Domingo 4 de abril de 2021

Texto base: Gn. 32:22-32.

El diccionario de la RAE define “lucha” como “3. Oposición, rivalidad u hostilidad entre contrarios que tratan de imponerse el uno al otro”. En las luchas que conocemos, gana el que logre imponerse sobre el otro, quien demuestre tener más fuerza y resistencia que su contraparte.

Por eso, puede sorprendernos que el Señor use la figura de la lucha para explicar nuestro encuentro con Él. Claramente, nuestra contienda con Él no se parece a ninguna que podamos tener con algo o alguien de este mundo. Por lo mismo, ¿Qué significa luchar con Dios a la luz de este pasaje? Más allá de eso, ¿Qué significa vencer en esta lucha con Dios? ¿Qué bendición era la que estaba persiguiendo Jacob con tanta intensidad? ¿Qué pasa con nosotros al entrar en esta lucha con Dios? Son interrogantes que abordaremos en este mensaje, aprendiendo sobre nuestra propia búsqueda del Señor, a la que todo cristiano debe entregarse.

I. Jacob queda solo

Jacob vivió ca. 1900 a.C. Nació en el seno de una familia única en el mundo, pues su abuelo Abraham y su padre Isaac habían sido escogidos por Dios para ser beneficiados con un pacto y promesas maravillosas, que los distinguían de entre todas las naciones. Así, fue el tercero de los grandes patriarcas de Israel, de quien luego tomaría el nombre esta nación.

Jacob era el hijo menor de Isaac y Rebeca, y nació aferrado del talón (Heb. עָקֵב ʿāqēḇ,) de su hermano mellizo Esaú, quien salió del vientre sólo unos segundos antes que él. Por ello, su nombre significa tanto “el que afirma el talón”, como “suplantador”, y describe lo que sería la vida de Jacob: una constante lucha con otros para ser bendecido. Primero con Esaú, luego con Labán, pero ante todo consigo mismo y con Dios.

Para estas alturas del relato de Génesis, Jacob había comprado engañosamente la bendición de la primogenitura a su hermano Esaú, a cambio de un plato de guiso. Luego, por instrucción de su madre Rebeca, se disfrazó de su hermano Esaú, aprovechándose de que su padre Isaac había quedado ciego. Así fue como se quedó con la bendición de la primogenitura que pertenecía a su hermano, lo que encendió la ira de Esaú, quien se propuso matarlo.

Por esto, Jacob debió escapar de Esaú. Isaac y Rebeca enviaron a Jacob a las tierras de su tío Labán, que quedaban en la región de Padan Aram, al Norte de Mesopotamia. Allí, el estafador Jacob tendría que sufrir a manos de uno mucho peor que él, pues su tío Labán lo engañó varias veces: a pesar de que Jacob había trabajado siete años por Raquel, su suegro le dio a Lea, la hermana mayor. Debió trabajar otros siete años por Raquel, y su suegro luego cambió su paga y las condiciones de trabajo en diversas ocasiones.

Esto hizo que Jacob se escapara nuevamente, esta vez de su tío Labán, luego de haberle servido durante difíciles 21 años. Dios lo había bendecido a pesar de sus propias debilidades y de los engaños de Labán. Jacob ya era un hombre acaudalado, con dos esposas, dos concubinas y 11 hijos, además de mucho ganado. Pero debía cumplir la voluntad de Dios, mudándose a Canaán, la tierra que el Señor había prometido a sus padres.

Esta huida con su familia, sus posesiones y su ganado fue algo así como el Éxodo de Jacob, ya que fue liberado por Dios de la servidumbre que estaba sufriendo bajo su tío incircunciso, y ahora debía dirigirse a Canaán, a la tierra prometida por el Señor a sus padres. Algo similar ocurriría unos cuatrocientos años más tarde con Israel, el pueblo que nació de Jacob, cuando fue rescatado de la servidumbre de Egipto para dirigirse a la misma tierra prometida.

Para el momento de este pasaje, Jacob se encontraba en el umbral de la tierra prometida, a punto de entrar en ella. Más de dos décadas había estado sin ver a su furioso hermano Esaú, y ahora debía encontrarlo cara a cara. Pero antes debía tener un encuentro definitivo con Dios, que iba a sellar su fe y lo encaminaría de manera definitiva como heredero del pacto de Dios, antes de que entrara en Canaán.

