Domingo 23 de julio de 2023
Texto base: Mt. 6:9-13 (v. 10).
Si se me permite la referencia personal, al reflexionar sobre mis primeros años de cristiano, una de las cosas que me impacta es que en las iglesias en que estuve no escuché nunca una enseñanza clara ni específica sobre el reino de Dios, más allá de menciones más bien al pasar y como dando por hecho a qué se refiere. Estimo que una de las razones para que esto ocurra, es que entre los evangélicos ha prevalecido una visión que limita el reino de Dios al Israel étnico, y además lo entiende como referente a un futuro remoto que poco se relaciona con el hoy. Estos dos factores han hecho que el reino de Dios sea un tema poco o mal tratado para los evangélicos de nuestros días, pese a que es el tema que unifica todo el mensaje de la Biblia, y que ha sido un tema trascendental para los cristianos de todas las edades.
Tan trascendental es el reino de Dios, que Jesús lo incluyó en su oración modelo, cuando enseñó a sus discípulos cómo debían orar. La segunda petición de esta oración es “venga tu reino”. “La primera petición: “Santificado sea tu nombre”, se refiere a la gloria de Dios, mientras que la segunda y la tercera se refieren a los medios mediante los cuales su gloria se debe manifestar y promover en la tierra. El nombre de Dios se glorifica aquí de manera manifiesta solo en la proporción en que su reino venga a nosotros y su voluntad sea hecha por nosotros”.[1]
Para entender esta segunda petición, revisaremos: i) el reino perdido, ii) la naturaleza del reino, iii) la venida del reino, y, iv) el deseo del reino.
Si Jesús nos enseña a pedir “venga tu reino”, es porque falta que ese reino venga completamente. Nos habla de un reino que no se ha manifestado en su plenitud, pero que debe venir a nosotros, y sólo Dios es quien puede responder a este ruego. Ahora, para entender a qué se refiere con ese reino, debemos tener en cuenta lo que Dios reveló desde el comienzo, ya que este es un tema que cruza toda la Escritura y le da unidad a su mensaje.
El fundamento del reino de Dios se encuentra en el relato mismo de la creación. El Señor quiso que su reino se manifestara en la creación por medio de la mayordomía del hombre, a quien puso sobre las demás criaturas en la tierra. Aunque no usa literalmente la palabra ‘reino’, la idea se deduce claramente de los términos usados en el relato de la creación:
“Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra». 27 Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. 28 Dios los bendijo y les dijo: «Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra»” (Gn. 1:26-28).
El hombre, única criatura hecha a imagen de Dios, debía dominar sobre la creación del Señor, para lo cual se usan términos como ‘ejercer dominio’, ‘someter, ‘llenar la tierra’. La palabra hebrea para ‘ejerza dominio’ (רדה radah, v. 26) implica gobernar, someter, regir. El término original para ‘someter’ (כבשׁ, kabash) complementa la anterior, envolviendo la idea de sujetar a servidumbre, subyugar e imponerse sobre algo. La idea de llenar la tierra, en tanto, implica un dominio universal e indiscutido.
Estas ideas de dominio y extensión universal del señorío, se resumen en la descripción que hace el Salmo 72 del reinado del Mesías: “Domine él de mar a mar Y desde el Río Éufrates hasta los confines de la tierra.” (v. 8).
Así, aunque el término ‘reino’ no se use explícitamente, todo lo que implica el reino está claramente incluido: autoridad, señorío y dominio universal, todo esto por voluntad y diseño de Dios. El Salmo 8 es explícito al decir: “Tú le haces señorear sobre las obras de Tus manos; Todo lo has puesto bajo sus pies” (v. 6).
Este reino que se expresa en la creación, en el tiempo y el espacio, es una manifestación de la soberanía eterna de Dios, que Él ha tenido, tiene y tendrá desde la eternidad y hasta la eternidad. El relato bíblico deja claro que el Señor quiso que ese dominio se manifestara por medio del hombre y así se extendiera a todo lo creado.
Por lo mismo, cuando dice que Dios puso al hombre en el huerto para que lo trabajara, y que trajo a los animales a Adán para que éste los nombrara, no significa meramente que Adán debía ser un jardinero y un zoólogo, sino que son expresiones de autoridad y dominio sobre la creación.
