LA FE QUE PRODUCE BUEN TESTIMONIO

SERIE – EL BUEN TESTIMONIO DE LA FE

 

 

Hebreos 10.32 – 11.2

 

El día de hoy comenzaremos la serie titulada “El buen testimonio de la fe”, por la cual estudiaremos, mediante una meditación del capítulo 11 de Hebreos, el papel que tuvo la fe en las vidas que aparecen destacadas en este pasaje, y cómo ésta fe les llevó finalmente a Cristo, y por ende, a la salvación. Espero que haya leído este capítulo anteriormente, si no, le recomiendo hacerlo, de todos modos le sugiero mantener abierto el capítulo 11 porque vamos a leer varios versículos de su contenido.

En este capítulo se destaca la fe de Abel, Enoc, Noé, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, Moisés, Josué, Rahab, Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas. A lo largo de la serie, vamos a ir viendo cada una de estas vidas en detalle y las características que colorean su fe. Y precisamente para entender el que sin duda es el tema central del capítulo, teníamos que leer los versículos que están inmediatamente antes, porque reduce el riesgo que sobrepongamos nuestros pensamientos a lo que la Palabra de Dios nos quiera decir. Digo esto, porque muchos hombres, toman este capítulo de la fe quitándolo de su contexto, llegando a pensar que Dios debe concederles la mejor vida que desean, porque su fe es lo suficientemente grande como la fe de Abraham.

Y siguiendo esta actitud de ser responsables con el contexto, debemos ir apuntando algunas características de la carta a los Hebreos. Lamentablemente el autor no dejó sus iniciales escritas, no conocemos su identidad. Las mejores teorías apuntan como candidatos al apóstol Pablo o a Apolos, uno de los maestros de las Escrituras en la iglesia del primer siglo. También debemos decir que posiblemente lo que conocemos como la “carta a los Hebreos”, no sea necesariamente una carta, sino más bien una exhortación, predicación o sermón escrito que circuló en las iglesias integradas mayoritariamente por judíos convertidos.

Ahora no debemos pensar que, al estar destinada a los hebreos, la carta no tiene utilidad para nosotros, que no descendemos de tribu hebrea. Recordemos que toda la Escritura es inspirada por Dios y es útil para el beneficio de los creyentes. Y también que esta misma nos habla de un Israel espiritual (Gá.6.16), compuesto por Hebreos espirituales, todos los que son de fe son hijos de Abraham (Gá.3.7). El Israel espiritual está compuesto por todos los creyentes de todas las eras, que han creído en Cristo, ya sea como el Mesías prometido, como el Mesías que atestiguaron, o como el Mesías que vino; este Israel espiritual es la Iglesia de Dios. Por lo tanto, que ninguna alma sedienta de la verdad se reste de ver la gloria de Cristo por medio de esta carta.

Los destinatarios de esta epístola son, sin duda, unos privilegiados, porque, a diferencia de otros creyentes que venían de culturas alejadas de Dios, la vida familiar, religiosa y más íntima de los Hebreos estaba esencialmente ligada a la creencia en un solo Dios y a la espera de un Mesías. No obstante, al obtener tan grande privilegio, más deudores se han vuelto de Dios y más altas son las expectativas de su fidelidad. La información histórica nos advierte que los destinatarios de esta carta estaban siendo permanentemente seducidos por judaizantes, quienes querían volver a las tradiciones y desechar la fe cristiana, por lo que la carta se concentra en exhortarles a no mirar hacia atrás con la mano sobre el arado.

Todo el que haya leído la carta a los Hebreos compartirá conmigo, que el objetivo del autor es exaltar a Jesucristo en cada uno de los aspectos centrales de la fe de los Hebreos. Jesús es presentado como el Hijo Unigénito de Dios, la imagen misma de su sustancia, el punto más alto de su revelación, es presentado como superior a los ángeles y a Moisés, como el descanso o reposo del pueblo de Dios, su reino es la tierra prometida definitiva, su muerte es presentada como el único sacrificio definitivo y eficaz, y no sólo es visto como el Cordero inmolado, sino como el Sumo Sacerdote que presenta el sacrificio, según el orden de Melquisedec, que puede interceder perpetuamente por cada uno de los que se acerca a Dios por Él.