Jacob ya había tomado las medidas humanas que creyó convenientes para lograr una reconciliación con Esaú, pero seguía inquieto porque supo que Esaú venía a encontrarlo con cuatrocientos hombres (v. 6), lo que hacía suponer que no venía en son de paz. Más allá de esto, faltaba un paso esencial en el trato de Dios con su alma.

Una vez que hizo que su familia y sus posesiones cruzaran el vado de Jaboc, quedó solo, generando el ambiente y el momento propicio para encontrarse con Dios. Es en la soledad que el Señor trataría con Jacob.

La soledad es un bien escaso hoy. Es difícil encontrar momentos realmente solos, donde no sólo no haya personas, sino tampoco distracciones, y podamos encontrarnos únicamente con el Señor en completo silencio. Necesitamos esos momentos, según el ejemplo de Cristo: “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mr. 1:35). Cuando enseñó a orar a sus discípulos, les dijo: "Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público" (Mt. 6:6).

Hay un trato que el Señor tiene con nuestra vida únicamente cuando le buscamos apartados de las personas (incluso nuestra familia), los afanes y el bullicio. No veamos esos tiempos como un lujo que es opcional, sino como una necesidad de nuestra alma.

¿Cuánto tiempo pasas a solas con el Señor? Este tiempo no se encuentra simplemente, sino que debe programarse. Si tu disposición es que en algún momento del día verás cuándo tener ese tiempo, resultará que no lo encontrarás. ¿Cómo tus hábitos cotidianos pueden entorpecer esa comunión? ¿Cómo la hiperconectividad puede arruinar nuestra espiritualidad y la de nuestra familia? No podemos sumergirnos en la comunión con el Señor y la meditación en Su Palabra, si a la vez estamos pendientes de las notificaciones, novedades, videos y otras entretenciones que nos ofrecen las redes sociales; si siempre estamos al alcance de un mensaje o una llamada.

Más allá de si Jacob entendía esto o no, antes de ver el rostro de su hermano Esaú, debía encontrarse con el rostro del Señor en la soledad.

El énfasis del pasaje está puesto en la lucha, y aquí existe un juego de palabras: “ya‘ăqōḇ (“Jacob”), el hombre; yabbōq (“Jabbok”), el lugar; y yē’āḇēq (“él luchó”), el encuentro[1]”.

El pecho de Jacob debió haber sido una olla hirviendo, llena de emociones y pensamientos. La esperanza y la fe en la promesa batallaban con la incertidumbre, la angustia, la ansiedad, el terror de la noche y de lo desconocido, así como la conciencia de que no podía hacer nada para mejorar su propia situación: no sabía lo que le esperaba al otro lado de ese río.

El hecho de que la batalla duró hasta el amanecer es significativo, porque la oscuridad simbolizaba la situación de Jacob, en que el miedo y la incertidumbre lo poseyeron”.[2]

II. Jacob lucha

Así se produce la batalla, pero es interesante que no se hace mayor presentación a esta aparición de Dios. Sólo se menciona a un hombre, que simplemente apareció y luchó con Jacob toda la noche. Fue el varón el que inició la lucha, y no se dan más datos de por qué ni cómo esto ocurrió.

Ese varón después se describe como Dios mismo, tanto así que Jacob llamó a ese lugar "Peniel", que significa “El rostro de Dios”, porque vio a Dios cara a cara. Considerando que se describe como Dios y como hombre, claramente se trata de Cristo pre encarnado, es decir, una aparición antes de su primera venida, donde es llamado el Ángel de Jehová (Os. 12.4):

Como la palabra eterna y expresa imagen del Dios invisible, Jesucristo es la manera normal por la que Dios habla y se aparece a la humanidad… A través del Antiguo Testamento, el Ángel de Jehová es una manera en la que el eterno Hijo de Dios habla y se aparece a los hombres. El Hijo de Dios viene en forma humana como el Ángel de Jehová con anterioridad a Su venida en carne humana como Jesucristo[3].

Esto no significa que aquí se dio a conocer abiertamente como Jesucristo, ya que eso sólo ocurre en su encarnación, y faltaban cerca de 1900 años para que eso ocurriera. Pero es claro que el Señor Jesús se anunció y visitó a Su pueblo como el Ángel de Jehová aun antes de nacer en Belén, lo que confirma que es Dios y eterno, y que es el Mediador de Su pueblo tanto antes como después de Su venida.

