Domingo 16 de mayo de 2021
Texto base: Apocalipsis 1:9-20 BLA.
Desde que ha existido el pueblo de Dios en este mundo, se ha enfrentado a oposición, persecución, sufrimiento y tentaciones desde afuera; y desde dentro ha tenido que lidiar con divisiones, conflictos, traiciones, así como la debilidad y torpeza por su propio pecado. Esta realidad que han enfrentado nuestros hermanos en el pasado, es a la que debemos hacer frente hoy, y la que deberán afrontar los discípulos de Cristo hasta que Él venga.
Como hemos señalado, el Señor entregó el libro de Apocalipsis con el propósito de animar y consolar a la Iglesia que lucha en la tierra mientras persevera en la fe y se dirige a su meta. ¿Qué necesita tener claro esta Iglesia que aún peregrina en esta tierra? Debe saber quién es su Señor, lleno de gloria y majestad, que tal como ha sido anunciado desde antiguo por los profetas, juzgará a Sus enemigos y exaltará a Su Iglesia.
A través de esta primera visión de Juan en el libro, analizaremos nuestro llamado como Iglesia en el mundo, la majestad del Señor Jesucristo al cual servimos y cómo eso debe impactar nuestras vidas, cambiando por completo nuestra perspectiva.
I. El mensajero
Apocalipsis inicia con un prólogo (vv. 1-3) que señala que el libro es la revelación de Jesucristo, que fue entregada a Juan para que dé a conocer a los siervos de Dios aquellas cosas que han de suceder pronto, y declara bienaventurados a quienes atienden a las palabras de esta profecía. Continúa con un saludo a las siete congregaciones que recibirían esta carta, sabiendo que en ellas se ve representada toda la Iglesia de Cristo, en todo tiempo y lugar. Allí les recuerda la salvación del Dios Trino, la gloria de Cristo como Salvador y la certeza de su venida.
Después de estas cosas, Juan introduce el mensaje del libro, donde nos permite ubicarnos: se presenta como mensajero, aclarando en qué contexto recibió esta revelación de Jesucristo, a quién va dirigida específicamente y cuál es la gloria del Cristo que se está manifestando a Su Iglesia, lo que se refleja en esta primera visión que analizaremos.
Como quedará claro, Juan en esta sección representa a toda la Iglesia en esta visión de Cristo, en su condición de Apóstol del Cordero, es decir, un testigo autorizado por Cristo mismo para hablar de parte de Él. A través de sus ojos y su testimonio, vemos por la fe la gloria de Jesucristo.
Juan se presenta como hermano y compañero (copartícipe) de quienes recibirán esta carta, es decir, los creyentes de las siete iglesias en Asia menor, y en último término, toda la Iglesia de Cristo. Son términos que se complementan y lo ponen pie de igualdad con ellos. Él no usó su condición de Apóstol para encumbrarse sobre los demás. Su cercanía a Cristo y el privilegio del que disfrutó al recibir esta revelación, no hicieron que creciera su orgullo, sino que profundizara su humildad. Esto nos enseña que mientras más cerca estemos de Cristo, más cerca estaremos también de nuestros hermanos.
Ahora, es importante considerar qué es lo que compartimos como hermanos y compañeros: ¿fama, lujos, prosperidad, riquezas materiales? No, sino la tribulación, el reino y la perseverancia.
Juan no hablaba desde una nube, ni desde la seguridad de un cómodo refugio. Él hablaba desde la experiencia de todo esto: estaba exiliado en la incómoda isla de Patmos, por causa de la Palabra de Dios y el testimonio de Jesús. Básicamente por creer y predicar a Cristo, tal como estamos llamados a hacerlo nosotros.
Patmos es una pequeña isla de unos 34 km2 en el mar Egeo, y que hoy pertenece a Grecia. “[T]enía una pequeña colonia penal romana usada para personas que eran consideradas peligrosas para el orden público” (BER). “De acuerdo con la tradición conservada por Ireneo, Eusebio, Jerónimo y otros, Juan, el autor del Apocalipsis, fue deportado ahí en el décimo cuarto año del reinado de Domiciano y, posteriormente, puesto en libertad en Éfeso bajo el reinado de Nerva (96 d.C.)”.[1]
Quienes recibirían esta carta no se encontraban mucho más tranquilos. Iglesias como las de Esmirna, Pérgamo y Filadelfia estaban enfrentando férrea persecución, y varias otras debían enfrentarse al acoso y la oposición de su entorno. Otras, como Sardis y Laodicea, se habían dejado corromper por el mundo que las rodeaba, y luchaban por sobrevivir espiritualmente. De verdad estaban siendo hermanos y compañeros en la tribulación, el reino y la perseverancia.
