Domingo 16 de julio de 2023
Texto base: Mt. 6:9-13 (v. 9).
Ciertamente, lo que somos es representado por nuestro nombre. Nuestra identidad, reputación y honra están ligadas a él, de manera que si nuestro nombre se ensucia ante la opinión de los demás, todo lo que somos resulta afectado. Esto que se puede decir de personas comunes y corrientes como nosotros, se amplifica cuando hablamos de grandes personajes de la historia, que han querido que sus nombres queden inmortalizados en libros, pinturas, monumentos y nombres de calles.
Considerando lo anterior, ¿Cuánto más puede decirse esto sobre Dios? El Señor ha dejado claro en Su Palabra que Su Nombre ha de ser tenido en la mayor reverencia y estima, lo que se expresa en esta petición que Jesús pone en el primer lugar de Su oración modelo.
En relación con esto, veremos: i) la tendencia natural del corazón bajo el pecado, que es irreverente a Dios y busca su propia gloria; ii) qué significa “santificado sea tu Nombre”, iii) cómo debemos santificar el Nombre de Dios.
Comenzamos refiriéndonos a lo que se encuentra naturalmente en nuestros corazones que están bajo el pecado, porque debemos ser conscientes de que nuestra inclinación es completamente opuesta a la de santificar el Nombre de Dios.
Por un lado, tendemos a menospreciar la majestad y gloria de Dios, siendo ligeros al invocar Su Nombre, al hablar de Su Palabra y al obedecerla. Al confrontar a Su pueblo rebelde, Dios les dijo: “Pensaste que Yo era tal como tú; Pero te reprenderé, y delante de tus ojos expondré tus delitos” (Sal. 50:21). Rebajamos a Dios a un nivel que nos permita, según nuestra imaginación, tenerlo bajo control.
Eso es precisamente lo que ocurre cuando se hace una imagen de Dios, y por eso la Biblia lo prohíbe. Quien hace una imagen de Dios, lo está reduciendo según su imaginación, hasta un punto en que se puede manipular y controlar. Esa es la denuncia que hace Jesús contra la oración hipócrita de los escribas y fariseos, y contra los paganos. Los primeros menospreciaban tanto a Dios, que usaban la oración para impresionar a las personas, en lugar de usarla para venir ante la presencia de Dios, alabarlo y derramar su corazón ante Él. Los paganos, en tanto, pensaban que por sus muchas repeticiones sus dioses los escucharían, y así creían que podían manipularlos o impresionarlos.
Ninguna de estas cosas es una oración que santifica el Nombre de Dios, pero son inclinaciones que nacen naturalmente en los corazones bajo el pecado.
No se santifica el Nombre de Dios cuando se le invoca sin la consideración ni la reverencia debida. Por ejemplo, cuando se usan las típicas exclamaciones “¡Dios mío!”, o “¡Ay, Señor!”, o incluso “que Dios se lo pague”, sin tener siquiera en cuenta que estamos mencionando el Nombre del Señor. Salvo que se usen esas expresiones de manera consciente y reverente -lo que ocurre en la minoría de los casos-, se usa el Nombre del Señor como una palabra cualquiera, sin ningún sentido de solemnidad.
Otra manera en que se expresa este corazón irreverente, es cuando se usa el Nombre de Dios de manera supersticiosa. Quien cae en esto no está interesado en conocer a Dios ni en saber cuál es Su voluntad, sino que simplemente lo usa como amuleto para conseguir sus propios deseos. Quienes usan crucifijos para protegerse pero viven en su maldad, o tienen la Biblia abierta en el Salmo 91 pero ni siquiera la leen, o quienes hacen “mandas” para conseguir lo que quieren pero desprecian al Señor en sus vidas, claramente no están santificando el Nombre de Dios.
Este uso vano contrasta dramáticamente con la actitud de los serafines, aquellas criaturas celestiales que están ante el Trono de Dios, y que se cubren el rostro ante la suprema majestad y santidad del Señor. El profeta Isaías los contempló cantando ante la presencia de Dios: “Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, Llena está toda la tierra de Su gloria” (Is. 6:3).