En Edén, la Escritura nos muestra en qué consiste este reino de Dios manifestado en Su creación: es el pueblo de Dios, viviendo en el lugar de Dios, bajo el gobierno y la bendición de Dios. Ese es el patrón del reino de Dios, que cruza desde Génesis hasta Apocalipsis.
En este reino expresado en Edén, fue dada autoridad al hombre, pero ella le fue delegada por Dios, quien es la suprema autoridad y de quien deriva toda otra potestad. Por ello, es Dios el único legislador, y si sus leyes son quebrantadas, la justicia demanda la sanción que corresponde. El Señor estableció Su Ley al decir que no se debía comer del árbol de la ciencia del bien y el mal (Gn. 2:17), pero como sabemos, el ser humano quebrantó este mandato y fue sujeto a la muerte, maldito y expulsado del huerto, perdiendo así el disfrute del reino de Dios en la tierra.
Tristemente, desde que el pecado entró en el mundo ha existido un reino de oscuridad, un dominio de la maldad, la rebelión y la muerte, que ha sometido a la creación y, de forma especial, a la humanidad, a la esclavitud. En un sentido, “hay otro [dios] que es el ‘dios de este mundo’, hay un reino de tinieblas, un reino de maldad que se opone a Dios, a Su gloria y honor. Pero Dios, lleno de gracia, se ha complacido en revelar desde el mismo amanecer de la historia, que Él todavía está por establecer Su reino en este mundo… ”.[2]
Desde ahí en adelante, toda la Biblia se trata de cómo Dios mismo restaurará este reino. Él lo hará a través de un hijo de la misma Eva que comió del fruto prohibido, y ese hijo prometido aplastaría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15), lo que habla de la restauración del dominio perdido y de la victoria sobre los rebeldes.
Así, desde el trágico momento del pecado y su maldición, el Señor en su misericordia entregó esperanzadoras promesas que comenzaron a dar forma gradualmente a la idea de “la venida del reino”: “En la venida del reino de Dios, en primerísimo lugar, Dios se revela a sí mismo en cuanto creador y rey que no abandona al mundo a la perdición, sino que es, para su pueblo, el dador de la promesa y el salvador. Él se ha comprometido solemnemente a redimirlos”.[3] Con la venida de ese reino prometido, el Señor daría a conocer Su gloria y reafirmaría de manera categórica Sus derechos soberanos sobre la creación que cayó bajo el pecado.
La idea del reino quedó estampada en el corazón del hombre. La nostalgia del Edén perdido le hacen buscar la gloria y el dominio, pero este deseo que en principio es bueno, se deforma y tuerce por efecto del pecado, degenerando en un vicio abominable. Por ello, una verdad esencial que el pecado oscureció es precisamente que el reino es “de Dios”, y lo que queda es una búsqueda perversa del dominio del hombre, por el hombre y para el hombre.
Este contraste entre el falso reino del hombre y el verdadero reino de Dios, lo encontramos claramente en los caps. 11 y 12 de Génesis.
Gn. 11:1-9 relata el juicio de Dios a los constructores de Babel. De estos hombres, sabemos que fueron liderados por el famoso Nimrod, “llegó a ser poderoso en la tierra” (Gn. 10:8-9), y se relata que “se dijeron unos a otros: «Vamos, fabriquemos ladrillos y cozámoslos bien». Y usaron ladrillo en lugar de piedra y asfalto en lugar de mezcla. 4 Luego dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la superficie de toda la tierra»” (Gn. 11:3-4).
El origen de este reino fue el poder humano de Nimrod. Sus medios fueron humanos, valiéndose de un avance en la tecnología de la construcción. Su finalidad, era llegar hasta el cielo, lo que no significa simplemente alcanzar altura, sino obtener gloria y majestad (“hagámonos un nombre”), sabiendo además que el hombre perdió el disfrute de la comunión con el cielo. Ellos buscaban alcanzar la plena unidad, quitando la maldición del pecado implica expulsión y dispersión.
