Por Álex Figueroa F.
Texto base: Ap. 19:1-10.
En las últimas prédicas vimos cómo el libro de Apocalipsis describe a Babilonia, la gran ramera, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra, y se refiere a su destrucción, a cómo el Señor la juzga por su rebelión y su maldad.
Decíamos que Babilonia es poderosa, tiene riquezas, es sanguinaria, y es seductora como una ramera. Ha intoxicado, ha embriagado a todas las naciones con el vino de su fornicación.
Esta gran ramera, es una ciudadanía, una nacionalidad, Babilonia. Es la nacionalidad espiritual de todos aquellos que no siguen a Jesucristo, que es lo mismo que decir que es el país de todos los que están en rebelión contra el Señor y su Palabra. Representa todo el sistema que ha hecho el hombre para beneficio del hombre, y para gloria del hombre. Es la gran torre de Babel, la gran ciudad, el sistema mundial que ha nacido del hombre terrenal y su corazón corrupto. Es el símbolo de toda la maldad humana organizada, que se alza contra Dios y pretende gobernar. Es lo opuesto al reino de Dios, a la ciudad de Dios, al dominio de Dios. Es la ciudad de los rebeldes.
La Escritura en Apocalipsis deja claro que es Cristo el que vence sobre esta ciudad, es el Señor quien la juzga, quien lidera su destrucción. Y aclaramos que todo esto es necesario. Se trata de la justicia de Dios, Él no es neutral, a Él no le da lo mismo la maldad, en su creación ningún pecado quedará sin ser castigado. O Cristo pagó por tus pecados, o lo harás tú mismo por toda la eternidad, porque como ya hemos dicho, cada pecado es una ofensa eterna, porque se dirige contra el Dios eterno.
Entonces, como hemos visto, espiritualmente podemos tener dos nacionalidades: o pertenecemos a Babilonia, que es el país de los rebeldes; o pertenecemos a la Nueva Jerusalén, que es el país de los rescatados por Cristo, de los perdonados en su sangre, de aquellos que recibieron al Hijo de Dios y le rindieron sus vidas en gratitud. Aquí no hay lugar para la neutralidad, no hay un lugar en el cual podamos sentarnos como espectadores a presenciar el conflicto. Hoy mismo, aquí y ahora, sólo podemos tener una de estas dos nacionalidades.
Lo que veremos hoy tenemos que entenderlo como una unidad con lo que hemos estado viendo sobre Babilonia y su caída. Este capítulo nos muestra el contraste inmenso que existe entre el destino y la realidad de los que se mantuvieron en rebelión al Señor, y quienes creyeron en Cristo. Y lo que queda claro, es que todo esto no se trata de nosotros, sino de cómo el Señor es glorificado en juzgar y en salvar, cómo Él establece su dominio indiscutido y su poder llena toda la tierra.
I. Aleluya
Lo primero que debemos notar es que cambiamos de escenario. Pasamos de lo que estaba ocurriendo en la tierra con la destrucción de los rebeldes y su sistema de maldad anticristiana, a ver lo que ocurre en el Cielo, donde está el Señor y la multitud de sus ángeles y sus redimidos. Pasamos de ver la ruina, los escombros, la desintegración de Babilonia, a ver esta gran multitud que alaba y canta al Señor, que lo aclama como el glorioso vencedor.
Se trata de una multitud que clama a gran voz. No es un grupo de gente con rostros sombríos y cantando como si estuvieran repitiendo de mala gana las tablas de multiplicar. Se trata de una muchedumbre de personas, que eleva una gran voz, y lo que dicen es ¡Aleluya! Que significa ¡Alabado sea el Señor!
Es una alabanza multitudinaria, hecha con fervor, con devoción, con entusiasmo, y también es hecha de manera espontánea, es algo que fluye de manera natural desde esta multitud, al ver la grandeza de Dios. Como dice otro texto del Apocalipsis: “¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado” (Ap. 15:4).
