Domingo 29 de mayo de 2016
Texto base: Juan 4:1-26.
En el mensaje anterior volvimos a encontrarnos con un testimonio de Juan el Bautista. Jesús ya se había volcado de lleno a su ministerio delante de todos los hombres, y se encontraba bautizando junto c0n sus discípulos en el mismo lugar en el que se encontraba Juan el Bautista y sus propios discípulos.
Fueron estos últimos los que comenzaron a discutir con un judío sobre el bautismo, dado que ellos daban mucha importancia a los ritos de purificación y los lavados del cuerpo. Es allí donde los discípulos de Juan el Bautista se dan cuenta de que toda la gente que llegaba estaba siguiendo a Jesús en vez de ir con Juan el Bautista, y comenzaron a sentir celos o envidia de esta situación, así que fueron a hablar con Juan para comentarle sus impresiones.
Pero vemos que Juan el Bautista da un ejemplo de servicio humilde al Señor, dejando claro que él es un simple instrumento en las manos de Dios, y que es el Señor quien sabe cómo y de qué manera lo usa, y también hasta cuándo lo utilizará. Él debe menguar, mientras que Cristo debe crecer hasta llenarlo todo.
Él era un simple heraldo, alguien que anuncia la venida del Rey. Cuando el Rey ya ha venido, su tarea ha terminado, y es hora de que empezara a apagarse.
Además, Juan el Bautista dejó muy claro que Jesús es Señor, que es eterno, que existía antes de todas las cosas y habitaba en gloria junto con el Padre. Juan tenía muy clara su posición, él simplemente era un servidor de este Señor eterno que se había hecho hombre. Simplemente debía anunciarlo, proclamar su gloria, sus virtudes, su excelencia, su majestad, esa era su tarea, esa era su misión; y el mensaje es claro, quien crea en el Hijo de Dios tiene la vida, pero quien rehúsa creer en Él, tiene la ira de Dios sobre sí mismo, ya que está dejando a Dios como mentiroso.
Hoy veremos una vez más una conversación íntima de Jesús, como es característico en el Evangelio de Juan. Antes habíamos hablado sobre la conversación con Nicodemo, que se produjo en el silencio de la noche. Hoy veremos una conversación que Jesús sostuvo con una mujer Samaritana. Nicodemo era escriba, un maestro experto en la ley. Ahora se trata de una mujer común, sin preparación y cuyo nombre ni siquiera sabemos. Nicodemo era un hombre reconocido como piadoso, mientras que la samaritana era una mujer solitaria y con un testimonio moral estropeado. Nicodemo era principal entre los judíos, mientras que esta mujer era samaritana, un pueblo despreciado por los judíos.
A pesar de este contraste, vemos un interés verdadero en Jesús por encontrarse con ambos. Vemos que Jesús puede salvar tanto a un principal de los judíos, como a una mujer común y despreciada. Vemos que para ambos hay una conversación profunda y especial.
Hoy nos concentraremos en la verdadera sed, y la verdadera agua, esa agua viva que es la única que puede calmarla.
I. La necesidad de ir a Samaria (vv. 1-6)
Por el testimonio de los demás Evangelios, podemos ver que a estas alturas el testimonio de Juan el Bautista había causado demasiado rechazo entre los judíos, tanto así que lo habían encarcelado.
Pero los líderes religiosos de los judíos se dieron cuenta de que el problema no se acababa con Juan el Bautista. Jesús, un predicador que cada vez tomaba más fuerza, estaba bautizando incluso a más discípulos que Juan el Bautista, y había además un detalle no menor: Jesús mismo no era el que bautizaba, sino que sus discípulos lo hacían a nombre de Él. Esto indicaba que Jesús era más importante que Juan el Bautista.
El Señor Jesús, sabiendo que esto estaba ocurriendo en los corazones de los líderes religiosos, se fue de Judea y volvió a Galilea. En los Evangelios vemos que Cristo evitó varias veces que las cosas se adelantaran. A veces la multitud lo quería hacer rey, pero Él sabía que no había llegado todavía la hora para que eso ocurriera, y se iba a otro lugar. En otras ocasiones lo querían matar o atentar contra Él. Y aunque Él sabía que debía ser entregado en las manos de los escribas y fariseos para ser muerto, varias veces se escabulló de ellos porque todavía no había llegado su hora.
