La necedad de vivir para este mundo

Domingo 17 de mayo de 2020

Texto base: Lc. 12:13-21.

En 1843, el autor inglés Charles Dickens, escribió su novela “Cuento de Navidad”. Su protagonista es Ebenezer Scrooge, un anciano avaro y gruñón que tiene mucho dinero, pero un corazón duro, amargado y egoísta. En el relato, es visitado por 3 fantasmas, donde uno de ellos le muestra lo que ocurrirá con su muerte, cuestión que termina por impactarlo de manera definitiva y transforma su manera de ver las cosas. Así, a pesar de que antes era avaro y amargado, luego de ser enfrentado a su tumba se volvía generoso y amable.

Más allá de esta historia fantástica, esta no es la realidad de la humanidad. Millones hoy viven para los bienes de este mundo, sólo para llegar a encontrarse con su Creador en la muerte, donde enfrentarán una condenación segura. Viven sus vidas dedicados a lo que perece, sólo para descubrir al final que nada de eso los acompañará en el viaje sin retorno de la eternidad.

Por lo mismo, es necesario que meditemos seriamente en las palabras de Jesús, y examinemos nuestros corazones, analizando la manera en que vivimos, a la luz de lo que el mismo Señor describe que es la verdadera vida.

I. Un corazón mal enfocado

El diálogo y la parábola que vemos en este pasaje se da en el contexto de una multitud que se juntó a millares en torno a Jesús, tanto que se atropellaban unos a otros (v. 1). Es así como el Señor comenzó a enseñar sobre distintos aspectos, como la necesidad de cuidarse de la hipocresía, el temor que debemos tener a Dios por sobre el temor de los hombres, la confianza que debemos tener en Dios como nuestro Padre que nos sostiene, la necesidad de proclamar a Cristo y no avergonzarse de Él, lo terrible de la blasfemia del Espíritu Santo y la persecución que enfrentarán sus discípulos.

Como podemos ver, se trata de temas de gran profundidad, y que son trascendentales. Sin embargo, había uno de entre la multitud que al parecer estaba impaciente por presentar su caso a Jesús, y apenas pudo hablar, se acercó a Jesús como si fuera un simple juez partidor, un rabí de aquellos que se sentaban en la puerta para resolver asuntos de la gente. Ni siquiera se acercó a Jesús con reverencia, sino que lanzó su petición osadamente, y no estaba pensando en los asuntos profundos que Jesús estaba enseñando, y que confrontan nuestra vida directamente, sino que Él quería una solución a su problema de dinero, relacionado con una herencia que debía ser partida, Es decir, se debe determinar qué parte pertenecía a cada heredero.

Sin embargo, la respuesta de Jesús es una pregunta, y la forma en que la plantea nos dice que la respuesta debería ser obvia para este hombre que se acercó a Jesús. Es decir, este hombre no estaba considerando algo que era evidente sobre la persona de Cristo, y es que él no venía A ejercer como un juez civil, sino que venía a salvar y a gobernar a su pueblo por medio de la palabra y por el Espíritu. El hecho de que este hombre estuviera preocupado de este asunto y que se acercara a Jesús debido a esta materia cuando el Señor había estado enseñando sobre temas tan profundos, nos muestra que el corazón de esta persona necesitaba ser cambiado.

Por eso es que Jesús, luego de dirigirse a este hombre, exhorta a la multitud a guardarse de la avaricia, y justamente la define como pensar que la vida del hombre consiste en la abundancia de los bienes que posee. Este hombre de la multitud tenía su vista y su corazón centrada en sus posesiones, ignorando completamente la profundidad del problema de su corazón y su necesidad de salvación. Tanto así que Jesús lo mencionó como una imagen viva de lo que significa la avaricia.

 

¡Cuántos oidores del Evangelio son justo como este hombre! ¡Cuántos están incesantemente planificando y haciendo estrategias sobre los asuntos terrenales, incluso bajo el sonido mismo de los asuntos de la eternidad!” (J.C. Ryle).

Así ocurre con muchas personas que se acercan a la iglesia y buscan a Dios, pero lo hacen pensando en cómo Dios puede serles útil para alcanzar los fines que ellos se han propuesto. Tenemos iglesias completas e incluso denominaciones dedicadas a ese tipo de personas, donde se les dice lo que ellas quieren oír y se les presenta a un dios que está para hacer que sus deseos y sus sueños se hagan realidad. Muchos anhelan sermones prácticos enfocados en cómo ser más exitosos o cómo arreglar ciertos aspectos de sus vidas con cinco o diez pasos a seguir, pero se aburren con sermones que tienen que ver con el ser de Dios o con la explicación de su doctrina, como si fuese una teoría muerta que no le sirviera para nada.

