La Grandeza del servicio (Mr. 10:32-45)

 

Este es el último sermón de esta Serie, llamada “El sublime llamado del servicio”. Quiero dar gracias al Señor por estas predicaciones que nos han ayudado a comprender la naturaleza, importancia y excelencia del servicio cristiano. También, quiero agradecer a nuestros ancianos, quienes me delegaron esta tarea, y les pido que roguemos para que todos los aprendizajes en cada una de las series de sermones que se desarrollan en nuestra congregación, queden grabados en nuestros corazones y no seamos simplemente oidores de la Palabra, sino hacedores de ella (Stgo.1:22).

 
  1. Sufrimiento servicial: El camino a la Gloria                                              

Nuestro Señor anuncia a sus discípulos su muerte en los versículos 32 al 34; profetiza su crucifixión, les explica que el HIJO DEL HOMBRE (un título clave en la narración) sería entregado a los principales sacerdotes, escribas y gentiles. Jesús está abriendo su corazón a su círculo más íntimo, cuenta con lujo de detalles el costo de servir a los pecadores; Él sería condenado, escarnecido, azotado, escupido y muerto; está dictando la pauta y el camino para alcanzar la Gloria en los términos del reino de Dios, donde no existe gloria sin cruz, no hay verdadero gozo sin sufrimiento, no hay autoridad sin servicio y no hay exaltación sin humillación: “Si sufrimos, también reinaremos con él...” (2 Tim.2:12).  ¿Qué significa ser cristiano? En términos simples, significa seguir a Cristo, amar a Cristo, obedecer a Cristo. Lo que el Señor está haciendo al profetizar su muerte, es recordarles a sus discípulos la naturaleza de su identidad como cristianos, ellos seguían a un crucificado, y nosotros seguimos a un crucificado. Jesús es el Rey Siervo, pero también en Isaías 53 es descrito como el Siervo Sufriente; nosotros seguimos a un Rey que nos sirvió con su sufrimiento, y que nos ordenó seguir sus pisadas (1 Pe. 2:21); nosotros seguimos a alguien que fue despreciado y desechado por los hombres, a un varón de dolores, a uno experimentado en quebranto; seguimos a un Dios con cicatrices,  ese es nuestro adalid (caudillo), ese es nuestro Jefe Soberano, no lo olvidemos. Él dejó huellas de sufrimiento para que nosotros pudiéramos seguirle.

Jacobo y Juan escuchan estas palabras, y en vez de enfocarse en el servicio que Jesús haría por la redención de sus pecados, ellos se centran en sí mismos y sus anhelos, están intoxicados de gloria terrenal; no anhelan profundizar más en el sacrificio de Cristo, no anhelan saber ni de su crucifixión ni menos de su resurrección. Estos hermanos, Juan y Jacobo, probablemente se apartaron de los otros discípulos, y mantuvieron una conversación a puertas cerradas, quizás Juan le dijo a Jacobo: “Escuchaste a Jesús, se llamó a sí mismo el Hijo del Hombre”; Jacobo le respondió: “sin dudas estas son buenas noticias para nosotros”. Ambos concluyen que debían aprovechar esta instancia sabiendo que pronto su maestro moriría. ¿Qué debía pensar un judío al escuchar del título mesiánico Hijo del Hombre”? Vamos a Daniel 7:13-14:

“Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”

Juan y Jacobo saben que el reinado del Hijo del Hombre sería eterno, Cristo era ese Rey que todos esperaban, Él sería el dueño de todos los servicios en su Reino. Ellos querían lo mismo, ser servidos antes que servir, deseaban un pedazo de ese Reino Celestial, pero utilizando medios terrenales. La petición que estos dos discípulos realizarán ante el Señor tiene sentido considerando la promesa que el Señor da en la historia del Joven Rico:

“Entonces Pedro comenzó a decirle: He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido. Respondió Jesús y dijo: De cierto os digo que no hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna” (Mr. 10: 28-30)