Entonces, Cristo fue realizando su ministerio paso a paso, nunca se adelantó, nunca se atrasó. Él tenía pleno control de lo que debía hacer y lo que debía cumplir, y esta vez se fue de Judea a Galilea para evitar una crisis temprana en los líderes religiosos.
Y le era necesario pasar por Samaria. Esto era complejo, debemos recordar que Jesús era judío, y los judíos tenían rivalidades y problemas históricos con los samaritanos.
Pero, ¿Quiénes eran los samaritanos? Para entenderlo tenemos que ir muy atrás. Después del reinado de Salomón, el pueblo de Dios se dividió en el reino del Norte y el reino del Sur. El reino del Norte recibía el nombre de ‘Israel’ y su capital era Samaria. El reino del Sur se llamaba ‘de Judá’, y su capital era Jerusalén.
Ambos reinos desobedecieron al Señor y rechazaron a sus profetas. Por ello el Señor envió el castigo anunciado, y expulsó de la tierra prometida primero a los del Norte, y más de un siglo después a los del Sur. Cuando el pueblo de los asirios asoló el reino del norte, expulsaron a la población israelita y en su lugar instalaron a colonos de su pueblo, los que se mezclaron con los judíos que quedaron en esa zona, que eran los más pobres.
MacArthur señala que los samaritanos «descendían de matrimonios mixtos con emigrantes extranjeros establecidos en Samaria… [El rey Esar-hadón] deportó a una gran población de Israelitas de Palestina. Luego tuvo lugar un correspondiente asentamiento de colonos babilonios, que contrajeron matrimonio con mujeres judías que se habían quedado, y con descendientes de ellas. El resultado fue la raza mestiza conocida como samaritanos. Ellos habían desarrollado una forma supersticiosa de adorar a Dios (cp. 2 R. 17:26-34)».
Estos mestizos eran rechazados por los judíos, ya que Dios les había ordenado no mezclarse con los pueblos que habitaban esa tierra, pues esto los llevaría a la idolatría y la prostitución espiritual. Esto es justamente lo que ocurrió con los samaritanos, quienes habían desarrollado un culto que mezclaba elementos de la Palabra de Dios con aspectos de las religiones paganas. Hablando de los samaritanos, II R. 17:24-36 nos dice:
«24 Para reemplazar a los israelitas en los poblados de Samaria, el rey de Asiria trajo gente de Babilonia, Cuta, Ava, Jamat y Sefarvayin. Éstos tomaron posesión de Samaria y habitaron en sus poblados. 25 Al principio, cuando se establecieron, no adoraban al Señor, de modo que el Señor les envió leones que causaron estragos en la población… 28 Así que uno de los sacerdotes que habían sido deportados de Samaria fue a vivir a Betel y comenzó a enseñarles cómo adorar al Señor. 29 Sin embargo, todos esos pueblos se fabricaron sus propios dioses en las ciudades donde vivían, y los colocaron en los altares paganos que habían construido los samaritanos [incluyó sacrificios de niños]… 32 adoraban también al Señor, pero de entre ellos mismos nombraron sacerdotes a toda clase de gente para que oficiaran en los altares paganos. 33 Aunque adoraban al Señor, servían también a sus propios dioses, según las costumbres de las naciones de donde habían sido deportados. 34 Hasta el día de hoy persisten en sus antiguas costumbres. No adoran al Señor ni actúan según sus decretos y sus normas, ni según la *ley y el mandamiento que el Señor ordenó a los descendientes de Jacob…» (NVI).