Ésa parecía ser la actitud y la disposición de este hombre. “Jesús, ya basta de esos temas tan espirituales y que no tienen que ver con mi vida, mejor solucióname este caso que tengo con mi hermano para que pueda tener mi parte de la herencia y disfrutarla”. Si el mismo Cristo debió enfrentarse a personas que malinterpretaron su mensaje de esta forma, cuánto más nosotros, que simplemente predicamos su Palabra.

Cuidémonos para no acercarnos a Jesús como si él fuera un simple medio para alcanzar lo que queremos, sino que acerquémonos a Él porque en Él está la vida, y Él es digno de que nosotros nos entreguemos por completo a su servicio. Vengamos a Él porque sólo Él tiene palabras de vida eterna, y porque queremos conocer esas palabras y ser transformados por ellas, no porque simplemente esas palabras sean unos consejos para que logremos nuestros objetivos personales.

II. Una vida desperdiciada

Esto da el contexto para que Jesús entregue una parábola. En ella, hay un hombre rico cuya heredad había producido mucho. Este hombre había prosperado tanto, que tenía problemas para almacenar los frutos que había producido, e incluso debió derribar los graneros que ya tenía para poder hacer unos más grandes y así tener espacio suficiente para toda la abundancia de sus bienes. Lo primero que vemos aquí, es que la prosperidad material no indica nada sobre el estado de nuestra alma.

Es importante notar que, según el mundo, el hombre de esta parábola es prácticamente el modelo de éxito. Quizá muchos hoy estarían pensando en invitarlo a dar conferencias y charlas motivacionales sobre cómo logró sus objetivos y sobre la manera en que administró sus riquezas para ser un millonario exitoso. Muchos cristianos, incluso, estarían tomando nota y probablemente encontraríamos que librerías cristianas, en sus estantes sobre liderazgo y administración, tendrían publicaciones con referencias al ejemplo de este hombre tan destacado.

De hecho, esta prosperidad de los impíos ha sido un motivo de lucha y cuestionamiento para los creyentes en todas las épocas. El Salmo 37 nos llama a no impacientarnos cuando vemos que los impíos prosperan, Y esto porque nuestros corazones tendemos a relacionar la prosperidad material con la bendición de Dios, y por eso en la Biblia se trata con especial énfasis el sufrimiento de los justos y también la reacción que debemos tener ante la prosperidad de los incrédulos. En el Salmo 73 y en el libro de Habacuc hay un clamor que se eleva porque parece imperar la injusticia de que los impíos vivan bien y engorden en su abundancia, mientras que los justos deben pasar por diversos sufrimientos.

Pero ante esto, no debemos engañarnos por aquello que el mundo considera éxito y prosperidad, sino que debemos atenernos a los parámetros que el Señor tiene para determinar que una vida ha sido vivida correctamente delante de sus ojos, en ese sentido, “exitosa” en términos espirituales.

Pero también queda clara la necedad de la avaricia, ya que implica invertir toda nuestra vida y dedicar todo lo que somos a aquello que perece. Hablamos del amor al dinero y a las riquezas, pero esto por supuesto no se refiere a que amamos los billetes mismos o las monedas, sino que amamos carnalmente lo que ese dinero puede conseguir. En un sentido más profundo, amamos lo que podemos ser usando ese dinero. Y la verdad es que la abundancia de las riquezas nos engaña haciéndonos pensar de alguna manera que somos como dioses, ya que mientras más riquezas tengamos a nuestro haber, tendremos más posibilidades de realizar lo que nosotros queremos.

A la capacidad que nos da el dinero de hacer distintas cosas con él, le llamamos “poder adquisitivo”. Ese poder suele engañarnos, haciéndonos pensar que, mientras más tengamos, más dominio tendremos sobre nuestras vidas. Por eso se relaciona también con el jactarse del día de mañana (Stg. 4:13-15), ya que nos hace pensar que tenemos el futuro asegurado, cuando ni siquiera sabemos lo que ocurrirá en la siguiente hora. No importa la cantidad de ceros que se acumulen en nuestra cuenta corriente, no tenemos ni un dominio sobre nuestras vidas realmente.

