Los Testigos de Cristo

Texto base: Juan 5.30-47.

En los mensajes anteriores hemos estado revisando la sanidad del paralítico de Betesda y sus consecuencias. Como vimos, el Señor sanó a un hombre que llevaba 38 años postrado, tullido, y que esperaba a la orilla de un estanque junto a una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y otros paralíticos como él.

Jesús obró esta sanidad en día de reposo, diciendo al paralítico que tomara su camilla y caminara. Esto desató el enojo de los líderes religiosos, quienes en vez de alegrarse por el poder de Dios obrando esta sanidad en el paralítico, se indignaron porque éste cargaba su camilla en día de reposo, lo que ellos veían como una violación a la ley y a su tradición.

Todo esto llevó a que cuestionaran la autoridad de aquel que había sanado al paralítico, es decir, la autoridad de Cristo. Ellos se preguntaban con qué autoridad, con qué respaldo Jesús haría tal cosa como decirle a un paralítico que cargue su lecho en día domingo; para esos líderes judíos, con la miopía que causa el legalismo, lo único que importaba era que este paralítico habría infringido sus reglamentos humanos en día de reposo.

Entonces, toda esta situación de la sanidad del paralítico sirvió para que Jesús enseñara sobre su autoridad, sobre sus credenciales como Mesías, Hijo del Dios Altísimo. Y vimos que Cristo tiene la misma autoridad del Padre, con la que puede dar vida soberanamente a quien Él quiera, y además recibió del Padre toda la autoridad para juzgar, para que así el Hijo reciba la misma honra que el Padre. Sólo Dios puede tener la gloria y la autoridad de Dios. Por lo mismo, este es uno de los pasajes que afirman más claramente que Cristo es Dios.

La misión de la Iglesia entre la primera y la segunda venida de Cristo, entonces, es proclamar la autoridad suprema de su Señor. Esa es nuestra misión, esa es nuestra función aquí, esa es nuestra razón de ser y nuestro privilegio.

Hoy veremos cómo Cristo sigue hablando sobre su autoridad, y ahora enseñará cuáles son sus testigos, aquellos que dan fe de que Él es el Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre que habitó entre nosotros.

      I.         Los testigos de Cristo

Como dijimos, seguiremos respondiendo la pregunta por la autoridad de Cristo. ¿Quién es Jesús para decir lo que dice? Y partimos este mensaje con el v. 30, donde Cristo reitera que Él nada hace por su propia cuenta, sino que hace la voluntad del Padre quien lo envió. El Hijo está de tal forma unido a su Padre, que todo lo que hace es aquello que el Padre hace también.

Lo que está diciendo a los judíos es: “¿Les escandaliza que yo haga estas cosas? Bueno, yo no hago más que hacer aquello que también hace el Padre. Todo lo que yo hago, no lo hago por mí mismo, sino que lo hago con mi Padre”. Les está diciendo que criticarlo a Él es criticar a Dios mismo. Les está dejando claro que si lo odian a Él y quieren matarlo, en realidad a quien odian es a Dios, ya que Jesús tiene autoridad y poder para hacer las mismas cosas que el Padre.

Con esta explicación, entonces, Jesús afirma claramente que Él es uno con el Padre. Obran como uno solo, son uno en conocimiento, en corazón, en voluntad; el Padre y el Hijo son dos Personas, pero un solo Ser, Uno y Trino. La comunión entre ellos es íntima, estrecha y directa. Es una comunión perfecta, ellos tienen sólo un propósito. Cristo es la revelación del Padre ante la humanidad. Quien lo vea a Él, ve al Padre (Jn. 14:9). Nadie conoce mejor a Dios que Él mismo, lo que Cristo dice y hace es aquello que ve hacer al Padre, así como nadie lo ha visto nunca.

Vemos entonces que Cristo, como Hijo, se somete al Padre. La Escritura dice que “Dios [es] la cabeza de Cristo” (1 Co. 11:3), su rol dentro de la Trinidad es ese, tal como fue el rol de Cristo morir en la cruz, y esto no lo hizo el Padre. A pesar de tener estas tareas distintas, son un solo Ser y la voluntad del Hijo está perfectamente alineada a la del Padre.

