-8).

O como olvidar a Barac, otro de los jueces levantados por Dios, cuando los cananeos oprimían al pueblo de Israel, mediante un ejército compuesto de novecientos carros herrados (Jue.4.3). Dios le mandó que, en compañía de 10.000 hombres de las tribus de Neftalí y Zabulón, lucharan contra el sobrearmado ejército de los cananeos, cerca de un arroyo, donde Dios les daría la victoria. Tal como Dios lo prometió, el armado ejército cananeo huyó despavorido de Israel, con su comandante corriendo lleno de terror, al ver cómo el Dios de Israel había salido a pelear en la primera línea de batalla. Barac, por la fe, puso en fuga a todo un ejército extranjero.

Y qué podemos decir de Sansón, aquel juez de Israel que tenía voto nazareo, de no rasurar sus cabellos, y por medio del cual el pueblo fue liberado de la dictadura de los filisteos. Cómo olvidar cuando tapó la boca de un fiero león y lo despedazó con sus propias manos, o cuando mató a mil filisteos sin más arma que la quijada de un asno muerto, o como luego de haber sido despojado de sus cabellos, sin sus ojos y encadenado a los pilares donde se sujetaba una terraza sobre la que los filisteos se burlaban de él, clamó al Señor diciendo: “Señor Soberano, acuérdate de mí otra vez. Oh Dios, te ruego que me fortalezcas solo una vez más. Con un solo golpe, déjame vengarme de los filisteos...” (Jue.16.28). Y por la fe, como nos dice la Escritura, sacó fuerzas de debilidad, y en ese día venció a más filisteos que en toda su vida.

Y no olvidemos a Jefté, el octavo juez de Israel, hijo de una relación extramatrimonial que tuvo su padre Galaad, con su madre, una prostituta. A pesar que sus hermanos le echaron de casa al saber que no era un hijo legítimo (Jue.11.2), acudieron a Jefté cuando se vieron sobrepasados por sus enemigos. Le pusieron por jefe y juez, para que liderase la guerra contra los amonitas, quienes persistían en hostigar a Israel, los cuales fueron avasallados por las humildes fuerzas hebreas. Jefté, por la fe, se hizo fuerte en batalla.

Y cómo olvidar al gran profeta Samuel, el último de los jueces y la primera persona encargada de escoger un rey en Israel. Cuando los filisteos nuevamente dominaron aquella tierra durante 20 años, el profeta Samuel llamó a Israel al arrepentimiento, diciéndoles que debían servir sólo a Jehová, y quitar toda imagen de otros dioses de los altares, porque sólo de esta manera serían librados de los filisteos. Cómo olvidar cuando los filisteos rodearon a los israelitas en Mizpa, y por la oración de Samuel tronó el cielo con gran estruendo causando el terror de los enemigos y su pronta derrota. Cómo olvidar aquella piedra que este profeta puso en el lugar de la victoria diciendo: “Eben-ezer… Hasta aquí nos ayudó Jehová” (1 Sa.7.12). Samuel, por la fe, se hizo fuerte en batalla y puso en fuga un ejército extranjero.

No sólo los jueces presenciaron la gloria de Dios por medio de la fe, también los reyes rectos de Israel dieron frutos de justicia. Se nos menciona en el listado a David, considerado uno de los reyes ideales del pueblo de Israel. Por la fe, David venció al gigante Goliat, siendo a la vista como un niño. La sola fe en Jehová de los ejércitos hizo huir a los filisteos cuando vieron caer a su seguro guerrero. Cuando David alcanzaba mayor popularidad en el reino, Saúl se ponía celoso y gastaba sus fuerzas militares en capturarlo. Una buena parte de sus más maravillosos salmos los entonó mientras agitado huía de sus captores. Por la fe David evitó el filo de la espada de Saúl y de sus soldados.

Bajo su monarquía, todo Israel reconoció al Dios de los cielos, la idolatría fue exiliada del reino, el pueblo fue animado a obedecer la ley de Dios y andar en sus estatutos, en otras palabras, nos entregó una aproximación de cómo debe ser el reino de Dios. Incluso a David se le anuncia que de su descendencia vendría nada menos que el Mesías. Por la fe, por tanto, David alcanzó las promesas de Dios e hizo justicia en la tierra.