El mismo profeta Isaías, ante esta visión de la santidad de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! Porque perdido estoy, Pues soy hombre de labios inmundos Y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, Porque mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos” (Is. 6:5). Ante esa contemplación gloriosa, fue consciente de que era indigno de llevar el Nombre y la Palabra de Dios en sus labios inmundos, y tal fue su visión de la santidad de Dios, que pensó que moriría consumido por ella.
También se usa el Nombre de manera hipócrita, cuando muchos profesan ser creyentes sin haber rendido sus vidas al Señor realmente. Cristo exhortó sus discípulos diciendo: “¿Por qué ustedes me llaman: “Señor, Señor”, y no hacen lo que Yo digo?” (Lc. 6:46). Es decir, el Señor demanda que si le llamas “Señor”, tu vida debe reflejar que eso efectivamente es así, de otra manera le estás mintiendo y te estás burlando de Él. Aquellos que le llaman “Señor”, mientras viven como mejor les parece, abrazando lo que Dios considera malo y rechazando Su Ley, están profanando Su Nombre y deberán dar cuentas por esto.
Relacionado con esto, muchas personas usan el Nombre de Dios para justificar sus pecados, porque están endurecidos en su maldad, pudiendo incluso usar pasajes bíblicos para avalar su desobediencia ante Dios. Otros usan el Nombre de Dios o Su Palabra para hacer bromas, sobre todo en las redes sociales y la era de los “memes”, donde prácticamente todo es una broma. Aunque hoy es algo común, tristemente no es algo nuevo. Hace casi 400 años, Thomas Watson escribió: "[Hay gente que] juega con la Escritura. Esto es jugar con fuego... Algunos prefieren perder sus almas que perder sus chistes" (Thomas Watson). El Nombre de Dios y Su Palabra son lo más sagrado, no podemos usarlos en ninguna manera para chistes, comentarios banales ni en imágenes para la risa. En cuanto dependa de nosotros, no permitamos esto en nuestras vidas ni en nuestra Iglesia, porque el Señor no dará por inocente a quien tome su Nombre en vano.
Otra manera en que pecamos contra el Nombre de Dios, es quejándonos directa o indirectamente contra Él. Cuando hacemos esto, lo acusamos de injusticia. Nota que este fue uno de los pecados más recurrentes de Israel en el desierto, y que motivó severos juicios de Dios contra ellos. En una de esas ocasiones, dice: “El pueblo comenzó a quejarse en la adversidad a oídos del Señor; y cuando el Señor lo oyó, se encendió Su ira” (Nm. 11:1).
Incluso otros, blasfeman o profanan abiertamente el Nombre de Dios. Claramente, esto refleja el estado más profundo de perversión que puede alcanzar el hombre, esa actitud de levantar el puño en rebelión abierta contra el Cielo.
A pesar del pecado de nuestra sociedad, no acostumbrarnos a escuchar que el Nombre del Señor sea pisoteado. Esto debe resultarnos inaceptable, y nos debe indignar más que si insultaran a nuestro propio padre, porque se trata de nuestro Creador y Salvador, quien nos bendice y sostiene cada día.
En consecuencia, nota que la irreverencia contra el Nombre de Dios va desde la indiferencia a Dios hasta la blasfemia, cubriendo toda forma de menosprecio a Su santidad y majestad.
Otra tendencia natural en nosotros que es contraria a esta petición es autoexaltación. La apreciamos en los constructores de la torre de Babel, quienes acordaron: “hagámonos un nombre famoso” (Gn. 11:4). También en Nabucodonosor, el rey de Babilonia, quien se jactó de haber construido un gran imperio, diciendo: “¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como residencia real con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?” (Dn. 4:30). Estuvo también en Herodes, quien se dio gloria a sí mismo ante el pueblo (Hch. 12:23).
En todos estos casos, cayó el juicio de Dios sobre quienes se dieron gloria a sí mismos. Pero, aunque se piense que son casos extremos, esta búsqueda de ser reconocido y exaltado es propia del corazón pecador, y es lo que criticó Jesús como lo que está en la base de la religión hipócrita que Él rechaza.