Cualquiera que lea la epístola completa se dará cuenta que el objetivo del autor es presentar a Cristo como el cumplimiento de todos los propósitos de Dios, que fueron profetizados en la antigüedad.

Y habiendo aclarado el contexto general de la epístola a los Hebreos, dirijámonos a lo que acabamos de leer. El autor aquí decide dedicar algunas líneas de su exhortación para consolar a sus oyentes, los cuales, por lo que leímos, ya habían degustado el azote de la persecución y la soledad de la cárcel. Estos padecimientos, vituperios, tribulaciones y expropiaciones estaban amenazando la fe de estos cristianos, pero el autor les consuela y anima diciendo que ellos no son de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma. Y en esta misma intención de secar sus lágrimas en medio de tan grande fuego de prueba, les refresca la memoria con el ejemplo de hombres y mujeres en la antigüedad que pasaron por situaciones similares y alcanzaron un buen testimonio por la misma fe. En el capítulo 11, los versículos 37 y 38, nos dice que parte de estos héroes de la fe fueron “apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada… pobres, angustiados, maltratados, errando por desiertos, por montes, por cuevas y por cavernas”. El autor no está estimulando a perseguir sueños egoístas o a tener fe en que Dios me dará mi mejor calidad de vida. El autor quiere recordarles que la fe siempre es probada por medio de circunstancias amenazantes, difíciles e incomodas, como les ocurrió a muchos hombres en el pasado.

En el capítulo se presenta a Abel, quien por la fe presentó un sacrificio mejor que el de Caín, alcanzando testimonio de ser justo por dicha fe, sin embargo, fue asesinado por su propio hermano. Se nos habla de Abraham, quien por la fe tuvo que dejar su tierra natal a avanzada edad, con todas las incomodidades que ello conllevaba, e instalarse en una tierra que lucía menos fértil. Se nos presenta a Moisés, quien aún sin decidirlo, tuvo que sortear una persecución siendo un bebé, y cuando adulto, por la fe, rehusó las riquezas egipcias, sometiéndose al profundo estrés de sentir la ira de Faraón sobre su cabeza y guiar a un pueblo rebelde y de dura cerviz. Se nos menciona a una mujer, Rahab, quien, poniendo su vida en peligro, prefirió resguardar en su casa a los espías israelitas, en lugar de delatarlos.

Podemos ver por tanto que hay un patrón que se enciende a lo largo del capítulo 11, y es que estos hombres y mujeres alcanzaron un buen testimonio por la fe, no caminando sobre rosas ni recostándose sobre tesoros, sino surcando todo tipo de dificultades, amenazas y peligros. El apóstol Pablo le dijo a Timoteo que “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti.3.12). Tampoco olvidemos las palabras de nuestro Señor: “en el mundo tendréis aflicción” (Jn.16.33). Huye de los que aconsejan que no tomes riesgos ni peligros por la fe cristiana, porque si el camino al cielo no tuviese estas dificultades, no tendrías el capítulo 11 de Hebreos en tu Biblia.

La fe es frecuentemente probada por estos medios, y el propósito de que sea probada es que produce paciencia. Así lo leíamos en el versículo 36, del capítulo 10: “porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”. Santiago, en su epístola exhorta esto mismo, al decir: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Stgo.1.2-3). Vemos esto en el versículo 13: “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo…”. Si hay algo que se repite en cada uno de estos ejemplos es la paciencia con la que esperaron el cumplimiento de las promesas de Dios, incluso si la vida no les alcanzara para poder presenciarlo.

Hermanos, es necesario que leamos este pasaje a través de las lágrimas con las que se leyó en su momento. Porque sólo comprendiendo el compromiso de vida que requiere la fe, podremos entender esta famosa máxima que muchos recordamos de memoria: la fe es la certeza de lo que se espera, y la convicción de lo que no se ve.

Para esperar con paciencia de forma exitosa es esencial tener seguridad de lo que se espera. Estos hombres y mujeres tuvieron certeza de lo que esperaban, no porque su esperanza fuese la mejor jamás mostrada, sino porque el Dios que les había hecho las promesas es fiel. A Abraham, por ejemplo, se le prometió un hijo en avanzada edad (Gn.17.1-19). No obstante, ya cumplida la promesa, se le pidió que sacrificara a su unigénito, por lo cual nos dice el versículo 17: “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir” (11.17-19).