Como también nos faltaría para hablar de los profetas, hombres utilizados por Dios para proclamar su juicio y ofrecer la vía del arrepentimiento, a aquel pueblo que insistentemente se destacaba por sus vicios e idolatrías. Cómo olvidar a Elías, a pesar que fue perseguido por todo Israel y Sidón, evitó el filo de la espada, y finalizó sus días, cual Enoc, ascendiendo al cielo en un torbellino. Cómo la fe ayudó a este hombre a tomar aliento mientras era acechado.

Y cuán bello testimonio tenemos de aquellos tres varones que no perecieron quemados en la caldera hirviendo, sino que por fe apagaron aquel fuego impetuoso, cuando el mismo rey fue testigo que uno como semejante al Hijo de Dios les hacía compañía. O cómo Daniel al ser echado al foso de los leones hambrientos, pudo ver por fe al Ángel de Jehová cerrando la boca de las fieras (Dn.6.22).

Estos y muchos otros, como dice nuestro texto: “por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros” (v.33-34). El versículo 35 nos dice que “Las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección”. Esto nos trae a la memoria lo que ocurrió con la viuda de Sarepta, aquella pobre madre de un hijo que no tenía más alimento que un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija. Precisamente se encuentra con el profeta Elías mientras recogía leños para preparar un poco de pan para ella y su hijo, y luego entregarse a la muerte. Sin embargo, el profeta le dijo que prepare un poco para él, porque la harina de su tinaja no escasearía, ni el aceite de su jarra no disminuiría, hasta que el Señor detuviese la sequía (1 Re.17.4). Con cuánta fe esta mujer, por atender al profeta de Dios, gastó sus últimos ingredientes, confiando en la promesa que había recibido. Aunque su hijo casi yacía muerto por el hambre, priorizó como se le había mandado, y recibió milagrosamente los frutos de su fe. Sus jarrones rebozaban de harina y aceite.

Y cuán difícil debió haber sido para ella, que a pesar de haber hospedado con gentileza al profeta, su hijo, tiempo después, cayó enfermo y murió. Ella le dijo: “¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?” (1 Re.17.18). El profeta desesperado tomó al niño y lo recostó en su aposento, clamando: “Jehová Dios mío, ¿aun a la viuda en cuya casa estoy hospedado has afligido, haciéndole morir su hijo?... Te ruego que hagas volver el alma de este niño a él” (1 Re.17.20-21). Dios oyó la voz de su profeta y el niño revivió. Tan sólo ponte en los zapatos de esa mujer. Tu hijo no respiraba hacia unos minutos, pero ahora corre a tus brazos nuevamente. Cuánto gozo debió haber experimentado esta madre, cuan apretado y emotivo debió haber sido ese encuentro.

Como cristianos a veces nos sentimos profundamente animados con este tipo de testimonios, donde de manera providencial y milagrosa los creyentes son librados de la pobreza, de peligros y de la muerte. Son muy populares los testimonios en los que se muestra a sus protagonistas saliendo ilesos de increíbles accidentes de tránsito, sanando de enfermedades terminales, recibiendo sin motivo alguno dinero que necesitaban para su despensa, o saliendo adelante en historias de mucho esfuerzo y emprendimiento, y en cada una de esas circunstancias, pusieron fervorosamente su fe en Dios, quien les libró de un final de miseria o de muerte.

Sin embargo, el versículo 35 no nos dice sólo eso, también nos presenta un lado amargo y difícil. Luego del punto y coma nos dice que “otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección”. La palabra atormentado significa sufrimiento del tipo más severo, como el ser golpeado brutalmente, otras versiones hablan de ser “torturados”. Nos dice que no aceptaban el rescate, o en otras versiones, no aceptaban su liberación, puesto que dicha libertad tenía la condición de negar la fe.

Muchos comentaristas asocian esto último a la persecución que sufrieron los judíos bajo el reinado de Antíoco Epifanes, un rey de Siria que quiso tomar la ciudad de Jerusalén. Nos dice la historia narrada por el antiguo historiador Josefo que, “dominado por sus violentas pasiones… constriño a los judíos al abandono de las leyes patrias, a mantener a sus hijos incircuncisos y a sacrificar cerdos en el altar. Los israelitas se opusieron y los mejores de ellos recibieron la muerte” (Josefo, F., La guerra de los judíos.)

