LA FE DE NOÉ

Serie: El Buen Testimonio de la Fe

“Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe”

(He. 11.7)

Anteriormente, con la ayuda de Dios hemos podido ver cuáles son las principales características de la fe que se dejan ver a lo largo de este pasaje. La fe es el medio por el que el justo vive y preserva su alma. La fe también es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve. Por esta fe los hombres y mujeres que figuran en este capítulo alcanzaron un buen testimonio, habiendo cultivado la paciencia por medio de pruebas, incomodidades, persecuciones y aún la misma muerte. Aunque los creyentes que se destacan en el capítulo no alcanzaron a ver el cumplimiento pleno de la promesa de Dios, sino ciertos anticipos, su fe finalmente se depositó en la provisión definitiva y gloriosa de Dios, que es Jesucristo, revelado en los postreros tiempos por amor a los demás creyentes (1 Pe.1.20).

Los primeros ejemplos que el Espíritu Santo quiere traer a la memoria son las vidas de Abel y Enoc, que pudimos ver en detalle en el último sermón tratado en la serie. De Abel pudimos ver que fue la fe lo que le hizo alcanzar testimonio de ser justo, y por dicha justicia haber presentado un sacrificio más excelente que el de su hermano Caín, porque lo presentó con fe y en los términos que Dios había establecido. De Enoc, se nos dice que por la fe agradó a Dios y caminó con Él, siendo librado incluso de la experiencia de la muerte. Ambos creyeron en el Mesías prometido y por dicha fe fueron declarados justos. Sin esa fe no podían agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay y que galardona a los que le buscan.

Y hoy, avanzando en el orden que el Espíritu Santo inspiró, vamos a estudiar la fe de Noé. Y al tratar la vida de este hombre es necesario aclarar que los cristianos creemos en la Biblia no como un texto de alegorías, cuentos infantiles que dejan moralejas, o simples historias de héroes que nunca existieron. Los cristianos creemos en las Escrituras como la Palabra inspirada de Dios, y por ende, como la verdad revelada. Sin embargo, entre los mismos llamados cristianos hay algunos que sostienen que eventos como la creación en seis días, como la enorme cantidad de tiempo que vivían los hombres en las primeras generaciones o el diluvio, no deben entenderse de forma literal. En otras palabras, dichos hombres no creen que efectivamente las cosas sucedieron tal como las indica la Biblia. Esto compromete claramente su fe, porque si no creen en las primeras páginas de las Escrituras, cómo creerán en las siguientes. Si crees que Jesucristo resucitó de los muertos, pero no crees en el Diluvio, no crees realmente en la totalidad de la Palabra de Dios, y no podrías unirte al canto del salmista cuando dice: “La suma de tu Palabra es verdad” (Sal.119.160).

A diferencia de estas personas, la figura de Noé y el Diluvio es mencionada como un evento histórico indudable a lo largo de la Escritura. El profeta Isaías dijo al pueblo de Israel: “Porque esto me será como en los días de Noé, cuando juré que nunca más las aguas de Noé pasarían sobre la tierra; así he jurado que no me enojaré contra ti, ni te reñiré” (Is.54.9). El profeta Ezequiel mencionó en una de sus profecías a Noé, Daniel y Job, como hombres justos (Ez.14.12-14). Nuestro Señor Jesús, al referirse a su segunda venida, dijo que sería tan sorpresiva como el Gran Diluvio en los tiempos de Noé. Él mismo lo señaló en el evangelio según San Mateo: “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre. Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mt.24.36-39). El apóstol Pedro habló de Noé en sus dos epístolas, presentándolo como pregonero de justicia y como quien fue guardado por Dios, junto con otras siete personas, cuando trajo el diluvio sobre el mundo de los impíos (1 Pe.3.20; 2 Pe.2.5), incluso se refirió a los que cuestionaban este evento como burladores que “ignoran voluntariamente, que en el tiempo antiguo… el mundo de ese entonces pereció anegado en agua” (2 Pe.3.5-6). Raya para la suma: Jesucristo, los profetas y los apóstoles hablan del Diluvio sin expresar duda alguna, como un evento real que ocurrió en la historia de nuestra humanidad.