Ahora, podemos apreciar que hasta ahora en su intercambio con los líderes judíos, Cristo ha dado testimonio de sí mismo, de su autoridad para dar vida soberanamente y también para realizar el juicio universal. El problema es que estos líderes judíos no consideraban válido el testimonio de Cristo. Cristo sabe que esa es la actitud de sus corazones, así que en una muestra increíble de paciencia, humildad y misericordia, revelará a los testigos que dan fe de su autoridad y de su majestad.

A los judíos debería haberles bastado el testimonio que Cristo daba de sí mismo. Él estaba delante de ellos como Dios hecho hombre. Todo lo que salía de su boca era verdad total y absoluta. Todo lo que hablaba tenía la más plena autoridad y la más alta dignidad. ¿Podemos ver la ceguera de estos líderes, a pesar de que ellos creían ver todo más claramente que el resto de la gente? Dios mismo estaba ante ellos, y ellos tenían una actitud insolente, altanera, absolutamente insultante. Estaban allí, pidiendo cuentas a quien habría de juzgar a toda la humanidad. Miraban por sobre el hombro a quien creó los cielos y la tierra. Le estaban diciendo al Dios de todo, a quien recibiría todas las cosas en su mano, que no le creían y que su testimonio les parecía insignificante.

Una vez más, vemos la conmovedora humildad de Cristo, quien podría haberlos consumido por su insolencia, pero que en lugar de eso les explicó con claridad quiénes son aquellos que dan testimonio de su autoridad y majestad, aunque no necesitaba justificarse delante de estos líderes religiosos. De esta humildad debemos aprender nosotros, cómo tratar a quienes contradicen el Evangelio.

EL PADRE

Jesús dice que es otro el que da testimonio acerca de Él, y que ese testimonio es verdadero (v. 32). Se refiere al Padre, quien testifica directamente de Cristo, pero también a través de Juan el Bautista, de las señales y prodigios que dio a Cristo, y de la Escritura que apunta a Cristo desde el comienzo.

El Padre testificó de Cristo en su bautismo, cuando dijo a Cristo: “...Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Mr. 1:11); y luego en la transfiguración de Cristo, dijo también desde el cielo: “...Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Lc. 9:35).

Todo el resto de los testigos que Cristo menciona aquí, son testigos que el Padre puso allí. Los judíos, sin embargo, aunque decían creer en Dios, no recibían el testimonio que Él estaba dando por distintos medios acerca de Cristo. Ellos decían ser temerosos de Dios y estudiosos de su Palabra, pero esto era abiertamente falso, ya que rechazaban a Cristo, el enviado del Padre, dejando a Dios como mentiroso al rechazar su testimonio.

El v. 38 nos dice que la palabra de Dios no moraba realmente en estos judíos, ya que rechazaban al enviado de Dios. Aquí vemos que no se puede tener a Dios sin tener a Cristo. Hay mucha gente por ahí diciendo que creen en Dios, e incluso muchas personas de otras religiones que afirman que creen en el mismo Dios que nosotros, pero ellos rechazan a Cristo como único camino al Padre, con lo que demuestran que lo que dicen es falso: no se puede tener a Dios si no se reconoce a Cristo como el único camino, la única verdad y la única fuente de vida.

Quien diga tener a Dios, debe recibir a Cristo tal como Él se presenta y se muestra, tal como Él dice que es. Quien rechaza a Cristo como Él mismo se presenta, rechaza a Dios y deja al Padre como mentiroso.

JUAN EL BAUTISTA

Jesús cuenta que los líderes religiosos enviaron mensajeros a Juan el Bautista, y eso es lo que vemos al comienzo del Evangelio (cap. 1), cuando se le acercaron emisarios de los fariseos a preguntarle quién era, e incluso le preguntaron si él era el Cristo que había de venir.