Nos dice nuestro texto que experimentaron vituperios, es decir, burlas, escarnios y humillación, como la recibida por los judíos que reconstruían el muro de Jerusalén bajo el liderazgo de Nehemías. Como los vituperios que recibían los hebreos en Egipto, antes de ser liberados. Como el vituperio de Cristo que Moisés escogió llevar. Experimentaron azotes, como el profeta Jeremías, que fue azotado por el sacerdote Pasur, y también por los príncipes de Judá, luego de anunciar el juicio de Dios contra esa generación impía.

Nos dice el texto que experimentaron prisiones y cárceles, como a José, el hermano que vendieron los hijos de Jacob, y que permaneció en prisión por un delito que no cometió. Como también fue encarcelado Sansón en las prisiones filisteas, Jeremías y Hanani en prisiones judías, Micaías en prisiones samaritanas y Sadrac, Mesac y Abed-nego en prisiones babilonias. “Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada”, la tradición judía e histórica reconoce que Jeremías murió siendo apedreado en Egipto. También tenemos el ejemplo del profeta Zacarías, el que murió siendo apedreado en el mismo patio del templo de Dios. Algunas fuentes históricas nos comentan que el profeta Isaías murió aserrado, esto es, cortado en dos partes, por edicto del rey Manasés. Se nos dice que fueron muertos a filo de espada, como los profetas compañeros de Elías (1 Re.19.14), como el último de los profetas, Juan el Bautista, que fue decapitado bajo la orden de Herodes. Y también recordamos al profeta Urías, quien predicó las mismas palabras de Jeremías y fue muerto a filo de espada cuando lo encontraron huyendo por Egipto (Jer.26.20-23).

“Anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados” (He.11.37), la imagen de la Iglesia del Antiguo Testamento es la de creyentes pobres, angustiados y maltratados. Es la vívida imagen de Juan el Bautista, el que “estaba vestido de pelo de camello, y tenía un cinto de cuero alrededor de sus lomos; y comía langostas y miel silvestre” (Mr.1.6). Y no olvidemos al profeta Elías, cuando huía de la persecución en su contra, sin nada que comer, los cuervos le traían pan y carne (1 Re.17.6), o cuando desfallecido por falta de comida mandó a la viuda a que le cocinara una pieza de pan. Mientras algunos falsos profetas gastan su día eligiendo que nuevo modelo de mercedes benz van a comprar, o a qué fino restaurante irán a almorzar, los verdaderos profetas no tenían qué comer.

Nos dice el versículo 38 que vagaban por desiertos, por montes, por cuevas y cavernas, escondiéndose de la persecución que les enfrentaba. Nos recuerda a Abdías, temeroso de Dios y mayordomo del rey Acab, quien arriesgando su propia vida oculto a cien profetas de Dios en cuevas (1 Re.18.3-4). Cuán dementes se volvieron los hombres que tenían huyendo y escondidos a los únicos que les hablaban la verdad. Siendo los impíos los que debiesen ocultarse de la justicia, ahora eran los enviados de Dios los que debían ocultarse como conejos, para preservar sus vidas. Nos dice el Pastor Juan Calvino que los profetas encontraron más clemencia entre las fieras salvajes que entre los hombres.

Nos dice también el verso 38, que el mundo no era digno de ellos. El mundo los trató como indignos de vivir en él. Sin embargo, Dios nos dice que el mundo no era digno de contar con ellos. Cuán bendita fue la casa de Potifar con la presencia de José, o cuán grande juicio se hubiese evitado en Sodoma y Gomorra si tan sólo se hubiesen hallado diez justos. Nuestro querido Mathew Henry dijo al respecto: “El mundo no es digno de los santos perseguidos e injuriados… No son dignos de su compañía, ejemplo, consejo y otros beneficios” (Henry, M., Comentarios de la Biblia). La historia de la Iglesia nos ha mostrado que donde se apersonan los hijos de Dios, siempre les acompaña la bendición. Por lo mismo se considera un juicio de Dios el que los hombres no les puedan soportar. Cuando nuestro Señor envió a sus discípulos a anunciar las buenas nuevas les dijo: “Y si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. De cierto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma y de Gomorra, que para aquella ciudad” (Mt.10.12-15).