Por lo tanto, para acercarnos a la Palabra de Dios también necesitamos de fe, para declarar que todo lo que en ella está expuesto es veraz. Y precisamente, hablando de la fe, el autor de Hebreos comparte acerca de Noé que “Por la fe… cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe”. Para entender con mayor profundidad todo esto le invito a ir a las mismas fuentes, al Libro del Génesis.

Si vamos al capítulo 4 de Génesis, el versículo 25, podremos leer lo siguiente: “Y conoció de nuevo Adán a su mujer, la cual dio a luz un hijo, y llamó su nombre Set: Porque Dios (dijo ella) me ha sustituido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín” (Gn.4.25). Noé viene de la descendencia de este tercer hijo de Adán y Eva. De hecho, Enoc, este hombre que por la fe agradó a Dios, camino con él y fue trasladado al cielo, viene también de la descendencia de Set. Es más, Enoc es el bisabuelo de Noé.

Sin embargo, estos hombres virtuosos estuvieron rodeados de hombres impíos. Desde el primer pecado cometido por Adán, la maldad se esparció, transmitió y heredó a toda su posteridad. Romanos 5.12 nos dice que “Por cuanto el pecado entró en el mundo por un hombre, y con el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro.5.12). Si Adán hubiese mantenido su integridad, Caín no hubiese cometido el homicidio de su hermano, ni se hubiese generado pecado alguno. En el pecado de Adán encontramos el puntapié inicial de nuestra cruenta historia. Los descendientes de Adán mostraron de qué estaban hechos y donde estaba su corazón. Génesis capítulo 6, versículo 5 nos dice que Dios vio que la maldad de los hombres era mucha en la tierra y que todo deseo de su corazón era constantemente sólo el mal. No hay nadie que vea más profunda y nítidamente nuestra esencia que nuestro Creador y Sustentador. Como el mecánico que busca el desperfecto en una máquina y logra dar con el origen de su mal funcionamiento, así nuestro Dios, desde las primeras páginas de la Escrituras, nos diagnostica que la esencia del hombre se haya internamente corrompida por el pecado, a tal punto que del corazón del hombre no podemos esperar otra cosa más que el mal. Dice el profeta Jeremías que el corazón del hombre es engañoso y perverso, “Quién podrá conocerlo” (Jer.17.9), y nuestro Señor dijo que de dentro del corazón salen todos los males que contaminan al hombre (Mr.7.21-23). Contrariamente al continuo mensaje del mundo, de que en todas las personas hay un corazón bueno, una esencia buena, o una cuota de bondad por lo mínimo, la Biblia nos enseña que todos los pecados nacen del corazón humano, engañoso y perverso.

En los tiempos de Noé, esta maldad había llegado a un colmo. Los versículos 11 y 12, del capítulo 6, nos dicen que la tierra se había llenado de violencia (Gn.6.11), y “toda carne había corrompido su camino sobre la tierra” (Gn.6.12). En el mismo capítulo, el versículo 7, nos dice que Dios declaró: “Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho” (Gn.6.7). No es la única vez que Dios muestra su cambio de parecer. A través del profeta Jeremías, le dijo al pueblo de Israel: “Pero si hiciere lo malo delante de mis ojos, no oyendo mi voz, me arrepentiré del bien que había determinado hacerle” (Jer.18.10). Ocurrió también al pueblo de Nínive, cuando en el Libro de Jonás se nos dice: “Y vio Dios lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho que les haría, y no lo hizo” (Jon.3.10). Dios puede cambiar de parecer, y ese cambio se encuentra en función de su santidad y justicia. Dios se arrepintió de haber creado al hombre, porque este hombre ya no era lo que había creado. Dios creó al hombre recto, dice el Libro de Eclesiastés, pero ellos buscaron toda clase de perversiones (Ec.7.29).