Aunque se describe una lucha física, debemos ver reflejada aquí una búsqueda enérgica de Dios, con tal fuerza que se puede describir como una “lucha con Dios”.

Comentando este pasaje, el profeta Oseas dice: “Venció al ángel, y prevaleció; lloró, y le rogó” (Os. 12:4). La batalla que se dio aquí es una intensa oración, con ruegos y llantos, con Jacob entregado completamente, suplicando misericordia a Dios con sudor y lágrimas:

Cuando el Espíritu nos ayuda en nuestras debilidades y casi no hallamos palabras para expresar nuestros deseos más vastos y fervientes, y queremos decir más de lo que podemos expresar, entonces, la oración lucha, sin duda, con Dios... Nada requiere más vigor y esfuerzo incesante que luchar. Es un emblema del verdadero espíritu de fe y oración… La oración ferviente es la oración eficaz”.[4]

La lucha de Jacob es por la bendición de Dios: “no te dejaré si no me bendices” y el Señor respondió bendiciéndolo. El Señor premia siempre esta fe (He. 11:6), esa que lo busca, que persevera, lucha y se esfuerza por conocerle y por recordarle las promesas que Él mismo ha hecho.

Jacob pide con osadía, pero de manera reverente, que cumpla esas promesas y que sea fiel a ellas. El hijo de Isaac había luchado hasta ahora con los hombres: con su hermano Esaú, con Labán y sus hijos, pero ahora debía luchar con Dios de manera directa.

Pero esta no es cualquier lucha, porque el contendiente es el Todopoderoso, a quien jamás podría vencer. Por lo mismo, “Dios con una mano lucha con nosotros, pero con la otra mano nos ayuda mientras está luchando con nosotros… porque, aunque ligeramente se nos opone, nos provee fuerza invencible por la cual podemos prevalecer…” (Juan Calvino). Mientras nos esforzamos por alcanzarlo, en ocasiones Él se aleja un poco para que nosotros vayamos más allá buscándolo, y a la vez nos está ayudando para que lleguemos a Él.

Jacob batalló toda la noche y no soltó al Ángel de Jehová hasta que recibió esa bendición. Así también nosotros debemos luchar con Dios y prevalecer, hasta que estemos seguros de que Él ha venido a nuestra vida y nos ha visitado con su Espíritu.

III. Jacob es herido 

Jacob no salió igual de esta lucha con Dios: terminó lesionado en su tendón ciático, con consecuencias permanentes para su movilidad. Con ello, notamos que el Señor muchas veces nos quebranta a medida que trata con nosotros. Debido a nuestro pecado, resultamos heridos en nuestro camino a alcanzar bendiciones del Señor.

El trato del Señor con Jacob había empezado cuando él luchaba con su hermano Esaú en el vientre de su madre (Gn. 25:22), y luego en la batalla por quién sería el primogénito en el parto. Este conflicto continuó a lo largo de su vida y finalmente explotó con su engaño. Desde ahí, todo sería cuesta arriba. Dios usó a Labán para mostrarle lo abominable que es la mentira y el aprovecharse de los demás. Tuvo que lidiar con la incertidumbre de dejar el lugar en que había formado una familia y se había hecho rico. Tal como su abuelo Abraham, debió abandonar esas certezas terrenales por fe en el invisible. Debió enfrentar el miedo de escapar y ser perseguido por Labán, y ahora debía encarar la incertidumbre del encuentro con Esaú.

Para este punto, ya no vemos a Jacob el engañador astuto, sino al creyente humillado que perseveró en fe y ruegos hasta que Dios lo bendijo, con lo cual de alguna manera saneó esa bendición que había arrancado a su padre Isaac con engaño.

Aquí una aplicación: tengamos cuidado de juzgar el trato que el Señor tiene con otros de sus hijos, pues no lidia de manera idéntica con todos. Estuvo más de 20 años tratando con Jacob para llevarlo a este punto, donde ya estaba listo para comprender verdades más profundas sobre su relación con Él. Si Dios labra pacientemente su vid hasta que da el fruto, nosotros no somos los llamados a apresurar los racimos por nuestros medios.