Éste es el triste engaño de las riquezas, y por eso el diablo tentó a Jesús enseñándole las riquezas de los reinos de este mundo, y es precisamente porque ellas nos atraen haciéndonos pensar que estaremos por sobre todas las cosas, que podremos dominar a otros y conseguir lo que nosotros queramos. Y el diablo mismo relaciona estrechamente el vivir para estas riquezas con el hecho de adorarlo y postrarse ante él. Y es que no se puede vivir para las riquezas sin adorar a otro Dios, lo que en último término implica creer en la mentira de Satanás.

Y la necedad de la avaricia justamente tiene que ver con que se pierde de vista por completo lo que significa la vida. Este hombre pensaba para sí mismo: “ahora podré disfrutar de la vida. He esperado este momento, ahora me relajaré y me alegraré en lo que tengo”, pero fue un tonto, ya que ese mismo día venían a pedir su alma. Jesús nos llama a pensar: este hombre trabajó toda su vida para poder disfrutar de sus posesiones en algún momento, y esta fue la esperanza con la que vivió, en esto invirtió sus días, a esto dedicó sus fuerzas, sus pensamientos, sus deseos, su sudor y su llanto. Pero ni siquiera pudo disfrutarlo, pues murió.

Vemos además el egoísmo extremo de la avaricia. Esta persona está llena de referencias a sí mismo y a sus posesiones. “En el griego original las palabras yo y y mis aparecen un total de doce veces en este párrafo. Hay 8 yo y 4 mi” (Hendriksen). Habla de ‘mis’ graneros ‘mis’ frutos, ‘mis’ bienes, ‘mi’ alma. Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que cuando hable, lo haga consigo mismo, ya que esta persona vive solamente para sí. Cuando considera sus bienes lo hace solo pensando en cómo le servirán a él y que puede hacer el con ellos, a pesar de que sean muchísimos más de los que él necesita. Luego, cuando considera su prosperidad, se tranquiliza y se regocija en que tiene muchos bienes como para poder relajarse y disfrutar de ellos por mucho tiempo.

Ni siquiera da gracias al Señor por las bendiciones que puede disfrutar. En los hechos, esta persona es atea, su corazón no se eleva en alabanza y gratitud a Dios, sino que sólo habla consigo mismo, está ensimismado, sólo le preocupa su yo. Al considerar su abundancia, no pensó en cómo podía aportar al avance de la obra de Dios ni pensó en las necesidades del prójimo, sino únicamente se preocupó de cómo podía tener más, por eso derribó sus graneros e hizo mayores. En sus proyectos para el futuro, está solamente él mismo, disfrutando de sus cosas.

Consideremos al hombre del inicio del pasaje, quien motivó esta parábola, que no estaba escuchando a Jesús y sus enseñanzas fundamentales, sino que pensaba únicamente en cómo Jesús le serviría para cumplir sus propósitos personales. El avaro sólo piensa en sí mismo, en su comodidad, en sus metas y sueños, en sus preferencias y su propio disfrute, Y toda su vida va a estar dedicada a realizar estas cosas, sin tener en cuenta al Señor en absoluto, pero tampoco a su prójimo, salvo en la medida en que les sea útil para cumplir lo que quiere.

Y para actuar generosamente no es necesario ser rico. El Apóstol Pablo se propuso reunir de entre las iglesias una ofrenda para los pobres de Jerusalén, que estaban bajo una terrible hambruna. Hablando de los hermanos de la iglesia de Macedonia, dijo: “en grande prueba de tribulación, la abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad. Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos” (2 Co. 8:2-4).

Pero la triste ironía de esta parábola es que, aunque este hombre sólo pensó en sí mismo y olvidó completamente al Señor y al prójimo, finalmente sus bienes serían disfrutados por otros, y él mismo quedaría privado de ellos para siempre. En otras palabras, desperdició completamente su vida. Fue como arrojarla al tacho de la basura.