Dios le dijo al hombre que el día que desobedeciere, moriría (Gn.2.17). La paga por el pecado es la muerte (Ro.6.23), y tarde o temprano este salario será pagado. En tiempos de Noé, Dios quiso efectuar un solo acto de justicia a todo el mundo impío, el cual consistió en una ruptura de todas las fuentes del gran abismo, cataratas abiertas desde el cielo, con profusa lluvia durante cuarenta días y cuarenta noches (Gn.7.11-12). Debemos ver que los habitantes de la tierra no conocían lo que implicaba una inundación, en aquellos tiempos es probable que aún persistiera lo que nos dice el Libro del Génesis: “porque aun no había Jehová Dios hecho llover sobre la tierra, ni había hombre para que labrase la tierra; Mas subía de la tierra un vapor, que regaba toda la faz de la tierra” (Gn.2.5-6). Por lo que es probable que la idea de un diluvio fuese novedosa para ellos.

Este Diluvio fue universal, es decir, ocurrió en todo el mundo. Así lo dice Gn.7.19-22: “Y las aguas aumentaron más y más sobre la tierra, y fueron cubiertos todos los altos montes que hay debajo de todos los cielos. Quince codos por encima subieron las aguas después que los montes habían sido cubiertos. Y pereció toda carne que se mueve sobre la tierra: aves, ganados, bestias, y todo lo que pulula sobre la tierra, y todo ser humano; todo aquello en cuya nariz había aliento de espíritu de vida, todo lo que había sobre la tierra firme, murió” (Gn.7.19-22). Este Diluvio acabó con todas las señales de vida que había fuera del arca, e inundó toda la tierra sobrepasando los picos de las montañas más altas.

Sin embargo, ciertos rayos de luz del sol de la gracia de Dios atraviesan las nubes negras de su juicio. En medio de esta generación impía, encontramos a Noé, la misericordiosa excepción de Dios. El capítulo 6 del Génesis, el versículo 7 nos dice que Dios se había arrepentido de haber hecho al hombre, y el versículo 8 nos dice “Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová” (Gn.6.8). Estas palabras son tan claras que sea cual sea la traducción bíblica que usted tenga, todas dirán lo mismo: Noé halló gracia ante los ojos del Señor. Dice el capítulo 6, el versículo 9, que Noé era varón justo, perfecto en sus generaciones y que caminó con Dios. Tal como su bisabuelo Enoc, quien agradó a Dios y caminaba con Él, Noé también caminó con Dios. El comentarista Mathew Henry señaló que caminar con Dios es “tener a Dios siempre delante de nosotros, actuar como estando siempre bajo su mirada. Es preocuparse constantemente de agradar a Dios en todas las cosas y en nada ofenderle” (Henry, M., Comentario de la Biblia).

La primera duda que surge es por qué motivo Dios miró con gracia a Noé. La misma palabra “gracia” nos permite suponer que Noé fue acogido por Dios de manera inmerecida. Dios no se agradó de Noé por algo bueno que haya visto en él, sino que se agradó a pesar de lo malo que era. Cometemos un error al pensar en Noé como un hombre que nació y se mantuvo bueno. Noé también era parte de esta humanidad caída y miserable, nació en pecado como todos nosotros (Sal.58.3) y por tanto lo practicaba como su única forma de vida. Tampoco debemos pensar que Noé halló gracia porque construyó el arca o por su disposición a construirla, como si nuestras obras o buena disposición nos hiciera merecedores del favor de Dios. La Biblia desmiente esto al mostrar que Noé halló gracia antes de ser encomendado a construir el arca. Por lo tanto, no es que Dios haya amado a Noé porque era bueno, sino que, por cuanto Dios amó a Noé, le hizo bueno.

Esto resulta claro cuando Hebreos nos dice que Noé heredó la justicia que viene por la fe. Una herencia es un acto jurídico en el que una persona trasmite sus bienes, derechos y obligaciones a otra persona, usualmente sus hijos. Todos nosotros somos herederos del pecado, pero sólo los de fe son herederos de la justicia. Si Noé recibió la justicia de Dios como herencia esto implica que antes dicha justicia no era de él, sino que la recibió (la heredó) desde el mismo cielo. La justicia del justo Noé no se origina en él, sino en Dios, quien le entrega dicha justicia a través de la fe.