El Señor hirió a Jacob en el eje de la fuerza del luchador, donde encontraba su punto de estabilidad, y fue para enseñarle una lección: "Previamente, Jacob había dependido de su ingenio y fuerza, pero ahora sus poderes naturales están inutilizados. Todos sus pasos en el futuro le recordarán su dependencia de la gracia divina" (Biblia de Estudio de La Reforma). Pero tanto en el caso de Jacob como en el nuestro, el Señor modera su fuerza al herirnos, ya que de otra forma seríamos consumidos por completo.

Jacob ahora era incapaz de pelear en sus fuerzas, ni siquiera podía huir. Dependía completamente de Dios para seguir viviendo y, aún más, para ser bendecido. Si terminaba recibiendo bien, era por pura gracia y misericordia de Dios. Así es como “En las más grandes de las victorias espirituales, que, por fe, alcanzan los hijos de Dios, hay siempre algo que los humilla[5].

Ante esto, piensa en tu vida: ¿Qué prefieres, pasar una vida tranquila, sin sobresaltos, pero sin crecer espiritualmente? ¿O deseas ser fortalecido en la fe, pero luchando y sufriendo en el camino? El Apóstol lo dijo: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:22). Jesús no describió el camino de la fe como uno de flores y algodones, sino como un camino angosto (Mt. 7:14) en el que seremos como ovejas en medio de lobos (Mt. 10:16).

Si nuestro objetivo es evitar el sufrimiento a toda costa, nos hemos equivocado de fe. No somos figuras de colección que permanecen sin raspaduras guardadas en sus cajas, sino que Aquel a quien llamamos “Señor” es el varón de dolores, experimentado en quebranto (Is. 53:3), quien dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc. 9:23). Debemos entender que "es mucho mejor para los hijos de Dios ser bendecidos, aunque resulten mutilados y casi destruidos, que desear esa paz en la que se quedan dormidos" (Juan Calvino).

Algunos en la historia malinterpretaron esto y creyeron que serían santos buscando el dolor a propósito. Se acostaban en camas con piedras, se azotaban hasta sangrar o se recostaban en el hielo para sufrir. Pero esto no es un llamado a ser masoquistas, buscando sufrir por sufrir. Sufrimos porque el pecado habita aún en nosotros, y vivimos en un mundo que está bajo la maldad, es por eso que cuando Dios trata con nosotros su mano muchas veces debe herirnos para poder curarnos, tal como una herida infectada en ocasiones debe abrirse para poder ser sanada, o como un miembro gangrenado debe ser amputado para que la gangrena no se siga expandiendo.

Hay pecados que amas pero que deberás dejar. Hay personas con las que tienes una relación, pero te alejan de Dios y te hacen tropezar, por tanto, deben quedar atrás. Hay ambientes y situaciones que hasta ahora has disfrutado, pero que te llevan a deshonrar al Señor y por tanto ya no debes exponerte a eso. Hay trabajos que te han dado prestigio o una buena situación económica, pero que resultan incompatibles con tu fe y tu servicio al Señor. En fin, podemos seguir nombrando ejemplos, pero el punto es el mismo: el trato del Señor con nuestra vida implica dolor, pero no uno que nos destruye, sino uno que sana y restaura.

Así, nuestra exaltación está siempre bañada con humildad. Como afirmó el salmista: “Bueno me es haber sido humillado, Para que aprenda tus estatutos” (Sal. 119:71). Si pudiéramos vencer sin sobresaltos y como si fuera por nuestra habilidad, nuestra carne no demoraría mucho en envanecerse, olvidando que, si hubo victoria, fue solo por la gracia y el poder de Dios. Pero las heridas y lesiones nos llevan a reconocer nuestra dependencia de Dios y saber que fue Él quien nos llevó al triunfo.

La tendencia natural es a ocultar y disimular nuestras debilidades, o culpar de ellas a algo o alguien más. Pero los cristianos debemos conocer muy bien nuestras debilidades: llamarlas por su nombre, y saber que allí caemos, que no podemos, que somos impotentes y necesitados. Eso nos llevará a depender de Dios y no de nosotros mismos. Nos hará ser realmente útiles en sus manos y disfrutar de la bendición de Su gracia, porque nunca se trató de nosotros, de que fuéramos brillantes y notables, sino que siempre se ha tratado de que Dios sea glorificado:

él me dijo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. 10 … porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co. 12:9-10 NVI).