Contrario a todos estos vicios de nuestra naturaleza de pecado, El Señor pone como primera petición en su oración modelo, “Santificado sea Tu Nombre”. Nota que esta oración sigue una estructura similar a la de los Diez Mandamientos. Los primeros mandatos se centran en Dios y en la gloria debida a Su Nombre, mientras que los siguientes tienen que ver con la relación con el prójimo. Así también, la oración que enseña Jesús se enfoca primero en el Señor y Su gloria, y luego pasa a lo relacionado con nuestra vida en este mundo.
Se discute cuántas peticiones contiene esta oración: unos cuentan seis, otros siete; pero lo relevante no es el número de peticiones, sino la prioridad y orden en que se encuentran.
“Santificado sea tu Nombre” es la primera petición porque es el fundamento y lo que da sentido a todas las demás peticiones. Toda oración genuina de un discípulo de Jesús nacerá de un deseo fundamental: que Dios sea santificado y glorificado en todas las cosas.
Las demás peticiones son temporales: un día el reino de Dios se establecerá de manera definitiva, así que no seguiremos rogando “venga tu reino”. Él será obedecido perfectamente porque todo será lleno de Su gloria, así que no tendremos que rogar más “sea hecha tu voluntad en la tierra como lo es en el Cielo”. No habrá más necesidad, así que no diremos más “danos el pan diario”. No habrá más pecado, así que no clamaremos “perdona nuestras ofensas”, ni tampoco diremos “no nos metas en tentación, mas líbranos del mal”.
Sin embargo, en la eternidad seguiremos rogando “santificado sea tu Nombre”. Los serafines cantan ante el Trono de Dios, diciendo “Santo, Santo, Santo”, y este canto es incesante y eterno. Esta es el deseo fundamental de todo ser creado.
La petición expresa un deseo, y la forma no es indiferente, ya que dice en el original: “sea santificado”, reconociendo que sólo Dios tiene el poder y dominio para asegurar que Su Nombre finalmente sea engrandecido sobre todas las cosas.
A pesar de sus muchas rebeliones, los israelitas temían tomar el Nombre de Dios en vano, así que no querían pronunciar Su Nombre. Por eso, se referían a Dios hablando simplemente de “el Nombre”, o “Su nombre”. Debido a esto, en la Escritura, el Nombre de Dios representa a Dios mismo, Su naturaleza y Su Ser[1]. “En otras palabras, ‘el Nombre’ significa todo lo que es verdadero sobre Dios, y todo lo que ha sido revelado acerca de Dios. Significa Dios en todos sus atributos, Dios en todo lo que Él es en y por sí mismo, y Dios en todo lo que ha hecho y está haciendo”.[2] Es la enseñanza de la Escritura:
“¡Aleluya! Porque el Señor es bueno; Canten alabanzas a Su nombre, porque es agradable” (Sal. 135:3).
“Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre” (Jn. 1:12).
“el amor que han mostrado hacia Su nombre, habiendo servido, y sirviendo aún, a los santos” (He. 6:10).
Incluso, en ocasiones el Nombre de Dios se usa para representar toda la voluntad de Dios expuesta en su Palabra: “Aunque todos los pueblos anden Cada uno en el nombre de su dios, Nosotros andaremos En el nombre del Señor nuestro Dios para siempre” (Mi. 4:5).
Tan importante es el Nombre del Señor, que la salvación se define también en torno a Él: “Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo” (Ro. 10:13).
La Escritura declara que Dios es Santo: “Santifíquense, pues, y sean santos, porque Yo soy el Señor su Dios” (Lv. 20:7), y en el cielo es adorado por criaturas celestiales, que dicen: “Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, Llena está toda la tierra de Su gloria” (Is. 6:3).
Ahora, ¿Qué es ser santo? “En las Escrituras, la santidad es algo exclusivo de Yahvé; la santidad de cualquier otra cosa o persona es derivada, bien de la presencia de Dios, bien de la consagración para el santuario. Además, ya que sólo Dios es santo, no hay nada en los seres humanos o en la tierra que sea intrínsecamente santo”.[3]
La santidad es una perfección de Dios, que lo hace exaltado por sobre todas las cosas, de manera que no hay nada que pueda igualarlo en excelencia. Se ha descrito como lo que da brillo a todas sus demás perfecciones. Cuando se presenta a Dios como Santo, Santo, Santo, se está diciendo que no encontraremos nada que se le pueda comparar, que Él está infinitamente por sobre todo y más allá de todo en majestad, pureza, belleza y perfección.