Los samaritanos estaban dentro del grupo que hizo la vida imposible a los judíos cuando volvieron del exilio en Babilonia. No los dejaban reconstruir su templo y sus muros, y difamaron a los judíos con el emperador de Persia, así que entre judíos y samaritanos había una rivalidad histórica muy profunda, y además los judíos veían a los samaritanos como una raza mezclada y como gente que tenía una religión corrompida, que mezclaba lo verdadero con la idolatría y el paganismo.
A pesar de toda esta historia que había con Samaria, el Señor Jesucristo debía pasar por allí. No es sólo que se vio obligado, o que no tuvo alternativa, o que simplemente le quedaba de paso. Esto era parte de su ministerio, era un encuentro que estaba preparado desde la eternidad, Cristo iba a conversar con esta mujer samaritana común y corriente, con una vida llena de fracasos y pecados, y se iba a revelar a ella como el agua viva, como el Mesías que había de venir, y que también esperaban los samaritanos.
Y Jesús llegó a un lugar conocido del pueblo, un lugar muy cotidiano. En ese tiempo no contaban con agua potable como hoy. No contaban con un sistema de cañerías que llevara el agua desde una fuente hasta sus casas. Debían ir a buscar el agua a un río, o a un manantial, o a un pozo. En uno de esos pozos, quizá uno de los más conocidos al haber sido dejado por su antepasado Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abraham.
Y Jesús estaba cansado. Sí, Jesús también se cansó. El Evangelio de Juan nos deja muy claro que Jesucristo es Señor y Dios, pero también se ocupa de demostrarnos que fue hombre, y estuvo sometido cansancio, debilidad física, agotamiento, y todas las situaciones que nosotros vivimos a diario. Por eso dice el libro de Hebreos: “Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado” (4:15).
Recordemos que Jesús viajaba kilómetros y kilómetros a pie, y que los caminos de ese tiempo no estaban pavimentados, así que debió haber estado cansado, sediento y polvoriento. Consideremos además que era la hora sexta, que equivale a nuestro mediodía. El sol debe haber golpeado con toda su intensidad, el calor debe haber sido muy potente, y Jesús se enfrentó a todo esto luego de un largo camino.
Cuando estamos cansados, es común que pensemos en nosotros mismos, que nos enfoquemos en nuestras necesidades, en todo lo que nosotros hemos hecho y el agotamiento que sentimos. Probablemente lo primero que pensemos sea que merecemos atenciones y cuidados por lo que hicimos, y que alguien debe atender nuestro cansancio. Cuando estamos cansados, nuestro egoísmo aflora más que de costumbre, e incluso podemos demostrar irritabilidad o mal genio. Pero Jesús, como veremos, pensó en lo que Él podía entregar, cómo podía bendecir, hacer bien a esta mujer. Una vez más vemos que Él no vino a ser servido, sino a servir, vino a entregarse por nosotros, para nuestra salvación, y eso es lo que hace en esta oportunidad con la mujer samaritana.
II. La sed y el agua (vv. 7-18)
Tratemos de imaginar la escena: Jesús estaba allí, junto al pozo, y era como el mediodía (la hora sexta). Luego ocurrió algo que no era muy común. Una mujer se acercó sola a sacar agua. Lo normal era que las mujeres fueran en grupo, junto con otras a sacar agua, llevando sus cántaros. Otra cosa fuera de lo común es que las mujeres solían ir o temprano en la mañana, o cuando ya el sol se estaba escondiendo, justamente para evitar estas horas de calor tan insoportables.
Entonces, por alguna razón, esta mujer no quería compañía. Por alguna razón, ella buscaba estar sola, o no le quedaba otra opción que esa. Todo indica que esta era una mujer con una moralidad cuestionada. Había tenido 5 hombres, y el que la acompañaba actualmente no era su marido, es decir, se encontraba en una relación ilegítima. Probablemente las otras mujeres del pueblo no querían ser relacionadas con ella, no querían mezclarse con esta mujer de mala reputación y mal vivir. Ella, por su parte, quizá tampoco quería ser más expuesta de lo que estaba, y evitaba los grupos de mujeres que pudieran molestarla o juzgarla. Todo indica entonces que era una mujer solitaria.
