La soledad de Cristo

(Mr. 14:48-52).

El día de hoy quiero que podamos dedicar esta próxima hora a pensar en la soledad de Jesucristo. No somos mucho de pensar en la soledad de Jesucristo, pero somos muy buenos para pensar en nuestra propia soledad. Por momentos en nuestra vida nos sentimos solos. Nos sentimos abandonados y olvidados. Pensamos que nadie nos quiere, que nadie se interesa por nosotros, que nadie nos saluda, nos sentimos desplazados y solos. Y pareciera que la única soledad que debe ser atendida y aliviada con urgencia es la mía. Pero no es muy frecuente que pensemos en la soledad de Jesucristo. Fuimos creados con un propósito: glorificar a Dios. Estamos en esta tierra para anunciar sus virtudes, para adorarlo y disfrutar siempre de sus atributos perfectos. Por lo general sólo pensamos en nosotros mismos, en nuestras necesidades de compañía, afecto y apoyo, pero no pensamos en la soledad ajena, y menos en la soledad que experimentó nuestro Señor. Quiero entonces que podamos sumergirnos en la próxima hora en esta preciosa verdad, en la verdad de que el padecimiento solitario de Cristo nos otorgó una eternidad en la perfecta compañía de Dios.

Y lo primero que quiero que aclaremos es que cuando hablamos de la soledad de Cristo, no necesariamente nos referimos a algo negativo. La Palabra nos dice que Cristo, el Verbo de Dios, estaba en el principio con Dios. Jesús, como la segunda persona de la Trinidad, antes de crearnos, antes de crear el universo, antes de crear a querubines y serafines, estaba sólo junto a su Padre y su Espíritu Santo. A Dios nada le hacía falta. No nos necesitaba. El Hijo de Dios no se sentía sólo, ni nos creó para sentirse acompañado. El salmo 90:2: “Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios”. Antes que fuesen creados ángeles, animales y hombres, Dios era pleno en sí mismo, y aunque podemos decir que estaba sólo, en aquella eternidad, nadie ni nada le hacía falta.

Tampoco podemos pensar que la soledad de Jesús fuese algo negativo cuando leemos que era costumbre de nuestro Señor el retirarse a lugares apartados y desiertos para orar a solas. Escucha lo que dice el evangelio de Lucas: “Pero su fama se extendía más y más; y se reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades. Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba” (Lc. 5:15-16). Aunque Jesús se rodeó de multitudes, su mayor gozo no se encontraba en la popularidad, sino en la soledad con su Padre. Él se apartaba a lugares desiertos, sin gente, para estar a solas con Dios. Es más, cuando enseñó a orar dijo que debíamos entrar en nuestra habitación y cerrada la puerta, orar a nuestro Padre en secreto. Nuestro Señor acostumbraba a apartarse en la soledad para tener una comunión privada e íntima con su Padre.

Pero en ambos casos, ya sea Jesús antes de la fundación del mundo, como Jesús orando a solas en esta tierra, en ambos casos quiero que notemos que Jesús no estaba totalmente sólo. En la eternidad Jesús estaba con su Padre y su Espíritu Santo, sin necesidad de nada ni de nadie, siendo Dios. Cuando Jesús vino a la tierra, se nos dice que el Espíritu Santo descendió como paloma sobre Él, y la voz del Padre le acompañaba desde el cielo diciendo: “este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17). Cuando se retiró a orar y ayunar 40 días en el desierto, los evangelios nos dicen que Jesús estaba lleno del Espíritu Santo. Y aún en la difícil hora, cuando oraba en el huerto de Getsemaní, nos dice la Palabra que Dios le mandó un ángel para que le fortaleciera. Jesús no había experimentado una soledad absoluta, sino que siempre había estado en una perfecta comunión con su Padre y el Espíritu Santo.

Sin embargo, en el texto que hemos leído podemos notar cómo, desde aquella noche en que el Señor fue arrestado, Jesús empezó a experimentar una soledad progresiva, poco a poco los suyos le iban dejando, hasta alcanzar una soledad absoluta, cuando quedó totalmente sólo en aquel madero de la Cruz. Esa noche en el huerto de Getsemaní se comenzaría a dar una serie de acontecimientos en los que Cristo se enfrentaría al juicio, el látigo y la cruz de los hombres, en una soledad cada vez más profunda. En aquella noche Jesucristo comenzaría a experimentar uno de los aspectos más duros de su padecimiento, y es quedar completamente abandonado, como nunca antes alguien lo había estado. Si alguna vez te has sentido sólo, quiero que escuches este mensaje, para darte cuenta que la soledad que has experimentado es como una gota en el océano de la soledad que vivió nuestro Señor.