Y a lo mejor alguien puede señalar aquí que hay muchos casos de gente rica que ha podido disfrutar de sus bienes durante su vida. Pero debemos entender bien el punto de la parábola. Si hablamos de alguien que vive para este mundo, en cualquier momento que le llegue la muerte ocurrirá lo que dice esta parábola. Siempre será demasiado pronto, siempre será una sorpresa, siempre demostrará la necedad de haber vivido para las cosas que parecen, y vendrá a interrumpir una tonta confianza en un mañana que nunca llegará. Será como un final abrupto, como uno que no correspondía que ocurriera, pero en realidad es todo lo contrario, es el fin natural que espera a quienes han dado la espalda al Señor, amando las cosas de este mundo. Será el fin del autoengaño. Despertarán como de un sueño a la terrible realidad: perdieron sus vidas cuando creían estarlas viviendo a fondo, y ya no hay vuelta atrás. Ahora sólo quedan las tinieblas de afuera, donde es el lloro y el crujir de dientes.

En el Sal. 73, el salmista luchaba con sus pensamientos al ver que los malos prosperaban, pero cuando entendió el fin de ellos, concluyó lo siguiente: “En verdad, los has puesto en terreno resbaladizo, y los empujas a su propia destrucción. 19 ¡En un instante serán destruidos, totalmente consumidos por el terror! 20 Como quien despierta de un sueño, así, Señor, cuando tú te levantes, desecharás su falsa apariencia” (vv. 18-20 NVI). Es decir, las riquezas y la abundancia que disfrutan son una pendiente resbaladiza para ellos, pero no se dan cuenta que van cuesta abajo. Se engañan con sus disfrutes, sin darse cuenta de que están bajo el juicio de Dios, y se van con los corazones endurecidos y riendo con sus placeres, ignorando su real condición, hasta que los sorprende el abismo y de repente despiertan a su terrible realidad: están condenados, y ya nada pueden hacer. Por eso dice también “el desvío de los ignorantes los matará, Y la prosperidad de los necios los echará a perder” (Pr. 1:32).

No hay peor miseria que ser entregados a nuestros propios caminos. Despreciar la Palabra de Dios y sus amonestaciones es la peor necedad. Lo peor que puede pasar a una persona que no quiere escuchar la Palabra de Dios es que le vaya bien financieramente o que cumpla o logre aquello que quería lograr, porque se autoengaña y piensa que es exitosa, y que Dios la apoya, o que no existe Dios y que ha llegado a encumbrarse allí por sus propios méritos, y siente seguridad de estar en la cima, como si no pudiera caer de allí. Ellos van a celebrar por un tiempo, pero vendrá la hora en que serán confundidos y arruinados por completo, y su ruina va a ser grande.

Imaginemos por un momento la ruina de una persona que guardó los ahorros de toda su vida en una caja, esperando abrirla en un momento para disfrutar lo que ella tenía, pero cuando ese momento llegó, se dio cuenta de que todos sus billetes habían sido destruidos por la humedad. La desolación que esa persona experimentaría, en nada se compara con la sensación que tendrán quienes vivieron para este mundo cuando se encuentren con el Señor. Habrán tenido una vida completamente desperdiciada, lo que los llevará a una ruina eterna.

Recordemos las palabras de nuestro Señor: “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mt. 16:26). Aunque muchos generales y conquistadores han intentado ganar todo el mundo, no lo han conseguido. Sin embargo, aunque lo hubiesen logrado, eso no habría servido de nada ante su mayor problema, que es su condenación. El más pobre de los mendigos que haya visto salvada su alma, habrá sacado más provecho de esta vida que el más glorioso de los césares que murió sin conocer a Cristo.

III. La verdadera vida y lo que no es vida

Es tiempo de volver al v. 15. Si Jesús nos está diciendo “mirad y guardaos” realmente debemos poner todo el cuidado en esto. Si piensas que este es un pecado en el que caen exclusivamente los ricos, considera que Jesús hizo esta advertencia a la multitud que lo escuchaba, y es muy poco probable que todos ellos hubiesen sido millonarios. Todo lo contrario, estaba hablando a gente común y corriente.

 

Y es muy extraño, porque si preguntamos a las personas en general si ellos realmente creen que la vida del hombre consiste en los bienes que tiene, lo más probable es que la encuesta tendría una mayoría abrumadora señalando que no es así. Sin embargo, la avaricia es uno de los pecados más comunes en la humanidad, tanto que no hay corazón que esté libre de él en algún grado, y la gente en general vive para los bienes de este mundo, a pesar de la abierta necedad de vivir de esta manera, y de la clara condena que el Señor hace de este pecado.