Lo maravilloso de esto, es que la propia fe, al igual que la justicia, tampoco tiene su origen en el hombre. Toda creencia que comienza en el hombre es pasajera, temporal e ineficaz, mientras que la fe que Dios produce en el hombre cumple su propósito de aferrarnos a Dios, y con ello, ser declarados justos por Él. La fe es parte del fruto del Espíritu (Gá.5.22-23) que Dios produce en los suyos. Es una obra de Dios (Jn.6.29). Lo declara el apóstol Pablo cuando dice: “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef.2.8). El que creamos en Dios también es parte de su obra en nosotros. La fe de Noé fue la manera en la que pudo heredar la justicia de Dios, sin embargo, esa fe también le fue concedida de lo alto. Porque en la obra de Dios no hay espacio alguno para la jactancia humana (Ro.3.27; Ef.2.9), porque, como decía el apóstol Pablo: “¿qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co.4.7).

Esto nos muestra que, si Dios ama a una persona, y desea salvarla, la mirará con su gracia, le concederá fe y por esa fe, la declarará justa. Si la salvación es una de sus mayores obras, ¿dejará algo de ella a las resbaladizas manos de los hombres? No, “Toda buena dádiva y don perfecto procede de lo alto” (Stgo.1.17), por lo que, si hoy estás creyendo y por esa fe eres declarado justo, es porque Dios se aseguró que fuese así.

La relación que hay entre la fe y la justicia se destaca mucho más cuando Hebreos nos dice que, por la fe, Noé condenó al mundo. Ahora, la Biblia no nos quiere decir que Noé fue quien decretó y ejecutó el juicio, porque esto corresponde a la jurisdicción de Dios. Más bien fue la fe de Noé, el instrumento con el que Dios dejó sin excusa a esa generación injusta. El apóstol Pedro nos dice que Noé fue pregonero o predicador de justicia, posiblemente anunció sobre este juicio a su generación. Tal como un evangelista, Noé anunciaba el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y apuntaba al arca como la única vía de salvación.

El texto que leímos decía que, a través de la fe, Noé, al ser advertido de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvó. El capítulo 11 de Hebreos comienza diciendo que la fe es la convicción de lo que no se ve. Si Noé no hubiese estado convencido del amenazante diluvio, no hubiese construido esa arca. Debemos recordar que en aquel tiempo los habitantes de la tierra no conocían lo que era una inundación, la idea de un Diluvio era difícil de imaginar. Pero la fe nos permite ver con los ojos espirituales lo que los ojos de la experiencia no han podido ver. Mientras los hombres veían un cielo celeste y despejado, hermoso y prometedor de un futuro estable para seguir pecando, Noé, por la fe, veía como a lo lejos las represas celestiales se empezaban a trizar para ahogar toda la violencia de los malos.

La fe no sólo llevó a Noé a ver el juicio en el cielo, sino a obedecer el mandato del Señor. La visión nítida del juicio que se avecinaba, que le ofreció la fe a Noé, le permitió actuar con temor. La Biblia nos dice que el temor a Dios es aborrecer el pecado (Pr.8.13), que quien teme al Señor huye del mal (Pr.3.7), que el Señor cuida de los que le temen (Sal.33.18), que los que temen al Señor son bienaventurados (Sal.128.1), que el temor al Señor es principio de toda sabiduría y conocimiento (Pr.9.10). El temor acompañó a Noé en todo el proceso de construcción del arca. Esto es importante, porque la fe siempre va acompañada de temor que nos lleva a la obediencia. El Pastor Juan Calvino decía que la fe es la maestra de la obediencia. Donde está presente la fe, está presente la obediencia, pero donde no se obedece a la Palabra, sólo hay imitaciones de fe.

Dios mandó a construir a Noé un arca, algo así como una caja gigante de madera, similar a un barco, que pudiese flotar en el agua y cuyas dimensiones fueran las necesarias para salvaguardar un número considerable de animales, ocho personas y las provisiones necesarias para sustentarse mientras se desarrollara el juicio (Gn.6.21). Imaginemos esto, cuántas especies de animales existen, multiplicadas por dos, porque eran dos de cada especie, sumemos todas esas toneladas podremos entender que la tarea encomendada a Noé era titánica. Los estudiosos señalan que el arca de Noé tenía alrededor de 135 metros de largo, 23 metros de ancho y 14 metros de alto. Si tratamos de imaginarla serían unos 5 a 6 pisos de departamento hacia arriba, un cancha y media de fútbol de largo, y una piscina semi-olímpica de ancho. Y ello era sólo la coraza, porque interiormente debía contar con tres niveles. Estamos hablando de un buque de madera. Al ver lo detalladas que son las instrucciones de Dios, nos deja una vez más en claro que no sólo le interesan los resultados, sino también la manera en la que se hacen las cosas. Dios no deja al riesgo de la imaginación de los hombres, el cumplimiento de su voluntad.