Esta soledad es mucho más marcada si consideramos que Jesús, en esta tierra, se rodeó de muchas personas. Desde un inicio su fama se extendió por toda Galilea, Nazaret y Judea. En ocasiones la multitud que le escuchaba era tan grande que no cabían en lugares como casas, calles o plazas. Es por esto que los sermones de Jesús se dieron en un principio en casas, a las que costaba ingresar porque no cabía más gente. Recordemos cuando unos hombres trajeron a un paralítico para que Cristo lo sanara, y como la casa estaba tan atestada de gente, tuvieron que bajarlo por la azotea.

En las playas de Galilea, Jesús tuvo que subirse a un bote para predicar a una inmensa multitud que estaba recostada sobre la arena. Y la fama de Cristo se justificaba en los milagros que hacía y en la singularidad de su enseñanza. Los hombres que le escuchaban se admiraban de su doctrina, dice la Palabra, porque hablaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas (Mt. 7:28-29). “Jamás ha hablado un hombre así” decían los alguaciles del templo (Jn. 7:46). “¿Qué palabra es esta, que con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos, y salen?” (Lc. 4:36). Ellos estaban atónitos ante la presencia y las palabras de Cristo.

Él se rodeaba de grandes multitudes. En dos oportunidades, multiplicó los panes y los peces, en una a 4.000 hombres y en otra 5.000, y ello sólo contando a los hombres, porque mujeres y niños habían muchos más. Cuando fue recibido en Jerusalén, la multitud se agolpó para aclamar su nombre. En Capernaum la gente se agolpaba para que Él pusiera sus manos sobre los enfermos. En este sentido, gran parte del ministerio de Jesús estuvo acompañado por una gran multitud de personas que le seguían a todas partes. De hecho, la principal preocupación de los fariseos es que todo el mundo iba detrás de Jesús (Jn. 12:19). Su popularidad les resultaba peligrosa.

Sin embargo, la presencia de muchas personas escuchándole no era un indicio de que Cristo necesariamente era amado y respetado. Apocalipsis representa a las multitudes como las olas del mar. Ustedes saben que el mar, por momentos, puede ser una taza de leche, pero de un momento a otro puede transformarse en una boca hambrienta que puede arrastrar y ahogar a cualquiera. Y esto Jesucristo lo sabía. Él no se confiaba de las multitudes, porque sabía que éstas siempre deben mirarse con sospecha. Cuando era seguido por muchas personas, nos dicen los evangelios que Él no se fiaba de los hombres, porque conocía sus pensamientos. Él sabía quiénes eran sus verdaderos discípulos y quienes le seguían sólo por los panes y los peces. Él sabía quiénes estarían con él hasta la última hora, y sabía quién le habría de traicionar.

Cuando Jesús les dijo a los nazareos, sus vecinos de su tierra, que Él no sería un profeta acepto en su propia familia, ellos lo tomaron y querían desplomarle desde el monte más alto. Cuando Jesús dijo que Él era antes que Abraham, los judíos tomaron piedras para lapidarlo. Así son las multitudes, no son dignas de confianza. Las mismas multitudes que le decían a Cristo “Hossana, hijo de David”, a la siguiente semana pedían su crucifixión.

En los evangelios se narra que, si bien Jesús predicaba a grandes multitudes, sólo a los discípulos fieles les revelaba el significado de sus palabras. Un ejemplo lo vemos en la parábola del sembrador. Jesús dijo esta parábola sin decirle a la multitud qué significaba. Pero cuando estuvo con sus discípulos más fieles les dijo: “A ustedes les es dado conocer los misterios del reino de Dios, pero a ellos por parábolas”. Aunque el Señor era escuchado por muchos, pocos eran los escogidos. Cuántos han escuchado el evangelio, cuántos han sido expuestos al llamado de Cristo, pero qué pequeño es el puñado de quienes le siguen hasta el fin.