De modo que somos hermanos y compañeros:
i. En la tribulación: porque como dijo Jesucristo, “Si ustedes fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no son del mundo, sino que Yo los escogí de entre el mundo, por eso el mundo los odia” (Jn. 15:19 NBLA). Por eso dice también la Escritura: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:22). Estamos en un conflicto universal, una tensión profunda, intensa y permanente porque pertenecemos a una nueva creación, pero vivimos en un mundo bajo el pecado. “Estas dificultades deben ocurrir inevitablemente por razón de la venida del reino de Dios. Para los cristianos, las dificultades forman parte necesaria del mundo en el que Dios los ha colocado como pueblo suyo”.[2]
ii. En el reino: “Porque Él nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de Su Hijo amado” (Col. 1:13). Ese reino prometido en el Antiguo Testamento y que vino en Cristo, se hace visible en quienes son la Iglesia, y se establecerá por completo en la segunda venida de Cristo. Pero ya podemos llamarnos compañeros y copartícipes en el reino.
iii. En la perseverancia: La palabra en el original también se traduce como tener paciencia y resistir. Hay una pequeña frase que aquí hace un mundo de diferencia: ‘en Jesús’. No perseveramos por nuestros propios medios ni en nuestras fuerzas: si podemos dar siquiera un paso adelante en la fe y esperar con paciencia en medio del sufrimiento, es sólo porque estamos ‘en Jesús’. Somos unidos a Él por la fe y vivimos en esa unión con Él, que es lo único que nos permite perseverar.
Consideremos que ser hermanos y compañeros en esto es una forma algo más larga de decir que somos cristianos, y compartimos estas cosas con todos los creyentes, de todo tiempo y lugar.
Al recibir esta revelación, Juan se encontraba “en el Espíritu”, es decir, esto quiere decir que el Espíritu Santo vino sobre Él una de manera especial para mostrarle todas las cosas que debía registrar. Encontramos esta expresión en profetas como Ezequiel (37:1). No es lo mismo que cuando nosotros andamos en el Espíritu, sino una revelación única que recibió como Apóstol. Como creyentes no estamos llamados a buscar nuevas revelaciones, sino a conocer y sujetarnos a las que Dios ya nos entregó.
Cuando recibió esta visión, era domingo, el que es llamado por Juan “el día del Señor”. Esta forma de referirse al domingo la encontramos en los cristianos de la iglesia primitiva desde el s. I, y se le llama así porque es el día en que Cristo resucitó. Por eso también le llamamos de esta forma hoy, uniéndonos así a la Iglesia de Cristo a lo largo de la historia.
Lo primero que oye Juan es la voz de Jesús, en quien ya nos concentraremos con más detalle. Se trata de una voz muy particular, porque es como el sonido de una trompeta. Las trompetas eran usadas en la antigüedad para reunir a los ejércitos en caso de guerra, o a los ciudadanos en situaciones de invasión o catástrofe. Esta expresión de la voz como trompeta se usa en los profetas Isaías (58:1) y Jeremías (4:5). Luego es mencionada en el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos (Mt. 24:31), y por el Apóstol Pablo (1 Tes. 4:16), siempre está relacionada con un llamado de alerta, porque Dios va a intervenir derramando juicio o calamidad, y se aplica en último término al juicio final.
Por tanto, Jesucristo quiere transmitir aquí un fuerte llamado a Su Iglesia, representada en estas siete congregaciones de Asia Menor: el fin de las cosas se aproxima, la consumación llegará, el juicio será derramado sobre el mundo y la Iglesia de Cristo debe estar informada y alerta sobre estas cosas, esperando el retorno del Salvador mientras perseveran en fidelidad.
Por eso Él ordena a Juan: “Escribe, pues, las cosas que has visto, y las que son, y las que han de suceder después de estas” (v. 19). Esto significa es que las Palabras de esta profecía abarcan toda nuestra era, desde la ascensión de Cristo hasta su segunda venida en gloria. El punto de fondo es que “Jesús está en total control de todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá”.[3]
Por ello, recordemos la bienaventuranza en el v. 3: debemos disponernos intencionalmente a conocer lo que nos dice el Señor Jesucristo en este libro, y guardar sus Palabras porque ellas son fieles y verdaderas.