Aprende a pensar en tus debilidades como bendiciones que te llevan a los pies de Cristo y te hacen depender de Él. Mientras más te examines, más debilidades verás, pero esa será la oportunidad para ser usado en la obra del Señor. Los obreros del Señor no son los que se creen capaces y autosuficientes, sino aquellos que se saben débiles e impotentes, y por lo mismo dependen de Él para cada paso: “Jehová… atiende al humilde, Mas al altivo mira de lejos” (Sal. 138:6).

En esto encontramos que “… El enemigo no estaba tanto en Esaú sino en el mismo Jacob quien siempre apelaba a sus recursos y fuerzas en descuido de su comunión y dependencia de Dios”.[6]

Aprende a amar esa mano del Señor que te hiere para sanar. Lo que está haciendo es remover tus confianzas terrenales, que son las que te llevan a la idolatría. Son cañas rotas: si te apoyas en ellas te traspasarán la mano. En lugar de eso, te está haciendo poner la fe y la esperanza únicamente en Él, que es lo que lleva a la vida.

“[Las armas carnales de Jacob] fueron débiles e inútiles, le fallaron en su lucha con Dios… [él aprendió] que estaba en las manos de Aquel contra quien es inútil luchar. Después de este toque invalidante, la lucha de Jacob tomó una nueva dirección. Ahora que estaba lisiado en su fuerza natural, se volvió audaz en la fe”.[7]

IV. Jacob es renovado

La bendición que recibió Jacob superó por mucho el dolor de su herida. Después de esa batalla que duró toda la noche, “El sol le salió a Jacob; [y así] amanece para aquella alma que ha tenido comunión con Dios[8].

El mismo Señor reconoció que, de alguna manera, Jacob venció. Esto no debe malinterpretarse como si fuésemos capaces de someter o doblegar a Dios. Jacob era un hombre fuerte (29:2,10), pero esta lucha no se definía en términos de fuerza corporal.

Quiere decir que perseveró hasta el fin en su empeño por ser bendecido, y se aferró al Señor hasta que lo consiguió. El Señor se dejó alcanzar por este hombre, tal como un padre cuando juega a las luchas con su hijo pequeño, “se deja vencer” al ver el esfuerzo y perseverancia del niño: “La tenacidad y persistencia de Jacob en ser [bendecido], pese a las adversidades, le hace acreedor de la victoria”.[9]

En otras palabras, “Dios nos permite atribuir a la eficacia de nuestra fe y oraciones, las victorias que sólo su gracia nos capacita para hacer[10].

Luego de esta victoria, Jacob recibió un nuevo nombre (v. 28). Esto en la Biblia no es algo superficial, como si fuera un simple apodo, sino que equivale a un nuevo nacimiento, donde la antigua vida como Jacob ya era historia: su forma de ser, sus preferencias, sus prioridades y todo lo que era hasta el momento, fue renovado al encontrarse con Cristo, y ya nunca volvería a ser el mismo. Y Cristo es quien lo renombra, mostrando con ello su autoridad y señorío sobre la vida de Jacob, de modo que “Salía de esta experiencia con una nueva identidad y con la bendición que había pedido[11].

Esto es lo que ocurre también con cada uno de quienes han sido salvos por Cristo. La Escritura dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17 NVI). Es decir, si estamos en Cristo hemos sido creados de nuevo, o como diría el mismo Jesús a Nicodemo, hemos nacido de nuevo, de lo alto (Jn. 3:3):

Ninguna persona puede seguir siendo el mismo de antes después que se ha encontrado cara a cara con el Señor. Hoy nosotros logramos la misma experiencia de relación con Dios por medio de Jesucristo. El dijo: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14:9)”.[12]

Como dijo alguien una vez, si nos impacta un camión, no quedaremos igual que antes. Cuánto más si el que viene a nosotros es el Espíritu Santo, nos da vida espiritual resucitándonos de entre los muertos, y nos da entendimiento y sabiduría para tener la mente de Cristo. No podemos seguir igual: hemos nacido de nuevo, y ya comenzamos a disfrutar de la nueva creación mientras estamos en este mundo.

Notemos que “el varón le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Jacob” (v. 27), es decir, “suplantador”. Eso es lo que era en su vida pasada, bajo el pecado. ¿Cuál era tu nombre? ¿Ladrón, codicioso, borracho, adúltero, chismoso? Podemos nombrar aquí cualquier otro pecado que nos dominó en la vida pasada sin Cristo. Pero el varón respondió: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel” (v. 28). Así también, somos renovados en Cristo, ante Dios ya no somos el viejo hombre, sino aquel que ha sido renovado en Jesús.