Un ejemplo de eso lo podemos ver en Juan 6. Luego de que Cristo predicó una exhortación difícil, muchos de los que decían creer en Él decidieron darle la espalda. “Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?” decían ellos (Jn. 6:60). Decidieron dejar a Cristo. Y a los que se quedaron, el Señor les preguntó: “¿Ustedes también quieren irse?”, y ellos respondieron: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:68). Muchos son los llamados. Muchos reciben la semilla en terrenos infértiles. Muchos reciben la palabra con gozo por un momento, pero venida la prueba se apartan. Muchos dicen “Heme aquí Señor”, pero al ver los peligros y las exigencias del camino renuncian a ese llamado que con tanta pasión habían jurado.

Muchos son llamados, pero pocos los escogidos. Pocos son los que se quedan al final de la jornada. Pocos son los que le dijeron a Cristo: Señor tú tienes palabras de vida eterna. Sólo uno de los diez leprosos sanados volvió a Cristo para seguirle. Sólo 7.000 hombres no habían doblado sus rodillas ante Baal en tiempos de Elias. Sólo 300 fueron seleccionados para acompañar a Gedeon contra los madianitas. Sólo algunos de entre muchos se quedaron con Cristo. Por eso es que el Señor dijo: “Entrad por la puerta estrecha, porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt. 7:13-14). Por eso es que dijo: “No temáis manada pequeña” (Lc. 12:32). Pocos son los que siguieron realmente a Cristo y pocos fueron los que se quedaron con Él en la noche en que fue traicionado y entregado a sus verdugos.

Y en el texto que leímos podemos ver que ni siquiera esos pocos, que eran de la más alta confianza y cercanía del Señor, ni siquiera esos le hicieron compañía en su hora más difícil. Luego de su última cena, el Señor se retiró a orar a solas en Getsemaní, y siendo la hora en que más necesitaba de la oración y compañía de sus discípulos, los encontró durmiendo cada vez que los visitaba. Un poco antes de lo que leímos en el evangelio de Marcos, en el versículo 34 Jesús les dice a sus discípulos: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad”. El alma de Cristo estaba en la peor angustia jamás imaginada. No sólo se enfrentaría a tratos crueles e inhumanos contra su cuerpo, que sin duda le producirían un dolor incomparable, sino que se enfrentaría a la copa de la ira de Dios.

La ira justa de Dios contra el pecador, Jesús la bebería en su representación. Jesús se haría responsable de nuestros pecados y cargaría con el castigo que merecíamos. Y si Él cargó con nuestros pecados en aquella cruz, cargó con la razón por la cual estamos separados de Dios. Cargó con aquellas querellas que nos excluyeron de la gloria de Dios. Si Jesús cargó sobre sus espaldas nuestros pecados, en la cruz se enfrentaría a la separación de Dios. Se enfrentaría a esa relación rota que nosotros teníamos con Dios. Se enfrentaría a ser abandonado por su Padre. Y esto es lo que causa la angustia de Cristo, el tener que romper la comunión que desde la eternidad tenía en amor perfecto con su Padre Dios.

Jesús fue impecable, sin pecado. No hizo mal alguno ni se halló engaño en su boca. Aunque fue tentado en todo según nuestra semejanza, fue sin pecado. Cada latido de su corazón, cada pensamiento de su mente, cada palabra que salía de su boca, cada lugar donde ponía sus ojos, cada respiración que salía de su nariz, cada acción de su persona la hizo en obediencia a los mandamientos de Dios. Ni aun en mil años de lamento, podríamos siquiera dimensionar el dolor que le causó a Cristo el que se haya roto la relación eterna y perfecta que tenía con su Padre, cuando cargó con nuestros pecados.

“Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad”. Cuánto ánimo y gozo nos causa el saber que uno de nuestros hermanos está orando por nosotros cuando estamos pasando por dificultades. Cuánta fuerza, cuan fortalecidos, cuando acompañados nos sentimos con las oraciones de nuestros hermanos. Pero esto es algo con lo que Cristo no contó. Si leemos el versículo 37 nos dice que “Vino luego y los halló durmiendo”. Y esto no sólo ocurrió una vez, sino que usted lo puede ver también en el versículo 40. Allí en esa hora de angustia, cuando su sudor eran como gotas de sangre, cuando nuestro Señor comenzaba a cargar mis pecados y los tuyos, ahí cuando más necesitaba de compañía, apoyo y oración, se encontró en la más honda y oscura soledad.