Podríamos decir que Jacobo y Juan tenían razones “legítimas” para su petición, pero no comprendían la naturaleza del Reino de Cristo ni tampoco el costo; ignoraban que el Reino de Cristo en la tierra se manifestaría entre sus hermanos y que el camino al Siglo venidero era la persecución y el sufrimiento. Los “hijos del trueno”, se acercan con su característica explosividad al Señor, diciendo: “Maestro queremos que hagas lo que te pidamos”. ¡Qué forma más insolente de dirigirse al Rey del Universo! Le están diciendo a Jesús: “Señor, te pedimos humildemente que hagas exactamente lo que queremos” (Sugel Michelén). Ellos querían recibir una carta blanca de aprobación, querían un rey similar a los reyes de la tierra, querían ser complacidos con populismo y escuchar de Jesús las mismas palabras que Herodes le dijo a la hija de Herodías: “... Pídeme lo que quieras, y yo te lo daré (Mr.6:22). A pesar de esto, el Hijo del Hombre escucha con paciencia la absurda petición de sus discípulos, y les pregunta: “¿Qué quieren que os haga?” (v.36). Esta pregunta es la que debieron hacer Juan y Jacobo al escuchar de la muerte de su Maestro: “¿Señor en que te podemos servir?” Es una evidencia más de que sólo buscaban lo terrenal y no lo celestial.

Jacobo y Juan responden a la pregunta del Señor: “... Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda (v.37). La autorrealización de todos los sueños de estos hermanos era sentarse al lado de Jesús en su Reino; todas sus metas, anhelos y deseos se materializarían cuando ellos ocuparan los puestos más próximos al Señor. En Mateo 20:20-21 se nos muestra que esta petición la realiza la madre de ambos discípulos: Salomé. La tradición nos dice que ella era la hermana de María, la madre de Jesús, por lo tanto, ella era tía de Jesús y Juan y Jacobo eran sus primos. Esta preocupada madre quería asegurar que sus hijos tuvieran los puestos más altos en el Reino de Cristo. Como toda madre, piensa que sus hijos son los mejores, podríamos alabar la actitud de Salomé argumentando que no está pidiendo nada para ella, sino para sus hijos, pero el punto aquí es la propia autorrealización. El deseo imparable del corazón de esta madre, el dios que dominaba su vida, era ver a sus hijos ocupar los tronos aledaños al trono del Señor, quería verlos exaltados sobre todos, ella también estaba intoxicada de una gloria y satisfacción terrenal, como Juan y Jacobo, pero su autorrealización la ejecutaba a través de ellos. Notemos entonces, que tanto Juan y Jacobo, como su madre, quieren influenciar a Jesús por medio de su lazo sanguíneo, por medio de un lobby familiar, utilizando el nepotismo como medio para alcanzar la grandeza terrenal, como aún se observa en nuestros días; los puestos de gobierno no los ocupan los más idóneos, sino que en muchas ocasiones aquellos que tienen algún parentesco familiar con aquel que tiene autoridad. En el Reino de Dios no es el lazo sanguíneo el que nos da acceso a sentarnos en el trono junto a Jesús, sino la consanguineidad espiritual que ofrece la sangre de Jesús, la de aquellos que son de la misma Fe de Abraham, que han sido sellados por el E.S en sus corazones y se han arrepentido de su mala manera de vivir.

La respuesta de Jesús a sus discípulos es rotunda: “... No sabéis lo que pedís...” (v.38). Ignoraban el costo de su petición, ignoraban que pedir gloria en el Reino de Dios es una petición de sufrimiento, ignoraban que el camino que lleva al cielo es el camino de la Cruz. Jesús les pregunta: “...¿Podéis beber del vaso que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?(v.38) Es decir, si quieren gloria: ¿Podrán soportar y recibir los sacramentos del sufrimiento?” ¡La copa y el bautismo! La copa se bebe, se ingiere, es un sufrimiento interior, el Señor hace referencia a la copa de la ira que experimentaría como sacrificio vicario por los pecados de su pueblo, Él mismo clama en el huerto de Getsemaní: “... Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa... (Mt.26:39). En ese momento, Cristo no sólo estaba angustiado por el sufrimiento físico que sentiría, sino que su alma se abatía por caer en las manos del Dios vivo. El servicio de salvación de Jesús implicaba ser el vaso receptor de toda la ira de Dios por causa de cada uno de nuestros pecados, implicaba ser quebrantado por el Padre. Con el bautismo, Jesús hace referencia a un profundo sufrimiento, como una insoportable cascada, un sufrimiento exterior que lo empaparía, donde todas las ondas y olas (Sal.42:7) de colosal dolor pasarían sobre Él. Sólo los que pertenecen al pueblo de Dios tienen el privilegio de participar de los sacramentos, del bautismo y la cena, de la misma manera; sólo el pueblo de Dios considera un privilegio sufrir por su Rey, para nosotros el sufrimiento no es un castigo, es nuestra gloria.