Es decir, el esfuerzo de Babel refleja el esfuerzo del hombre de recuperar el reino perdido, por sus propios medios, para su propia gloria y según sus propios caminos. Es el intento de redención y de comunión humana, una abierta rebelión contra el Señor, lo que sólo podía terminar de una manera: con el juicio categórico de Dios, quien descendió para confundirlos y dispersarlos, arruinando así sus planes perversos (vv. 7-9).
Esto contrasta con lo que se relata en el capítulo siguiente, Gn. 12:1-3, con el llamado de Dios a Abraham:
“Y el Señor dijo a Abram: «Vete de tu tierra, De entre tus parientes Y de la casa de tu padre, A la tierra que Yo te mostraré. 2 Haré de ti una nación grande, Y te bendeciré, Engrandeceré tu nombre, Y serás bendición. 3 Bendeciré a los que te bendigan, Y al que te maldiga, maldeciré. En ti serán benditas todas las familias de la tierra»”.
El Señor deja muy en claro que es Él mismo quien restaurará el reino, y lo hará por Sus medios, por la obra de Su poder y para Su gloria. Al contrario de Babel, el Señor haría una nación verdaderamente grande y bendita, por medio de un matrimonio de ancianos nómades, donde la esposa era estéril. Desde ese contexto de debilidad, el Señor escogió levantar su reino visible en esta tierra, para que quedase claro que es Su poder y Su llamado el único que puede restaurar el reino perdido, haciendo una nación que no será dispersada y glorificando a los que habían caído en pecado y no podían salvarse a sí mismos. Todo esto, no para gloria del hombre, sino para gloria de Dios.
Además de entregar promesas sobre la restauración de este reino, el Señor dio un anticipo visible, como una sombra de lo que había de venir. Este anticipo fue la redención de Israel de la esclavitud en Egipto, y luego su establecimiento como reino en la tierra de Canaán, viviendo bajo la Ley de Dios y disfrutando de Su bendición. Allí Israel fue liberado de sus opresores por el poder de Dios, quien también les dio la victoria sobre sus enemigos para poder establecerse en la tierra que Él había prometido a sus padres. El Señor les dio Su Ley como parámetro perfecto de justicia, la que debían obedecer para ser benditos, y les dio reyes para que los gobernaran en justicia. Eran así el pueblo de Dios, en el lugar que Dios les dio, bajo el gobierno de Dios y disfrutando de Su bendición.
Sin embargo, Dios les había dejado claro que si desobedecían Sus mandamientos, recibirían maldición y serían juzgados. Tristemente, la historia de Israel refleja su constante rebelión contra Dios y el rechazo a Su Ley y al gobierno que Él debía ejercer sobre ellos como Señor. Por ello, Israel fue primero disciplinado a través de medios como las enfermedades, la invasión enemiga, el hambre y calamidades naturales, y luego terminó siendo exiliado, perdiendo así la expresión visible del reino: ya no eran el pueblo de Dios, en el lugar de Dios; no estaban sometidos a Su gobierno ni disfrutaban de Su bendición.
A través de los profetas, el Señor confrontó duramente el pecado de Su pueblo, pero también les dio promesas de la venida del reino, que traería una renovación de todas las cosas. Así fue tomando forma la esperanza de “la venida del reino”.
El reino prometido en los profetas trae bienestar y paz al pueblo de Dios, pero no está centrado en el hombre, sino en Dios, y no vendría por causa de la actividad del hombre, sino que sólo Dios podía hacerlo llegar a nosotros. Y es que el reino es el resultado de la presencia y la obra de Dios irrumpiendo en el mundo bajo el pecado.
Esta transformación sobrenatural que sólo el Señor puede obrar, es la única que puede producir un cambio cósmico, como describe el profeta Isaías que será el fruto del reinado del Mesías:
“El lobo morará con el cordero, Y el leopardo se echará con el cabrito. El becerro, el leoncillo y el animal doméstico andarán juntos, Y un niño los conducirá. 7 La vaca con la osa pastará, Sus crías se echarán juntas, Y el león, como el buey, comerá paja. 8 El niño de pecho jugará junto a la cueva de la cobra, Y el niño destetado extenderá su mano sobre la guarida de la víbora. 9 No dañarán ni destruirán en todo Mi santo monte, Porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor Como las aguas cubren el mar.” (Is. 11:6-9).