Y estamos hablando de un círculo cercano de discípulos que Jesús sabía de antemano que le iban a dejar sólo. Miremos lo que dice el versículo 26 en adelante: “Cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: Todos os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Entonces Pedro le dijo: Aunque todos se escandalicen, yo no. Y le dijo Jesús: De cierto te digo que tú, hoy, en esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces. Mas él con mayor insistencia decía: Si me fuere necesario morir contigo, no te negaré. También TODOS DECÍAN LO MISMO” (v.26-31). Todos en esa noche estaban jurándole a Cristo que se mantendrían fieles, e incluso darían su vida por Él. Pero eso contrasta mucho de lo que leemos en el versículo 50: “Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron”.

Aunque se haya producido un pequeño forcejeo con alguno de los discípulos, todos ellos huyeron como conejos. Esos pocos, ese círculo cercano que había sido fiel hasta el final, ahora huían como pajarillos que sienten un disparo. El más confiable de todos ellos le dio el beso amargo de la traición. El más aguerrido y decidido de ellos le negó tres veces antes que el gallo cantara. El que decía que más le amaba, no pudo ir sólo a verlo a la cruz, sino que debía estar escondido en las espaldas de María. Amigo mío, cuando te digo que Jesús quedó sólo, es porque quedó completamente sólo.

Es más, quedó tan sólo que, nos dicen los versículos 51 y 52, uno de los jóvenes que le seguían y que cubría su cuerpo con una sábana, poco le importo haber quedado desnudo, con tal de no estar cerca de Cristo. A él no le importó haber quedado totalmente desnudo, con tal de que no le asociaran con Cristo. La frase que más se repitió esa noche fue “No conozco a ese Jesús”. Ninguno de los evangelios nos dice que alguno de sus discípulos haya rendido su vida para evitar la captura, el juicio, los azotes y la crucifixión de Cristo. Todos brillaron por su ausencia.

“Vosotros sois mis amigos” (Jn. 15:14), les dijo el Señor en aquella última cena. ¿Y mira qué clase de amigos? Cuando más se requería el consejo, la oración, la compañía y el apoyo de sus amigos, se encontró con la más triste soledad. En este momento en que Cristo se enfrentaba a golpes, látigos y clavos, no se escuchó a ninguno de sus amigos decirle: “Señor, ten ánimo, cumple tu obra”. ¿Quién escuchó a alguno de los discípulos de Cristo gritar por él en lugar de Barrabás? Esos pocos que debían ser el sostén anímico de su Señor para enfrentar la copa de la ira, se ocultaron en sus madrigueras, mirando de lejos la suerte del Maestro.

Poco a poco el Señor iba quedando completamente solo. Aun colgando en la cruenta cruz, aún allí seguía orando a su Padre, con la más dulce y conmovedora petición de toda la Escritura: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Aunque todos le habían abandonado su Padre aún le escuchaba.

Pero esto no fue así durante toda esa crucifixión. Porque Cristo experimentó una soledad que nunca nadie podría haber experimentado. Si leemos más adelante en el capítulo 15 versículos 33 y 34 nos dice: “Cuando vino la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Nuestro Señor gritó en esa cruz: ¡Padre, por qué me dejas! ¡Por qué me has dejado sólo! Y esto no fue una obra de teatro, esto realmente ocurrió. Realmente el Padre estaba abandonando a su Hijo. Realmente el Hijo de Dios estaba siendo desamparado por su propio Padre. Mathew Henry dice sobre esto que Cristo no se quejó de que sus discípulos le abandonaran, pero sí sintió un profundo dolor cuando su Padre le abandonó.

Y esto, como explicábamos antes, se debe a que Cristo, en aquella hora novena, estaba bebiendo toda la copa de la ira de Dios por causa de nuestros pecados. 2 Co. 5:21 nos dice que “Al que no conoció pecado (Jesús), por nosotros Dios le hizo pecado”. Cristo es el Cordero de Dios, destinado desde antes de la fundación del mundo, para cargar con nuestros males. Y si Cristo estaba representando en aquella cruz nuestras vidas impías, Dios no podía estar en comunión con Él. Una vez que Cristo asume la culpa de sus representados, una vez que este Cordero carga en su cabeza con la maldad de su pueblo, una vez que a Jesús le es imputada nuestra injusticia, Dios no puede tener comunión con Él. Ante el pecado, la reacción de Dios es ira. Eso dice la Escritura: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda injusticia e impiedad de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Ro. 1:18).

Él no murió sólo por aquel pecado que nos avergüenza más. Él no murió sólo por los pecados de una sola persona. Él murió por todos los pecados de toda la vida de millares que en aquel día final adorarán al Cordero. Un sólo pecado ya causa el justo y eterno desagrado de Dios. Imagina cuánta fue la ira que tuvo que soportar Cristo al morir por todo su pueblo. Dios tenía que abandonar a su Hijo, para poder descargar su ira sobre la culpa que Él estaba asumiendo habiendo sido justo e inocente.