El apóstol Pablo entendía que el sufrimiento es un servicio esencial en nuestro llamado como cristianos; para él, participar de los padecimientos de Cristo (Fil.3:10) era parte de las pérdidas necesarias en este mundo para ganar a Cristo, para ser semejantes a Cristo. En 1 Pe. 2:21, el Apóstol Pedro enuncia el mismo principio, el cristiano tiene como vocación sufrir: Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas. La idea de Pedro aquí es que tal como los niños calcan letras en caligrafía, nosotros calquemos e imitemos los pasos de Cristo, es decir, sigamos su sufrimiento. Y ¿Cuál fue ese sufrimiento? Cristo no sufrió por su pecado, Él nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca (Is.53:9), Él sufrió al identificarse con nosotros, se humanó, fue tentado en todo según nuestra semejanza, tuvo hambre, dolor y cansancio, pero sin pecado. Sufrió al comprar la Gracia y regalarla a su pueblo, es decir, nuestro Señor sufrió por causa de la justicia, para salvar a los pecadores; sufrió por nuestras transgresiones haciéndonos justos en Él; sufrió la cruz para darnos el cielo. Entonces, el tipo de sufrimiento que debemos experimentar es por causa de Él, quien es la justicia misma; no confundamos esto con sufrir por nuestros pecados o el pecado del prójimo y sus justas consecuencias. Recordemos que la paga del pecado es muerte, pero en ese sufrimiento no hay bienaventuranzas, tampoco debemos sufrir por la ficticia “justicia social” tan en boga hoy en día, lo que no quiere decir que no podamos tener misericordia de los perdidos. Pero, el sufrimiento que trae verdadero gozo, es aquel que experimentamos por la causa de Cristo:“Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo” (Mt.5:11)

Cristo sufrió por nuestros pecados, pero, paradójicamente, nosotros sufrimos por su justicia, sufrimos por su causa y la publicación de su Reino; ese ha sido el método que Dios ha utilizado en su Gracia para perfeccionar a los santos. 1Pe. 5:10 nos dice: “... después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca”. Por siglos y siglos los santos han sido purificados a través del crisol del sufrimiento; es ahí donde se queman las amarguras, envidias, quejas, pleitos, celos, apatías, orgullo, idolatrías y todo tipo de pecado. El sufrimiento revela lo que hay en nuestro interior, aquello que domina nuestro corazón. Nuestro fiel alfarero en su infinita misericordia utiliza el fuego de la prueba y sus manos cariñosas para producir en nosotros una Fe más preciosa que el oro (1 Pe.1:7); el sufrimiento y la Gracia de Dios destruyen el pecado, quitan de nuestros corazones las ataduras con el mundo, nos abre el camino al verdadero consuelo en Cristo (Jn.16:29) y se transforma en la antesala para la gloria venidera. No menospreciemos este privilegio, el mundo quiere paz, justicia, gozo y bienestar sin Cristo, tengamos cuidado de anhelar las mismas cosas y la patria celestial sin sufrir por Cristo.