Se trata así de un cambio no sólo cosmético, sino una restauración total del orden de cosas por el poder soberano de Dios, pasando de un mundo bajo el pecado y la muerte a una creación llena de la justicia, la paz y la voluntad de Dios, pues Él es quien lo gobierna ya sin oposición de los rebeldes.
Se trata de un estado de paz y gozo, que se describe como lo hace Miqueas: “Y se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente; porque la boca de Jehová de los ejércitos lo ha hablado” (Miq. 4:4). Ese sentarse bajo propia vid y la higuera describe ese estado de la llegada del Shalom de Dios, que tiene la idea de plenitud, armonía con Dios y con Su creación, viviendo bajo su bendición y su paz.
Todas estas promesas de Dios sobre la venida del reino generaron una esperanza en los judíos a lo largo de los siglos. Para el tiempo en que apareció Juan el bautista y luego Jesús, habían pasado 400 largos años en que no hubo más profeta en Israel, y existía una gran expectación en cuanto a la venida del reino y el cumplimiento de las promesas que Dios había hecho a través de los profetas. Esto se acentuó con la dominación del imperio romano sobre los judíos, quienes los oprimían y humillaban duramente. Así como el pueblo de Israel gemía bajo la opresión de faraón en Egipto, había un clamor entre los judíos rogando la liberación del Señor en el momento en que Jesús vino al mundo y comenzó su ministerio terrenal.
Entre los rabinos judíos, una corriente interpretó la venida de reino de manera más terrenal, considerando que consistiría en el establecimiento de un reino a través de conquistas militares que permitirían a Israel imponerse sobre los gentiles y alcanzar una situación de dominio mundial. Otra corriente lo interpretó de una forma apocalíptica, como una intervención sobrenatural de Dios en el mundo que traería de forma dramática el siglo venidero. Había también entre los rabinos otras posiciones que mezclaban aspectos terrenales y apocalípticos.
En ese contexto, la Escritura describe a los judíos piadosos del tiempo en que nació Jesús, como aquellos que esperaban el cumplimiento de las promesas del Señor, esperando la consolación de Israel como Simeón (Lc. 2:25), o esperando la redención en Jerusalén, como la profetisa Ana (Lc. 2:38); o esperando el reino de Dios, como José de Arimatea (Lc. 23:51).
Esta esperanza de la consolación de Israel, de la redención de Jerusalén y del Reino de Dios es una y la misma esperanza, y todas ellas se relacionan con la venida del Mesías, tal como se dice respecto del hombre llamado Simeón a quien ya mencionamos: "le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor" (Lc. 2:26).
Y es que el Antiguo Testamento anticipaba que la venida del reino sería en una Persona: Esto queda claro desde la promesa entregada en Gn. 3:15, cuando se habla de una simiente singular o un hijo de la mujer que aplastaría a la cabeza de la serpiente, restaurando así el orden de cosas que fue arruinado con el pecado. Posteriormente, se promete una simiente de Abraham en la que serían benditas todas las naciones (Gn. 22:18), lo que es interpretado por el apóstol Pablo como refiriéndose a un Hijo en singular (Gá. 3:16). Además, se usan títulos como el Mesías (Ungido) Hijo de David que se sentaría en el trono de Su Padre y a quien Dios afirmaría en el reino para siempre, el Siervo sufriente del Señor que llevaría el pecado de Su pueblo, el Hijo del Hombre quien recibiría el reino eterno (2 S. 7:12-14; Is. 9:6; 42:1,3b; 53:3 y ss.). Así, las Escrituras hablaban de un Hijo prometido, al cual Dios enviaría sobrenaturalmente.
Conociendo este trasfondo, nota que el Evangelio según Marcos relata el inicio del ministerio de Jesucristo de la siguiente forma: "Jesús vino a Galilea predicando el evangelio de Dios. 15 «El tiempo se ha cumplido», decía, «y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en el evangelio»" (Mr. 1:14-15).