II. La visión
Antes de entrar en el contenido de la revelación, la Iglesia debe considerar a quien la da, es decir, a Jesucristo. Él no es presentado aquí como ese Cordero en humillación que va al matadero en silencio, sino que se describe en su gloria, lleno de poder y majestad. Esta visión del Cristo glorificado es clave para entender no sólo las cartas particulares a las siete iglesias, sino todo el resto del libro.
Lo que debemos considerar con toda seriedad es: A) lo que se dice de Cristo, y B) lo que Cristo dice de sí mismo. Cómo Juan lo describe, y la manera en que Cristo se presenta.
A. Lo que se dice de Cristo
Quien hablaba a Juan era uno semejante al Hijo del Hombre. Este título se toma de Daniel cap. 7: “he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. 14 Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (vv. 13-14).
El título se refiere al Mesías, y Jesús lo aplicó a sí mismo durante su ministerio terrenal en diversas ocasiones, como destacan sobre todo los Evangelios según Marcos y Lucas. Se relaciona con la promesa sobre el Hijo de David que reinaría para siempre en justicia, con un Trono que nunca podría ser conmovido (2 S. 7).
Ahora, al considerar estas características que se dan sobre Él, es claro que “Esta visión no es una descripción física de Cristo, sino un conjunto de símbolos del Antiguo Testamento que representan su gloria” (BHR).
Esa imagen del Hijo del Hombre majestuoso, que recibe el dominio sobre todo pueblo, nación y lengua es lo que debemos tener en cuenta aquí. Su reino no es humano ni terrenal, sino celestial y eterno, que impacta a todo este mundo, pero que no es de este mundo, es decir, no nace de él ni de su lógica corrupta.
La descripción que se da aquí del Cristo glorificado corresponde también a las visiones de Daniel. Por ejemplo, en la visión que tuvo a orillas del río Tigris, Daniel dice: “alcé los ojos y miré, y he aquí, había un hombre vestido de lino, cuya cintura estaba ceñida con un cinturón de oro puro de Ufaz. 6 Su cuerpo era como de berilo, su rostro tenía la apariencia de un relámpago, sus ojos eran como antorchas de fuego, sus brazos y pies como el brillo del bronce bruñido, y el sonido de sus palabras como el estruendo de una multitud” (Dn. 10:5-6). El Señor claramente quiere que identifiquemos a Cristo también con esas visiones. Es el cumplimiento del mensaje, los anuncios y las promesas de los profetas.
Podemos ver que toda esta descripción nos habla sobre excelencias de Cristo:
i. Poderoso en Majestad: su túnica que llega hasta los pies y el cinto de oro que lo cruza, nos habla de dignidad, majestad y gloria. No es el siervo sufriente que nació en un lugar rodeado de animales y que no tenía dónde recostar su cabeza, sino el Rey glorioso que gobierna sobre todo y está exaltado por encima de todas las cosas. Esta imagen también nos permite verlo como Sumo Sacerdote de Su pueblo.
ii. Poderoso en Sabiduría: su cabeza y cabellos blancos como nieve nos dan la idea de llenura de sabiduría y conocimiento. Es interesante que Daniel describe así al Anciano de días (7:9), y aquí se aplica a Jesucristo, demostrando su divinidad. En la actualidad, la ancianidad es algo que avergüenza, todos quieren ser y parecer jóvenes, y ser considerados como tales, pero en la Escritura la ancianidad es honra y sabiduría, que en este caso se usan para describir a Jesucristo glorificado.
iii. Poderoso para juzgar: sus ojos como llama de fuego nos hablan de que Él puede ver todas las cosas, conoce todo y escudriña hasta lo más profundo. Como dice la Escritura: “El Seol y el Abadón están delante de Jehová; ¡Cuánto más los corazones de los hombres!” (Pr. 15:11); y “Jehová está en su santo templo; Jehová tiene en el cielo su trono; Sus ojos ven, sus párpados examinan a los hijos de los hombres” (Sal. 11:4). El Señor usa este conocimiento de todas las cosas para su juicio, en el que Sus redimidos serán salvos sólo por gracia, pero ninguno de los que vivieron en rebelión escapará. Esta imagen del juicio se fortalece con los pies que son como bronce bruñido, que nos habla de la majestad de Dios en el juicio, recordando lo que dijo Jesucristo: “el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, 23 para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Jn. 5:22-23).