Algo que nos debe alentar, es que las tribulaciones que experimentamos en este mundo son pasajeras y livianas comparadas con las de Cristo; el Señor nos dijo que su “yugo es fácil”, pero, paradójicamente, estos mismos padecimientos producen en nosotros un mayor peso de Gloria. Los beneficios del sufrimiento cristiano son desproporcionados a su precio; Cristo nos ha prometido Gloria eterna, no pasajera; la diferencia con los incrédulos es abismal, ellos buscan gloria eterna, y en sus mejores intentos obtienen una gloria pasajera y terrenal,  pavimentan su camino hacia la muerte y sufrimiento eternos. Las aflicciones no son opcionales para el creyente y no existe sufrimiento indoloro, son parte esencial de nuestra dieta espiritual. Jesús nos dijo: “... En el mundo tendréis aflicción... (Jn. 16:33), nuestro sufrimiento es el servicio básico por el cual la Iglesia ha crecido a lo largo de los siglos; jamás el sufrimiento ha destruido la Fe de la Iglesia, por el contrario, la ha fortalecido, pues una Fe que no soporta la aflicción no es verdadera Fe. El sufrimiento es el medio que Dios ha usado para que sus hijos no confundan la tierra con el cielo, es el gran lente que enfoca nuestra mirada más allá del horizonte terrenal; las pruebas nos acercan a Dios, cultivan en nosotros un anhelo por la verdadera Gloria, la cual finalmente se transformará en la prioridad en nuestras vidas en medio de nuestros dolores, Esteban, siendo apedreado por hombres que crujían sus dientes de odio hacia él, soportó el dolor, y estando lleno del Espíritu, puso sus ojos en el cielo, y ¿Qué vio? “...la gloria de Dios... y dijo... veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hch. 7:55-56) En medio del sufrimiento, la prioridad de Esteban fue la Gloria de Dios; Juan y Jacobo anhelaban sentarse al lado del Hijo del Hombre, pero sin mirar al Hijo del Hombre, sin sostenerse del Hijo del Hombre, sin sufrir por el Hijo del Hombre. Esteban fundó su vida en la Fe del Hijo del Hombre, quien lo llamó a su Reino.

Entonces, ¿Cómo debemos sufrir? “No podremos sufrir como Cristo si aún no hemos encontrado reposo en la suficiencia de sus sufrimientos por nosotros”. Debemos servir con nuestro sufrimiento, creyendo que el servicio sufriente de nuestro Rey Siervo ha satisfecho la ira de Dios y que somos aceptos en el amado, de lo contrario estamos sufriendo por sufrir, creyendo que es el propio sufrimiento el que nos santifica, siendo que nuestra reacción al sufrimiento es lo que nos perfecciona en Cristo. Al sufrir debemos tener puesta nuestra esperanza en que las aflicciones de Jesús nos han librado de la condenación del pecado, del poder del pecado y, en el futuro, de la presencia del pecado. Para sufrir siguiendo los pasos de Cristo, debemos creer que por su llaga hemos sido sanados de la lepra del pecado, debemos comprender que nuestro propio sufrimiento no nos salva, pero es el sello probatorio de una Fe genuina, es el medio que Dios ha creado para acercarnos a Él en humildad, ¿Has pedido estar más cerca de Cristo? ¡El Señor te probará! Nuestras vidas están más cerca de Él en medio del dolor, y recuerda, tu sufrimiento está en perfecto control de un Dios perfectamente amoroso y Santo, por lo que nuestras aflicciones tienen un propósito final (José, Job, Rut). Jeremías Borroughs escribió: “La mano de mi Padre nunca provocará una lágrima innecesaria en uno de sus hijos”. A veces oramos para que los sufrimientos cesen, y Él, en su bondad, nos responde positivamente; pero, cuando  te diga "debes seguir sufriendo", honra y alaba a Dios por su deseo de trabajar más profundamente en tu vida. Jamás olvidemos este principio: las aflicciones de este mundo no son lo peor de esta vida, pero la desobediencia a Dios si lo es. Sufre como buen soldado de Cristo, sufre porque "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien", sufre bebiendo la copa de Cristo y sumergiéndote en su bautismo, porque: “los sufrimientos de este tiempo presente no pueden compararse con la gloria que se nos revelará” (Rom. 8:18,28)

  1. La inservible soberbia y la servicial humildad 

La respuesta de Jacobo y Juan a la pregunta de Jesús es de una soberbia abrumadora: “Podemos”. Ese era el “eslogan” de servicio de estos discípulos; creían que sus habilidades, dones, e intelecto los capacitarían para poder beber de la copa y sumergirse en el bautismo de Jesús, comprando con su desempeño su propia Gloria. Su Fe estaba en el objeto equivocado, confiaban demasiado en sí mismos y no en su Señor, tenían una fe arrogante y como dice Stephen Charnock: “Una fe arrogante es tan contradictoria como un demonio humilde”. Jacobo y Juan querían hacer su propio proyecto de autorrealización, querían y creían en su propia redención; su soberbia era su fe terrenal y humana que sostenía todo su proyecto; querían llenarse de sí mismos, pero siempre habría un vacío en sus almas en la lucha por llenarse y satisfacerse con sus propios recursos.