Es un pecado que desde el principio ha originado guerras, conflictos, luchas, divisiones, envidias, celos y odiosidades de todo tipo. Sin embargo, el mundo no esconde su admiración hacia los codiciosos, que son considerados modelos a seguir, son protagonistas de programas de televisión que retratan sus vidas cada vez más vergonzosas y son portadas en las revistas más vendidas. Ante esto, no es casualidad que el mismo Señor Jesús dijo: “lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lc. 16:15).

Y claramente, este no es un pecado que sólo puedan cometer los incrédulos. En la Escritura encontramos constantes advertencias contra la avaricia que se dirigen al pueblo de Dios. El mismo apóstol Pablo en su carta dirigida a Timoteo advierte diciendo: “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Ti. 6:17); y el autor de Hebreos señala: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5).

Es decir, como cristianos debemos estar alertas y en guardia ante este pecado en el que tan fácil podemos caer, y que podemos rastrear hasta el mismo huerto del Edén, cuando Eva creyó que el fruto que Dios había prohibido comer era agradable a los ojos y codiciable (Gn. 3:6). Así, la codicia estuvo en el origen del primer pecado, ya que Adán y Eva no estuvieron satisfechos con lo que Dios proveyó, que eran riquezas en abundancia, sino que desearon algo más, de acuerdo a sus propios caminos.

Luego el Apóstol Pablo enseña que la avaricia es idolatría, y causa que la ira de Dios venga sobre los desobedientes (Col. 3:5-6), lo que está en completa armonía con la enseñanza de Jesús, quien advirtió en el Sermón del Monte: “Ninguno puede servir a dos Señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24). El mensaje implícito en esto es que el amor a los bienes de este mundo se transforma en un dios, un ídolo al cual nuestros corazones rinden adoración, un amo al cual servimos con amor y devoción.

 

En nuestro contexto cultural, no es común que veamos a personas inclinándose ante ídolos paganos, Más allá de la veneración que se da en el catolicismo romano hacia las imágenes. Sin embargo, el hombre sigue siendo profundamente religioso, eso es algo que no ha cambiado pues está en nuestra naturaleza. y podemos decir que el dios de nuestro tiempo es justamente la prosperidad material, las riquezas y los placeres de este mundo que ellas nos permiten disfrutar.

Si hacemos un paseo por las redes sociales, veremos una infinidad de imágenes de personas que lucen saludables y siempre felices mientras disfrutan de viajes, comidas exquisitas, momentos de entretención en conciertos o películas y un desfile de placeres que nos ofrece Babilonia en su feria de la vanidad. Por supuesto, no estoy diciendo que estas cosas sean malas en sí mismas. Claramente podemos disfrutar de ellas con acción de gracias. El punto es que el mensaje que nos entregan las redes sociales es que la vida del hombre consiste en eso. Incluso hay personas que en sus vidas tienen mal genio o son conflictivas y amargadas, pero las redes sociales pareciera que están viviendo la eterna felicidad. Hemos creado un desfile de máscaras que es completamente falso y que nos engaña sobre lo que es la verdadera vida.

Cuando vemos estas cosas, nos vemos tentados a pensar que nuestra vida no es lo suficientemente buena, que no disfrutamos lo suficiente y que quizá deberíamos preocuparnos de vivir la vida en el sentido en que ellos lo están haciendo. Somos tentados a sumarnos a este baile de máscaras y así dar el mismo mensaje que ellos: “esta es la verdadera vida y la estamos disfrutando”.

Pero sabemos que bajo esa sonrisa plástica y esas fotos que simulan felicidad y espontaneidad, se encuentra la miseria de la condición humana y la más triste vanidad, un vacío que lejos de desaparecer se profundiza aún más. Bajo ese desfile de apariencias, el corazón humano sigue necesitando redención, aunque escondamos la miseria espiritual de la simple vista.

Aunque no participemos de las redes sociales, nos vemos tentados a sumarnos a las apariencias y a cumplir con los estándares de éxito de nuestra sociedad: “Si no tienes una casa propia, un vehículo propio, si no lograste tales o cuales metas en cuanto a la educación, si no tienes un sueldo de al menos cierta cantidad, si no sales de vacaciones a tal o cual lugar, si no has viajado a conocer tales países, entonces te encuentras un peldaño más abajo”. Somos tentados a competir con nuestros vecinos y compañeros de trabajo, y nos sentimos avergonzados si es que en las reuniones con nuestros ex compañeros de colegio o de universidad hay otros que han avanzado más que nosotros mismos.