En los tiempos de Noé no existían maquinarias de corte de madera o grúas que levantaran toneladas, por lo que su construcción tardó 120 años. Estos 120 años representan también la paciencia de Dios. Dios pudo haber entregado lista el arca. Pero esperó el trabajo de su justo Noé, 120 años, tiempo en el que postergó su Ira contra la maldad. Y no sólo eso, porque una vez terminada el arca, nos dice el capítulo 7 de Génesis, el versículo 4, que Dios dijo a Noé que luego de ingresados todos los salvados, habrían siete días de espera adiciones, antes del inicio del diluvio. Imaginemos esto, el arca está terminada, los animales están adentro, la familia expectante, pero el Diluvio aún no empieza. ¡Cómo habrán sido las burlas y risotadas de sus vecinos! Es como si una persona saliera con parca, botas y paraguas, un día de 39 grados de calor. Pero Noé creyó en el Señor, y la fe es la certeza de lo que se espera. Él estaba seguro de lo que vendría, porque Dios lo había dicho.

El texto de Hebreos nos dice que por la fe Noé construyó el arca en que su casa se salvase. De aquí surge la pregunta: ¿Por qué la familia de Noé se salvó? Es cierto que la Biblia no nos dice que su esposa, hijos y nueras hayan sido mirados con gracia o considerados justos, pero debemos entender también que el diluvio entre sus propósitos tenía la conservación de la especie. De la misma forma como Adán no debía estar sólo, sino que su ayuda idónea debía estar con él, Noé era una carne con su esposa. Puesto que la familia de Noé dependía de él, su justicia salvó a quienes se sujetaban a él. Tal como Cristo es el Justo del que como racimos de uvas a la parra están sujetos los salvados, así la familia de Noé manifestó idéntica fe que la de Noé, porque se sujetaron a la justicia de su marido, padre y suegro. De la misma manera como la iglesia confía en Cristo, para que a través de su justicia podamos ser salvos, asimismo la familia de Noé confió en que dicho padre de familia era declarado justo desde el cielo, y con ello manifestaron también fe en Dios. Ellos pudieron haber abandonado a Noé, como la esposa de Job lo hizo, pero fueron fieles y probablemente colaboraron en la construcción del arca, manifestando con ello que también creían en el Dios que había anunciado el juicio a toda la humanidad de ese tiempo.

Sin embargo, debemos aclarar que esto no significa que la fe de tu marido, de tu esposa, de tu padre o madre, o de cualquier pariente, podrá salvarte: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios estará sobre él” (Jn.3.36). Si rehúsas creer en el Hijo de Dios, la mucha fe de tu esposo no podrá salvarte, aún si estuvieses casada con el mismo apóstol Pedro. Sólo podemos ser salvos si tenemos fe en el Hijo de Dios. El sustituto que Dios ha puesto para nuestra salvación no es otro hombre más que Jesucristo.

El que Dios haya llamado a la familia de Noé completa es algo reiterado en las Escrituras. “Yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24.15) y “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa” (Hch.16.31). Si han esperado la conversión de su familia, permítanme recordarles que en las Escrituras se nos invita a rogar por nuestra familia y a pensar que, si Dios lo quiere, también lleguen a nuestra fe. Todos nosotros pensamos muchas veces que ciertos familiares son casos perdidos. Pero no olvides que Dios derribó de su caballo a Saulo, precisamente en sus cacerías de cristianos, y lo convirtió en uno de los más prominentes hombres de Dios. Clama por tu familia, no dejes de hacerlo, que tu fe podría alcanzarles, como alcanzó a la familia de Noé. Si hoy has venido sólo, que eso sólo sea motivo para rogar al Señor que salve a los que deberían ahora acompañarte.