La soberbia es característica del mundo (Jn. 2:16); nos aleja de Dios (Stg. 4:6); nos hacemos independientes de él y dependientes de nuestras virtudes. La soberbia no sirve a nadie, mientras que la verdadera humildad sirve a todos. El orgullo es una evaluación equivocada de nosotros mismos, producto de un desconocimiento de la persona de Dios y de nuestra miserable condición; nos hace creer que somos más de lo que somos y nos lleva a demandar que los demás nos traten conforme a lo que nosotros creemos ser. Juan y Jacobo son la antítesis de Jesucristo, Él si sabía cuál era su lugar ante el Padre y ante los hombres. Siendo Dios, teniendo todo poder y autoridad, momentos previos a enfrentar la copa de aflicción de la ira de Dios, no nos dejó como lema la frase “Yo puedo”, sino que nos dejó un ejemplo de humildad y dependencia a Dios Padre: “... Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú(Mat.26:39); la respuesta de Juan y Jacobo debió ser una súplica de ayuda a su Señor por una Gracia especial cuando fuesen tentados en medio de la aflicción, pero ellos creían que su orgullo era una fortaleza, cuando más bien es una debilidad. La humildad es descrita en la Biblia como una fortaleza moral, pero ellos lo evalúan como una debilidad. El Señor quería que se revistieran de humildad, pero insistían en llevar el uniforme del orgullo. La fe y la soberbia se contraponen, no pueden morar en un mismo corazón; Juan y Jacobo confiaban más es en sí mismos que en su Maestro, confiaban más en su desempeño que en la Gracia, se creían sabios, pero eran necios. Querían acceder a la Gloria utilizando la soberbia como método, pero Mt. 5:5 dice que sólo los humildes accederán a la Gloria, ellos son los legítimos herederos de esta tierra, por pura Gracia de Dios.

Jacobo y Juan fueron tan arrogantes como Pedro cuando dijo que él jamás abandonaría al Maestro; estos tres discípulos quizás fueron sinceros en sus osadas afirmaciones, pero nuestra sinceridad no nos libra de las tentaciones y de las caídas. Al igual que Pedro, Jacobo y Juan huyeron despavoridos en la hora más oscura del alma de nuestro Señor, lo abandonaron, y quienes acompañaron a nuestro Señor en la Cruz a su izquierda y su derecha fueron dos ladrones; no pudieron cumplir lo que “sinceramente” creyeron poder hacer. Lo que el Señor les quería decir, es que para vivir eternamente a su izquierda y a su derecha en la Gloria, ellos debían estar a su derecha y a su izquierda en su sufrimiento y muerte. Los hijos del trueno querían estar en el centro del trono, pero irónicamente, Jacobo fue el primero en morir como mártir y Juan el último. Ambos eran verdaderos discípulos, pero eran discípulos débiles; el alfarero haría una obra maravillosa en ellos, comenzando por derrumbar toda la montaña de soberbia que habitaba en sus corazones. Isaías profetizó: “todo monte (de soberbia) será rebajado” (Lc.3:5), Jesús los amaba demasiado para dejarlos en esa condición, por eso los disciplinaría para llegar a la estatura de un verdadero discípulo.