Podemos imaginarnos que ella quería llegar al pozo, sacar el agua rápido y retirarse, evitando el contacto con la gente. Pero allí estaba Jesús, y lo primero que hace es hablarle, más encima para pedirle un favor: que le diera de beber. Recordemos que este era un pozo, no era una llave de agua potable. Para poder beber, tenías que traer algo con qué sacar el agua, y se calcula que este pozo tenía 30 mt. de profundidad. Entonces, no era simplemente meter el brazo con un vaso y sacar agua, necesitabas un recipiente con una cuerda, y Jesús no andaba trayendo eso. La mujer sí.
Lo primero que hace ella es oponer algo de resistencia. No quiere hablar, no quiere relacionarse. Además, Jesús rompió 2 barreras culturales muy importantes: le habló a una mujer que no conocía, cosa que en ese entonces no era bien vista, y además, siendo Él judío, le habló a una samaritana, y más encima para pedirle un favor. Entonces, ella con razón le pregunta, ya que por las normas de los rabinos judíos, ellos ni siquiera podían tomar del mismo vaso que los samaritanos, ya que los consideraban impuros y podían contaminarse si usaban los mismos utensilios. Entonces, ella debe haber quedado atónita con esta intervención de Jesús.
Pero Jesús, lejos de detenerse, pone el pie en el acelerador. Ya que tenía su atención, ahora quiere capturar su curiosidad. Le dice: “Si tú conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber,’ tú Le habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva” (v. 10). Entonces, Jesús le está diciendo que hay algo que ella no conoce, y que tiene que ver con la sed y con el agua, tiene que ver con toda esa escena del pozo.
Jesús ocupa esa escena de la vida cotidiana, tan común en ese tiempo y en ese lugar como era ir a sacar agua del pozo, para enseñar algo muy profundo a esta mujer, que tenía que ver con la vida eterna. Ella ese día se había levantado como cualquier otro día, había hecho sus cosas durante la mañana, había sacado su cántaro para ir a buscar agua al pozo como de costumbre, pero no sabía que ese día tendría un encuentro extraordinario, que el mismo Señor y Dios la iría a buscar a ese pozo para decirle algo que ella nunca había escuchado, algo que iba a cambiar su vida y su visión del mundo para siempre.
Ahora ella estaba allí, ante Él, y se estaba enfrentando a estas palabras que no podía comprender muy bien. Jesús le decía, “si conocieras lo que Dios te puede dar, si me conocieras a mí, quien te está hablando en este momento, serías tú la que se habría acercado rogando por esa agua que sólo yo te puedo dar, tú me habrías pedido agua, y yo te la habría dado”. Recordemos que Jesús le había pedido agua, y ella no accedió, sino opuso una resistencia, impresionada de la petición del Señor. Pero el Señor le está diciendo que si ella le hubiera pedido a Él esa agua viva, Él se la habría dado sin resistencia.
Esta forma de hablar de Jesús nos recuerda su conversación con Nicodemo, cuando le dijo que tenía que nacer de nuevo, y Nicodemo no entendió, sino que interpretó literalmente las palabras de Jesús, y pensó que debía volver al vientre de su madre ya siendo viejo. Ahora la mujer tampoco entendió muy bien qué era lo que Jesús le estaba diciendo, y pensó que Jesús estaba hablando del agua física.
Además, Jesús le estaba diciendo que Él podía darle agua viva, es decir, de un manantial, una fuente que brota constantemente, que es más deseable que la de un pozo, que es agua subterránea. Ese pozo lo había hecho Jacob, un antepasado muy venerado por los judíos y los samaritanos, tanto así que el nombre de la nación de Israel se tomó del nombre que Dios le puso a Jacob. Jacob era el padre de las 12 tribus de Israel. Fue Jacob quien había hecho ese pozo, tenía un valor incalculable, ¿Acaso Jesús, este forastero extraño que estaba allí en ese momento, se creía mejor que Jacob?