Y es que hay muchas razones para alabar a nuestro buen Dios. Aquí vemos 4 grandes razones:
a) Salvación, honra, gloria y poder son del Señor: algo que está muy claro en las Escrituras es que la salvación proviene de Dios. Vemos cómo todas las religiones humanas hablan de cómo el hombre debe llegar a Dios, de cómo el hombre debe hacer tal o cual sacrificio, o tal o cual rito para poder ganarse el favor de Dios. La religión cristiana, en cambio, nos muestra cómo Dios vino a buscarnos en Cristo, cómo Dios debió darnos vida, y revelarnos su Palabra porque nosotros estábamos muertos espiritualmente, y por tanto nada podíamos hacer para ir hacia Él.
Otra forma de decir esto es que sólo existen 2 religiones: la religión de las obras y la religión de la gracia. En todas las religiones el hombre debe ganarse el favor de Dios por sus obras, debe hacer cosas para conseguir que Dios lo acepte y la salvación por tanto es un logro de quien puede cumplir todos estos ritos y actos que lo purifican. En la religión de la gracia, revelada en Cristo, es Cristo el que logra nuestra salvación, es Él quien la concede y quien la asegura, es Él quien hace los méritos ante el Padre, y luego nos regala todo lo que Él consiguió, todo lo que Él logró, y toda la gloria es de Él.
Esta es una verdad que incluso podemos ver en el libro de Jonás: “¡La salvación viene del Señor!” (Jon. 2:9 NVI). En las Escrituras está muy claro que la salvación es una obra de Dios de principio a fin. El libro de Filipenses dice claramente: “[…] el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús” (Fil. 1:6 NVI).
Entonces, ninguno de quienes fueron redimidos en esta multitud puede inflar el pecho en algún momento y decir: “yo me traje aquí”, “yo me gané mi entrada a este lugar”, o “yo estoy aquí porque fui mejor, logré ser más bueno que los de Babilonia”. Todo lo contrario, esta multitud reconoce unánime que la salvación, la honra, la gloria y el poder son de Dios. La diferencia entre ser destruido con Babilonia y estar allí exaltando al Señor en su gloria, la hace Cristo, lo que Él hizo, SUS méritos, SU obra.
Todos nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. Estábamos ya sepultados, en una tumba, como Lázaro quien estaba en una cueva e incluso ya estaba hediondo por el tiempo que había pasado muerto. ¿Podía Lázaro, estando ya muerto y en descomposición, hacer algo para volver a la vida? No, en absoluto. Fue Cristo quien hizo rodar la piedra y le ordenó a Lázaro salir fuera. Lázaro ni siquiera podía escuchar su voz estando muerto, pero Cristo le dio la capacidad, le dio el poder de escuchar la orden y también de obedecerla, de tener vida nuevamente y salir al encuentro de Jesús. Es lo mismo que pasó con nosotros, así fue nuestra salvación, y así también fue la salvación de los que fueron redimidos en esta multitud.
Entonces, el poder, la capacidad para hacer cualquier cosa que agrade al Señor también viene de Él, porque recordemos lo que dijo el Señor Jesucristo: “Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn. 15:5).
Nadie de ellos se puede jactar de algo que hizo para estar ahí. Nadie puede gloriarse. No hay lugar para el orgullo en el cielo, no hay lugar para exaltarse a uno mismo. Lo único que pueden hacer, y lo hacen espontáneamente, es reconocer que solo Dios tiene el poder, la honra y la gloria. Nadie más merece ser glorificado. Nadie más merece ser exaltado.
Por eso los 24 ancianos, que representan al pueblo redimido y llevado a la gloria, atribuyen todo el mérito al Señor: “los veinticuatro ancianos se postran delante de Aquél que está sentado en el trono, y adoran a Aquél que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo: 11 “Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas, y por Tu voluntad existen y fueron creadas” (Ap. 4:10-11).
El Señor es el único Digno, que salvó a los que eran indignos de su salvación, vistiéndolos con Su dignidad. Cristo se hizo indigno para que nosotros pudiéramos recibir su dignidad.