Por eso la Escritura también dice: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2:17). Cada uno de nosotros, entonces, ha recibido un nuevo nombre en Cristo, ahora somos suyos, Él es nuestro Amo y Señor.

Jacob no prevaleció por sus armas carnales. Luego, el pueblo de Israel tampoco prevalecería ante Egipto por su fuerza militar, su estrategia ni alguna otra arma terrenal, sino por el poder de la bendición de Dios. Igualmente, nosotros hoy sabemos que, si hemos sido salvos y bendecidos, ha sido sólo por la compasión de Dios. “La auto suficiencia es incompatible con la obra de Dios en cualquier época. Lo único que vence al mundo es la fe”.[13]

De todas formas, Jacob debía seguir aprendiendo. Se le ocurrió preguntar el nombre del varón (v. 29), pensando quizá se había ganado el derecho de invocar a este dios, como los paganos invocaban a sus deidades falsas mencionando sus nombres. Pero Dios revela Su Nombre sólo cuando Él quiere, es soberano en esto (Cfr. Éx. 3), y jamás es algo que nos ganamos por nuestro esfuerzo. "El nombre de Dios no es solo una palabra, sino Su gloria, que no puede ser plenamente conocida por nuestras mentes limitadas" (BEHR). El tiempo de la completa revelación no había llegado aún: esto sucedería en la venida de Cristo, y el Señor es soberano en sus tiempos y propósitos.

Jacob también debía aprobar este examen. Ahora sabía su lugar delante de Dios. Es un Dios que lo bendice, pero que no está a su servicio como un amuleto, sino que es soberano sobre todo, y si recibe un bien de parte de Él se debe únicamente a que este Dios es lleno de gracia y misericordia. Esto debía animarlo: si había podido ver el rostro de este Dios y vivir, podría también enfrentar a su hermano Esaú, un simple ser humano, y prevalecer.

Jacob quiso guardar memoria de este encuentro sobrenatural nombrando a ese lugar "Peniel" (v. 30), que significa “el rostro de Dios”. Así también nosotros siempre debemos procurar tener memoria de cómo el Señor nos ha salvado y bendecido en Cristo, en quien hemos visto el rostro de Dios y, tal como Jacob, hemos sido librados de la muerte.

Necesitamos este encuentro y esta lucha con Dios para vivir ante Él y ante los hombres. No sólo para grandes eventos de nuestra vida, sino para nuestro día a día. Dios quiere que luchemos con él de esta forma, buscándolo intensamente hasta que lo encontramos. Cuando parece no respondernos, no es que esté jugando a las escondidas, sino que nos está invitando a ir más allá, y si perseveramos en la búsqueda, al final del camino sí lo encontraremos, seremos bendecidos y librados de la muerte. Es en esa lucha que somos transformados, crecemos en la fe y el conocimiento de Dios.

En esta lucha no debemos confiar en nuestras propias fuerzas para conseguir lo que queremos, sino en el poder de Dios, que nos capacita para hacer Su perfecta voluntad.

Pese a que Jacob ocupa un lugar único en la historia de la redención, todos debemos aprender y beneficiarnos de este relato, que nos muestra a un Dios soberano y altísimo, pero que se acerca en Cristo para bendecirnos. El trato de Dios con las vidas de los patriarcas de la fe tiene un eco en nuestras propias experiencias como hijos del pueblo de Dios.

A todo esto, ¿Cuál era la bendición que pedía Jacob? Era la que el Señor había prometido a su abuelo Abraham: “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn. 22:18). Esto implicaba que el Salvador del mundo, Aquel que aplastaría la cabeza de la serpiente, sería un descendiente de Jacob, el heredero del pacto. Esta bendición significa no sólo tener el privilegio de ser un antepasado del Mesías, sino que el mismo Jacob sería salvo por ese Hijo prometido. Esa era la herencia y la salvación final prometidas en el pacto: “a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gn. 3:16).

De Jacob vinieron las doce tribus que dieron origen a la nación de Israel. Ese Israel recibió la Ley de Dios y debía ser obediente a ella para ser bendecido y permanecer en la tierra prometida. Sin embargo, fueron rebeldes hasta el extremo, y por eso fueron expulsados de la tierra y dispersados. Pero un Hijo de Jacob sería el verdadero Israel, el siervo de Jehová que restauraría Su nación y sería perfecto en obediencia.