De Moisés nos dice el versículo 26: “que tenía puesta la mirada en el galardón”. ¿Quién le prometió dicho galardón a Moisés? Dios. El versículo 6 nos dice que “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (11.6). Estos hombres tenían la certeza que el galardón que recibirían de Dios es mucho mayor que el que podrían obtener de una vida rebelde. Santiago nos dice en su epístola: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Stgo.1.12). El cristiano puede estar seguro que recibirá la corona que espera, aunque su fe sea resistida con toda clase de problemas.

Vemos en el versículo 30, que “Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días”. Dios mandó a Josué a rodear en caravanas la ciudad de Jericó durante siete días, la cual tenía murallas sobresalientes e impenetrables, y una vez finalizados los siete días, Dios mismo derribaría las murallas. Era necesario que todos en dicha caravana manifestaran una certeza completa de que Dios haría lo prometido. Santiago dice que cuando pidamos algo a Dios pidamos con fe “no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stgo.1.6).

El autor en el capítulo nos informa que ellos murieron antes de ver lo que se les había prometido. El versículo 39: “Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido, proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (11.39-40). ¿Qué es lo que Dios ha provisto que estos hombres no alcanzaron a presenciar pero que nosotros sí podemos asegurar que ocurrió? Dios nos envió a su Hijo. Esto nos muestra hermanos, que el propósito que Dios tenía detrás de todas las promesas dadas a estos hombres era Cristo mismo, y por lo tanto la fe que mostraron la depositaron finalmente en Jesucristo. Abel, Enoc, Noé, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, Moisés, Josué, Rahab, Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas, todos ellos necesitan a Cristo. Y lo que finalmente esperaban era la salvación que Él traería. Ellos no pudieron ver a este Cristo, pero sí tenían la certeza que vendría. Jesús dijo a sus discípulos: “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Lc.10.23-24). Por esto se nos dice que Abraham fijaba su fe en una tierra prometida final y eterna, dice el versículo 9: “Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (11.9-10). El apóstol Pablo al respecto nos dice: “Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Ro.8.24-25).

Esto nos lleva a la segunda característica de la fe, que es la convicción de lo que no se ve. Abraham creyó que Dios le concedería un hijo, a pesar que su vejez, salud y época fértil le evidenciaban que eso sería imposible. Él estaba convencido, a pesar de no contar con pruebas palpables que lo que Dios prometía era verídico. Dice el versículo 7: “Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por fe”. El versículo 3 nos dice: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”. El versículo 6 nuevamente lo leemos: “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay” (11.6). Es necesario que el que se acerca al Señor crea que existe. Es algo fundamental. Dios es espíritu (Jn.4.24), por lo que es Invisible. Todo el que se acerca a Dios, por lo tanto, ha dado el paso primordial de la fe.

Muchas personas señalan que mientras no se les presente una evidencia contundente de la existencia de Dios ellos no pueden otorgarle crédito. Ellos, siguiendo el espíritu de Tomás, necesitan que se les presente delante de los ojos alguna prueba irrefutable para poder llegar a creer en Dios. Sin embargo, dichas personas acostumbran a creer que sus parejas los aman, sin haber visto nunca emanar de ellos el amor; y suelen creer que la vida comenzó en alguna parte del tiempo en la tierra, sin haber atestiguado dicho momento; o que el universo comenzó en algún momento, sin haberlo presenciado. No todo lo que no se ve es falso o no existe.

Aun así, la Biblia nos plantea que aún presentándose todas las evidencias de la existencia de Dios al hombre éste seguiría enemistado con Dios y no se sometería a Él. Pasó con Jesucristo, los judíos tenían frente a sus ojos al mismo Mesías, sin embargo, a pesar de tener todas las pruebas, le crucificaron.

La fe, por tanto, es crucial a la hora de creer en un Dios Invisible. Jesús le dijo a Tomás: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn.20.29). El apóstol Pedro les dice a los creyentes: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pe.1.7-8).