También vemos en el arca una representación de la salvación de Dios. El arca es el único medio para salvarse, afuera del arca hay peligro, dentro del arca hay seguridad. El arca es un refugio. Lo que ocurre afuera es el juicio de Dios siendo derramado sobre los hombres, mientras que dentro se preserva la vida. Esto lo vemos reiteradamente en la Palabra de Dios. Lo vemos en la última plaga de Dios a Egipto, la muerte de los primogénitos. Dios mandó al pueblo hebreo a pintar los dinteles de las puertas con la sangre de un cordero, de tal forma que el ángel del Señor pasaría dando muerte a todo primogénito que sorprendiera fuera de las casas con dicha señal de sangre. Las casas con sus rojos umbrales eran el refugio de los salvados de la muerte, mientras que afuera de esas casas el juicio de Dios se estaba desatando.

Ocurrió con Rahab, la prostituta que escondió a los espías hebreos y les libró de la muerte. Los espías le dijeron que el día que invadieran pusiese una señal en su casa, a fin que el ejército no le hiciese daño alguno. Nuevamente, afuera de la casa de Rahab, el ejército daba muerte al pueblo de Jericó, mientras que dentro de la casa de Rahab su vida era preservada sin peligro.

Lo vemos también en Jeremías, cuando Dios dijo que la única manera de salvarse del juicio que se avecinaba sobre Judá era huir a Babilonia. Nuevamente, los que se quedasen a la intemperie de la ciudad de Jerusalén serían vencidos y esclavizados por los babilonios, mientras que los que huyeran a Babilonia conservarían su vida.

El arca de Noé, las casas de los hebreos, la casa de Rahab, la Ciudad de Babilonia previa a la invasión, y cuantos muchos ejemplos, nos dejan ver una historia que se repite, y es que fuera de esos refugios el juicio es derramado, pero dentro de ellos están seguros. Ahora, ¿cuál será el refugio para aquel día en que Dios ha prometido dar un fin definitivo a toda maldad? En uno de los salmos se declara esto: “Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal; Me ocultará en lo reservado de su morada; Sobre una roca me pondrá en alto” (Salmo 27:5). Ese mal del que habla el salmista es la muerte que cobrará sobre los malvados. Dios esconde a sus hijos de su propia ira contra el pecado. Los esconde en su Tabernáculo, en su santa morada. Afuera de ese tabernáculo sólo hay una horrenda expectación de juicio, mientras que en Él hallamos la verdadera salvación. Él es nuestro escondedero fiel, Él es nuestro mayor refugio.

El salmo decía que nos esconderá en su Tabernáculo. El Tabernáculo de Dios fue instaurado en tiempos de Moisés como el lugar en el que Dios visitaría a su pueblo, sería la casa de Dios. No obstante, hoy dicho Tabernáculo se encuentra en ruinas, el segundo templo de Salomón fue destruido por los Romanos. Entonces a qué se refería el salmista cuando decía “me esconderá en su Tabernáculo en el día del mal”. No olvidemos a Jesucristo, que dijo: Yo soy mayor que el templo (Mt.12.6), “Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré… Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn.2.19-21).

Por esto se nos dice que no hay condenación para los que están EN Cristo Jesús (Ro.8.1). Por esto el apóstol Pablo nos dice que “estando ya justificados EN su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Ro.5.9), por Él somos salvos de la ira, lo que está afuera de Cristo. Colosenses 3.3 nos dice que “vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Jesucristo es este escondedero fiel, Él es el tabernáculo y la morada de Dios en la que nos guardará de la ira venidera. El arca de madera que guardó al justo Noé fue sólo un símbolo de lo que Dios haría miles de años después a través de su Hijo.

Pero ¿cómo un Dios Santo, Justo y Bueno, puede esconder a pecadores en su refugio, mientras que juzga a otros pecadores que están fuera de su escondedero? Sería igual a una persona que resguarda en su casa a un cúmulo de delincuentes que horas antes cometieron un asesinato. Recordemos el Salmo: ¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni jurado con engaño” (Sal.24.3-4). Es necesario, que aquellos que se resguardan en este santuario que sirve de refugio sean transformados de pecadores a hombres justos. Y ello sólo es posible en el escondedero de Jesucristo, porque fue Cristo quien, a través de la muerte en la cruz, llevó nuestras culpas y fue azotado y quebrantado por Dios.