Jacob venció con su perseverancia, pero antes Dios lo quebrantó y humilló, de modo que él lloró y suplicó. Así, la victoria del primer Israel fue cuando ya estaba lesionado en el piso. De la misma forma, la victoria de Jesús, el Israel definitivo, sería desde la humillación.

Lo que Jacob no supo con toda claridad, eran los padecimientos que este Hijo suyo iba a sufrir para cumplir su misión: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero, 14 para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gá. 3:13-14).

Jacob, el primer Israel luchó con Dios para recibir la bendición, pero Jesús, el Israel definitivo, fue hecho maldición por nosotros, para que nosotros recibiéramos la bendición prometida a Abraham, que es la salvación y la herencia eterna.

Jesús luchó también con el Padre, en su oración previa a la crucifixión, cuando le rogó diciendo: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo” (v. 1). El primer Israel sudó gotas de agua y sal en su lucha, pero el Israel definitivo sudó gotas de sangre mientras su alma agonizaba en Getsemaní, en oración y ruego. En la misma cruz seguía luchando, cuando rogó: “Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). Allí el Padre “quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Is. 53:10), pero el Hijo perseveró en obediencia hasta el fin, cuando pudo exclamar: “Consumado es” (Jn. 19:30).

Por eso dice la Escritura: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (He. 5:7).

Por último, el Ángel de Jehová, moderó su fuerza al luchar con Jacob. Pero el Padre no moderó su fuerza cuando quebrantó en la cruz al Hijo de Jacob: Jesús. Él no recibió sólo un toque en su cadera, sino que soportó la ira eterna de Dios por nuestros pecados, y esto no tiene que ver con un asunto de tiempo, sino de intensidad: recibió en su cuerpo y alma todo el furor del Padre por nuestra maldad, para que nosotros no tuviéramos que soportarlo. En otras palabras, Cristo sufrió el infierno por nosotros en la cruz, para que no tuviéramos que sufrirlo por la eternidad.

Por ello, quien hace la diferencia entre nuestro viejo y nuestro nuevo hombre es Cristo, y sólo en Él es que podemos estar de pie ante Dios y prevalecer ante los hombres. Sólo en Él tenemos verdadera vida, y la victoria real contra nuestro propio pecado, nuestras circunstancias y nuestros enemigos. Sólo por medio de la fe en Cristo es que podemos "luchar con Dios" y prevalecer, recibiendo su bendición. Esto no es sólo un evento especial al que están llamados algunos iluminados, sino algo que todo creyente debe vivir.

Creamos en las promesas del Señor: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mt. 7:7), y “Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; 13 y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros, dice Jehová” (Jer. 29:12-14a).

  1. Allen P. Ross, «Genesis», en The Bible Knowledge Commentary: An Exposition of the Scriptures, ed. J. F. Walvoord y R. B. Zuck, vol. 1, trad. del autor de este documento, (Wheaton, IL: Victor Books, 1985), 80.

  2. Allen P. Ross, «Genesis», 81.

  3. Joel Beeke (Ed.), Biblia de Estudio Herencia Reformada para la Familia y el Estudio Devocional, (China [no indica ciudad]: 2018), 361.

  4. Matthew Henry, Comentario de la Biblia Matthew Henry en un tomo (Miami: Editorial Unilit, 2003), 53.

  5. Roberto Jamieson, A. R. Fausset, y David Brown, Comentario exegético y explicativo de la Biblia - tomo 1: El Antiguo Testamento (El Paso, TX: Casa Bautista de Publicaciones, 2003), 44.

  6. Daniel Carro et al., Comentario bı́blico mundo hispano Genesis, 1. ed. (El Paso, TX: Editorial Mundo Hispano, 1993–), 188.

  7. Allen P. Ross, «Genesis», 81.

  8. Matthew Henry, 53.

  9. Daniel Carro et al., Comentario bı́blico, 186.

  10. Roberto Jamieson, Comentario exegético, 44.

  11. Daniel Carro et al., Comentario bı́blico, 186.

  12. Daniel Carro et al., Comentario bı́blico, 186.

  13. Allen P. Ross, «Genesis», 81–82.