Es decir, la proclamación de Jesús es descrita como la buena noticia (el evangelio) del Reino de Dios. Esa frase que pudiera parecernos tan breve y en la que quizás no nos detuvimos en un primer momento, tiene un gran peso y significado. Luego de miles de años de espera de que el Señor cumpliera sus promesas respecto de la restauración y la salvación que anunció desde Gn. 3:15, y después de tantas penurias y humillaciones, de sufrir bajo liderazgos corruptos, opresión de los enemigos e incluso el exilio en tierras lejanas, por fin llegaba la mejor noticia de toda la historia: El reino se había acercado, el Ungido del Señor había visitado a su pueblo, el Salvador prometido ya estaba ante ellos.
La forma en que debían recibirlo era en arrepentimiento y fe, poniendo su esperanza en este Hijo de David que venía a reinar para siempre sobre ellos, y aborreciendo los pecados y la rebelión en la que se encontraba no solamente ellos en particular, sino que habían caracterizado la historia de Israel como un pueblo permanentemente rebelde e infiel. Debían recibir a su Mesías de corazón para así disfrutar de su reino.
Nota que la idea de la venida del reino no fue un tema secundario en la enseñanza de Jesús, sino más bien está en la esencia de su mensaje, tanto que inicia su ministerio presentando la venida de ese reino.
En ese sentido, las obras milagrosas de Jesús no fueron simples demostraciones de poder. Ellas son llamadas 'señales', es decir apuntaban a algo más allá. A través de estas obras, el Señor estaba demostrando el cumplimiento de las profecías acerca del mesías y la venida del reino. Así, dice por ej.: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, Y los oídos de los sordos se destaparán. 6 El cojo entonces saltará como un ciervo, Y la lengua del mudo gritará de júbilo” (Is. 35:5-6).
Una dimensión de las obras de Jesús que habla especialmente de la venida del reino es Su victoria sobre la potestad de las tinieblas, lo que se manifestaba visiblemente al expulsar demonios. Estas señales indicaban especialmente que el reino había llegado: “Pero si Yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mt. 12:28). Así, al expulsar a los demonios Jesús estaba dando una muestra visible de que Él era quien vino para deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8), y que lo expulsaría de esta creación para que ella vuelva a estar completamente sujeta a Dios y sea llena de Su gloria. ¡El reino ya estaba entre ellos!
Y esto es evidente, pues el reino está donde se encuentra el Rey. Con la venida de Jesús, el Hijo de David, vino el reino prometido, y podemos tener una mayor claridad de su significado. Este reino de Dios realmente significa el dominio de Dios en Su ley y gobierno sobre todo por medio de Jesucristo.[4]
Como explica muy acertadamente Hendriksen:
En su connotación más amplia, las expresiones “el reino de los cielos”, “el reino de Dios”, o simplemente “el reino” (cuando el contexto deja en claro que se quiere decir “el reino de los cielos o de Dios”) indican el reinado de Dios, su gobierno o soberanía, reconocido en los corazones y que opera en la vida de su pueblo, efectuando la completa salvación de ellos, su constitución como una iglesia, y finalmente como un universo redimido. Nótense especialmente los cuatro conceptos:
a. El reinado, el gobierno, o la soberanía reconocida de Dios. Ese podría ser el sentido en Lc. 17:21, “El reino de Dios está entre vosotros”, y es el sentido en Mt. 6:10: “Venga tu reino, sea hecha tu voluntad”.
b. La completa salvación, es decir, todas las bendiciones espirituales y materiales—bendiciones para el alma y para el cuerpo—que resultan cuando Dios es rey en nuestros corazones, y se le reconoce y obedece como tal. Según el contexto, ese es el sentido en Mr. 10:25, 26: “Más fácil es …, que entrar un rico en el reino de Dios. Ellos … decían: ‘¿Quién pues podrá ser salvo?’ ”
c. La iglesia: la comunidad de las personas en cuyos corazones se reconoce a Dios como el rey. Reino de Dios e iglesia, cuando se usa en este sentido, son casi equivalentes. Este es el sentido en Mt. 16:18, 19: “… y sobre esta roca edificaré mi iglesia … yo te daré las llaves del reino de los cielos”.
d. El universo redimido: los nuevos cielos y la nueva tierra con toda su gloria; algo todavía futuro: la realización final del poder salvador de Dios. Así en Mt. 25:34: “… heredad el reino preparado para vosotros …”.