Si tú estás aquí hoy, no es porque eres mejor que los de afuera que no se congregan y que no son cristianos. Si tú haces cosas buenas para Dios, no es por tu propio mérito. Nunca creas que lo que haces para Dios es para comprar su favor. Nunca creas que eres tú el que inició tu salvación, o el que dio el puntapié inicial. Tampoco creas que eres quien mantiene tu salvación, ni quien le dará el toque final para sellarla. Toda la gloria es de Cristo, no tienes absolutamente nada de qué jactarte como si lo hubieras hecho tú, o se te hubiera ocurrido a ti. Por eso dice la Palabra: “Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, 9 no por obras, para que nadie se jacte” (Ef. 2:8-9).
b) Sus juicios son verdaderos y justos, y ha juzgado a Babilonia: esta multitud en la gloria también alaba al Señor porque sus juicios son verdaderos y justos. Es decir, no hay nada que reprochar al juicio del Señor. Es un juicio perfecto, es un juicio que ha sido hecho conforme a la verdad y conforme a la justicia.
A diferencia de la justicia humana, que es imperfecta, donde el juez tiene que pedir pruebas para hacerse una idea de cómo fueron los hechos, y donde nunca puede reconstruirse lo que pasó tal como fue; donde además la ley en la que se basa el juicio es imperfecta y falible; el juicio de Dios es completamente justo, se basa en la verdad, en el conocimiento y la justicia perfecta del Señor.
Ahora, ¿Cuándo fue la última vez que alabaste a Dios porque sus juicios son justos? Puede ser que la cultura que nos rodea nos haya influenciado bastante, y no pensemos que el juicio de Dios sea un motivo para alabarlo. Quizá lo vemos como algo desagradable, algo que ojalá no ocurra, algo que ojalá pueda evitarse. Pero la Palabra nos muestra que es una razón para alabar a nuestro Señor, para celebrar su gloria.
Aquí debe quedar claro. Dios se glorifica no sólo en la salvación, sino también en su juicio. Él no sólo ha escogido salvar de la ira venidera a quienes ha escogido, sino que también ha determinado juzgar a quienes cometen maldad y no han venido a Cristo para perdón de pecados. En ambas cosas Dios es exaltado, su nombre es engrandecido, y como su pueblo debemos alabarlo por ambas cosas.
El Señor no es neutral, Él odia el pecado y a quienes lo practican, que a Él no le da lo mismo la maldad sino que la aborrece con todo su Ser porque Él es Santo. La Escritura dice de Dios: “Muy limpios son Tus ojos para mirar el mal” (Hab. 1:13). A DIOS NO LE DA LO MISMO, y Él merece ser alabado por su justicia.
El Señor “ha juzgado a la gran ramera Que corrompía la tierra con su inmoralidad, Y ha vengado la sangre de Sus siervos en ella” (v. 2). La tierra debía ser llena de su gloria, pero la gran ramera la había corrompido con su inmoralidad, y no solo eso, sino que también derramó la sangre de los hijos de Dios, de los discípulos de Cristo. Como hemos visto en otras ocasiones, perseguir a la Iglesia de Cristo es atentar contra Él mismo, Él la defiende como parte de sí mismo.
Quienes han derramado sangre de los cristianos, han tocado a los redimidos por Cristo, a aquellos por quienes Cristo se entregó y dio su vida. Por tanto no quedarán sin juicio, y Cristo mismo se encargará de destruir a quienes han maltratado a su pueblo. Esta también es una razón para alabar al Señor.
c) Porque el castigo de Babilonia es eterno: literalmente dice: “¡Aleluya! El humo de ella sube por los siglos de los siglos”. ¿Te atreverías a alabar a Dios de esta forma? Si esto te incomoda, no es la Biblia la que tiene que cambiar, sino tu forma de pensar. Debes ajustarte a la Palabra de Dios.
Recordemos que aquí simplemente se nos está contando lo que ocurrirá en el futuro. La multitud de los redimidos alabará a Dios porque Él castiga a los rebeldes. Él no solo odia el pecado, Él aborrece también a quienes practican la maldad, y su castigo será eterno. Debemos alegrarnos por esto.