iv. Poderoso en Su Palabra: Su voz es como un estruendo de muchas aguas. Aquí podemos imaginarnos el sonido ensordecedor del mar cuando está agitado y sus olas golpean las rocas con fuerza. Esto nos habla de la inmensidad de Cristo como Dios, el poder de Su Palabra que lo llena todo, con un mensaje de importancia universal. También se habla de la espada aguda de dos filos de su boca, que nos dice que, tal como todas las cosas fueron creadas por medio de la Palabra, así también por medio de Su Palabra destruirá a sus enemigos: “De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso” (Ap. 19:15).
v. Poderoso en santidad y gloria: su rostro brilla como el sol cuando está en su máximo fulgor. La luz en la Escritura suele relacionarse con la gloriosa santidad de Dios, y con la vida que hay en Él. El Apóstol Pablo habla del “solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, 16 el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible” (1 Ti. 6:15-16). Esto nos dice que Cristo está más allá de todo, por sobre todas las cosas, exaltado y lleno de gloria.
vi. Poderoso en Su pueblo: está en medio de los siete candelabros y tiene las siete estrellas en Su mano. Ahondaremos luego sobre esto, pero nos dice que está en pleno dominio y cuidado sobre Su Iglesia, de manera que podemos estar confiados en Él.
En una visión siempre debemos buscar lo que comunica el cuadro completo, y aquí presenta a un Cristo exaltado en gloria, lleno de poder, que está pronto a derramar Su juicio como Rey de reyes y Señor de señores, pero que al mismo tiempo guarda a los suyos y les da salvación.
Es interesante que estas características luego se distribuyen en el saludo de las cartas a las siete iglesias, y aparecen después a lo largo del libro describiendo la gloria de Cristo.
B. Lo que Cristo dice de sí mismo
Ante esta visión, Juan cayó como muerto, lleno de temor. Pero Cristo le dijo: “no temas”. Lo hermoso es que la razón para no temer no es que Jesús no fuera digno de esta reverencia, porque luego el Señor sigue presentándose lleno de poder y majestad. El punto es que Él tiene el poder para consumirnos, y eso es lo que merecemos por nuestro pecado, pero en lugar de eso decide amarnos y salvarnos.
Se presenta aquí como:
i. El primero y el último: Como vimos, esto sería como decir hoy: “Yo soy la A y la Z”: nadie es antes que Él ni podrá decir que permaneció después que Él. Nadie es eterno como Él, domina de principio a fin y su reino no tiene término, por lo cual merece toda honra y alabanza. “Esta frase se refiere a la completa soberanía de Dios sobre la historia humana, de principio a fin, y su uso aquí, por el Cristo exaltado, muestra que Él, también, es Señor sobre la historia, eliminando así cualquier duda sobre su divinidad” (BER).
Pero esta afirmación no sólo habla de la eternidad del Señor: también nos habla de Su presencia con nosotros: es el que estuvo, está y estará con nosotros siempre. Es lo que prometió Jesucristo: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Su presencia continua con nosotros por Su Espíritu es lo que nos da el poder para perseverar hasta el fin, y que podamos caminar con alegría aunque pasemos por valles de sombra de muerte.
ii. El resucitado: Es el que realmente murió, pero que hoy vive. Jesucristo fue tragado por el sepulcro y permaneció allí sin vida. Su muerte no fue una mera metáfora ni un simbolismo, sino plenamente real. El mismo Juan que registró esta visión, testificó el momento en que Jesús fue traspasado con una lanza en la cruz (Jn. 19:35). Sin embargo, resucitó al tercer día con poder y fue levantado en gloria.