Y esta profunda enemistad que siente el mundo contra los hijos de Dios se explica desde los albores del pecado, cuando una vez producida la primera desobediencia Dios dijo que pondría enemistad entre la simiente de la mujer y la simiente de la serpiente. Esto se dejó ver desde los inicios, cuando Caín asesina a sangre fría a su hermano Abel, porque este último era hijo de Dios. Lo vemos en el azote del Faraón contra el pueblo de Israel, en el edicto sanguinario de los reyes contra los profetas y también lo vemos en los fariseos, romanos y gentiles que crucificaron al Señor. No en vano acusó a los que buscaban matarle: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio” (Jn.8.44). Los hijos de la serpiente, el diablo, buscan concretar sus homicidas deseos, y su mayor delicia es derramar la sangre de los justos. Sin embargo, contrario al efecto que buscan, cuando más se busca apagar el fuego de la Iglesia con la persecución, más resulta avivado.

Los hombres persiguieron a la Iglesia del Antiguo Testamento hasta la muerte, porque creían que con la muerte aniquilaban su fe. Ellos veían en la persecución y la muerte de estos creyentes, el fracaso de su fe. Como también lo asumieron con el Hijo de Dios, cuando le crucificaron. Pensaron que al matarlo tendrían una victoria, pero fuera de su presupuesto estaba que aquella muerte finalmente sería una victoria contra el propio sepulcro. No tienen contemplado que la propia muerte sea en sí una victoria de la fe, porque para ellos la vida consiste en una sola, sin pensar que tendrán una resurrección para muerte.

Para hacer más evidente la victoria de la fe en el sufrimiento y el martirio, debemos tomar en cuenta los propósitos de la fe. La misma carta nos dice en los versículos 38 y 39 del capítulo 10, que el primer propósito de la fe es hacernos justos delante de Dios, porque nos dice que “el justo vivirá por la fe” (He.10.38), si hemos sido declarados justos por el Señor hemos recibido la mayor bendición que un hombre puede recibir, aunque nuestro cuerpo vuele en mil pedazos. Y el segundo es la preservación de nuestra alma (He.10.39), no de nuestro cuerpo. Como decía el himno de Martín Lutero: “Nos pueden despojar, de bienes, nombre, hogar, el cuerpo destruir, más siempre ha de existir, de Dios el reino eterno”. No olvidemos el consejo de nuestro Señor: “No teman a los que matan el cuerpo, porque no pueden matar el alma” (Mt.10.28).

Esto produce finalmente que los creyentes encuentren gozo en medio de las tribulaciones, porque son estas las que permiten que su fe sea perfeccionada. Como escribió Santiago en su epístola: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Stgo.1.2-3). También en otro lugar el apóstol Pedro dijo: “Si alguna cosa padecéis por causa de la justicia, bienaventurados sois” (1 Pe.3.14). Y tampoco olvidamos las preciosas palabras de nuestro Señor cuando en el monte dijo: “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros” (Mt.5.12). Qué emotivas son las palabras que encontramos en Hechos, cuando nos dice que los apóstoles “salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por la causa del Nombre de Dios” (Hch.5.41).

Sin perjuicio de todo lo anterior, queda aún la pregunta, ¿por qué sufrió la Iglesia del Antiguo Testamento? Porque sabemos que la Iglesia del Nuevo Testamento sufrió persecución por no negar a Jesucristo, a quien vieron y contemplaron resucitado con sus propios ojos, pero de los que vivieron antes, ¿en dónde depositaban su fe? Si algo hemos aprendido a lo largo de la serie es que todos estos varones fueron declarados justos por la fe en Cristo, a quien esperaban. La fe en el Mesías, en aquel que resolvería definitivamente el problema del pecado, fue el medio por el que alcanzaron la herencia de la justicia. El hombre sólo puede ser salvo si tiene fe en el Hijo de Dios, y todos los creyentes antes de la venida de Cristo creyeron en Él siendo anunciado, profetizado y esperado. La fe es como una cuerda hecha a la medida, donde en un extremo se sujetan los creyentes, mientras que el otro extremo se encuentra atado a la cruz de Cristo. Algunos han sujetado la cuerda desde un lado de la cruz, creyendo en el Mesías que vendría, en el Cristo que expiaría sus pecados, en el Salvador que redimiría sus almas. Otros la sujetan desde este lado, creyendo en el Cristo que vino. Ya sea que la tomen de un lado o del otro, el Señor ha dado fe a todos al ser levantado de los muertos (Hch.17.31).