Pero Juan dio testimonio de la verdad. Como vimos, él nunca se apuntó a sí mismo, sino que en todo momento dio gloria a Cristo, exaltaba su nombre, lo señalaba como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, aquél que había de venir. Su testimonio, entonces, fue verdadero, e incluso el Antiguo Testamento anunciaba que un profeta con el espíritu de Elías prepararía el camino para la venida del Mesías.

Los líderes judíos, e incluso el mismo Herodes, le escuchaban de buena gana por un tiempo (Mr. 6:20). Las palabras de Juan el Bautista eran poderosas, porque estaban llenas del Espíritu. Llamaba fuertemente al arrepentimiento, y multitudes de personas se acercaban para ese bautismo que demostraba arrepentimiento y un corazón dispuesto a recibir al Mesías.

Pero esta luna de miel no duró para siempre. Los líderes religiosos no soportaron el testimonio que Juan el Bautista daba de Cristo. El Bautista alumbraba como una antorcha, ardía de fervor y devoción a Cristo; sus palabras eran luz porque daban testimonio de la luz que venía al mundo, y su testimonio era potente y atrajo a muchos discípulos a seguir a Jesús. Pero terminó en prisión y luego decapitado por su predicación profética, aunque no pudo dejar de dar testimonio de Cristo hasta su muerte.

Los líderes religiosos se regocijaron un tiempo en su luz, pero luego lo persiguieron y todo esto terminó en su muerte. Algo similar ocurrió con la Iglesia en Jerusalén, ya que el libro de Hechos de los Apóstoles nos cuenta que en un comienzo contaban con el favor de todo el pueblo (2:47), pero luego de un tiempo fueron perseguidos y dispersados. Y el mismo caso de Cristo nos dice mucho, ya que al momento de entrar a Jerusalén fue aclamado y vitoreado, pero luego de unos días en la misma ciudad fue crucificado a petición de la multitud.

La aprobación de las multitudes y de las personas en general, entonces, poco o nada significa. Un día pueden aclamarnos y al otro día pueden demandar nuestra muerte. Lo que sí dice mucho es nuestra fidelidad a la Palabra de Dios, para que en cualquier caso, demos gloria a Cristo. Tal como Juan el Bautista, seremos luz mientras demos testimonio de la Luz que vino al mundo. Si damos testimonio de la luz, brillaremos como antorchas que arden y alumbran, y el mundo recibirá esta luz. Muchos serán alumbrados, y otros amarán más las tinieblas, pero hemos sido puestos como luz para el mundo, y la única forma de cumplir esa función es dando testimonio de Cristo.

SUS OBRAS

Pero Cristo deja claro que Él no necesita justificarse en el testimonio de un hombre. Aunque según el mismo Cristo, de los nacidos de mujer no hay otro más grande que Juan el Bautista (Lc. 7:28); si Él necesitara del testimonio de una simple criatura, no sería Dios. Pero afirma que el testimonio de Juan el Bautista fue dado por causa de ellos, para que pudieran ser salvos. Él no necesita ese testimonio, pero ellos sí; necesitábamos a este profeta que prepararía el camino para su llegada.

Pero Cristo tenía un testimonio aún mayor que el de Juan el Bautista, y son las obras que el Padre le dio para que cumpliese. Una vez más vemos que Cristo no hace nada por sí solo, sino que obra en todo momento alineado a la voluntad de su Padre.

Nadie hizo nunca obras tan prodigiosas; y esto es así porque la autoridad de Cristo es única, es Dios hecho hombre habitando entre nosotros, es el Hijo del Hombre. Y vemos que las señales y milagros tienen una función clara, como hemos venido diciendo en los mensajes anteriores. No se trata simplemente de una demostración de poder sensacionalista o para hacer espectáculo. Las señales y milagros tienen un propósito claro, y es dar testimonio de su autoridad.