La fe, es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve. Sin embargo, hermanos, debemos tener cuidado con pensar que Hebreos 11 es un diccionario. Muchas veces cuando se nos pide definir lo que es la fe repetimos “es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve”. Sin embargo, la intención del autor en este pasaje no es entregar una definición exacta de lo que es la fe, sino más bien explicar cómo la fe está asociada ciento por ciento a la paciencia en medio del sufrimiento. Al respecto, el pastor Juan Calvino dice en su comentario a este capítulo: “De esto resulta evidente el gran error de los que piensan que aquí se da una definición exacta de la fe; pues el autor no trata aquí de explicar la fe íntegramente, sino que selecciona de ella esa parte que se acomoda a su propósito, esto es, que la paciencia siempre está relacionada con la fe” (Calvino, J.; Comentario a la Epístola a los Hebreos., p.233).

No debemos olvidar que la fe es el instrumento por el que llegamos a Dios y somos declarados justos. El autor, ya en el capítulo 10 nos enseñaba que la fe tiene este rol en los versículos 38 y 39: “Mas el justo vivirá por fe; Y si retrocediere, no agradará a mi alma. Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma”. Aquí se nos dan otras dos características fundamentales de la fe. Primero, que el justo por la fe vivirá, y segundo, que la fe es un medio para la preservación del alma.

La fe es el medio por el cual el justo vive. El apóstol Pablo lo expresa en su carta a los Romanos: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Ro.1.17). Charles Spurgeon decía que “se puede asemejar la fe a un conducto. La gracia es la fuente y la corriente; la fe es el acueducto por el cual fluye el río de misericordia para refrescar a los hombres sedientos” (Spurgeon, Ch., Solamente por Gracia., p.44). Como el mar para los peces, la fe es el medio en el cual el justo vive.

No sólo es el medio por el cual el justo vive continuamente, sino también por el que llega a vivir y ser considerado justo. Del mismo Abraham la Escritura nos dice que por creer a Dios fue contado como justo (Gn.15.6). El sólo hecho de creer le hizo vestirse de ropas justas. Abraham nació tan pecador como todos nosotros, sin embargo, lo que le hizo justo fue creer en este Dios que justifica al impío. Antes de creer, era un pecador más, luego de creer en Dios, pasó nada más y nada menos que a llamarse amigo de Dios. La fe por tanto es el medio suficiente por el que un hombre puede ser justo delante de Dios: “Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Ro.4.4-5). El sólo hecho de creer nos puede hacer justos delante de Dios.

No obstante, la fe por la que el justo vive no es cualquier fe. No se trata de una creencia general de Dios ni una aceptación intelectual de su existencia. La fe que salva al hombre es aquella que se deposita en Jesucristo. Lo dice el apóstol Pablo: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en Él” (Ro.3.21-22). El hombre no es declarado justo por creer en Buda, en Mahoma, en María, en Krishna, en sí mismo, o en un dios creado en su mente. El hombre sólo puede ser salvo si tiene fe en el Hijo de Dios.

Y esto es primordial entenderlo hermanos, porque si Jesús no hubiese muerto ni resucitado, vana es nuestra fe (1 Co.15.14). Si Jesús no hubiese hecho esa obra en la cruz, Dios no podría declararnos justos y seguir siendo un Dios Santo. Si Él declara como justo a un hombre que toda su vida ha sido injusto, sin haber este último cancelado su deuda, esto cuestionaría los atributos perfectos de Dios. Pero por cuanto el Señor Jesucristo recibió el castigo que nuestra injusticia merecía y a la vez nos transfirió su perfecta justicia, podemos presentarnos delante de Dios como si jamás hubiésemos cometido pecado alguno, estamos vestidos de Cristo mismo. Esto nos lo enseña el apóstol en Romanos: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia (…) a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Ro.3.24-26). La fe, por lo tanto, si no se deposita en el Señor Jesucristo es una fe inútil.

La calidad de la fe, por tanto, no depende de la fuerza con que te autodetermines a creer, sino que depende de la persona en la que crees. De Sara nos dice el versículo 11: “Por la fe (…) siendo estéril, recibió fuerzas para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido” . Es hermoso saber que el Señor no nos justifica porque nuestra fe sea grande ni porque seamos grandes creyentes, sino porque su justicia es inmensa. Charles Spurgeon dijo: “Hallamos la vida espiritual por una mirada de fe al Crucificado, no por una mirada a nuestra fe. Mediante la fe todas las cosas nos son posibles; sin embargo, el poder no está en la fe, sino en Dios, en quien la fe reposa” (Spurgeon, Ch., Solamente por Gracia., p.44). No somos aprobados delante de Dios por la justicia de nuestra fe, sino por la justicia de Cristo, que por la fe aceptamos.