Nos sentimos obligados a llenar los estándares de este mundo, y para eso, muchos incluso se endeudan con créditos y tarjetas comerciales para poder financiar un nivel de vida que sus sueldos no pueden costear, y luego les invade la amargura y la angustia al ver que las deudas les han llegado al cuello. Hoy muchos culpan de esto al sistema opresor, cuando ellos mismos se han unido al desfile de apariencias y han vendido su alma firmando pagarés, porque sienten que merecen tener el televisor, el auto o la casa de sus sueños, que les permita seguir en la competencia por las apariencias, o mejor aún, que los lleve a estar un peldaño más arriba que el resto.

Tengamos cuidado, porque este pecado está más cerca de nosotros de lo que creemos. Está en nuestros propios corazones y clama por salir y manifestarse a cada momento. Claramente no es pecado comprar cosas que están por sobre el nivel de sobrevivencia. Tampoco es pecado ahorrar y ser previsores. Pero pensemos cuánto de nuestro presupuesto se dedica muchas veces a cosas sin importancia o a las que podríamos renunciar sin dañarnos, para poder ir en ayuda de un hermano que está en necesidad o para aportar al avance de la obra de Dios en el mundo. ¿Cuántos hospitales, seminarios y nuevas plantaciones de iglesias podrían haber visto la luz si los cristianos no se hubieran dejado llevar por la codicia? ¿Cuántos pastores podrían estar dedicados por completo al ministerio en lugar de estar haciendo malabares con el tiempo y el dinero para poder servir? ¿Cuántos hermanos en necesidad podrían verse aliviados ante la generosidad y el amor de quienes dejan atrás este pecado?

En nuestros días la codicia se ha vuelto un pecado socialmente aceptable, incluso entre los cristianos, y eso es una realidad alarmante y terrible, ya que perdemos la capacidad para darnos cuenta cuando estamos ante la avaricia, y si es que llegamos a percatarnos de su presencia en nosotros o en la iglesia, le restamos importancia porque no parece tan grave como otros pecados. Pero el Señor le dedica abundantes palabras y advierte con gran cuidado sobre estas cosas. Necesitamos volver a la Escritura en esto, porque en el estado actual de cosas estamos desarmados y sin discernimiento sobre un tema que el Señor presenta como un pecado recurrente en la humanidad y que ha llevado a muchos a la condenación.

Es un pecado muy sutil y que se disfraza de otras motivaciones. Por ejemplo, podemos disfrazarlo de amor por nuestra familia, y así nos entregamos a vivir para este mundo dedicándonos a llenarnos de abundancia material, disfrutes y placeres con el pretexto de que queremos proveer lo mejor para los nuestros. Sin embargo, debemos tener sumo cuidado con nuestras propias almas, y también con el mensaje que estamos entregando a nuestros hijos. Lo peor que podemos enseñarles es que ellos son el centro del mundo. Quizá no les decimos esto con nuestras palabras, pero podemos hacerlo con nuestros hechos y la manera en que nos relacionamos con nuestros bienes. Realmente estamos fallando por completo como padres cristianos si enseñamos a nuestros hijos que el dinero se debe invertir en nosotros de manera egoísta, llenándonos de posesiones y placeres, sin considerar el bien de nuestros hermanos ni el avance de la obra del Señor. Nuestro presupuesto familiar va a reflejar de manera muy fiel el Dios a quien adoramos, tal como lo hará nuestra agenda.

Ante las situaciones que han ocurrido en nuestro país con el descontento social que se ha manifestado los últimos meses, la alteración de la vida que esto ha traído y desde luego la pandemia que estamos enfrentando, debemos ser capaces de detenernos y analizar nuestros corazones. Estamos impedidos de adorar con normalidad, prácticamente todas las iglesias en el mundo están tienen sus reuniones de adoración suspendidas. ¿Cómo puede ser esto posible? Parece claro que el Señor nos ha sometido a una disciplina y nos ha puesto en la misma condición que muchos hermanos perseguidos deben enfrentar en otras latitudes. Esos mismos hermanos que sufren y a quienes hemos olvidado al punto de ni siquiera orar por ellos.

También es claro que luego de estas situaciones es probable que enfrentemos una gran recesión económica, y todas estas cosas nos llevan analizar el nivel de vida que hemos estado llevando hasta ahora, y cómo nos hemos ido acomodando al consumismo y la codicia que se observa en el mundo. Debemos realmente tomar esta disciplina del Señor y examinar nuestros corazones para ver dónde están puestas nuestras esperanzas y a quien está dedicada nuestra adoración.