Nadie ha experimentado una soledad tan grande como la que vivió Cristo. Si alguna vez te has sentido sólo, no hay comparación con la soledad de Cristo. Aun cuando eras incrédulo, en tu tiempo cuando aún no conocías al Señor, podrías haber dicho que estabas sólo, pero Dios estaba dándote la vida, preservándote y preparándote para aquel día en que rindieras tu vida a Él. Y cuando ya conocemos al Señor, aunque Cristo haya ascendido, puedes cantar con confianza: “Aunque Él se fue, sólo no estoy, mandó al Consolador”. Puede que te hayas sentido sólo siendo aún cristiano, te hayas sentido desplazado, menospreciado, abandonado, pero puedes recordar la promesa fiel de Jesús: “He aquí yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”.

Y aún aquellos hermanos que han sido puestos bajo crueles maltratos, persecuciones, torturas y aún la misma muerte, incomunicados en celdas oscuras y malolientes, aún allí pueden encontrar al Señor en sus oraciones y aún en el máximo dolor ser fortalecidos. Sin embargo, Cristo vivió el más completo desamparo. Tú y yo, siendo pecadores, y grandes pecadores, podemos disfrutar de la santa compañía de Dios, porque Jesucristo fue desamparado por amor a nosotros.

Sólo podemos tener comunión con Dios sobre la base del sacrificio de Cristo. Sólo podemos disfrutar de la presencia, la compañía y el amparo de Dios, porque Cristo vivió la soledad de nuestro infierno. Tú has leído y escuchado estas palabras: “No temas, porque yo estoy contigo” (Is. 41:10). Pero ¿cuál fue el precio de esta promesa? Quee Cristo haya sido desamparado. Tú has leído o escuchado el salmo que dice: “Joven fui, y he envejecido, Y no he visto justo desamparado” (Sal. 37:25). La razón por la que somos justos es por la fe en Jesucristo, que sí fue desamparado en aquella cruz. Tú has leído o escuchado el salmo que dice: “Aunque ande en valle de sombra de muerte no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Sal. 23:4). Él estará contigo, porque experimentó la soledad que tú debías. Cristo pagó con su soledad esa divina compañía.

Y quiero que pienses un momento en esto. En el infierno nadie responde las oraciones. Por más que las almas que están allí griten y pidan auxilio, no encontrarán respuesta alguna. En ese lugar, lo único que se conoce de Dios es su ira. Los clamores de esas almas no son escuchados por Dios. No hay paz para ellos, no hay misericordia ni gracia alguna. Y Cristo, Cristo bebió la copa de la ira de Dios. Él experimentó con todas sus letras, nuestra condenación. Él vivió en esa cruz ese infierno. Él experimentó lo que el alma condenada, desdichada y sin esperanza tiene en aquel lago de fuego. Él lo vivió, Él fue desamparado.

Escuche lo que dice el Salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes; Y de noche, y no hay para mí reposo… En ti esperaron nuestros padres; Esperaron y tú los libraste. Clamaron a ti, y fueron librados; Confiaron en ti, y no fueron avergonzados. Mas yo soy gusano, y no hombre; Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo” (Sal. 22:1-2,4-6). En aquella cruz, el Señor Jesús experimentó ese silencio. El Señor vivió ese desamparo que representa el infierno. Él vivió lo que significa clamar de día y de noche, y no obtener respuesta. Él vivió nuestra desesperanza, Él vivió nuestra desdicha, Él bebió nuestra copa.

¡Oh que precioso es nuestro Salvador! Esos discípulos suyos no merecían ni el más mínimo respeto, pero se encontraron con el más precioso Redentor. Aquel que huyó desnudo de su presencia, encontraría en el cuerpo desnudo y crucificado de Cristo a Aquel que cubriría su injusticia. No tenía por qué experimentar la soledad de nuestro infierno, pero voluntaria y amorosamente se humilló para llevar a muchos hijos a la gloria. Cuando pienses en que el Señor es contigo, no olvides que es posible por la soledad que vivió su Hijo.