A veces olvidamos que estamos en medio de una batalla espiritual, donde si seguimos al Señor, recibiremos la enemistad de todos quienes odian a Dios, todos los rebeldes a su voluntad. Puede ser que en este momento no estemos recibiendo persecución física, pero ésta ha acompañado a la Iglesia durante toda su historia, y si eres cristiano, aunque nadie te haya pegado o matado por tu fe, has sufrido alguna forma de hostilidad de parte de quienes no creen en Cristo. Lo que sabemos es que estos rebeldes, quienes practican el mal, están en manos de nuestro Dios, de nuestro Padre, y Él les dará el pago por su rebelión y su violencia.
Pero nosotros no debemos iniciar una venganza contra Babilonia. No nos corresponde a nosotros responder a su violencia. Por eso el Señor ha dicho: “No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza; yo pagaré», dice el Señor. 20 Antes bien, «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que se avergüence de su conducta». 21 No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien” (Ro. 12:19-21).
d) Porque Él reina (v. 7): Esta es una verdad que la Escritura registra desde siempre. Ya lo decía Moisés en el libro de Éxodo: “El Señor reinará eternamente y para siempre” (Éx. 15:18); y vemos en el salmo 93 una declaración muy repetida en los salmos: “El Señor reina, vestido está de majestad; el Señor se ha vestido y ceñido de poder; ciertamente el mundo está bien afirmado, será inconmovible. Desde la antigüedad está establecido tu trono; tú eres desde la eternidad” (vv. 1-2). El mismo Cristo ya había afirmado a sus discípulos antes de ascender al Cielo: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” Mt. 28:18. Es decir, el Señor nunca ha dejado de ser Rey soberano sobre todas las cosas. Su reinado nunca ha estado en peligro real. Lo que ocurre es que algunas de sus criaturas se han rebelado contra este reinado, no lo reconocen como Señor y quieren ser sus propios señores. Por culpa del pecado de nuestros padres Adán y Eva, la parte de la creación que estaba bajo su administración fue sujeta a corrupción. Pero nuestro Rey indiscutido vencerá sobre sus enemigos y consumará el establecimiento de su reinado, restaurando todas las cosas. Entonces debemos tener la tranquilidad de que el Señor ha reinado, sigue reinando y reinará por los siglos de los siglos, Él gobierna el mundo, Él es soberano en la historia, nada escapa de su voluntad ni de su propósito. Debemos descansar tranquilos en la soberanía perfecta de nuestro Rey, y vivir sometidos a su voluntad.
II. Su pueblo debe alabarlo
El texto nos dice que la alabanza que recibe el Señor es “la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas y como el sonido de fuertes truenos” (v. 6). Es, sin duda, un ruido ensordecedor. Es un ruido que lo llena todo, un ruido fuerte, imponente, poderoso.
Esto, una vez más, nos debe llevar a reflexionar en la manera en que estamos alabando a nuestro Dios. ¿Cómo es nuestra adoración congregacional? ¿Cómo es nuestra adoración personal? Debemos alabar al Señor con entusiasmo, con fuerza, con todo nuestro ser. No debe ser un canto desganado, sino que debemos estar conscientes de que nos estamos uniendo a una adoración que tiene lugar en el Cielo, una adoración que es continua, que nunca cesa, y que se hace con potencia, porque se está alabando a un Dios vivo, todopoderoso, eterno, y que ha tenido misericordia de nosotros.
El pasaje nos dice que “los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes se postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, y decían: “¡Amén! ¡Aleluya!”. Recordemos que estos 24 ancianos representan al pueblo redimido de Dios que se encuentra en la gloria. Están incluso más próximos al Trono de Dios que los ángeles, lo que debe maravillarnos mucho de la misericordia del Señor, que los pecadores perdonados estén tan cubiertos por la justicia de Cristo, que pueden ser los más próximos al Trono del Señor.