Estas obras son un sello de aprobación del Padre, una especie de certificado que el Padre da, que públicamente demuestran que Cristo es su Hijo amado, en quien tiene complacencia; que Él ama a su Hijo y ha entregado todo en su mano, que tiene plena autoridad y potestad, que está lleno de gloria, que Él tiene el poder para restaurar todas las cosas y deshacer la obra del pecado y del maligno.

Fijémonos que Nicodemo supo reconocer esto, y según lo que dijo a Jesús, otros fariseos también pensaban lo mismo: “...Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Jn. 3:2).

Pero debemos ser claros, las señales milagrosas no se comparan a las Palabras de Cristo. Las Palabras de Cristo son eternas; cielo y tierra pasarán, pero ellas no pasarán. Las obras sirven para fortalecer la fe, pero sólo las Palabras de Cristo pueden dar vida.

LAS ESCRITURAS

(v. 39) En la versión Reina Valera 1960, el v. 39 dice “Escudriñad las Escrituras…”, es decir, lo presenta como una orden. Pero otras versiones recogen una traducción más exacta, preferida también por comentaristas como Carson y Hendriksen: lo que realmente dice es “Escudriñáis las Escrituras…”.

O sea, lo que estaba diciendo Jesús en este versículo es que los judíos escudriñaban las Escrituras, las estudiaban con diligencia porque esperaban encontrar la vida eterna en ellas, y ese pensamiento era correcto, ya que para eso debían creer que Dios había hablado por medio de ellas, que era una Palabra viva y que puede dar vida. Es decir, la veían como Palabra de Dios, y eso era bueno.

Pero las estaban estudiando muy mal, ya que no podían ver a Cristo en ellas, siendo que el fin de las Escrituras es dar testimonio de Cristo. Es decir, se estaban perdiendo la esencia del mensaje de las Escrituras, no estaban entendiendo nada.

Las Escrituras son testigos de Cristo, dan testimonio de Él. Aquí se refiere al Antiguo Testamento, y lo que dice Cristo es muy relevante, ya que nos está enseñando que todos los libros del Antiguo Testamento testifican de su persona y de su obra. No son simples historias que nos dejan moralejas o aprendizajes prácticos. Son un testimonio que el Padre nos ha dado, para que encontremos allí a Cristo proclamado. Por supuesto, esto se aplica también al Nuevo Testamento.

Cristo no es algo que se pega como con pegamento al Antiguo Testamento, sino que está en el corazón y la esencia de su mensaje.

     II.         La ceguera de la incredulidad

Pese a todos estos testigos, que como dijimos no son otra cosa sino el Padre mismo dando testimonio a través de ellos, los judíos permanecían en su incredulidad: “y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (v. 40). Este debe ser quizá uno de los versículos más tristes de toda la Biblia. Muestra toda la ceguera, toda la impotencia, la incapacidad, la necedad de aquellos que eran los líderes religiosos del pueblo de Dios. Quienes debían guiar al pueblo hacia el conocimiento de Dios, realmente no conocían a Dios, no entendían nada, sus corazones estaban muertos, llenos de tinieblas y endurecidos; pero ellos creían ver, es más, se jactaban de ver. Pero no eran más que ciegos guías de ciegos.

Su mucho estudio de las Escrituras no los estaba llevando a Cristo, todo su conocimiento era deforme y estéril, estaban ciegos a la realidad. Iban a la fuente correcta, pero no querían beber del manantial. ¿Puede haber una necedad más trágica y más absurda?

Vemos que la incredulidad no surge tanto por falta de evidencia, sino por falta de voluntad para creer. No quieren ir a Cristo, no quieren venir a la luz, porque aman más las tinieblas. No quieren venir a Cristo, porque se aman más a sí mismos y a sus pecados.

Pero en el v. 42 vemos el verdadero problema: el amor de Dios no estaba en ellos, es decir, ellos no amaban verdaderamente a Dios. Ese es el primer y más grande mandamiento, el que da sentido a todos los demás. No podían recibir a Cristo como el enviado de Dios, porque en realidad sus corazones eran de piedra, y aunque sus labios lo adoraban, en su interior estaban lejos del Señor.