Esto es profundamente consolador. Aunque nuestra fe pueda ser débil y pequeña, como la mano temblorosa de un mendigo, ello no impedirá que el Buen Dios del cielo te arrope de abrigos de justicia. Los discípulos le pidieron al Señor que les aumentase la fe, mientras que el Señor les dijo “si ustedes tuvieran fe como un grano de mostaza, podrían decirle a este árbol, desarráigate y plántate en el mar, y lo haría” (Lc.17.6). La fe, aunque diminuta, de estar depositada en Cristo, producirá los efectos gloriosos que Dios ha prometido, porque nuevamente debemos decir, que el que Dios te llame hijo no depende del tamaño de la fe con la que te presentes ante Él, sino de la justicia de Jesucristo, en quien has confiado.

Ello no quiere decir que la fe no deba ser trabajada o incrementada. La fe puede ser pequeña y suficiente para llevarnos a Cristo, pero aprobará su autenticidad si crece día a día en la vida del creyente. El apóstol Pedro dijo que debíamos añadir sobre la fe todo tipo de virtudes (2 Pe.1.5-6) y con la petición de los discípulos de Cristo, de que les aumentase la fe, se podría pensar que esta puede ir en incremento. Recordemos que los creyentes tienen fe para la preservación de su alma, a diferencia de los que retroceden para perdición. La fe, por tanto, es un medio, no sólo para llevarnos a Cristo, sino para perseverar en el camino hacia la Ciudad Celestial. El apóstol nos dice: “Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Ef.6.16). ¿En qué momento podrías soltar este escudo? Jamás. La fe no es un paso inicial, la fe es el medio por el que vives. No somos salvos sólo porque creímos en el pasado, sino porque seguimos creyendo en Cristo.

A diferencia de la fe verdadera que justifica al impío, existen imitaciones de fe que se caracterizan principalmente por ser temporales y sin fruto. En la parábola del sembrador, Jesús explicaba que la semilla que cayó en los pedregales, “son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan” (Lc.8.13). Como podemos ver, es probable que existan personas que se engañen a sí mismas pensando que son creyentes, sin embargo, la corta duración e improductividad de su fe delatará que su profesión es falsa. La fe verdadera es aquella que germina frutos y permanece en el tiempo, como dijo nuestro Señor: “Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia” (Lc.8.15).

Santiago también nos dice que “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stgo.2.17). Nadie puede comprobar la veracidad de su fe si su vida carece de obediencia y santidad. Si la fe no produce frutos dignos de arrepentimiento, la creencia en Dios que tendríamos sería equivalente a la de los demonios: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Stgo.2.19). De la misma manera como el cuerpo sin el espíritu está muerto, la fe sin obras carece de toda vida y utilidad (Stgo.2.26).

No podemos decir que un árbol es bueno si está seco o da frutos podridos. No podemos asumir que haya fe en un hombre si no acompaña dicha confesión con obediencia y santidad. La fe es como la savia interna que le da frondosidad a un árbol, y lo llena de frutos deliciosos, incluso las aves del cielo pueden posarse sobre este árbol y hacer sus nidos. Aunque pueda que esta savia sólo aparezca momentáneamente en la corteza del árbol, sabemos que un árbol es frutoso porque la savia que tiene es saludable y está suministrando nutrientes desde la raíz hasta las hojas. Así la fe mostrará de qué estamos hechos, por medio de lo saludables que se muestren nuestros frutos.

Por ello el apóstol Pablo dice: “Examínense si están en la fe” (2 Co.13.5). Examínate hermano si te has presentado delante de Dios con una fe temporal o muerta, y si es así, aún hay tiempo, arrepiéntete de tu falsa fe, y lleva una fe genuina a los pies de Cristo, aunque sea pequeña y sencilla, y aprópiate de sus palabras, cuando dijo: “El que oye mis palabras, y cree al que me envió tiene vida eterna, y no vendrá más a condenación, mas ha pasado de la muerte a la vida” (Jn.5.24).