Y Jesús confirma que sí, Él es superior, es antes que Jacob. Jacob les dejó ese pozo del que podían sacar agua física. Esa agua podía calmar su sed pero sólo de forma temporal. El que bebiera de esa agua, luego de un tiempo volvería a tener sed, y se vería obligado a volver al pozo a sacar más agua. Pero el agua que Jesús tenía por entregar no se agota, y una vez que alguien la bebe, no vuelve a tener sed. O sea, no sigue buscando otras fuentes, no sigue sediento intentando calmar esa sed con otra cosa, sino que queda satisfecho, su sed es saciada y no vuelve a tener más sed.
Más aún, quien venga a esta fuente de agua viva, quien venga a beber de esta agua, tendrá a la fuente en sí mismo, él mismo se convertirá en un manantial del cual brota agua que salta a borbotones, y salta para vida eterna.
Ahora, tratemos de ponernos en la mente de una mujer samaritana de ese tiempo, que tenía que caminar bastante con un cántaro para llegar a un pozo, luego bajar el cántaro, subirlo y llevarlo de vuelta más pesado con el agua. Ella sigue pensando en esta agua física. Al escuchar a Jesús, quien le ofrece un manantial de agua viva, fresca, que más encima le quitará la sed para siempre, lo único que ella va a desear es encontrar esa agua.
Es lo que debe haber pasado por la mente de esas 5 mil personas que fueron alimentadas por Jesús. ¡Habían encontrado a alguien que podía darles mucha comida, y gratis! Obvio que debían asegurarse de tener a Jesús con ellos, para que siempre les diera de comer hasta quedar satisfechos, y gratis. Pero Jesús los corrigió, y les dijo: “Trabajen, pero no por la comida que es perecedera, sino por la que permanece para vida eterna, la cual les dará el Hijo del hombre” (Jn. 6:27).
Lo mismo estaba pasando aquí. Ella todavía pensaba en el agua física, pero debía entender correctamente lo que Jesús le estaba diciendo. Por eso Jesús, quien había capturado la atención de esta mujer, y había cautivado su curiosidad, ahora iba a hablar directo a su consciencia. Ella no desearía el agua que Jesús tenía para ofrecer, hasta que no entendiera su necesidad absoluta de esa agua.
Entonces, Jesús le pide que llame a su marido, y ahí se revela el drama de esta mujer. Ella, tratando de ocultar su vergüenza, le dice a Jesús que no tenía marido, pero Jesús conocía perfectamente la historia que había detrás: ella había tenido 5 maridos, y el que tenía actualmente no era su marido, sino que era un hombre con el que tenía una relación ilícita.
En ese tiempo era fácil que los hombres dieran carta de divorcio a sus mujeres si ellas no eran de su agrado, y como la mujer estaba en una posición social vulnerable y precaria, quedaba en una posición muy frágil cuando era despreciada por su marido. Probablemente haría todo lo posible por agradarlo, para no quedar desamparada socialmente. Pero ella había tenido 5 maridos, podemos suponer que alguno de esos murió, y que algunos la despreciaron divorciándose de ella. Sea cual fuera el caso, ella había pasado por varios hombres, y ahora estaba con uno sin estar casada, lo que la ponía en una posición muy vergonzosa como mujer. Las demás mujeres probablemente la juzgaban en público, la evitaban, se burlaban de ella o la rechazaban. Ella necesitaba un hombre que pudiera protegerla y cubrir sus necesidades, y se había entregado a esta relación informal.
Ella trató de ocultar toda esta vergüenza a Jesús, diciéndole que no tenía marido, pero se vio expuesta y desnuda delante de Él, ya que Jesús sabía absolutamente todo sin siquiera conocerla, sin que ella hubiera contado nada sobre su vida. Ella estaba ante alguien que podía saber quién era ella realmente, y aun así, se había interesado en conocerla, conversar con ella, llegar a su corazón, y ofrecerle esa agua que sólo Él podía dar.