Jacobo y Juan miran con desprecio a los demás discípulos, no los hacen parte de esta petición; es más, los otros diez discípulos al enterarse del asunto se enojaron (v.41), pero no se enojaron por la insolencia al Señor, sino por no hacerlos parte del petitorio. Uno de los más enfurecidos debió ser Pedro, los tres componían el círculo íntimo de Jesús, probablemente les preguntó a Juan y Jacobo: “¿Por qué no me hicieron parte de esto?” La respuesta era obvia: “Pedro, somos 3, y sólo hay dos puestos al lado de Jesús”. Los hijos del trueno, desde su pináculo de soberbia, querían observar a todos desde arriba. C. S. Lewis dijo: “Un hombre soberbio siempre mira con desprecio a las cosas y las personas: y por supuesto, mientras mires hacia abajo, no puedes ver algo que está por encima de ti”; el hombre soberbio, al estar por encima de todos y todo, quiere convencerse de que Dios no existe; tengamos sumo cuidado de esto, porque la soberbia es un virus que nos lleva indefectiblemente a la incredulidad y al ateísmo práctico. La fe admite la necesidad de ayuda, la soberbia no; la fe cuenta con Dios, la soberbia no; la fe nos lleva a depositar nuestras ansiedades en Él, la soberbia nos impulsa a llevar nuestras propias cargas. A diferencia de la soberbia, la humildad nos pone en el lugar correcto, por debajo de nuestro Señor, donde nos humillamos bajo su mano poderosa, y nos pone al lado de nuestros hermanos, a los cuales estimamos como superiores a nosotros mismos.

Cristo, no sólo nos dejó pisadas para seguirle en su sufrimiento, sino también nos dejó un ejemplo claro de humildad: Sirvió a su pueblo desde lo profundo de una cruenta Cruz cargando nuestro pecado. El único hombre verdaderamente humilde que ha pisado esta tierra, sustituyó en el madero a los soberbios, para así quitar la soberbia de nuestros corazones y transformarnos en humildes siervos. Cristo, en su humildad, descendió para levantar a otros; se humilló para quitar de sus tronos a los soberbios y exaltar a los humildes (Lc. 1:52); Él sigue resistiendo a los soberbios y sigue dando Gracia a los humildes (Stg. 4:6). La Gracia sólo habita en corazones humildes, en corazones serviciales, en hombres y mujeres que tienen un concepto adecuado de sí mismos, porque han conocido al Dios verdadero. ¿Quieres Gracia abundante? Sé humilde. ¿Y en qué se traduce esto concretamente? Dos principios que podemos aprender. Primero: Reconoce que Dios tiene derechos absolutos sobre tu vida, reconoce que Él puede hacer lo que quiera con tu vida y que lo que Él ha designado en su Palabra es lo mejor para tí. Segundo: ser humilde significa sentir una genuina deuda con tu prójimo por la Gracia que Dios ha derramado en tí; es lo contrario a sentir que los demás te deben algo, que te deben tiempo, recursos o atenciones, tú eres deudor de una Gracia mayor, por ende, respondes a ese amor sirviendo a tus hermanos con una verdadera abnegación. La verdadera humildad no razona en términos de nuestros derechos, sino que los rinde en favor de los demás, nos vaciamos dando a los demás,  ofreciendo un servicio total.

Los siervos humildes de Jesús anhelan su Reino celestial, pero llevan su Cruz; anhelan su banquete, pero también desean su ayuno; esperan experimentar ese gozo eternal que hay en el cielo, pero sufren por amor a Él; desean ese eterno consuelo de estar en su presencia, pero ahora sufren dignamente por su causa; anhelan compartir el pan con Él, pero también, con humildad, sostenidos de su mano toman la copa del dolor.

 

  1. La verdadera Grandeza 

Mientras los discípulos disputan entre sí, el Señor comienza a mostrarles un modelo de Grandeza según el Reino de Dios, el cual quitaría de sus corazones todas sus egocéntricas intenciones de grandeza terrenal. Les dice: “... Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros...” (v.42-43). La lógica de los gobernantes de las naciones es hacerse señores de sus súbditos, controlarlos, ejercer poder y señorío sobre su propio pueblo oprimiéndolos, posicionándose sobre todos; a la manera de Juan y Jacobo, éstos quieren que sus ciudadanos piensen y crean que la mayor preocupación que ellos tienen es satisfacer los intereses de sus gobernados, pero finalmente gobiernan para sus propios fines y su propia gloria.