Notemos que la escasez económica nunca ha dañado a la iglesia ni ha representado un peligro para nuestras almas, pero la prosperidad sí. La iglesia en Laodicea disfrutaba de abundancia material y no era perseguida, pero el Señor hizo un diagnóstico terrible sobre ella, diciendo: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! 16 Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. 17 Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:16-17).

Debido a las condiciones de paz y prosperidad que esta iglesia enfrentaba, se había engañado y había entrado en una decadencia espiritual ignorando la miseria de su condición. Esta Iglesia era tibia y era difícil distinguirla del mundo que la rodeaba, algo muy similar a lo que ocurre hoy con la iglesia en Occidente posmoderno.

Por otra parte, la iglesia de Esmirna, que vivió en la misma época que esta congregación de Laodicea, se encontraba sufriendo persecución y pobreza, pero recibió un diagnóstico completamente distinto de parte del Señor, quien no le hizo ningún reproche y la consoló diciendo: “Yo conozco tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza (pero tú eres rico)” (Ap. 2:9), Es decir, esta iglesia sufría muchas privaciones materiales, pero era rica espiritualmente delante de Dios; todo lo contrario a lo que ocurría con la iglesia de Laodicea, quienes eran ricos terrenalmente, pero ante Dios eran pobres.

Ante lo expuesto, quizá algunos se alivian ya que son pobres o no tienen especial amor por el dinero, pero el punto de fondo de la avaricia es vivir para las cosas que perecen, e incluso más profundamente, vivir para cualquier otra cosa que no sea el Señor, y por eso es que se relaciona también con la idolatría. Quizá alguien no vive explícitamente para acumular riquezas, pero está dedicando toda su vida a tener una familia bonita, por ser el más destacado en su trabajo, o a tener una reputación o una imagen que todos admiren y envidien. Claramente la familia o el trabajo no son cosas malas en sí mismas, sino que son una bendición de Dios, pero si vivimos teniendo estas cosas en primer lugar, estamos cayendo en idolatría, y en definitiva estamos construyendo nuestro propio reino, para nuestra propia gloria.

Todo esto es un eco de lo que ocurrió en el huerto, y es el mismo impulso que estuvo detrás de la Torre de Babel y que se expresa finalmente en la Babilonia espiritual, y todo esto tendrá el mismo fin: juicio y confusión, y si notamos bien, es el mismo final que tiene la vida de hombre en esta parábola. Todo lo que no se edifique sobre el fundamento de la Palabra de Dios y sea hecho para gloria de Él, será derribado y confundido.

Debemos entender que se trata de hacer tesoros en el cielo, de otra forma estamos desperdiciando nuestra vida y viviendo como necios. Se trata de ser ricos para con Dios, como la iglesia en Esmirna. Quiero ser muy claro en que la Biblia no condena el hecho mismo de ser rico, ya que hubo muchos adinerados que fueron piadosos, como Abraham, José, Job y David; durante el ministerio de Jesús algunas mujeres adineradas aportaban para su ministerio, y en la iglesia primitiva vemos a hermanos como José de Arimatea y Lidia de Tiatira, que bendijeron a la iglesia con sus posesiones. El punto no es cuánto dinero tenemos, sino cómo nos relacionamos con nuestras posesiones. Por eso el Apóstol Pablo no dice a los ricos que ahora se hagan pobres, sino “Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; 19 atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Ti. 6:18-19).

Y el Señor nos da la clave para saber cómo se ricos ante él, y es buscando primeramente su reino, acercándonos a Cristo por la fe, a Aquel que dijo “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Jn. 14:6), sabiendo que Él era lleno de riquezas en gloria, pero escogió hacerse pobre para nuestra salvación. Se trata de reconocer nuestra pobreza espiritual, nuestra necesidad de ser perdonados y Salvados de la condenación que ciertamente merecemos. Se trata de ser ricos en buenas obras y en generosidad hacia nuestros hermanos y nuestro prójimo. Es acerca de entregar nuestras vidas como sacrificio vivo delante del Señor. Es morir a nosotros mismos para poder tener vida en Cristo, y negarnos a nosotros mismos tomando su cruz para así también vencer con él en su resurrección.

Así es como podemos decir con el Apóstol: “tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Co. 4:7).

No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; 20 sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. 21 Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6:19-21).