En aquella cruz, como dice 2 Co.5.21, fue hecho pecado por nosotros, y bebió toda la copa de la ira de Dios, sin dejarnos gota alguna. Y no sólo nos limpió de toda maldad, sino que nos vistió de su justicia, de tal forma que al estar en Él somos vistos por Dios como si nunca hubiésemos cometido pecado alguno. Noé fue heredero de la justicia que viene por la fe, de hecho, apenas comienza el diluvio Dios le dijo: “Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto justo delante de mí” (Gn.7.1). Dios no le podía ver como justo a menos que haya estado contado en Cristo, lo que nos permite concluir que Noé tuvo fe finalmente en el Cristo profetizado.

Noé como predicador de la justicia de Dios apuntaba a su arca como la única vía de salvación. Como un pastor que lleva a sus ovejas al redil seguro, guio a su familia y los animales hacia la salvación que Dios había preparado para ellos. En este trabajo también vemos a Cristo. Él es el Buen Pastor que guía a sus ovejas hacia el único redil donde estarán seguras, y donde por siempre podrán descansar en los delicados pastos de salvación (Jn.10.9-11; Sal.23.2). Y Él también es la Puerta: “Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo” (Jn.10.9). Tal como la puerta del arca estuvo abierta por siete días hasta que empezó el diluvio, así también franca y amplia está la puerta de la salvación en este día, con la obra de Cristo consumada.

También vemos a Cristo una vez culminado el diluvio. Una vez que el arca descansó sobre el Monte Ararat, Dios le dijo a Noé: “Sal del arca tú, y tu mujer, y tus hijos, y las mujeres de tus hijos contigo… y vayan por la tierra, y fructifiquen y multiplíquense sobre la tierra” (Gn.8.16-17). Es un nuevo comienzo, un nuevo Edén. Fue el mismo mandato cultural entregado a Adán y Eva. En Cristo todas las cosas son nuevas (2 Co.5.17), y Él ha prometido cielos nuevos y tierra nueva, para todos los que crean en Él (Ap.21).

Al bajar del arca, Dios hizo el pacto con Noé, de no volver a destruir la tierra por medio del agua (Gn.9.11), e hizo aparecer su arco en el cielo, donde cada vez que lo viera se acordaría de dicho pacto (Gn.9.13-15), asimismo Dios ha concedido símbolos de su misericordia. Cada vez que como pueblo nos reunimos a tomar la cena del Señor, miramos el pan y recordamos el cuerpo de Cristo que fue molido por nuestros pecados, y el vino simbolizando la sangre del Nuevo Pacto, que por nosotros fue derramada (Lc.22.19-20). Mediante el profeta Isaías, Dios dijo: “Porque esto me será como en los días de Noé, cuando juré que nunca más las aguas de Noé pasarían sobre la tierra; así he jurado que no me enojaré contra ti, ni te reñiré. Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Is.54.9-10). Como el arcoíris que se despliega en el cielo siendo el emblema de la promesa de Dios, así la cruz de Cristo se alza en el mundo como el símbolo de la redención definitiva.

Este llamado es urgente. Jesús dijo que como en los días de Noé, donde los hombres atendían sus asuntos sin esperar nada nuevo, así será su segunda venida, en la que vendrá a juzgar a las naciones. Sólo tenemos dos lugares para estar, adentro o afuera del arca. La ira de Dios que merece tu vida de pecado, o es agotada en la propiciación que hizo el Señor Jesús, o será derramada cuando seas sorprendido fuera de los contornos de la salvación. La puerta de la gracia se encuentra abierta, como lo estuvo la puerta del arca. Hoy es, por tanto, el día en que debes entrar por esa puerta. Hoy es el día en que debes asegurarte de estar escondido en Cristo. Hoy es el día en que debes procurar ser hallado en Él. Ven pronto a Cristo, no tardes, no sabes el día en que la puerta de la misericordia se cerrará, y esa arca partirá con los salvados, mientras la miras de lejos huyendo de la ira de Dios. El que hoy esa puerta esté abierta le costó la vida al Hijo de Dios. Cerramos con las palabras del Señor: “Porque fuera de mí, nada pueden hacer” (Jn.15.5).