El dominio que ejercen los gobernantes de la tierra puede ser ejercido en términos militares, económicos, políticos e ideológicos, medios por los cuales someten a sus gobernados, sirviéndose de ellos en lugar de servirles. Esto no sería así entre los discípulos, entre ellos se manifestaría otra forma de gobierno y autoridad, pues pertenecían a otro Reino, en donde la Grandeza se mide en términos muy distintos a los del mundo. El modelo del Reino de Dios nos muestra que la Grandeza yace en una autoridad otorgada por medio del servicio en amor, donde el más grande se hace siervo de los demás, donde los fuertes no buscan servirse de los débiles, sino servirles. El ejercicio de autoridad del Hijo del Hombre es el servicio, Él no vino a la tierra para ser servido, sino  para servir; vino a buscar lo que se había perdido a través de un diligente servicio de amor y Gracia.

Jesús nos muestra que “el verdadero ejercicio humano de autoridad es el servicio”, ese fue el modelo establecido en el huerto del Edén. El Señor se presenta en esta ocasión con el título de Hijo de Hombre porque quiere mostrarnos la verdadera identidad que teníamos como hombres diseñados a la imagen de Dios, Él viene a rescatar y dignificar al hombre, viene a restaurar la dignidad del servicio. El verdadero hombre, Jesucristo, nos muestra que el servicio no está en la parte inferior de los valores humanos, sino que está en la cúspide; nos está mostrando la belleza y la dignidad del servicio sacrificial, pues la verdadera dignidad humana no es la que hoy se exige en las calles, no es la que exige una igualdad materialista y humanista, no es la que exige justicia social, no es la que exige ser servida; la verdadera dignidad humana consiste en servir a quien es digno, nuestro Rey Siervo.

Al principio del sermón leíamos Daniel 7:13-14, y contemplábamos el reinado del Hijo del Hombre a quien todas las naciones servirán. Pero, antes de ese pasaje se nos muestran 4 bestias que representan el reinado del hombre terrenal, el cual es un reinado de bestias, es el máximo exponente de poder y dominio de hombres sobre otros hombres. Satanás, como la serpiente antigua, es la cabeza representativa de todo lo bestial, él es la cabeza definitiva que dirige todos estos reinos; el hombre al seguir a la serpiente en el huerto, ha venido a ser bestial, mientras Dios, en su Gracia, se encarnó y vino a ser hombre, para que el hombre deje de ser bestial, para que el hombre conozca que la verdadera humanidad y grandeza yace en el poder del servicio. La grandeza bestial y terrenal se basa en poder enseñorearse en el máximo número de personas posibles, mientras que en el reino de Dios, la grandeza es hacerse siervo y servir al pueblo de Dios y los hombres. La grandeza terrenal tiene relación con la ambición egoísta, mientras que la grandeza en el reino de Dios se trata de servir desinteresadamente; la grandeza terrenal consiste en oprimir, cargar y afligir, mientras que la grandeza del servicio nos lleva, compasivamente, a compartir y llevar la carga de nuestros hermanos; la grandeza terrenal exprime la vida de sus súbditos, mientras que la grandeza en el Reino de Dios consiste en dar la vida, como nuestro Señor la dio por nosotros; la grandeza terrenal exige control total, mientras que los siervos del Reino de Dios ceden sus derechos a retener el control de sus vidas, convirtiéndose en personas dispuestas y serviciales.

En el Reino de los cielos “... el que quiera hacerse grande será un servidor, y el que quiera ser el primero, será siervo de todos” (43-44). Los discípulos competían por los primeros lugares y por la grandeza de forma terrenal, ninguno quería perder esa carrera, pero Jesús invierte los valores. Jacobo y Juan querían los primeros asientos, pero la función del Señor no era la de otorgar asientos en el Reino venidero, sino dirigir a sus discípulos hacia ese Reino. Él les muestra que deben ser los últimos en la escala valórica del mundo, pero los primeros en la escala del Reino de Dios. Ellos querían retener sus vidas y Jesús les habla de dar sus vidas por los demás, pues el verdadero discipulado está centrado en los demás; la grandeza no se centra en el poder vanaglorioso, sino  en la capacitación autosacrificada, animando y ayudando a los demás para que sean todo aquello que Dios les ha llamado a ser. Los siervos de Cristo dan sus vidas en humilde servicio para que los demás lleguen a convertirse en siervos, en ministros de Dios. La palabra ministro deriva del latín minister, que significa sirviente o criado, procede de la raíz minus que significa menor; los ministros de los distintos órganos de los gobiernos olvidan su misión, no buscan servir a los suyos, pero los ministros del Reino de Cristo, se humillan a la manera de su maestro, para que los demás puedan subir, sin reducir el número de quienes debemos servir, pues el intento egoísta de disminuir nuestra capacidad de servicio es una posición farisaica.