Como hemos explicado en otra ocasión, los 4 seres vivientes son querubines, son ángeles que han recibido la función de proteger, custodiar y hacer lo que Dios ordene. Ya hemos dicho que el número 4 representa la totalidad de la creación. Entonces, querubines y 24 ancianos nos muestran a los redimidos y a toda la creación dando gloria al Señor. Ellos confirman las alabanzas a Dios por su salvación, por sus juicios, por su castigo a Babilonia y por su reinado universal.
También exhortan a todos los redimidos en la tierra a unirse a esta adoración celestial: “Y del trono salió una voz que decía: “Alaben ustedes a nuestro Dios, todos ustedes Sus siervos, Los que Le temen, los pequeños y los grandes””. Y esta exhortación llega a todos nosotros aquí y ahora. Tú que estás escuchando esto, que sirves al Señor con reverencia; no importa como seas, seas pequeño o grande, alaba a tu Dios. Si no tienes ganas de hacerlo, o esto te resulta ajeno, examina tu corazón, el Señor es digno de ser alabado, y mientras más meditemos en su grandeza y su excelencia, más razones encontraremos para alabarlo. Disfruta de alabarlo en compañía de tus hermanos, redimidos por Cristo, porque eso es lo que haremos por toda la eternidad. Su grandeza es tan inmensa, tan impresionante, que nunca nos aburriremos de alabarlo.
Eso también debe hacernos meditar, nuestra vida se debe caracterizar por alabar al Señor, por exaltar el nombre de Cristo, por maravillarnos de su gloria, de su poder, de su misericordia, de su amor hacia nosotros. Cristo no necesita de nuestra alabanza, pero nosotros sí necesitamos alabarlo. Nuestra alma encontrará verdadera paz y verdadera alegría en rendir toda alabanza al Señor. Él es digno.
III. Las bodas del Cordero
(vv. 7-8) Cuán grande contraste vemos aquí. Habíamos estado hablando de Babilonia, la gran ramera, que intoxicaba a las naciones con el vino que les daba a beber, que estaba vestida de joyas y adornos que hablaban de su riqueza y poder, que estaba sentada sobre una bestia, y que, siendo ramera, era promiscua, inmunda, abominable, madre de las abominaciones de la tierra.
Aquí aparece otra mujer: la esposa de Cristo. Nos dice que su esposa se ha preparado, y que ya es el momento de las bodas. ¿Cómo se ha preparado? A diferencia de la ramera, esta esposa de Cristo está vestida con lino fino, que son acciones justas.
Fijémonos en un detalle: dice “a ella le fue concedido vestirse de lino fino”, y luego explica que el lino fino son las acciones justas de los santos. Aquí vemos la dinámica de la soberanía de Dios y la responsabilidad humana. Sólo los méritos de Cristo nos salvan, sólo Él es nuestra justicia, y Él es quien la concede a su pueblo, es un regalo inmerecido. Sin embargo, esto también se manifestará en acciones justas concretas en nuestra vida, nosotros obraremos en respuesta agradecida a esta misericordia, y el Espíritu Santo en nosotros está formando el carácter de Cristo, lo que nos lleva también a actuar con justicia.
Esto podemos verlo claramente en el conocido pasaje de Efesios cap. 2: “Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; 9 no por obras, para que nadie se gloríe. 10 Porque somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (vv. 8-10).
Esta es, entonces, la forma en que su esposa se ha preparado. Ese es otro punto en el que debemos meditar: ¿De qué forma te estás preparando para la venida del Esposo, de Cristo? Debemos tener en cuenta lo que hace antes de la boda una novia que ama a su esposo. ¿Irá ella en pijamas a la boda? ¿Tomará lo primero que encuentre en su closet y partirá a la iglesia a casarse? Claro que no, y si viéramos algo así lo primero que pensaríamos es que la novia quiere ofender al novio. ¿Por qué, entonces, siendo parte de la esposa de Cristo, puedes vivir sin prepararte para las bodas del Cordero?