Estos cuatro sentidos no son separados y sin relación. Todos proceden de la idea central del reino de Dios, su supremacía en la esfera del poder salvador. El reino o reinado (la palabra griega tiene ambos significados) de los cielos es como un grano de mostaza que se desarrolla gradualmente; por eso, es al mismo tiempo presente y futuro (Mr. 4:26–29). Es presente; estúdiese Mt. 5:3; 12:28; 19:14; Mr. 10:15; 12:34; Lc. 7:28; 17:20, 21; Jn. 3:3–5; 18:36. Es futuro; estúdiese Mt. 7:21, 22; 25:34; 26:29.[5]
Efectivamente, por un lado el Señor nos dice “el reino se ha acercado” y “el reino ya está entre ustedes”, pero por otro lado nos llama a orar diciendo “venga tu reino”. Esto es así porque el reino irrumpió en este mundo con la primera venida de Cristo, y desde allí podemos disfrutar de participar de este reino y sus bendiciones espirituales, pero el reino todavía no se ha manifestado completamente, no se ha consumado. Esto ocurrirá en la segunda venida de Jesús, cuando todo sea lleno de Su gloria. Es decir, vivimos en un “ya” pero “todavía no”. Ya se ha acercado el reino en Cristo, pero todavía no lo vemos plenamente manifestado. El reino ya vino, está viniendo, y vendrá completamente.
Considerando lo anterior, todo el anuncio de la restauración del reino que es la esencia del mensaje del A.T., no es otra cosa que un retrato fiel de la persona y la obra de Jesucristo. Lo que hizo nuestro Señor Jesucristo en su primera venida fue llenar a la perfección el molde establecido en el A.T., en cuanto al Hijo de la mujer, Hijo de Abraham, Hijo de judá, Hijo de David, Hijo del hombre y Siervo Sufriente prometido.
La fe de los santos del A.T. miraba hacia adelante con esperanza hacia la venida de ese Mesías prometido, quien restauraría el reino que fue perdido por el pecado de Adán. Nosotros podemos mirar hacia atrás sabiendo que ese Mesías ya vino a cumplir su ministerio de salvación, por medio de su humillación y exaltación. Pero también nos parecemos a los santos del A.T. en que todavía miramos hacia adelante, esperando la plena consumación y establecimiento de ese reino en la segunda venida de Jesucristo.
Así, tal como los santos antes de Cristo debían vivir a la luz de su esperanza y como era digno de las promesas que habían recibido, así nosotros también debemos vivir con la firme confianza de que la primera venida de Cristo y la venida del Espíritu son la segura garantía de que el Señor cumplirá todas sus promesas y establecerá completamente ese reino que ya fue inaugurado pero que todavía no ha sido consumado.
Por lo mismo, la oración “venga tu reino” es fruto de un corazón que ha sido transformado por Dios. “Quien se ha dedicado a sí mismo a Dios y a Cristo, no desea reinos terrenales, sino celestiales… nosotros los cristianos, quienes en nuestra oración comenzamos llamando a Dios nuestro Padre, oramos también que el reino de Dios pueda venir a nosotros”.[6]
Esto es fundamental de entender. Orar “venga tu reino” significa renunciar a la búsqueda de tu propia gloria y tu propio reino. No deseas ser el centro del mundo y quien reciba la honra, porque sabes que eso sería grotesco y profundamente equivocado. Quien ora “venga tu reino” sabe que Dios es el único merecedor de gobernar todas las cosas con un dominio y poder eterno, y Él es el único que puede traer ese reino de justicia y paz sin fin.
Pero esta oración no sólo implica renunciar a pretensiones personales egoístas, sino que involucra también rechazar las esperanzas idólatras puestas en movimientos sociales, partidos políticos o personas que prometan traer un reino inquebrantable, un reino de justicia y paz, una nueva humanidad, un mejor mañana. No sólo la Escritura, sino la historia son testigos de que tales promesas humanas son sólo tristes engaños que terminan en opresión, ruina y confusión, así como la torre de Babel.