Por tanto, “Santificar el nombre de Dios significa tenerle reverencia; por eso, reverenciar a Dios, honrarlo, glorificarlo y exaltarlo”.[4] “Santificar su nombre quiere decir que le damos a Dios el lugar supremo, que lo ponemos por encima de todo lo demás en nuestros pensamientos, afectos y vidas”.[5]
Santificar el Nombre de Dios implica poner tu corazón en el orden correcto: primero está Dios y la gloria que Él merece, y luego está todo lo demás. Por eso, la oración que Dios recibe es una que no viene de un corazón egoísta, donde la persona que ora se pone a sí misma primero. Por eso dice: “Y, cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones” (Stg. 4:3). Una oración egoísta, no pasa del techo hacia arriba.
Tampoco es correcta una oración en que se pide algo contrario a la voluntad de Dios, ya que viene de un corazón rebelde, que no santifica Su Nombre. Por eso, esta primera petición es la base de todas las demás: porque implica un corazón rendido ante Dios, que quiere realmente honrarle sobre todo y reconoce que Dios está primero que todas las cosas.
Muchas personas desean pedir a Dios que realice los deseos que ellos tienen. Ven a Dios como un genio en la botella que puede satisfacerlos. El típico deseo es: dinero, amor y salud. Todos desean estas cosas, y pueden dirigirse a Dios que se para que Él las conceda, pero también harán lo que crean que puede servirles para esto, por ejemplo, una superstición o algo que les dé buena suerte. Lo que quieren no es a Dios ni santificar Su Nombre, sino sus propios deseos. No tienen problemas con la oración, pero sí con santificar el Nombre de Dios sobre todo y primero que todo.
Esta petición expresa de forma positiva, lo que el tercer mandamiento expresó de forma negativa al decir: “No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano, porque el Señor no tendrá por inocente al que tome Su nombre en vano” (Éx. 20:7).
Juan Calvino sostiene que este mandamiento ordena “… que tanto de corazón como oralmente cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran reverencia y sobriedad; y que al considerar sus obras no concibamos nada que no sea para honra y gloria suya”[6]. Arthur Pink agrega que “… nos invita a adorarlo… con la máxima sinceridad, humildad y reverencia”[7].
Esto viene de reconocer al Señor en su excelencia y poder, sabiendo que “Jehová el Altísimo es temible; Rey grande sobre toda la tierra” (Sal. 47:2). Por tanto, no puede haber otra actitud ante Él que no sea la máxima reverencia y solemnidad:
“Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. 2 No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Ec. 5:1-2).
En consecuencia, el Señor nos ha entregado Su Nombre para que lo invoquemos y lo santifiquemos. Así, hay sólo dos formas en que podemos usar el Nombre del Señor: de santificándolo o tomándolo en vano. Esto va más allá de si dices algo o no, o de las palabras que usas, sino que se trata de si tu corazón está consagrado a Dios o no.
Santificar el Nombre de Dios va muchísimo más allá de repetir las palabras “santificado sea tu Nombre”. Implica un corazón que vive para la gloria de Dios, que está consagrado a Él. Este debe ser el impulso de todo lo que hagamos en la vida: “ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). Aquí menciona hasta lo más cotidiano y común, como es comer y beber, ¡Todo debe hacerse para la gloria de Dios!
Orar sinceramente esta petición implica un deseo de que Dios sea honrado en todas las cosas, no sólo con nuestra vida, sino por toda la creación. De hecho, para eso existe todo lo que Dios creó, para dar gloria a Su Nombre: “Todo lo que respira alabe al Señor” (Sal. 150:6), y “Bendigan al Señor, ustedes todas Sus obras, En todos los lugares de Su dominio. Bendice, alma mía, al Señor” (Sal. 103:22).