Esto realmente ocurrirá, nos encontraremos con nuestro Rey y Señor, nos encontraremos con el Esposo que murió para entregarse por nosotros. Esto es lo que dice la Escritura: “25 Esposos, amen a sus esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella 26 para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, 27 para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable” (Ef. 5: 25-27).
En la cruz del calvario, Cristo estaba preparando esta boda celestial. Nosotros, ¿Nos estamos preparando para encontrarnos con Él? Tengamos en cuenta que en la cultura judía, había un período de espera entre que se hacía el compromiso, y la boda. Durante este período, los novios vivían separados. Las familias acordaban los términos de la dote, que era pagada por el novio. Una vez que se pagaba, se procedía a la boda. Ese día, el esposo, en procesión acompañado de amigos, conducía a la esposa desde el hogar paterno hacia su propia casa, donde se celebraba la fiesta de bodas.
En relación con esto, en el Antiguo Testamento esta boda fue anunciada. Cuando Cristo vino al mundo, se produjo el compromiso, y Cristo pagó la dote en el calvario. Después de un intervalo que para nosotros es largo pero para Dios es un abrir y cerrar de ojos, el novio vuelve para su boda con la esposa, que se ha preparado anhelando y esperando este momento. ¡Qué momento glorioso!
Por eso, debemos entender algo. No es que la Iglesia tenga que esforzarse por ser la novia de Cristo. Ella ES la novia de Cristo, y anhela su regreso con ansias, se está preparando para la ocasión. Si un grupo de personas que dice llamarse iglesia, no anhela este momento y no se está preparando, de Iglesia tiene el puro nombre. Por eso debemos examinar nuestro corazón, meditar en estas cosas, y anhelar estas bodas.
Dice: “Regocijémonos y alegrémonos, y démosle a Él la gloria”, y también dice: “Bienaventurados los que están invitados (los llamados) a la cena de las Bodas del Cordero”. Las bodas son un momento feliz, un instante de celebración, de alegría. Las bodas que se realizan aquí en la tierra son solo una sombra de esa boda gloriosa, la más gloriosa de todas las bodas que alguna vez se haya realizado. Y notemos que a esta boda se asiste por invitación, es el Señor quien nos invita a esta boda, y sólo podemos entrar a ella porque Cristo nos ha vestido con sus ropas de gala.
Y aquí vuelve a unirse todo con el punto inicial, dice que nos regocijemos, nos alegremos y le demos gloria al Señor. Las bodas del Cordero, son un momento en que Dios recibirá gloria por su salvación, por su misericordia. Fijémonos que Juan, aun habiendo visto todo lo que vio, y sabiendo todo lo que sabía, intentó adorar al ángel que le estaba mostrando estas cosas. Pero el ángel le dijo que debía adorar a Dios. Es Él quien merece la gloria por todo esto, es Él quien merece la gloria por juzgar a la gran ramera, y por salvar a su esposa.
Mientras la gran ramera fue destruida junto con todos los que fornicaron con ella, con todos sus seguidores, con todos los que pusieron su corazón en ella y bebieron de su vino; la esposa de Cristo se une a su Esposo por toda la eternidad, en una celebración sin fin por su misericordia y su salvación. El mensaje anterior terminamos con la Babilonia en ruinas, con las esperanzas vanas del mundo destruidas. Este mensaje terminamos con las bodas del Cordero, con la Iglesia, la esposa de Cristo, vestida de justicia y de gloria, celebrando junto a su esposo y toda la creación glorificada.
Y sepámoslo, es Cristo quien hace la diferencia entre pertenecer a su esposa, o pertenecer a esta gran prostituta que será destruida. Es Cristo quien hace la diferencia entre ser ciudadano de la Nueva Jerusalén, o ser ciudadano de Babilonia, la ciudad que va camino a la perdición y que está llena de inmundicia. Hoy es el día, para venir a Él, para asegurarnos de estar en Él, para creer en el Evangelio y someternos a su señorío. Necesitamos confiar en Él, en su obra, maravillarnos por su misericordia, y alabarlo porque Él reina, porque sus juicios son justos, y porque la salvación viene de Él. ¿Te unirás a esta multitud celestial?