Cristo estuvo sólo en la cruz para que tú no estés sólo en la eternidad. El mejor antídoto contra la sensación de soledad que vivimos a lo largo de nuestra vida es sujetarnos a las promesas de compañía y protección que Dios hace a su pueblo en su Palabra. Dios no nos ha prometido la compañía permanente de una familia numerosa, la cercanía de muchos amigos o el aplauso y el reconocimiento de muchas personas. Por el contrario, Jesús dijo que los enemigos del hombre serán los de su casa. La verdad del evangelio trae división en las familias. Si el dios de tu vida es tu familia, no querrás al Cristo que la desuna.

Si el dios de tu vida son tus amistades, parientes, vecinos, colegas, quienes pueden reconocerte y aplaudirte, no querrás al Cristo que te obligará a anunciarles un evangelio que puede causar en ellos ofensa, discordia y desprecio. Cristo nos ha prometido su divina compañía, aún si todos los hombres nos dieran la espalda. No sólo estará con nosotros, mediante su Espíritu Santo, sino que nos ha regalado una familia cuyo vínculo no se quebrará con la muerte. Nos ha incorporado a una familia que trasciende más allá de este mundo. El Señor nos ha añadido a su Iglesia, a la familia de la fe.

Oh qué gozo le produjo al Cristiano del Progreso del Peregrino el haberse encontrado con Fiel. Cuanto gozo le produjo haberse encontrado con otro que amaba al mismo Jesús, y experimentaba sus mismas pruebas, sus mismas lágrimas, y que transitaban hacia el mismo lugar. Si estás en medio nuestro y aún no experimentas ese deseo que tienen los cristianos de acompañarse mutuamente, es porque posiblemente no estés en el camino. Los cristianos desean el acompañarse mutuamente. No se congregan por cumplir, no se congregan por el qué dirán. Nos congregamos porque deseamos ver a Cristo en nuestros hermanos. Nos congregamos porque necesitamos de sus oraciones, de escuchar sus luchas, de socorrerles en sus necesidades, de compartir largas horas hablando de Cristo.

Jesús quedó sólo para ganar un rebaño. No murió por un grupo de osos o leones solitarios. Él murió por un rebaño de ovejas, que son los animales que para sobrevivir necesitan estar juntos. La soledad de Cristo ganó el que sus hijos no estén nunca más sólos.

Por esto, el pensar en la soledad de Cristo también nos permite reflexionar sobre nuestras actitudes frente a la soledad. Muchas veces quizás nos sentimos abandonados por la propia iglesia. Sentimos que los hermanos no tienen interés en nosotros. Se han olvidado de nosotros. Cuando hemos llegado nos han invadido de mensajes, llamados, oraciones, saludos, pero cuando han llegado nuevas almas, ya no eramos los nuevos, y empezamos a sentir que nos han olvidado, que ya no somos tan queridos, que ya nadie nos saluda ni se interesa por nosotros. Y eso, en lugar de acercarnos más a la comunión, nos hace despreciar la comunión, y a decir: “Estos hermanos no han hecho por mí, lo que quisiera que me hicieran, y por tanto me alejaré de ellos. Les falta amor”.

Pero tan sólo piensa si Jesús hubiese tenido una actitud similar. Imagina si Jesús hubiese dicho de nosotros: “Estos con suerte oran una hora y ya están cansados, ¿por qué me expondré a la más difícil soledad para que éstos ingratos e impíos disfruten de una eterna compañía?”. No, Él voluntariamente decidió ofrendar su soledad, para que nosotros tuviésemos esta comunión con Dios. Si Cristo pagó con su soledad, el que no estés más sólo, no te alejes de su pueblo. Imagina la falta de amor de los discípulos de Cristo, y observa cómo Cristo aún así murió por ellos. No deshonres la soledad de nuestro Señor, quedándote sólo sin el pueblo por el que Él murió. Hebreos 12 nos dice que hemos sido acercados “a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos… por la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (He. 12:23-24)

Amigo mío, tú que no has creído aún en Cristo, te exhorto a que creas en este Cristo que fue desamparado en aquella cruz. O has recibido la ira de Dios en la cruz de Cristo, o la recibirás cuando mueras en tus pecados. O estás en la compañía de Dios por la soledad que vivió Cristo, o estarás sólo cuando seas alcanzado por Dios en tus pecados. O tus pecados fueron cancelados en la cruz de Cristo, o serán pagados por ti en el infierno.

Hermano amado, nunca olvides que hubo uno que tuvo que soportar en la más completa soledad la culpa por tus pecados, para que puedas confiar en su promesa: “No temas, yo estoy contigo”.