Por tanto, orar “santificado sea Tu Nombre” implica reconocer para qué fuiste creado y alinearte con el diseño de Dios para tu vida. Si este deseo está por sobre todo en tu corazón, entonces estás enfocado correctamente, tienes los lentes adecuados que te permitirán ver todas las cosas en su debido orden y lugar. Es ver la realidad como debes verla.
Obedecer este mandamiento implica que debes adorar a Dios con todo el corazón, en plena consciencia de lo que estás haciendo: “Mi corazón está dispuesto, oh Dios; Cantaré y entonaré salmos; esta es mi gloria” (Sal. 108:1); y “Bendice, alma mía, a Jehová, Y bendiga todo mi ser su santo nombre. 2 Bendice, alma mía, a Jehová, Y no olvides ninguno de sus beneficios” (Sal. 103:1-2). Esta disposición debe empapar todo lo que eres y lo que haces.
Dios debe ser santificado en tu vida: en tus pensamientos, deseos, metas, palabras, relaciones, en tu vocación y en tus obras religiosas, en toda tu vida en este mundo. Debe ser la motivación detrás de todo lo que eres y lo que haces.
Por lo mismo, Dios debe ser santificado en tu hogar y tu familia. Tus deseos y esfuerzos deben estar dirigidos a que toda tu casa se ponga a disposición de santificar el Nombre de Dios, así como dijo Josué: “yo y mi casa, serviremos al Señor” (Jos. 24:15).
Asimismo, Dios debe ser santificado en tu iglesia. Cada congregación debe vivir bajo la Palabra de Dios teniendo como fin supremo que el Nombre de Dios sea santificado. Esto debe definir su forma de gobierno, su estructura de organización, la forma de su liturgia, la manera en que administra sus recursos, en fin; toda su vida de fe debe orientarse hacia esta meta: la gloria de Dios.
De la misma manera, Dios debe ser glorificado en tu nación y tu vida en sociedad. Nuestro anhelo debe ser que nuestro pueblo reconozca la supremacía de Dios y la santidad de Su Nombre, para lo cual será necesario evangelizar proclamando fielmente Su Palabra, pero también vivir en fidelidad y obediencia a la Escritura, siendo así sal y luz en su contexto, como el Señor mandó.
Esta búsqueda de santificar el Nombre de Dios no debes realizarla “para” ser salvo, sino porque ya has sido salvado. Es en gratitud a la gracia que ya has recibido, y es una consecuencia natural de la vida que Dios te ha dado por medio de Su Espíritu.
Es maravilloso que Jesús resumió Su ministerio terrenal en términos de santificar el Nombre de Dios: “Yo te glorifiqué en la tierra, habiendo terminado la obra que me diste que hiciera” (Jn. 17:4). Esta es una frase que resume lo que significa “santificado sea tu Nombre” puesto por obra.
¿Por qué te levantaste hoy día y quisiste venir acá? La disposición que debió haber en tu corazón es: "Quiero que el nombre de Dios sea santificado". Pero también ¿por qué te levantarás el lunes e irás a tu trabajo? También debe ser la disposición "Que Dios sea santificado". Y ¿por qué servirás la comida a tu hijo y cambiarás sus pañales? Una vez más: "Quiero que Dios sea santificado".
Si esa es la voluntad de Dios y fue el ejemplo perfecto de nuestro Salvador, debe ser también la disposición fundamental de nuestro corazón.
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Pink, Los Diez Mandamientos, 32. ↑
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D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon on the Mount, Second edition (England: Inter-Varsity Press, 1976), 375. ↑
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John E. Hartley, «SANTO Y SANTIDAD, PURO E IMPURO», en Diccionario del Antiguo Testamento: Pentateuco, ed. T. Desmond Alexander y David W. Baker, trad. Rubén Gómez Pons, Compendio de las Ciencias Bíblicas Contemporáneas (Barcelona, España: Editorial CLIE, 2012), 773. ↑
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William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 343. ↑
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Arthur W. Pink, La oración del Señor: Padrenuestro, ed. Juan Terranova y Guillermo Powell, trad. Cynthia Canales (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2015). ↑
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Calvino, Institución, 278. ↑
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Pink, Los Diez Mandamientos, 31. ↑