Lo anterior resulta evidente en la primera carta del apóstol Pedro, cuando dice: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pe.1.10-11). ¡Esto es maravilloso! ¿En quién finalmente creían los profetas? En Jesucristo. ¿Por qué finalmente ellos sufrieron persecución? Por el vituperio de Cristo. ¿Y quiénes son los profetas? Lucas 11.49-51: “Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías…”. ¿Quiénes son los profetas que anunciaban de antemano los sufrimientos de Cristo? Todos aquellos que sufrieron por la causa del Cordero que vendría. Si la Iglesia del Siglo primero sufrió porque no podían negar lo que habían visto, la Iglesia del Antiguo Testamento sufrió con tal de no negar lo que esperaban.

Nuestro Señor nos dejó ver en la parábola de los labradores malvados, que los profetas del Antiguo Testamento anticiparon con sus propias vidas los sufrimientos de Jesucristo. Él dijo en esta parábola: “Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron” (Mt.21.33-39). Los fariseos que le escuchaban sabían que se refería a ellos como los labradores malvados y por eso quisieron en ese momento matar a nuestro Señor.

La parábola nos da a entender que como los primeros enviados sufrieron, también sufriría el Hijo. Sin embargo, la muerte del Hijo es central en la parábola y supera claramente la muerte de los anteriores. Del Hijo de Dios nos dice la Escritura que fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados (Is.53.5), que vivió una completa soledad en la cruz (Mr.15.34), que cuando estaba en agonía, oraba más intensamente, y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a la tierra (Lc.22.44), que como autor de la salvación de los hijos de Dios, era necesario que fuese perfeccionado por aflicciones (He.2.10), que padeció por nuestros pecados (1 Pe.3.18). Fue despreciado y desechado, fue un varón de dolores, experimentado en quebranto, menospreciado y desestimado (Is.53.3), a quien vituperaron incluso mientras agonizaba diciéndole “sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz” (Mr.15.30).

El sufrimiento de Cristo es mucho mayor porque Él llevó precisamente los pecados de su pueblo, no sólo recibiendo la oposición diabólica del mundo, sino también la Ira del Dios de los cielos. Él es la propiciación por nuestro pecados, nos dice el apóstol Juan, y ¿Qué significa propiciación? Agotar la ira de Dios que merecía el pecado. 2 Co.5.21 nos dice que “Al que no conoció pecado, por nosotros le hizo pecado, para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él”. Ha dejado saldada nuestra cuenta y nos ha hecho aceptos en Él. Todo creyente en todo tiempo puede decir confiado que espera una mejor resurrección, porque su Cristo redimió sus pecados.

Los creyentes que componían la Iglesia que se dejó ver en el Antiguo Testamento, buscaban por tanto, glorificar al Cristo que vendría. Pero ¡cuán necios somos de glorificarles a ellos! Porque les reconocemos como los héroes de la fe o los gigantes de Dios, y les alejamos de la sencillez de la fe, ensalzándoles como super creyentes de una fe inalcanzable. En muchas iglesias católicas, sobre los pilares, se encuentran figuras de los profetas y los apóstoles, como elevados a un nivel que ninguno de nosotros podemos identificarnos con ellos. Sin embargo, Noé se emborrachó, Abraham se rió ante la promesa de Dios, Jacob engañó a su padre, Moisés titubeó a las órdenes de Dios, Gedeón pidió dos veces que Dios comprobara su existencia, Sansón eligió una mujer ajena al pueblo que lo engañó, David adulteró con Betsabé y asesinó a su marido, Jeremías se enojó con Dios, Juan el Bautista cuestionó si Jesús era el Mesías.

Tan sólo veamos cómo estos hombres obraron con incredulidad en ciertos momentos de su vida, sin embargo, a cada uno de ellos el Señor les reconoció su fe. La fe, aunque pequeña y sencilla como un grano de mostaza producirá los efectos gloriosos que el Señor ha prometido. Recuerda al profeta Elías, varón celoso del Dios vivo, que oró y cesó la lluvia, que fue arrebatado al cielo y que se apareció en la transfiguración de nuestro Señor, junto a nada menos que Moisés. Este hombre, nos dice Santiago, estaba sujeto a pasiones semejantes a las nuestras (Stgo.5.17). Por buena razón la Escritura no nos presenta la vida de estos santos rodeada de perfecciones, sino más bien de errores y pecados, para darnos cuenta que si un hombre se presentara como justo delante del Trono de Dios ha de ser sólo por su gracia y la justicia de Jesucristo.