En otras palabras, no hay gobierno humano que pueda darte lo que sólo Dios te puede dar. Quienes te prometen las bendiciones del reino de Dios pero sin Dios, son tiranos mentirosos que sólo quieren usurpar el trono y la gloria que únicamente corresponden al Señor Todopoderoso, a tu Padre que está en los cielos. Orar y comprender lo que significa “venga tu reino” te libra de ser engañado en las próximas elecciones, y de someter tu vida a tiranos charlatanes. Tu esperanza no debe estar puesta en este mundo ni en los medios y el poder humano, sino sólo en el reino que Dios manifestará en Cristo a su tiempo.
Pero en un sentido positivo, orar “venga tu reino” implica desear de corazón que el Señor gobierne sobre todas las cosas. Es la expresión del anhelo más profundo del corazón del verdadero discípulo de Jesús. Es el deseo de que el reino no sólo se extienda en personas que son incorporadas a él, sino también en que quienes ya lo conocen, puedan crecer en el entendimiento de Él y en el disfrute de sus bendiciones.
Por tanto, debe ser una oración que nos impulse a evangelizar, a dar a conocer a Cristo a quienes no le conocen. Es una oración que no impulsa a renunciar al trabajo para irse a un monte a esperar la venida de Jesús, sino todo lo contrario: mueve poderosamente a trabajar por el reino, buscando que sea reconocido por toda criatura. Como señala Pink:
Cuando oramos “venga tu reino”, hay una aplicación triple. Primera, se aplica a la esfera externa de la gracia de Dios aquí en la tierra: “¡Deja que tu evangelio sea predicado y que el poder de tu Espíritu lo acompañe; deja que tu iglesia sea fortalecida; deja que tu causa en la tierra progrese y las obras de Satanás sean destruidas!”. Segunda, se aplica al reino interno de Dios, es decir, su reino espiritual de gracia dentro del corazón de los hombres: “Deja que tu trono se establezca en nuestro corazón; deja que tus leyes se apliquen en nuestra vida y que tu nombre sea engrandecido por nuestro caminar”. Tercera, se aplica al reino de Dios en su gloria futura: “Deja que el día se apresure cuando Satanás y sus espíritus sean completamente vencidos, cuando tu pueblo ponga fin al pecado para siempre y cuando Cristo vea el fruto de la aflicción de su alma y quede satisfecho” (Isaías 53:11).[7]
Así es, porque orar “venga tu reino” significa orar por la venida de Jesús, para que derrote a sus enemigos, exalte a Su pueblo y llene la tierra con Su gloria. Es orar junto con Juan al terminar Apocalipsis: “ven, Señor Jesús” (Ap. 22:20). Es tener la fe del ladrón en la cruz, quien dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en Tu reino” (Lc. 23:42).
Por eso hemos dicho que una buena forma de probar si tu fe es genuina, es evaluar si puedes orar sinceramente esta oración. ¿Puedes decir de corazón, “venga tu reino”? ¿Puedes renunciar a tu pretensión de construir tu propio reino? ¿Deseas sinceramente que Dios haga Su voluntad, a Su tiempo y que su reino traiga su reino cuando Él así lo quiera?
Los únicos que entrarán en este reino, son los que oren de corazón diciendo “venga tu reino”. Mientras oras así, dedícate a buscar al Cristo Rey y que Su dominio se imponga en tu vida, en tu familia, en tu iglesia y en tu nación: “busquen primero Su reino y Su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mt. 6:33).
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Arthur W. Pink, La oración del Señor: Padrenuestro, ed. Juan Terranova y Guillermo Powell, trad. Cynthia Canales (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2015). ↑
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D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon on the Mount, Second edition (England: Inter-Varsity Press, 1976), 378. ↑
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Ridderbos, La Venida del Reino, 51 ↑
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D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon on the Mount, Second edition (England: Inter-Varsity Press, 1976), 379. ↑
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William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Mateo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 262. ↑
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Cyprian of Carthage, «On the Lord’s Prayer», en Fathers of the Third Century: Hippolytus, Cyprian, Novatian, Appendix, ed. Alexander Roberts, James Donaldson, y A. Cleveland Coxe, trad. Robert Ernest Wallis, vol. 5, The Ante-Nicene Fathers (Buffalo, NY: Christian Literature Company, 1886), 451. ↑
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Arthur W. Pink, La oración del Señor: Padrenuestro, ed. Juan Terranova y Guillermo Powell, trad. Cynthia Canales (Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico, 2015). ↑