Toda alma que ahora se esté examinando puede preguntarse: entonces ¿cómo creo? ¿qué debo hacer para creer? ¿cómo alcanzo esa fe que justifica al pecador? El problema de esto es que se confunde la fe con una obra para salvarse. Algunos cometen el error de no saber cómo producir una fe tan excelente que Dios no se pueda resistir a justificarles. Creen que la fe es la contribución que ellos pagan en la transacción de la salvación. Sin embargo, esto demuestra que se ignora otro aspecto de la fe que también debe ser recordado, y es que la fe es un regalo de Dios.

La fe no es una virtud universal. 1 Tes.3.2 dice que “no es de todos la fe”. Es probable que un impío pueda manifestar una fe momentánea en algo, pero no tiene la fe verdadera, de otro modo no sería llamado incrédulo. Los hombres, al estar muertos en sus delitos y pecados (Ef.2.2) no creen en Dios, porque no hay quien busque a Dios, no hay ni siquiera uno (Ro.3.11-12). Al estar incapacitados de mostrar bien alguno, no podemos creer en Dios a menos que Él produzca esa fe en nosotros. Los discípulos del Señor le preguntaron cuando estuvo en la tierra: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?” (Jn.6.28), a lo que Jesús respondió: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado” (Jn.6.29). La obra de Dios es que creamos en Cristo. Dios produce esta fe entonces. Por esto es que el apóstol Pablo escribió esta maravillosa declaración: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef.2.8). Por esta razón les dijo a los Gálatas: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, FE” (Gá.5.22). La fe es parte del fruto del Espíritu, producido por Dios.

La fe, por tanto, no proviene naturalmente de nosotros, sino que es fruto de una operación directa de Dios en nuestras vidas.

Esto es lo curioso de la fe, que es al mismo tiempo un don de Dios y un requisito para los hombres: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado, arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mr.1.15). ¿A quién Dios le está demandando fe? A los hombres. Sin embargo, al mismo tiempo es Dios quien la produce.

Como es de costumbre, siempre hay hombres que ridiculizan lo que no les cabe en su estrecha mente, y dicen que esto no es lógico, y por tanto, o la fe es producida por Dios o la fe viene del hombre. Ante ello debemos responder que cuando Jesús le dijo al cuerpo que ya estaba muerto de tres días “Lázaro, ven fuera” (Jn.11.43), Lázaro no tenía ninguna posibilidad de levantarse de los muertos, sin embargo, fue la sola palabra de Cristo lo que le vivificó para salir de aquel sepulcro. ¿Quién resucitó a Lázaro? Cristo. Pero, ¿quién respondió aquel llamado? Lázaro. De la misma forma, no debemos apegarnos a explicaciones que mantendrán satisfechas nuestras mentes limitadas, sino entregarnos por completo a la Escritura, y declarar que la fe es un don de Dios y que el Señor nos demanda creer en Él. Y de la misma manera, como el sólo llamado de Cristo fue suficiente para levantar a Lázaro de la tumba, asimismo “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro.10.17). Si deseas responder con esta fe salvadora ante tu Redentor, mejor es que te expongas día a día a la lámpara de las Escrituras.

El hecho que la fe sea un don, nos muestra que Dios asegura que sus hijos perseverarán hasta el fin. Nuestro Padre no deja las cosas a medio hacer, ni crea mundos para luego abandonarlos a su suerte. La buena obra que Dios ha empezado la perfeccionará hasta que Él venga (Fil.1.6). A ninguno de los salvados Dios le ha concedido fe sólo para empezar, por el contrario, les guarda incrementando a diario esa fe. El Señor Jesús dijo: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Jn.6.44). De la misma forma como un padre cuida de los primeros pasos de su hijo, para que este no fuera a caer, asimismo el Señor no te dejará desprovisto de fe si deseas reconciliarte con Él.

Por esta fe, hermanos, alcanzaron buen testimonio los antiguos. Esta fe es la que produce paciencia en medio de la prueba y persecución. Esta es la fe por la cual el justo vive. Esta es la fe por la cual perseveramos. Esta es la certeza de lo que esperamos y la convicción de lo que no vemos. Esta es la fe que nos lleva a Jesucristo, único Señor y Salvador: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro.5.1).