No se puede amar a Dios si no se ama a Cristo. Sólo se puede amar a Dios teniendo por veraz su testimonio de haber enviado a su Hijo para darnos vida y salvación, dándole gloria como la verdad hecha hombre. Entonces, la prueba definitiva de que alguien ama a Dios es que recibe a Cristo como la imagen misma de Dios, y la demostración de que alguien no ama a Dios es que rechaza a Cristo con toda su gloria y su Palabra.

La situación era muy trágica. Cristo venía en nombre del Padre y lleno de autoridad, pero era rechazado. Pero si hubiera venido cualquier otro en su propio nombre, lo habrían recibido de buena gana. Sus corazones estaban llenos de tinieblas, estaban tan muertos que era más probable que recibieran a un hombre que buscara su propia gloria, antes que recibir a Cristo, la luz del mundo, quien vino en nombre del Padre Eterno.

Era más probable que recibieran la mentira antes que la verdad y la luz. Y es que nuestros corazones están inclinados a la falsedad y a la idolatría. Nuestros corazones son fábricas de ídolos. Los hombres sin Cristo muestran más simpatía por otros hombres antes que por el Señor. Alabarán a Ghandi, al Che Guevara, a Luther King, a Bob Marley, y admiran sus mensajes que consideran llenos de sabiduría, pero si ven que algunas palabras de estos hombres fueron dichas por Cristo antes, las rechazan o se molestan, porque odian la luz y aman las tinieblas.

Y lo que nos cuenta Apocalipsis cap. 13 sobre la bestia y el falso profeta es esto mismo, pero llevado a su punto máximo. Esa tendencia del hombre sin Cristo de rechazar el testimonio de Dios y preferir las falsedades dichas por otros hombres, que vienen en su propio nombre y buscan su propia gloria, los llevará a adorar a la bestia y a su imagen, y a someterse a su gobierno.

El v. 44 nos muestra que ellos no eran honestos en su religión. Buscaban el aplauso de los hombres, estaban entregados a conseguir gloria para ellos mismos. Estaban llenos y satisfechos con buscar su reputación, y recibir reconocimiento de sus propios pares. Mientras eso fuera así, no podían ver su necesidad de perdón, gracia, misericordia y salvación.

Ellos ya se sentían ricos, se sentían llenos, se sentían justos y se adulaban unos a otros, se glorificaban a sí mismos y se contentaban con eso. Mientras esa actitud se mantuviera en sus corazones, no querrían venir a Cristo para tener vida. Por eso Cristo dijo: “...Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr. 2:17). Es decir, Cristo no vino a buscar a quienes se creen sanos y justos (lo que sólo es una ilusión), sino a aquellos que reconocen su total ruina, su miseria, su pecado, su enfermedad y su bancarrota moral y espiritual.

Si hay en nosotros amor por cualquier cosa más que por Dios, no hay verdadera fe en nuestros corazones. Entonces, no es la falta de evidencia la que hizo a estos judíos rechazar a Cristo, sino la falta de amor a Dios en sus corazones.

Y los vv. 45-47 evidencian aún más su miserable condición. Ellos se jactaban de su fidelidad a Moisés, pero en realidad Moisés los acusaba. La misma ley  que ellos dedicaban sus vidas a conocer y enseñar, los acusaba. No la entendían realmente, no comprendían el propósito de la ley, que es llevarnos a Cristo como un pedagogo (Gá. 3). O sea, aquellos que se supone que eran los expertos en la ley, en realidad no entendían nada; esa ley los acusaba y ellos ni siquiera se daban cuenta de eso; la ley que estudiaban diligentemente anunciaba al Cristo que había de venir, pero ellos no sabían reconocerlo cuando lo tenían al frente. Estaban totalmente ciegos y atrapados en su incapacidad.