iii. El que tiene las llaves de la muerte y el Hades: En su cumplimiento de su misión como el Mesías Salvador de Su Iglesia, logró plena autoridad sobre el sepulcro y la muerte (esto implica tener las llaves), los que ya no tienen victoria sobre los hijos de Dios, puesto que han sido vencidos por Jesucristo. Ni la muerte ni el sepulcro podrán vencer a la Iglesia, por eso Jesucristo afirmó que las puertas del Hades no prevalecerían contra ella (Mt. 16:18), sino que ella saldrá victoriosa del sepulcro y la muerte espiritual para habitar en gloria con Su Salvador. Habiendo vencido a la muerte, vive por los siglos de los siglos. Venció al sepulcro desde dentro, porque Él mismo es la resurrección y la vida, y por tal razón no podía ser retenido por la muerte: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, Ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Sal. 16:10). Esto es hermoso por sí mismo, pero también por lo que significa para nosotros. Sí, porque la Escritura dice que, tal como ahora llevamos la semejanza caída de Adán, luego seremos transformados según la gloria de Cristo: “Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales” (1 Co. 15:48). En consecuencia, así como es el cuerpo de Cristo glorificado será el nuestro, y el que vive por los siglos de los siglos nos está asegurando que viviremos así con Él y como Él.
Por eso dice la Escritura: “«Devorada ha sido la muerte en victoria. 55 ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh sepulcro, tu aguijón?» […] a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:54-55,57 NBLA).
El cuadro completo que se presenta aquí nos habla de Cristo como: i) el Sumo sacerdote que sirve a Dios entre los candeleros de oro, en el templo de Dios; ii) el Mesías Rey a quien el Padre dio un reino eterno y poder para el juicio universal; iii) el Dios eterno, Anciano de días; y iv) el Mensajero celestial cuyas palabras atraviesan el alma y destruyen a Sus enemigos (BHR). Es el Rey Santo que viene a purificar a su iglesia y para derrotar a Sus enemigos en juicio.
III. La reacción
Luego de revisar esta gloriosa visión, terminaremos meditando sobre nuestra respuesta ante ella. Para ello, tendremos en cuenta la reacción de Juan, para aprender de ella.
i. Santo temor: ante la visión, el Apóstol Juan cayó como muerto. Fue vencido por la gloria y la majestad de Dios, que contrastaban con su propio pecado. Esta es la reacción que tuvo Isaías cuando vio la gloria de Cristo: “Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5).
Ante una visión tan clara de la gloria de Cristo, la única reacción posible de un pecador es llenarse de un Santo temor de Dios al ver su propia inmundicia y pequeñez contrastada con la santidad y la inmensidad de Dios que lo llenan todo. ¿Se imaginan a Juan o Isaías después de estas visiones haciendo bromas sobre la Palabra de Dios o compartiendo memes sobre Jesús? Sin duda, la triste y espantosa irreverencia que se observa incluso en medio de los cristianos se debe a que no hay conciencia de esa santidad gloriosa de Dios, quien también es llamado “fuego consumidor” en la Escritura (He. 12:29). Esta es una muestra más de la divinidad de Cristo, pues es el protagonista tanto de la visión de Isaías (Jn. 12:41) como de la de Juan, de manera que merece el mismo temor y adoración que el Padre. Debemos también analizar nuestra disposición ante lo que hemos leído. ¿Crees realmente estas palabras? Si es así, sabrás entonces que debes recibirlas con el mismo temor que tuvo Juan. Aunque no hayas preenciado esta visión directamente, si la recibes por la fe, entonces debes disponer toda tu vida a servir a este Cristo glorificado que está lleno de majestad y está en control de todas las cosas. Esto es lo que dice el Señor: “miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Is. 66:2).
ii. Seguridad: podemos suponer que luego de esta visión, el emperador Domiciano, aún con todo su poder, no representaría una real amenaza para Juan, ni una razón para temer. ¿Quién era Domiciano ante este rey de Reyes y Señor de señores? Ese mismo efecto debía producir en los hermanos de las congregaciones que recibieron esta carta, y es el que debe generar en nosotros: Ningún poder humano, ni tiranía, por imponente que parezca, está por sobre el Primero y el Último, quien estuvo muerto pero ahora vive por los siglos de los siglos. Aunque seamos señalados, segregados y perseguidos, debemos estar confiados en que el Señor es quien gobierna el mundo. Este era un glorioso consuelo para quienes estaban siendo perseguidos hasta la muerte, y debe serlo también hoy.