Por ello, no miremos a estos hombres como cuadros puestos en un pasillo de la fama, o como una galería de creyentes cuya fe es incomparable, más bien recuérdales como tus hermanos mayores, como aquellos que te precedieron en la fe en Jesucristo, y de los cuales puedes aprender. La fe de aquella Iglesia del Antiguo Testamento es la misma que la nuestra. Somos un solo pueblo, los hijos de Abraham son los que son de fe. Cristo es el Buen Pastor que hizo un solo rebaño, derribando la pared intermedia que nos separaba. Él es el único que debe ser glorificado. Nos recuerda una anécdota de Martín Lutero. Vinieron algunos a decirle con mucha alegría: “Martín, la mitad de Alemania son luteranos”. Martín Lutero se puso rojo de ira, y gritó: “Quién es ese costal de papas que se llama Lutero, que se atreve a usurpar el nombre de mi Cristo”.

Oh cuánto podemos aprender de aquellos santos, como decía la carta nos faltaría tiempo para contar los frutos de su fe. Meditemos cuán maravilloso es que Dios diga que faltaría tiempo para hablar de la fe de alguien. Como de aquel Centurión al que nuestro Señor destacó su fe diciendo: “En verdad os digo que en Israel no he hallado en nadie una fe tan grande” (Mt.8.10). ¡Cuán bienaventurados son los que tienen fe, su testimonio es incalculable en los cielos! Ahora hazte la pregunta, ¿podrán tus hijos o tus nietos decir que les falta tiempo para hablar de tu fe? ¿Podrán recordarte como alguien que amaba al Señor, como alguien volcado a la oración, a la meditación de las Escrituras, y al servicio de sus hermanos? ¿O te recordarán por algún pecado, por tu pereza, por tus malas palabras, tu infidelidad, tus vicios o tu mal carácter? Dice He.10.32, que por la fe llegamos a ser compañeros de los que estaban en una situación semejante, ¿pueden tus hermanos reconocerte entre los salvados? ¿O aún no están seguros de ello?

Tú que eres padre, no querrás irte a la tumba sin dejar en la memoria de tu hijo la imagen de su padre orando y meditando las Escrituras. Sin duda los tiempos de esparcimiento, juegos y cosquillas son sanos, hermosos y regalados por Dios para nuestro gozo, pero cuídate de que éstos sean los únicos recuerdos que tu hijo tenga de ti, porque no has salido de los padres malos que dan buenas dádivas a sus hijos. Antes pone como prioridad que tu hijo deduzca que por cuanto amas a Cristo, le amas a él. Que por cuanto eres hijo de Dios, te arrepientes de tus pecados. Que por cuanto sirves al Señor, sirves en tu hogar también. Porque aquella herencia será más preciada que cualquier otra nostalgia de comodidades.

Esto nos lleva a la última pregunta. ¿Estás listo para ser perseguido? Porque nuestro Jesucristo dijo: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán...” (Jn.15.19-20). También el apóstol Pablo nos dijo que “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti.3.12). También el apóstol Pedro dijo: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pe.4.17). La persecución es un hecho. Entonces ¿Estás dispuesto a morir por Cristo? ¿Estás dispuesto, cual Moisés, escoger ser maltratado con el pueblo de Dios, antes que gozar los deleites temporales del pecado? No digas que morirías por Cristo cuando se te apunte con una pistola, si hoy no estás viviendo para Él. Si hoy tu vida se encuentra caracterizada por la ignorancia de la Palabra, la falta de oración, la práctica del pecado, la pereza de los hábitos santos y la apatía con el pueblo de Dios, arrepiéntete de tus pecados, ven a las plantas de Cristo, incorpórate al pueblo perseguido y muere a ti mismo.

Como decía el peregrino en aquel cántico:

“¡Arriba, pues! ¡Valor, corazón mío!

La senda dura y áspera es mejor,

que la llana, que lleva en extravío,

a la muerte y eterna perdición.”

Finalizamos con lo dicho por el apóstol Pedro: “De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (1 Pe.4.19).