El corazón de la ley es Cristo, Él es la esencia y el centro del mensaje. Si ellos entendieran realmente a Moisés, entonces habrían reconocido y recibido a Cristo; pero lo rechazaban torpemente, llenos de insolencia. Su situación, entonces, era desesperadamente miserable, necesitaban rendirse ante Cristo el Salvador, pero lo que terminaron haciendo fue rechazarlo hasta matarlo.

   III.         La necesidad de recibir el testimonio de Cristo

Ahora, después de revisar todo esto, la pregunta obvia es: ¿Qué ocurre con nosotros? Vimos que se puede ser muy diligente en estudiar las Escrituras, lo que es correcto, pero si no estamos viendo en ellas a Cristo, si ese estudio no nos está llevando a los pies del Salvador, no hemos entendido nada y hemos permanecido en nuestra ceguera.

El Padre sigue dando testimonio de Cristo poderosamente. Ahora sabemos que la resurrección de Cristo también es un testimonio que el Padre da sobre la autoridad y majestad de su Hijo: “Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.” (Hch. 17:30-31).

El mismo Espíritu Santo es enviado a nosotros para darnos testimonio de Cristo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. 14 El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn. 16:13-14). El Espíritu Santo glorifica a Cristo, y ese es el efecto que produce cuando obra en nuestros corazones. Nadie puede decir que tiene el Espíritu de Dios si no da gloria a Cristo.

Entonces, ¿Recibiremos este abundante testimonio? Recordemos que la Iglesia también da testimonio de Cristo constantemente. Cada vez que se reúne en torno a la Palabra y la comunión en el Espíritu, está dando testimonio de Cristo; es otro testigo de la gloria y la autoridad del Mesías.

Si rechazamos a Cristo, si nos negamos a venir a Él para tener vida, en el día final todos estos testigos se volverán en nuestra contra, testificarán en contra nuestra, y demostrarán que la incredulidad no se debe a la falta de evidencia, sino a la falta de amor a Dios, y de voluntad para venir a Cristo.

El Padre ha demostrado que Cristo es su Hijo amado, en quien se complace. Él, además ha demostrado su amor eterno hacia nosotros entregando a este Hijo amado para que pague por nuestra rebelión. Él, heredero de todas las cosas, cabeza de la creación, fue traspasado por nuestras rebeliones. En esa cruz podemos ver la muestra más grande y conmovedora de la misericordia y el amor de Dios hacia nosotros, y luego, en su resurrección, vemos que el Padre aprobó la obra consumada de su Hijo. ¿Cómo podríamos rechazar su testimonio?

Es hora de que nos examinemos: ¿Amamos realmente a Dios sobre todas las cosas? ¿Está el amor de Dios en nosotros? ¿Hemos venido a los pies del Salvador para tener vida? ¿Hemos amado a esta luz del mundo sobre todas las cosas, o hemos preferido las tinieblas? ¿Podemos ver en nuestras vidas un amor a Cristo sobre todo, y un deseo de rendir a Él toda la gloria y el honor?

No basta creer con la mente. No basta decir: “estoy de acuerdo con lo que Jesús dice”, o tener una simpatía por Jesús y sus enseñanzas. Se debe creer con todo el ser, con todo el corazón. Todo nuestro ser debe rendirse a los pies del Salvador. A veces podemos sentir que a pesar de que escuchamos y estamos de acuerdo con la Palabra, no progresamos en la fe. Pero allí debemos preguntarnos si estamos siendo sinceros, si estamos siendo honestos, y  estamos buscando la gloria de Dios sobre todas las cosas, y si estamos reconociendo a Cristo como Señor y Dios en nuestra vida.

Para cerrar, tomamos las palabras del mismo Apóstol Juan en su primera carta: “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque éste es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo. 10 El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. 12 El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (1 Jn. 5:9-12)

Quien ha creído en Cristo tiene un testimonio personal de la autoridad de Cristo. Que Dios confirme su testimonio en nosotros. Que no seamos de aquellos que van a la fuente correcta pero no beben del agua viva. Que podamos ser empapados de Cristo, y reconocer de todo corazón su autoridad y su majestad.