iii. Confianza y consuelo: Este Cristo lleno de poder y gloria toca el hombro de Juan y le dice que no tema. “… el verdadero propósito de la visión no era el de aterrorizar a Juan, sino de consolarle”.[4] El Jesucristo exaltado se presenta en medio de los candelabros, y luego en la carta a la iglesia de Éfeso agrega que se pasea entre ellos. Aquí mismo se aclara el significado de los candelabros: representan a las iglesias. Juan toma esta imagen del profeta Zacarías, donde se habla de un candelabro de siete lámparas. Era parte del mobiliario del templo, y se le usa para representar a todo el santuario. La luz en las lámparas representa la presencia y el poder del Espíritu en el pueblo de Dios. Así, cada candelabro en la visión de Apocalipsis representa a una congregación, y los siete en conjunto simbolizan a toda la Iglesia de Cristo. La luz en ellas es la presencia de Dios por medio de Su Espíritu. En consecuencia, “al igual que los sacerdotes del AT cuidaban las lámparas y candelabros, así Cristo se describe aquí como un sacerdote celestial que cuida a las iglesias (candelabros) corrigiéndolas y exhortándolas (caps. 2-3)” (BER). Por tanto, tal como Dios se paseaba en el huerto de Edén, así también anda entre las iglesias, es decir, las conoce, las protege, las observa y tiene cuidado de ellas. ¿Tenemos razones para temer si Jesús anda en medio de nosotros? Tal como el tabernáculo se encontraba al centro del campamento y así la presencia de Dios estaba en medio del pueblo que peregrinaba en el desierto, así también Cristo está en medio de su Iglesia y camina entre las congregaciones velando por nosotros, para que sigamos ardiendo y llevando la luz del Evangelio al mundo, alumbrando con nuestras buenas obras. Así como este tabernáculo era la fortaleza y seguridad de su pueblo mientras peregrinaban por el desierto, así también la presencia de Jesús en medio de las iglesias es la única garantía de nuestra perseverancia y nuestra única fuerza durante nuestro caminar por este mundo. Por otro lado, tiene las siete estrellas en su mano, que son los ángeles de las siete iglesias. Recordemos que, en griego, ‘ángel’ significa mensajero, y aquí se refiere a “pastores o ministros. El Señor los sostiene en su diestra; ejerce sobre ellos una autoridad absoluta; son sus embajadores. Los protege; están seguros cuando le obedecen y son fieles en su servicio”.[5] Este es un hermoso consuelo para los pastores. Mientras prediquemos la verdad y vivamos en ella, estamos en las manos de Cristo, no importando la oposición, las traiciones y la persecución. Sólo debemos mirar a Cristo y ser fieles hasta el fin, y será Él quien nos mantendrá a salvo.
iv. Una nueva perspectiva: así como el Señor Jesús quiso que esta visión se encuentre al inicio de apocalipsis para que así las iglesias pudieran recibir el resto del libro con esta perspectiva de Jesús glorificado, así nosotros debemos entender todas las cosas desde este mismo enfoque. Así como Jesús estaba en medio de los candelabros en ese entonces, lo está hoy. Así como él se describe con todos esos atributos de majestad y gloria, así es hoy y será por los siglos. Por tanto, debemos vivir nuestra vida a la luz de esta visión, sabiendo que servimos a este Cristo exaltado y que Él es quien cuida de nosotros. Debemos vivir en santidad porque Él es digno y sus ojos que son como llamas de fuego están sobre nosotros. Debemos estar llenos de gozo y gratitud porque Aquel que es el Primero y el Último quiso salvarnos y entró al sepulcro en nuestro lugar para alcanzar la victoria sobre la muerte, y esa es la razón por la cual podríamos vivir a la luz de esta esperanza indestructible.
En consecuencia, esto debe impactar la manera en que nos vemos a nosotros mismos, nuestro propósito en la tierra, nuestro día a día, la manera en que vemos a nuestra familia e Iglesia, y la forma en que andamos en este mundo que ahora está bajo el pecado, pero que será renovado por el poder de Jesucristo.
“Porque el amor de Cristo nos impulsa, considerando esto: que uno murió por todos; por consiguiente, todos murieron. 15 Y él murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí sino para aquel que murió y resucitó por ellos… De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:14-15,17).
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Michael Halcomb, «Patmos», ed. John D. Barry y Lazarus Wentz, Diccionario Bíblico Lexham (Bellingham, WA: Lexham Press, 2014). ↑
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Simon J. Kistemaker, Comentario al Nuevo Testamento: Apocalipsis (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2004), 107. ↑
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Kistemaker, Apocalipsis, 119. ↑
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Hendriksen, Más que vencedores, 58. ↑
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Hendriksen, Más que vencedores, 59. ↑