Como veremos en el próximo mensaje, esto la maravilló completamente, la hizo dejar el cántaro allí y salir corriendo a contar a todo el mundo que se había encontrado con el Cristo, el Mesías, ese que podía dar agua viva que saciara la sed para siempre. El Cristo, había ido allí, a ese pozo a encontrarse con ella, a comunicarle personalmente algo que ni siquiera maestros de la ley habían escuchado tan claramente: “Yo soy, [el Mesías] el que habla contigo”.
III. Nosotros y la fuente
Hoy nos encontramos con este pasaje, profundamente conmovedor, esta conversación íntima llena de gracia. Jesús fue directamente a buscar a esta mujer, despreciada, inmoral, viviendo en una relación ilícita con un hombre, solitaria, una simple mujer común de Samaria. Fue a ella a quien se reveló personalmente como el Mesías, y a quien le dio a conocer verdades hermosas y profundas que ni reyes ni profetas, ni maestros de la ley habían conocido.
Lo que Jesús dijo a la mujer samaritana nos recuerda Ap. 21:6: “Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida”, y también lo que dijo el mismo Jesús: “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba!” Jn. 7:37.
Pero no se trata de cualquier sed. Como seres humanos, naturalmente ansiamos cosas. Tenemos necesidades físicas que si no satisfacemos adecuadamente, podemos enfermarnos gravemente o morir. Pero nuestra alma también tiene sed, desea fervientemente que sus deseos sean satisfechos.
Lamentablemente, el pecado que hay en nosotros contamina nuestros deseos, y se ven teñidos de maldad. No deseamos sanamente, ni buscamos la fuente que debemos buscar, sino que codiciamos, no estamos contentos con lo que tenemos y ardemos de deseos por cosas materiales, por personas o por placeres buscando que calmen la sed de nuestra alma. Tenemos sed de muchas cosas: sed de ser exitosos, de ser prósperos, sed de bienestar material, sed de placeres, sed de momentos agradables, sed de reconocimiento, sed de aprobación social; en fin, sed de muchas cosas que si son buscadas como el objetivo máximo, sólo esconden vanidad y destrucción.
Pero en estos pasajes no se habla de cualquier sed. No se trata simplemente de querer algo, de querer cualquier cosa. En estos pasajes se nos habla de la sed del Señor, de la única sed que puede ser satisfecha realmente, de la única sed que nos conduce a la vida verdadera, que nos empuja con desesperación hacia esta fuente de vida eterna. No es sólo ansiar algo bueno: es ansiar a Cristo. No es sólo querer estar bien, sino querer ser encontrados en Él, cubiertos por su manto de justicia, saciados de su misericordia, alumbrados por su perdón. No es sólo querer paz, es querer SU paz, la paz que Él vino a traer, la reconciliación con el Señor.
Y que el Señor ejemplifique nuestra necesidad de Él con la sed no es casualidad. La sed es una necesidad apremiante, urge por ser satisfecha, comienza a molestarnos hasta que no podemos hacer otra cosa sino darle atención, si permanece por mucho tiempo comienza a estorbar nuestros pensamientos y en lo único que podemos pensar es en agua fresca.
Y a veces no nos damos cuenta, pero ansiamos lo que sólo el Señor puede darnos. Como dijo Agustín de Hipona, “nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti”. Él ha puesto la eternidad en nuestros corazones, buscamos ser saciados, buscamos aquello que sólo el Señor puede darnos, pero lo buscamos en lugares incorrectos, en aquello que no sacia. Por eso el alma puede estar en esta búsqueda sin saber bien qué busca, hasta que es confrontada con la Palabra viva del Señor, y allí se da cuenta que es eso lo que estaba buscando, ansiando con todo su ser.
Esa agua viva es Cristo mismo, es la salvación que encontramos en Él, es la vida verdadera que sólo Él puede darnos, es la comunión con Él, su presencia, su amor en nuestra vida; Él es esa fuente de agua fresca que nunca se agota, que puede saciar nuestra sed. Si lo encontramos a Él, si bebemos de esa agua viva, fresca, que salta para vida eterna, sabremos que no debemos seguir buscando, sabremos que no debemos ir a otras fuentes, ya que sólo en Él está el agua viva, sólo en Él podemos estar saciados, podemos estar satisfechos y no hay nada más que pueda calmar nuestra sed verdaderamente.