El mundo anhela un reino de estas características, donde el más pequeño pueda hacer la diferencia, donde los débiles puedan ser fuertes, donde los últimos puedan ser los primeros, donde los que sobran puedan ser importantes; anhelan un reino así, pero sin Dios y sin servicio. Este tipo de reino sólo se da en el pueblo de Dios. Los discípulos eran simples "don nadie",  pescadores, recolectores de impuestos y zelotes, que no hacían ninguna diferencia en su mundo, pero se convirtieron en siervos que trastornaron el mundo entero, y nosotros seguimos ese legado; nuestro servicio tiene verdadero impacto. La Grandeza del servicio sana cualquier autoestima dañada por el reinado bestial de las naciones, ya no nos valoramos según el mundo, sino según Dios, experimentamos la Cristo-estima, pues Cristo da verdadero valor a nuestras vidas y verdadero valor al servicio.

Cristo culmina su discurso diciendo:Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos(v.45). Nuestro Señor es la mejor ilustración vívida de servicio; Daniel 7:13-14 nos mostraba que las naciones servirán al Hijo del Hombre, pero ahora el Hijo del Hombre nos muestra que dicho honor es fruto de su perfecto servicio en favor de los pecadores, de toda lengua, tribu y nación. En la mente de los discípulos, el Hijo del Hombre solamente debía ser servido, y como supuestos príncipes del Hijo del Hombre querían beneficiarse del mismo honor; Jesús cambia el paradigma y pone el ejemplo, Él recibe toda Gloria porque se hizo Grande sirviendo a todos, ocupó el primer lugar porque se humilló a sí mismo, sirviendo hasta la muerte en una Cruz.

El servicio supremo de Cristo consistió en dar su propia vida en rescate por muchos, entonces, el acto de dar es la ejecución del servicio en el Reino de Dios. Dios amó de tal manera al mundo que “dio” a su Hijo; el Padre nos sirvió dándonos a su Hijo, para formar en nosotros una generación de reyes siervos. El precio de nuestra liberación fue la vida del Siervo de todos, su servicio proveyó lo que la justicia del Padre demandaba por nuestras transgresiones; su servicio cubrió la mayor necesidad en nuestras vidas, redención por nuestros pecados, éramos esclavos del rey pecado, pero Jesús con su sublime servicio nos compró y trasladó a su Reino, para que en verdadera libertad le sirviéramos, siendo rescatados de los valores de grandeza del mundo, adquiriendo una nueva identidad en donde el servicio a Cristo y sus súbditos es el camino a la Gloria eterna y a la verdadera autoridad.

Cristo no sólo nos sirvió mientras estuvo en la tierra, sino que seguirá siendo nuestro Rey Siervo cuando regrese. Lucas 12:37 dice: Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles ¿Este servicio deshonra a nuestro Cristo resucitado? No, absolutamente; Cristo era, es y siempre será el siervo de su pueblo. A nuestro Señor no le deshonra servir a los débiles y necesitados, no le avergüenza ser el único que puede darnos el servicio que precisamos, Él no rehúsa servirnos con sus más asombrosos recursos cuando más auxilio necesitamos. Nosotros tampoco debemos avergonzarnos de servir al Rey Siervo y a sus súbditos. Él vivió para servir, murió para servir, y resucitó para continuar su Reino de servicio por su pueblo. Él no se siente cansado con nuestras preocupaciones, a Él le complace que esperemos en su servicial misericordia (Sal. 147:11).

Nuestra vida y servicio deben permanecer en la vida, obra y servicio de nuestro Salvador. No podemos volver a los conceptos terrenales, no podemos servir a otros dioses, ni tampoco servir al dios del servicio, ni al dios de las buenas obras, sino al único Dios verdadero. ¿Quieres verdadera Grandeza? Pues, arrepiéntete de tus pecados, cree en el perfecto y gratuito servicio de Cristo, conviértete en un siervo para su Gloria, pues, es mejor ser siervo de Cristo que poseer millares de siervos.