¿Adónde vas cuando tienes sed? ¿Dónde buscas ser saciado? ¿A qué fuente acudes para satisfacer tu necesidad? Cuando te sientes solo, cuando estás angustiado, cuando te ves en aprietos, cuando quieres escapar del vacío y del sinsentido de la vida, ¿Adónde vas? Sólo el Señor puede saciarte, sólo Él es la fuente de agua de vida, sólo Él puede darte esa agua que te saciará verdaderamente, una vez que la bebas encontrarás la verdadera paz para tu alma. ¿Tienes sed del Señor? ¿Ansías su presencia, ansías sus favores, su mano, su rostro resplandeciendo sobre tu vida? ¿Anhelas su mano misericordiosa, su perdón, su consuelo, su paz; o prefieres la que el mundo ofrece?
No seas como el pueblo rebelde de Israel, de quien el Señor dijo: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13). Si cavas tu propia cisterna, tu sed permanecerá, sólo en el Señor está la fuente de agua viva, sólo allí puedes encontrar esa agua fresca, ese manantial que salta a borbotones para vida eterna.
La mujer samaritana había buscado calmar su sed en los hombres. Había idolatrado las relaciones con hombres, buscaba a aquel que pudiera llenar su vida, ser todo para ella, pero no había encontrado más que vergüenza. Muchas mujeres hoy en día siguen haciendo esto, buscan en un hombre sólo lo que Cristo puede darles, y van encontrando desilusión tras desilusión, y nunca pueden estar contentas. Muchos hombres también buscan saciar su sed en las mujeres, empujados por una sociedad erotizada, y utilizan a mujer tras mujer para calmar su sed, pero nunca pueden ser saciados.
- Algunos quieren saciar su sed en sus hijos, y buscan que ellos completen su vida, pero sólo consiguen dañarlos y confundirlos.
- Otros buscan saciar su sed con la TV o las películas, con la farándula y los espectáculos, esperando que las vidas de otros puedan entretenerlos y hacerlos olvidar el sinsentido y el cansancio de la vida; pero no pueden encontrar satisfacción verdadera.
- Otros se vuelvan a buscar conocimiento, saber algo que los haga superiores a los demás, sentirse mejores que el resto de las personas mediocres, pero no encuentran nunca la satisfacción.
- Otros buscan saciar su sed comprando cosas, cuando sienten el vacío en sus vidas intentan llenarlo con compras voraces, pero que nunca logran saciar su sed.
- Otros buscan el esoterismo y los misterios, intentando buscar en lo oscuro aquello que les dé satisfacción, pero sólo consiguen llenar sus vidas de tinieblas.
- Otros se dedican a la vida sana, hacen deportes, cuidan sus cuerpos y los cultivan, pero sus almas están igual de vacías.
- Otros intentan saciar su sed en los placeres, en la pornografía, en el alcohol, en las drogas, en las apuestas y los juegos, todas estas cosas que envuelven totalmente nuestro ser y no permiten pensar en nada más; pero sólo consiguen destruirse y quedar más vacíos.
Así podemos seguir enumerando muchas cosas, pero todas ellas son cisternas rotas sin agua. De todas estas cosas ya se decía en Eclesiastés, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Todas estas cosas son vanas, vacías si se usan para saciar la sed. Sólo nos dejarán más sedientos, y nunca encontraremos satisfacción en ellas.
Cualquier otra fuente que ofrezca calmar nuestra sed, que ofrezca dejar a nuestra alma saciada y satisfecha, no es más que veneno mortal. ¡No bebas esa agua! Sólo Cristo y nada más que Cristo es esa agua viva que llenará nuestro ser, que saciará nuestra sed para siempre, que dejará nuestra alma satisfecha. Él es la fuente de la vida eterna, y si nos acercamos a esta fuente a beber de su agua fresca, en nosotros mismos vivirá Cristo, brotará esa fuente de agua viva. Que así sea.